domingo, 29 de mayo de 2022

más adaptaciones literarias en las postrimerías del franquismo

Rafael J. Salvia hace la adaptación de El abuelo, de Galdós, y Rafael Gil, acaso por eso, le encomienda en La duda (1972) el papel del viejo conde de Albrit a Fernando Rey para que lo haga un poco a imagen y semejanza del don Lope que acaba de interpretar en Tristana (Luis Buñuel, 1970), otra cinta de inspiración galdosiana. La línea argumental se mantiene: el viejo conde, que vive de prestado en su antiguo palacio sometido a toda clase de indignidades contra las que su orgullo se rebela, está empeñado en sabe cuál de sus nietas (Laly Romay e Inma de Santis) es hija de su hijo recién fallecido y cuál es la habida por su nuera (Analía Gadé) de uno de sus amantes. Sin embargo, ella se resiste a revelárselo. 

Multipremiada en su momento, bien llevada narrativamente, la cinta adolece de cierta frialdad como melodrama —eso que llamamos academicismo— y la fotografía de Aguayo, en esta ocasión, flojea en algunos exteriores y recurre, aunque muy excepcionalmente, al uso recursivo del zoom.

A pesar de que Gil aseguraba que su adaptación del drama de Azorín La guerrilla carecía de relación con la Guerra Civil Española, la secuencia de apertura, con los soldados de Napoleón profanando una iglesia, remiten directamente a la iconografía que el franquismo construyó en torno a la Cruzada contra el comunismo. Redunda en esta interpretación, además, la defensa que los personajes españoles hacen de valores como la religiosidad, el patriotismo e, incluso, la rebeldía. Que un enemigo extranjero —oficial, por supuesto— prefiera morir con honor que escapar del pelotón de fusilamiento, sirve al final trágico y no desdice el planteamiento inicial.

La película, rodada en 1973, se articula mediante un doble triángulo amoroso. Por una parte está el amor que por Juana María (La Pocha) sienten el coronel francés Santamour (Jacques Destoops) y el jefe de la partida de guerrilleros apodado El Cabrero (Paco Rabal). Por otra, el posadero (José Nieto) y su mujer (Eulalia del Pino), que es la amante del despótico alcalde del pueblo (Fernando Sancho). Los tres se dedican a la patriótica labor de emborrachar a cuanto francés acude a la posada, matarlo aprovechando su torpor y tirarlo al pozo. Descubiertos estos últimos por el coronel Santamour, éste pondrá a Juana María en el brete moral de decidir a cuál de los dos hombres se indulta, porque su padre no es el posadero, sino el alcalde. En una nueva burla por parte de los autores a propósito de la representación popular, los franceses han entregado el bastón de alcalde al antiguo secretario municipal (Rafel Alonso), hombre pusilánime y tornadizo, siempre atento a por dónde sopla el viento y sólo apto para la obediencia. El asalto al pueblo por parte de los guerrilleros el día de las ejecuciones, pone en marcha el desenlace. En resumen, la lectura pacifista que proponía el director no es más que la paz del amor romántico y la renuncia heroica bajo la tutela de la guerrilla —fuerzas sublevadas que resisten al extranjero— en una relectura del mito de Lola la Piconera (Luis Lucia, 1951).

Hay en la suntuosidad escenográfica y en la belleza de los jóvenes intérpretes de El mejor alcalde, el rey / Il miglior sindaco, il re (1974), la adaptación de la obra de Lope de Vega realizada por Gil, un deje de Romeo and Juliet (Romeo y Julieta, 1968). Como si las alabanzas con las que había sido acogida la película de Franco Zeffirelli fuera un salvoconducto para intentar una operación análoga en tierras del Bierzo y del románico palentino. En su adaptación, José López Rubio conserva el esquema argumental de Lope de Vega, pero recrea ex novo el personaje de Felicia (Analía Gadé), la hermana del conde de Neria (Fernando Sancho), cuya lujuria por Sancho (Ray Lovelock) y maquinaciones posteriores son el motor del relato. Cuando el conde manda secuestrar a Elvira (Simonetta Stefanelli) la noche antes de su boda para ejercer el derecho de pernada, Sancho y su amigo el porquero (Pedro Valentín) viajan a León para pedir merced al rey Alfonso VII (Andrés Mejuto). Haciendo caso omiso de sus órdenes, el conde hace pagar su insolencia a Sancho unciéndolos a un arado y tratándolos como a auténticas bestias. Tras conseguir por la fuerza los favores de Elvira, le concede a Felicia, con la que ha mantenido relaciones incestuosas, que pase una noche con Sancho.

El despiste de Rafael Gil a la altura de 1975 es evidente, así que para su siguiente película opta por una baza segura: la adaptación del primer intento dramático de Ana Diosdado, que ha conocido un éxito resonante en los escenarios durante la temporada 1970-1971: Olvida los tambores. Se acercaba entonces la joven autora a la insatisfacción juvenil, a los nuevos modelos de convivencia y al choque que estos producían con el convencionalismo. A partir de un guión elaborado por la propia Diosdado —que conserva íntegras las tres o cuatro escenas esenciales de la historia y multiplica localizaciones y personajes accesorios— y con la única presencia de Jaime Blanch procedente del elenco escénico, Gil encara su propio acercamiento al asunto, el de un hombre profundamente religioso que ha pasado ya la sesentena y cuyos asideros están en el prestigio previo de título. Y así, se embarca en la presentación individual de cada uno de los personajes, incluso en los de nueva creación y recorrido efímero en la trama argumental, en una maniobra de una torpeza admisible en la guionista debutante pero nunca en el veterano y riguroso director que es Gil. También soliviantó a quienes habían visto la comedia en los escenarios, la radical alteración del final, con apenas cambiar el nombre del personaje en la llamada telefónica que sirve para la caída del telón. Otra llamada, que en la película se produce a los veinte minutos de iniciado el metraje, pone en marcha el drama: Pilar (Cristina Galbó), la hermana “conservadora” de la iconoclasta Alicia (Maribel Martí) acaba de llegar a Madrid, escapada de un matrimonio fracasado con el convencionalísimo Lorenzo (Jaime Blanch). Al mismo tiempo, Nacho (Carlos Ballesteros) es un productor musical dispuesto a comprar el alma del anticonvencional Tony (Tony Isbert), pareja de Alicia, y de su compañero de aventuras musicales (Julián Mateos), un personaje-símbolo al que se confía la moraleja del relato. Esta componente musical, que podría haber resultado atractiva con un planteamiento más coherente, queda confiada a Juan Carlos Calderón que se diría empeñado en remedar a Osibisa: los títulos de crédito a ritmo de un discotequero “Dies irae” constituyen un comentario tanto editorial como irónico por parte de Gil sobre una juventud que si ya en 1970 podía resultar ajena a la realidad contracultural de la pacata España, en 1975 constituye una suerte de universo paralelo.

Antonio Gala presentó en el teatro Lara en 1972 Los buenos días perdidos, tragicomedia de seres marginados en la que triunfaron Amparo Baró, Mary Carrillo, Manuel Galiana y Juan Luis Galiardo. El propio Gala se encargó de la adaptación cinematográfica con la colaboración de Miguel Rubio y algún personaje adicional —el viejo cura gagá (Erasmo Pascual), la boticaria necesitada de amor (Mabel Escaño)—, pero, a lo que parece, sin alterar un ápice la estructura dramática ni el diálogo. A llevarlo al cine se aplica Rafael Gil en 1975 en un empeño vacuo: lo que en el escenario acaso sonase trascendente y lírico, adquiere en la pantalla un tono falso y cursilón que no pueden enderezar los intérpretes. Los dos varones repiten; en cambio, Baró y Carrillo son reemplazadas por Teresa Rabal y Queta Claver. Esta última es la que mejor encaja con su desgarrado personaje de alcahueta recluida en la sacristía de una iglesia rural. El sex appeal de Galiardo cuadra al personaje, pero hoy resulta demasiado datado, y la estupidez sobrevenida por un golpe en la cabeza de la joven de una ingenuidad tan impostada que resulta insufrible. Sobre todo, en su final trágico.

Dos hombres... y, en medio, dos mujeres (1977) es fruto una vez más de la desorientación de Gil como cineasta y productor tras la muerte de Franco. El óbito le ha pillado en plena ejecución de su díptico legionario y en el futuro inmediato se va a dedicar a la adaptación sistemática de los best sellers nostálgicos que Fernando Vizcaíno Casas publica en Planeta. En medio, como las dos mujeres del título, esta versión de la novela del escritor y académico portugalujo Juan Antonio de Zunzunegui, Dos hombres y dos mujeres en medio. Publicada en 1944, la novela forma parte de una serie que el autor denominó "cuentos y patrañas de mi ría", ambientadas en Portugalete y Bilbao. Más que la versión cinematográfica de José López Rubio, que firma un guión ceñido a las necesidades del director, da la sensación que los cambios operados en el original obedecen todos a decisiones de Gil como titular de Coral P.C. El trueque en el título, esos puntos suspensivos que en 1977 invitaban al posible espectador a instalarse en el doble sentido, la ubicación de Nadiuska en los créditos por delante de Alberto Closas... hablan bien a las claras de la pretensión de apuntarse a la ola del cine de destape, pero sin renunciar a cierta dignidad. Sin embargo, tanto el uso recursivo del zoom como el tono vodevilesco de la escena de la seducción en la ducha dan al traste con la operación, poniendo en evidencia su naturaleza espuria.

Martín (Closas) es el director de una naviera en la ría de Bilbao. Mientras él estaba fuera, en un viaje de trabajo, ha fallecido el capitán de uno de sus barcos y, apenas regresado, debe despachar con la viuda las compensaciones y los seguros. María (Nadiuska) es una mujer joven y atractiva con la que Martín entabla una relación, que oculta a su familia. Cuando su mujer (Gemma Cuervo) se entera, envía a su hijo Ramón (Alfredo Alba) a hablar con María, pero ésta seduce también al muchacho y la situación terminará trágicamente, en una doble pirueta melodramática acaso ya presente en la novela. La dirección de arte refuerza la disociación de Martín utilizando sistemáticamente los blancos y azules en el decorado, atrezzo y vestuario de la casa familiar, y los rosas, verdes y colores llamativos en el piso de su amante. No obstante, el personaje, cuya pasión es el motor de la trama en los actos primero y segundo, se va difuminando en el tercer acto para ceder el protagonismo a su hijo, configurándose en este tramo final un extraño triángulo formado por María, Ramón y su madre.

Dos hombres... y, en medio, dos mujeres cierra un ciclo de adptaciones de obras literarias prestigiosas que Gil abriera un lustro antes con su versión de Nada menos que todo un hombre (1971). En el futuro inmediato, los best sellers nostálgicos del franquismo de Fernando Vizcaíno Casas le proporcionarán a sus películas base literaria acaso menos noble, pero bastante más popular.

domingo, 22 de mayo de 2022

cuatro versiones de una novela de unamuno

A principios de la década de los setenta, Rafael Gil se embarca en una serie de adaptaciones de autores de la generación del 98: El abuelo, de Galdós, La guerrilla, de Azorín, y Nada menos que todo un hombre, novela corta de Miguel de Unamuno, publicada en 1916 en la colección Revista Semanal Literaria. Firman el guión de esta última José López Rubio y Rafael J. Salvia.

Victorino Yáñez (Tomás Blanco) está dispuesto a vender a su hija Julia (Analía Gadé) al mejor postor con tal de escapar de la ruina. Y el mejor postor es Alejandro Gómez (Paco Rabal), un indiano materialista y despótico, que se ha enriquecido en América y que está dispuesto a tomar de la vida lo mejor sin la más mínima cortapisa moral. En esto, y por mediación de Paco Rabal, la película de Rafael Gil se convierte en una suerte de reformulación o réplica a Tristana (Luis Buñuel, 1970), película puesta bajo sospecha por la administración y vituperada por buena parte de la crítica española. En cambio, la presencia de Analía Gadé y el diálogo de José López Rubio sitúan la adaptación en el terreno de la alta comedia, como ocurre en las escenas del flirteo con un conde (Ángel del Pozo) que debe dinero a Alejandro o cuando Julia le comunica a éste que van a tener un hijo. Sin embargo, tras darle un heredero, Julia le echa en cara que ella ha sido sólo un adorno más de su vanidad de hombre y que el conde es su amante. Alejandro lo achaca entonces a la neurastenia, sin que el conde, en presencia de dos alienistas, se atreva a ratificar la declaración de Julia. La cobardía y bajeza moral del conde, conducen a Julia a una casa de reposo de la que ella saldrá convencida de que todo fueron imaginaciones suyas. Este giro dramático, que constituye el eje del tercer acto de la película es lo que la acerca al melodrama tal como lo ha entendido Rafael Gil durante la última década, desde la contención y la relevancia que la religión asume en la catarsis final de los personajes y que se resume en la imagen de Alejandro enfrentado al crucifijo que hay sobre la cama de Julia.

El texto había sido llevado ya a la pantalla en 1943 en una adaptación realizada por Ulyses Petit de Murat y Homero Manzi para la primera película que el judío francés Pierre Chenal dirige en su exilio argentino. Tras haber tenido un peso notable en el cine francés de los años treinta, Chenal ha viajado en un barco desde Marsella; no conoce el idioma ni el cine argentino, pero allí tiene la suerte de que Luis Saslavsky sí que haya visto sus películas y se ofrezca a presentarle en Artistas Argentinos Asociados, entre cuyos fundadores se encuentra Francisco Petrone, que protagonizará la cinta junto a Amelia Bence. Ambos renuncian a la dimensión simbólica o alegórica de los personajes unamunianos para humanizarlos al máximo. En esa misma línea de concentración dramática funciona la adaptación, al tiempo que introduce un nuevo matizen la motivación de Alejandro: la preocupación social. Alejandro no se dedica a las altas finanzas y a los préstamos, sino a la construcción de infraestructuras que alivien el sufrimiento de los más humildes. La inundación de unas tierras en las que está canalizando, después de que los encargados de las obras incumplieran sus órdenes de que se construyeran muros de contención, le lleva a restablecer el contacto con las personas que le vieron nacer y para las que construye altruistamente el hospital soñado por el médico (Nicolás Fregues) que atiende la delicada salud de Julia.

Contra la opinión de Chenal, los guionistas decidieron que no era necesario que Héctor (Florindo Ferrario) —el condesito en la novela— y Julia hubieran consumado el adulterio. El libreto quedó a gusto de los escritores y, probablemente, de la censura argentina, lo que provoca un grave desequilibrio dramático en la escena en que, ante los alienistas y Alejandro, Héctor niega haber sido el amante de Julia. Además de la ausencia del hijo de la pareja, el clímax se traslada a las cabañas junto al río y la última imagen, de alto voltaje poético y necrofílico, presenta a Alejandro sumergiéndose en el agua con el cadáver de Julia en sus brazos, "en un viaje que no terminará nunca y en el que nadie podrá ya separarlos".

Petit de Murat vuelve a ofrecer en 1954 su adaptación del texto unamuniano a la Cinematográfica Filmex, de Gregorio Walerstein, quien la produce en México con el título de La entrega. La principal novedad de esta versión es su ambientación contemporánea, lo que acentúa el perfil melodramático y social del argumento. A la primera de estas características sirven también las interpretaciones de Marga López y Arturo de Córdova: apacible en el sufrimiento la de ella, alucinada en su determinación la de él. Julián Soler pone también todos los elementos escenográficos en juego: la arquitectura colonial, el mar y la tempestad, la escalera como metáfora siguiendo el modelo del melodrama hollywoodense...
El crucifijo no está en la cabaña de pescadores como símbolo de expiación y perdón, sino como prueba de la indiferencia de Dios ante el sufrimiento de los hombres. Por eso esta versión es la más explícita en cuanto al suicidio de Alejandro para consumar el amor más allá de la muerte:

—Yo no te quiero, no. Yo te... ¡No hay palabras para decirlo!
—Alejandro, dime, quién eres.
—Yo... nada más que tu hombre. El hombre que tú has hecho de mí. (...) Ya nada puede separarnos, Julia. Seguiremos nuestro viaje. Ya viene la marea para llevarnos juntos. ¡Te quiero!

Todavía en 1983 la historia de Unamuno regresa a la pantalla, esta vez con ropajes de drama ranchero y hechuras de telenovela que firma Rafael Villaseñor Kuri. La nueva cinta está al servicio del cantante mexicano Vicente Fernández, así que podemos irnos olvidando de las sutilezas de las dos versiones anteriores. Rebautizado el personaje como Joaquín Barrera, el resuelto hombre hecho a sí mismo que compra tierras y telares consigue también el corazón de la bella Laura Monteros (la española Amparo Muñoz). A partir de ahí el guión de Rafael García Travesi, sólo toma algunos elementos de la novela de Unamuno, prescinde del conde y, por supuesto del adulterio —a Vicente Fernández no lo corona nadie— y centra su desarrollo en la mentira de Laura, dispuesta a cualquier cosa con tal de escuchar de labios de su marido que la ama, sobre todo ahora que le ha dado un hijo. Es Fernando Aguirre (Óscar Traven), su primer novio, el que le sirve de excusa para excitar los celos de Joaquín y quien reniega de ella. La separación durante el internamiento de ella, sirve de espita al trauma psicoanalítico —¡nada menos¡— que le causó asistir a una escena entre sus progenitores en la que descubre que se casaron por interés y en la que la madre le reprocha al padre no haber sabido ser "todo un hombre". Por todo ello no es extraño que, a pesar de que los títulos de crédito indiquen la deuda con la obra de Unamuno, García Travesi aparezca paradójicamente acreditado como autor del "argumento original y libreto cinematográfico". Por supuesto, el metraje se completa con media docena de canciones interpretadas por el astro azteca.

domingo, 15 de mayo de 2022

azote del materialismo y la hipocresía

El asunto de Verde doncella (Rafael Gil, 1968), de los que en la España pacata de los años sesenta se consideraban "fuertes", llama la atención de los glosadores contemporáneos por haberse anticipado en su alambicado dilema moral a Indecent Proposal (Una proposición indecente, Adrian Lyne, 1993). En realidad, la película de Rafael Gil adapta una comedia estrenada pocos meses antes por Emilio Romero. Imbuido de espíritu reformista, el periodista nacionalsindicalista pone en solfa la falta de valores del mundo contemporáneo, aunque nunca termine de quedar claro si ofrece alguna solución o, simplemente, poretende repartir estopa a diestro y siniestro. Teatro de situación que toma la idea de partida de aquel relato de Mark Twain que se tituló en español El hombre que corrompió a una ciudad o El hombre que corrompió Hadleyburg y que Mario Camerini había desarrollado con mano maestra en Centomila dollari (1939). 

La ausencia de cine estadounidense en las pantallas italianas durante la última etapa del fascismo provoca la conversión de esta comedia a la húngara –con ambientación en Budapest incluida- en una genuina y lunática comedia screwball, en la que Amedeo Nazzari y Assia Noris demuestran una adecuación para el género encantadora. El millonario estadounidense Woods (Nazzari) tiene el capricho de cenar con la telefonista (Noris) del hotel de Budapest en el que se hospeda, así que, a pesar de que ella se va a casar al día siguiente, le ofrece cien mil dólares a cambio de que le haga compañía durante esa noche. Camerini mantiene el pie en el acelerador de la farsa en todo momento, aunque el romanticismo de su protagonista femenina le permite adentrarse en el terreno de la comedia brillante con una delicadeza no exenta de ironía. En paralelo, el retrato colectivo de la familia del prometido de la chica propicia el aguafuerte satírico sobre la hipocresía de la burguesía. Los ingredientes están dosificados con tanta sabiduría que Centomila dollari resulta no sólo una de las mejores comedias italianas de los años treinta, sino también una de las más originales al adentrarse por un camino que el curso de la guerra cerró.

El hombre de la película de Gil (Antonio Garisa) ofrece un millón de pesetas a Laura (Sonia Bruno) a cambio de que pase con él su "noche de bodas" en lugar de pasarla con su novio, Moncho (Juanjo Menéndez). Por supuesto, ella iba a llegar virgen al matrimonio, pero no es éste el quid de la cuestión, sino la aquiescencia de sus allegados de que por dicha cantidad harían "cualquier cosa". Laura termina aceptando y, a la mañana siguiente, Moncho sólo le pregunta si ha traído el maletín con el dinero. El segundo acto se desarrolla durante el viaje de novios, con el resquemor continuo de Moncho sobre el origen de la fortuna de que disfrutan y el miedo a que les roben el maletín. La presencia en la playa de dos supuestos policías (Venancio Muro y Álvaro de Luna) que le siguen la pista a unos billetes falsos, culminan con la desaparición del maletín. Último acto: el hombre del maletín vuelve a visitar a Laura. Le ofrece medio millón por otra noche. Ahora la mercancía es ya de segunda mano.

La necesidad de concreción inherente a la narración cinematográfica, empuja a Gil y a su guionista, Rafael J. Salvia, por dos caminos complementarios. El primero es el engrosamiento del escueto elenco teatral con la incorporación de dos personajes reciclados de la comedia de Mihura Ninette y un señor de Murcia, encarnados además por los mismos actores: Rafael López Somoza y Julia Caba Alba. Él encarna al padre de Laura, un viejo republicano que se acostó el 1 de abril de 1939 y que no ha vuelto a levantarse desde entonces; desde la cama se dedica a escribir soflamas anticapitalistas, aunque llegado el momento declara que por un millón de pesetas es capaz de alistarse en el Frente de Juventudes. La otra vertiente tiene que ver con el consumo. La película arranca con un fotógrafo que debe realizar un anuncio de lavadoras y los electrodomésticos serán lo primero que compren los recién casados. También el mítico Seat 600. Y la playa en la que pasan sus vacaciones está enclavada en una localidad levantina en la que sólo hay ingleses y franceses. Más allá del vacío debate ideológico, es en estos ribetes donde Verde doncella se muestra como hija de su tiempo.

domingo, 8 de mayo de 2022

melodramas con impronta religiosa en la década de los sesenta

La casa de la Troya (1959) es la cuarta adaptación de la célebre novela estudiantil de Alejandro Pérez Lugín. En esta ocasión, los talluditos actores que interpretan a los joviales y enamoradizos universitarios torpedean una película que, en cualquier caso, nace vieja. Es curioso que tratándose de un melodrama en toda regla, Arturo Fernández cifrara en esta película su primer contacto con la alta comedia. Rafael Gil lo llamó a raíz de su interpretación en Un vaso de whisky (Julio Coll, 1959) y esto supuso, según él mismo, su salida del circuito barcelonés y su integración en la industria madrileña, aunque siguiera teniendo un pie puesto en Cataluña. Argumentaba el actor asturiano que al desarrollarse la cinta en un ambiente juvenil y alegre, el balance se decantaba de ese lado. 

Cariño mío / Die Liebe ist ein seltsames Spiel (1961) es una coproducción hispano-alemana, fruto evidente del cruce entre ¿Dónde vas, Alfonso XII? (Luis César Amadori, 1958) y la serie Sissi (Sissi, Ernst Marischka, 1955-1957). De la primera proceden Vicente Parra, Mercedes Vecino y Tomás Blanco. De la segunda, un romanticismo ñoño y los paisajes idílicos centroeuropeos rodados en Eastmancolor con esmero por Cecilio Paniagua. Si además, la aristócrata española Fabiola de Mora y Aragón acaba de casarse con el rey Balduino de Bélgica, no son necesarios más mimbres para armar un cesto, a cuya realización se aplica Gil con aplicación caligráfica. Durante la primera hora, Cariño mío desarrolla la trama del rey moderno de un país centroeuropeo (Parra) que se hace pasar por plebeyo ante una joven hija de un multimillonario (Marianne Hold), que también se finge modesta secretaria. Luego, las revueltas proletarias en el reino de Kronberg obligan al rey a renunciar a su amor, y la chica, dolida porque cree que todo ha sido una aventura, se retira a su casona en el campo castellano. Pero, tras un baile de cuento de hadas, muy apropiadamente denominado "de las princesas", el rey toma conciencia de su situación como hombre enamorado, ciudadano y rector de los destinos de su pueblo. Y así es como, desoyendo los consejos de sus ministros, decide acudir en persona al homenaje al soldado desconocido y a la misa solemne en la catedral. El monarca se gana en estos actos al pueblo que irrumpe en la plaza, pero los revolucionarios no se resignan a perder la partida y arrojan una bomba contra él. Entre los detenidos está, Carlos (José Luis Pellicena), el hermano de Verónica. El padre de ambos (Manolo Morán) le pide a la joven que interceda ante el rey para obtener su perdón. Es en esta segunda parte donde la película gana algo de vuelo dramático. A las vistas turísticas de Alemania y de España les siguen actos oficiales que Gil rueda con la debida pompa. Algo menos de fuerza tienen las acciones revolucionarias: tópicas en las intrigas de los líderes y pobres cuando adquieren protagonismo las masas. Dos momentos resultan, no obstante, significativos. El primero es la puesta en abismo que propone Gil en la escena en la que Verónica y su hermano se encuentran por primera vez. Preocupado por si le han seguido, Carlos obliga a su hermana a entrar en un cine donde ponen una película en color tan cursi y romanticona como la que estamos viendo, pero en la pantalla irrumpe el blanco y negro del noticiario que informa de las huelgas y manifestaciones en las calles de Kronberg. El segundo tiene lugar en la catedral, cuando el rey Miguel, herido en el atentado se arrodilla ante el altar. El cuadro que preside la capilla representa la escena bíblica del velo de la Verónica, conectando espiritualmente al monarca con su amada a pesar de que les separe medio continente. 

Este recurrir a la imaginería religiosa como recurso melodramático es frecuentísimo en la filmografía de Gil de estos años, aunque para ello deba quebrar la intención inicial del relato. Tal sucede, por ejemplo, en La casa de la Troya o Rogelia (1962). Rafael Gil volvió a adaptar esta novela de Palacio Valdés con la mexicana Pina Pellicer y la reformulación del asunto en clave de melodrama de redención con un fuerte componente religioso, del que carece Santa Rogelia / Il peccato di Rogelia Sanchez (Roberto de Ribón, 1939). Era ésta una de las producciones que iban a arrancar en España la última semana de julio de 1936. No es extraño que terminara rodándose en Italia cuando algunos de los proyectos previos a la Guerra Civil se pusieron en marcha gracias a los acuerdos firmados por el ministro mussoliniano de Cultura Popular, Dino Alfieri, y Dionisio Ridruejo, responsable aún de Prensa y Propaganda de los vencedores de la contienda. Edgar Neville, que estaba en Italia embarcado en la preproducción de Frente de Madrid (1939), ejerció labores de supervisión.

La adaptación de Gil retoma para ello algunos personajes suprimidos en la adaptación previa, como el aristócrata crápula (Félix de Pomés) y su hija (Mabel Karr), a la que una enfermedad mortal impide procesar. Hasta ese momento hemos podido seguir la boda de Rogelia (Pina Pellicer) con el brutal Máximo (Fernando Rey), la venganza de Pedro (Andrés Resino) y el amor que surge entre ella y el médico que se encuentra accidentalmente en la aldea (Arturo Fernández). Cuando Máximo dispara contra él, Rogelia lo cuida y. al ser condenado Máximo a presidio por intento de asesinato, la pareja escapa a París donde tienen un hijo. Luego, el trabajo de Fernando les devuelve a Madrid, donde Rogelia teme que se puedan encontrar con algún conocido. Las líneas generales de la acción son similares hasta este punto. Difieren las dos versiones en la utilización del color, en la utilización de abundantes exteriores naturales y en otros tantos aspectos que dotan de modernidad aparente a la cinta. Pero el componente fuertemente religioso —tradicional y oscuro— de la novela de Palacio Valdés hace que Gil vuelva a un terreno que ha frecuentado durante la década anterior. Alentada por el ejemplo de Cristina, Rogelia renunciará al amor y a su hijo y emprenderá un vía crucis de humillaciones para purgar el pecado de su adulterio junto a su marido a los ojos de Cristo, en un penal ceutí.

No se le puede negar el tino a Gil al organizar en 1965 la adaptación cinematográfica de La vida nueva de Pedrito Andía en torno al protagonismo de Joselito. "El pequeño ruiseñor" descubierto por Antonio del Amo tiene a la sazón veintitantos años, pero sigue pareciendo un niño. Sólo su voz de pajarillo cantarín se ha agravado un poco, provocando una sensación continua de extrañamiento con respecto al personaje que debe guiar el relato y ganarse la simpatía del espectador. Desde luego, verlo trasegando güisquis y poniéndose faltón con los camareros puede resultar una experiencia traumática para quien recuerde al dulce niño de "Campanera y Doce cascabeles. De ahí que el afortunado casting se convierta en un arma de doble filo.

El falangista Rafael Sánchez Mazas había publicado esta novela en 1951, lejos ya de su momento de mayor gloria política, debida a su amistad con José Antonio Primo de Rivera y a las dramáticas circunstancias que vivió durante la Guerra Civil. Pero —y algunos se lo reprocharon— se trata de un relato "de aprendizaje" que nada tiene que ver con Eugenio o proclamación de la primavera, de Rafael García Serrano, por traer a colación el ejemplo de otro falangista de primera hora. La novela de Sánchez Mazas es, antes que el drama íntimo de Pedrito, la evocación nostálgica de una época, la de la burguesía vizcaína de principios de los años veinte. Y ése es el ambiente que busca reproducir Gil gracias a una esmerada labor de localizaciones, decoración, vestuario y dirección de actores. Para que la fotografía del húngaro afincado en Italia Gabor Pogany hubiera acompañado, habría sido preciso que prescindiera de unos cuantos zooms retóricos, que hoy le sientan a la película como a un Cristo una pistola.

La excusa argumental que sustenta esta evocación de los buenos viejos tiempos es el reencuentro de Pedro (Joselito) con su prima Isabel (Karin Mossberg), después de que ella haya pasado un tiempo en un internado inglés. A pesar de la diferencia de estatura, Pedro se enfrenta con el judío inglés Billy Adamson (Jaime Blanch), que se ha propasado con la muchacha en un banquete de bodas al que asisten las dos familias. El castigo será pasar unas semanas en la casa familiar, en Andía. Allí tontea con Edurne (Concha Goyanes). Joselito vuelve para bailar un aurresku ante Isabel —y cantar, de paso, unos versos en euskera— antes de que ella le desengañe y le diga que no puede bailar con él porque todos los invitados están pendientes de la falta de armonía de la pareja que forman. Pedrito cae entonces enfermo y, en su delirio, ve a Isabel como una mujer sofisticadísima e inalcanzable, pero jura curarse por si ella le siguiera queriendo y promete a la Virgen de Begoña subir descalzo al santuario si le concede ese bien. La crisis es, por tanto, también espiritual y Gil buscará en la resolución fotografiar el milagro de un amor tan puro que todo lo vence. Lástima que ni el reparto ni la mojigatería del planteamiento acompañen.

María Jesús (de nuevo Concha Goyanes) está leyendo precisamente esta novela en Camino del Rocío (1966). Es la tercera adaptación de la novela póstuma de Alejandro Pérez Lugín La virgen del Rocío ya entró en Triana. Con el mismo argumento, cada una se rueda en una década y todas son hijas de las preocupaciones de su tiempo. Aunque José Antonio (Paco Rabal), el enamorado platónico de Esperanza (Carmen Sevilla), es el administrador del cortijo y las faenas de la ganadería tienen cierta presencia en la trama, Gil parece más interesado el subtexto religioso, que asoma en ocasiones. No es sólo que Esperanza haga una promesa a la virgen que cumplirá durante la romería del Rocío, sino que cuando Alberto (Arturo Fernández), el señorito calavera que corteja a Esperanza, incendia el cortijo José Antonio se salva milagrosamente de morir abrasado cuando encuentra una estampa de la virgen entre las llamas. De remate, el arrepentimiento postrero de Alberto tiene lugar a la vista de la Blanca Paloma.

La mujer de otro (1967) es un extraño melodrama que Gil realiza a partir de un guión que encomienda a José López Rubio y a Torcuato Luca de Tena, autor de la novela homónima en que se basa el libreto. Extraño porque bascula sobre la pasión, la culpa y el pasado en un juego que, durante el primer tramo, Gil concreta únicamente a través de la planificación y la música, con unos excursos a la juventud y la infancia de Ana María (Marta Hyer) sostenidos mediante el manido andamiaje de la fotografía en blanco y negro. Salvo por eso, Gil se ciñe a la descripción del ambiente de la alta burguesía madrileña que sirve de marco al reencuentro entre Ana y Andrés (John Ronane, doblado por Paco Rabal), el pintor que la dejó plantada para triunfar en París. Cuando se reencuentran en una galería de arte, Andrés es el único que parece interesado en reavivar el rescoldo del viejo amor de juventud, pero cuando ella empieza a tomar la iniciativa, parece repentinamente abrumado por el sentido de culpa. Cierto es que Ana no siente mayor interés por los negocios de su marido (Ángel del Pozo), pero su obsesión amorosa provoca la reticencia de Andrés, casado con Alicia (Elisa Ramírez). Hay una tercera pareja en juego, Pepa y Santiago (Analía Gadé y Alberto Dalbés), que cobrará importancia en el relato según la implicación de Pepa en instituciones de caridad la lleve a acoger en uno de sus comedores al padre de Ana (Fosco Giachetti), que la abandonó cuando era niña. También en esto las leyes del melodrama se imponen. Las tres mujeres toman la iniciativa, en tanto que los hombres adoptan papeles secundarios. Sólo el padre, ex-militar africanista, sobrelleva con dignidad la pobreza y tendrá un papel determinante en la vuelta de Ana María al orden burgués, donde el amor y la pasión carecen de importancia frente al sacrosanto deber de la maternidad.

domingo, 1 de mayo de 2022

gil y jardiel son tres

De todos los realizadores que se acercan a la obra de Jardiel, quizás sea Rafael Gil quien mejor la entendió y adaptó. En Eloísa está debajo de un almendro (1943) es el mismo director quien escribe el guión, buscando como modelos genéricos el cine de terror de la Universal y la screwball comedy. Gil pretende “que el ambiente justifique y plantee de por sí las reacciones de los personajes” [Pedro Álvarez: “El rodaje de Eloísa está debajo de un almendro”, en Cámara, núm. 23, agosto de 1943.] y por eso enriquece el conjunto con unos lujosos escenarios, en ocasiones próximos al gótico y al expresionismo. Eloísa funciona como un mecanismo de precisión cómica. Rafael Gil subraya que su elección hay que buscarla en estos elementos, “su intriga dramática y su ambiente inquietantemente poético. Si a ello le unimos la viveza de un diálogo ingeniosísimo y gracioso, creo sinceramente que a nadie puede extrañarle la selección de este asunto”. [Ibidem.]

La adaptación sitúa en orden cronológico los antecedentes del relato, lo que lleva a Gil a planificar una larga introducción —doce minutos de metraje—que retrasa la aparición del famoso y comentadísimo prólogo cinematográfico de la comedia. Nada más abrirse el telón del teatro de la Comedia los espectadores se encontraban frente al patio de butacas de un cinematógrafo de barrio. Considerablemente reducida, esta escena destaca en la versión cinematográfica por el hecho de que en la pantalla se proyecta Viaje sin destino (Rafael Gil, 1942).

Gil solicita de nuevo la colaboración de Jardiel para los diálogos de Teatro Apolo (1950), pero la cosa no se concreta por los problemas de salud del dramaturgo, así que la siguiente aproximación del director al jardielismo es Tú y yo somos tres (1962). A pesar de la insistencia de Gil en el celo jardielista de su coguionista Rafael García Serrano, poco es lo que hay de jardeliano en esta adaptación. Comenzando por el protagonismo: no hablamos del destacado cambio que supone trocar a Isabel Garcés por Analía Gadé, que no es de por sí poco, sino porque la película apuesta por que los dos siameses sean encarnados por el mismo actor, algo ajeno a la idea de Jardiel y que supone un tour de force de planificación que tampoco añade mucho más al juego con el espectador.

Jardiel pergeñó el primer acto de Un adulterio decente en el barco que lo traía de vuelta a Europa después de haber rodado Angelina o el honor de un brigadier en el los platós de la Fox. Se titulaba entonces El pulso, la respiración y la temperatura y la comedia debía estar lista para su estreno el Sábado de Gloria de 1935, pues a ello se había comprometido con Arturo Serrano. Según cuenta el propio Jardiel, el baile de intérpretes disponibles en la compañía le obligó a modificar completamente el segundo acto y rematar con cierta premura el tercero. Cuando la obra llegó al escenario del Infanta Isabel —convertido en María Isabel debido a los aires republicanos— el contraste de pareceres fue patente. El público se rió todo lo que quiso y la comedia formó parte del repertorio con que la compañía emprendía la tradicional gira veraniega. Los críticos le afearon a Jardiel ciertos efectos que consideraban demasiado fáciles, sobre todo, habida cuenta de su defensa de la necesaria renovación teatral. Juan González Olmedilla advertía desde las páginas del Heraldo de Madrid [3 de mayo de 1935]: “¡Jardiel, cuidado con Muñoz Seca!”.

En la adaptación cinematográfica que Gil realiza en 1970, Fernanda está casada con un músico (Jaime de Mora y Aragón) al cual engaña con un escritor (Andrés Pajares). Pero, para que se cumpla el oxímoron del "adulterio decente" le ha dicho a su amante que es viuda y ha colocado en lugar prominente una foto de un conferenciante (Manuel Alexandre) recortada de una revista, como si fuera el fallecido. Pero un buen día, el músico regresa inesperadamente a casa y el escritor descubre que ella le ha estado engañando todo este tiempo con su marido. A partir de ese momento entra en escena el doctor Cumberri (Fernando Fernán-Gómez), eminente científico, descubridor del adulterococo y con un método infalible para curar a las adúlteras.

El tono vodevilesco de la trama argumental y la invasiva presencia del personaje del doctor Cumberri, descubridor del adulterococo, invitaban a la lectura en clave astracanesca que tanto disgustaba a Jardiel. Cierto es que el primer acto dejaba desarmados a los espectadores por su rigor paradójico. Fernanda está casada con un músico al cual engaña con un escritor. Pero, para que se cumpla el oxímoron del "adulterio decente" le ha dicho a su amante que es viuda. Pero un buen día, el músico regresa inesperadamente a casa y el escritor descubre que ella le ha estado engañando todo este tiempo con su marido. La cura propuesta por el doctor Cumberri, como en Margarita, Armando y su padre, es la convivencia obligada. Juntos a todas horas, Fernanda y el escritor terminan por aborrecerse. Éste papel fue encomendado en 1935 a José Orjas, prometedor galán cómico por entonces, y único miembro del reparto original que repite en la adaptación, aunque ahora encarnando al atribulado criado de la casa. La incorporación de otro actor eminentemente jardielesco, como Fernán-Gómez, encarnando al científico chiflado y la presencia de las hermanas Muñoz Sampedro, sirven para poner en evidencia la principal falla de la confección del reparto por parte Rafael Gil. Jaime de Mora y Aragón y Andrés Pajares nada pueden aportar, aparte de su popularidad, a los papeles del marido y el amante. Para colmo, la presencia de Carmen Sevilla, casada entonces con Augusto Algueró, propicia la inclusión de sendas cancioncillas de regusto pop que Gil se ve obligado a justificar mediante un sueño y un flashback absolutamente prescindibles.

Debido a su espinoso asunto en la España nacional-católica —¡bromas con el adulterio, ni una!— la comedia ha estado ausente de los escenarios durante treinta y pico años, aunque ha habido reediciones del teatro de Jardiel. La microapertura propiciada por José María García Escudero, al frente de la Dirección General de Cinematografía debió parecerle a Gil la ocasión para poner el asunto al día después de haber acometido la aceptabilísima versión de Eloísa está debajo de un almendro y la menos afortunada de Tú y yo somos tres. En ésta última ya había empleado numerosos recursos modernizadores, con alusiones a la automoción y a los hechos del día, algo que llega al paroxismo en Un adulterio decente, donde la clínica del profesor Cumberri parece más la base de lanzamiento de la Nasa, con toda clase de dispositivos electrónicos y circuitos cerrados de televisión por el que se controlan las reacciones de las adúlteras. Porque Jardiel opinaba —y Gil sostiene— que intentar “curar la infidelidad” en el varón no tiene ningún sentido, puesto que es algo incurable. Por eso, y por un error de Cumberri, el marido termina pasando la noche con la secretaria, papel que en la película interpreta Mónica Randall. Como esto escapa ya al juego del ratón y el gato con la Censura, Gil orquesta la fuga de la clínica por parte de Fernanda. Se trata de una maniobra del profesor chiflado para comprobar que el adulterococo ha sido definitivamente eliminado. Fernanda escapa y, como hiciera en su adaptación de Eloísa, el realizador recurre a algunos elementos del terror gótico: bóvedas siniestras, noche de tormenta, objetos que se materializan como por arte de magia... electrónica.