domingo, 24 de septiembre de 2023

g.g. satanás

La amenísima lectura del nuevo libro de Pedro Porcel (Viñetas infernales: Cien años de cómic de terror en España. Desfiladero, 2023) me ha hecho recordar al actor infantil Ginés Gallego, el niño prodigio del cine español antes de que Antonio del Amo y Luis Lucia lo convirtieran en un parvulario.

 

Menudo, pecoso, pelirrojo, miope, con un frenillo que no le impide hablar como si fuera un personaje de Arniches, Ginesito es nieto de una portera de la calle Diego de León. Entusiasmado por la ingesta de cine americano, se presenta en los estudios Roptence, próximos a la comunidad en la que trabaja su abuela, a pedir trabajo. A Julio Flechner le hace gracia el desparpajo del mocoso y le da un papelito en ¿Y tú, quién eres? (1942), junto a Olvido Guzmán, “la Deanna Durbin española” y José Nieto. En esta película se gana el mote de “Satanás” por sus continuas travesuras.

 

Nieto se lo recomienda a Jerónimo Mihura para que haga un papelito de rapaz con ganas de meterse en bronca en Aventura (1942). Con los hermanos Mihura repetirá en Castillo de naipes (1943). Émulo de Mickey Rooney y de Jackie Cooper, unas veces con gafitas redondas y otras con ojos de miope, Ginesito fue reclamado por lo más granado de los cineastas del momento para encarnar a chavales locuaces y expresivos, “más listos que el hambre”, según convenía a la que se pasaba a principios de los años cuarenta.

 

Y así, Neville lo utiliza en Café de París (1942) en un papel que el chico domina: el del hijo de la portera que no recibe un ochavo de los bohemios cuando sube a felicitar las Pascuas.

 

No he podido ver Con los ojos del alma (Adolfo Aznar, 1943), El pozo de los enamorados (Jose H. Fan, 1943) ni la coproducción hispano-italiana Fiebre / Febbre (Primo Zeglio, 1943) —¿se conservará la versión transalpina?—, pero sí Lecciones de buen amor (Rafael Gil, 1944), en la que, como ya escribimos por aquí, Ginesito se empeña “más que nunca en ser el Mickey Rooney español”. También repite con Gil en El clavo (1944), aunque en ésta su intervención se cortó o debió ser poco más que una figuración porque no he conseguido localizarlo.


En Santander, la ciudad en llamas (Luis Marquina, 1944), sí: es el chaval que se encuentra tirado el bolso de la protagonista, interpretada por Guillermina Grin, y pretende quedarse con los cinco duros que tiene porque lo que uno se encuentra es de uno.

La celebridad local que le está proporcionado su carrera cinematográfica y la amistad con Adolfo López Rubio —nada que ver con Francisco y José— sirvieron para que surgiera la idea del gran negocio intermedial. López Rubio se lo llevó a su taller de ilustradores de Antón Martín, donde dibujantes neófitos dibujaban cual galeotes de cuatro de la tarde a dos de la mañana, después de haber cumplido con sus deberes matutinos. Ginés Gallego serviría de modelo vivo para la creación de una serie de tebeos de aventuras en formato cuadernillo, que es de suponer que hiciera las delicias de la chavalería de su tiempo. Los publica Ediciones Rialto en su colección Diamante Amarillo.

Al repasar sus enfrentamientos con los monstruos popularizados por las películas de la Universal, Porcel concluye:

Sus aventuras abordan, desde un prisma levemente humorístico, algunos de los lugares comunes del género con resultados invariablemente cándidos. [...] Una vez más se juega con personajes y elementos inmediatamente reconocibles por el público para ofrecer al lector emociones de segunda mano, acordes con el tiempo de saldo que le ha tocado vivir. [Pedro Porcel: Op. cit., pág. 107.]

Otro proyecto asociado a éste, según declaraba en una entrevista en 1944, era protagonizar Los golfillos para Adolfo López Rubio —¿una versión hispana de Men of Boys Town (La ciudad de los muchachos, Norman Taurog, 1941)?—, y de ahí marchar a Hollywood y trabajar con su ídolo Mickey Rooney, “de quien tanto tenemos que aprender todos los artistas juveniles del mundo”. [José Rico de Estasen: “Satanás, el niño prodigio del cine español”, en Primer Plano, núm. 182, 9 de abril de 1944.]

Pero los tebeos de Satanás sucumbenn a la censura nacional-católica. El capitoste del Averno no estaba nada bien visto en la España de cuartel y sacristía, así que 12 de mayo de 1944, el delegado nacional de Propaganda da curso a la siguiente orden:

Repetidas veces han aparecido en la prensa y revistas cinematográficas trabajos periodísticos referentes al niño Ginés Gallego, alias Satanás. Estimando a todas luces improcedente este seudónimo, te ruego curses las órdenes oportunas a todas las revistas cinematográficas y prensa española, prohibiendo el empleo de dicho seudónimo. [Reproducido por Spider: “Cuando Satanás fue el ídolo de los niños españoles”, en Agente Provocador.]

Prosigue, sin embargo, con su carrera cinematográfica y se apunta también a proyectos teatrales en la Gran Compañía Infantil del Teatro de la Comedia, donde comparte cartel con los hermanos Quique y Francisco Camoiras, que se hacen llamara Quiqui y Paquito. Ginés Gallego interviene en la obra Andanzas de Michatillo o el nuevo gato con botas.


José Luis Sáenz de Heredia lo convoca para interpretar en El destino se disculpa (1945) el papel de botones en la gran productora a la que acuden los protagonistas (Rafael Durán y Fernando Fernán-Gómez) a buscar trabajo.

 

Y Neville repite con él en Domingo de Carnaval (1945). Es un arrapiezo del Rastro que se encarga de seguir, por indicación de las dos investigadoras amateur encarnadas por Conchita Montes y Julia Lajos, al villano Guillermo Marín. Del resultado de su actividad da cuenta a las dos mujeres a la entrada de una baile de máscaras.

 

Nada puedo decir de primera mano de La ciudad de los muñecos (José María Elorrieta, 1946) —posiblemente, su cometido de mayor envergadura—, cinta de problemática producción de cuyas maquetas y decorado se encargó Adolfo López Rubio. Habiendo tenido que renunciar definitivamente al sobrenombre de “Satanás” opta por el diminutivo “Ginesito”. De ahí que muchas veces actúe sin gafas, porque piensa que así ofrece una imagen menos adulta.

 

Tampoco he visto de Dos mujeres y un rostro (Adolfo Aznar, 1946), así que nuestra próxima escala en la filmografía del robaescenas infantil es El huésped de las tinieblas (1948). Dirige un Antonio del Amo que aún no se imagina que va a ser el inventor de Joselito. Es esta una película en las antípodas de las protagonizadas por “el pequeño ruiseñor”, en la que Ginesito aparece comiendo un bocadillo en el pescante de la diligencia que conduce a Gustavo Adolfo Bécquer al monasterio de Veruela.


Pareciera que la adolescencia va a ser el fin de su carrera cinematográfica, como ocurre tantas veces con los actores infantiles. Sin embargo, hecho ya un hombrecito con bigote, aunque de talla menuda, nos lo encontramos como espectador de un incidente callejero en Nadie lo sabrá (Ramón Torrado, 1953).

 

Hasta donde dan nuestras ya fatigadas pupilas, su última aparición en la pantalla habría tenido lugar en Felices Pascuas (Juan Antonio Bardem, 1954), como atribulado cliente de una peluquería en la que el barbero está más pendiente del gordo de la lotería que de lo que hace con la navaja.


Dejemos en suspenso la fatídica situación y regresemos al año 1947. Por entonces, la ignota marca Iglesias Films produce dos cortometrajes: Viaje improvisado y Solución acertada. Están protagonizados por el actor Ángel Acevedo y dirigidos por Ángel Fernández Iglesias. Los planes de la productora son ambiciosos. Por una parte, dar ese mismo año el salto al largometraje argumental con el mismo equipo, lo que no logrará hasta 1950 con Noche de celos, drama psicológico con intriga criminal dirigido por el titular de la compañía. Por otra, abrir una línea de documentales. Por último, poner en marcha una serie de cortometrajes cómicos protagonizada por Ginesito. Fernández Iglesias envía dos guiones a censura previa, Ginesito, rey de la tribu y Ginesito en la obra. Los títulos nos invitan a pensar que hubiera cierta continuidad con los tebeos de Ediciones Rialto, como seguro que la hubo en la obra infantil Ginesito contra Fu-Manchú, presentada en la primavera de 1946, todos los días a las cuatro de la tarde, en el madrileño cine Salamanca:

Es tanta la maestría de Ginesito y sus compañeros de fatigas, Merlín el diminuto y Merluzo, el caricato genial, que los niños ríen y gozan cada vez más, pues estos artífices de la gracia idean cada día nuevos trucos. [“Saloncillo: El éxito de Ginesito”, en Pueblo, 1 de junio de 1946, pág. 9.]

Filmografía:

¿Y tú, quién eres? (Julio Flechner, 1942)
Aventura (Jerónimo Mihura, 1942)
Café de París (Edgar Neville, 1942)
Fiebre / Febbre (Primo Zeglio, 1943)
Castillo de naipes (Jerónimo Mihura, 1943)
Con los ojos del alma (Adolfo Aznar, 1943)
El pozo de los enamorados (Jose H. Fan, 1943)
Santander, la ciudad en llamas (Luis Marquina, 1944)
Lecciones de buen amor (Rafael Gil, 1944)
El clavo (Rafael Gil, 1944)
El destino se disculpa (José Luis Sáenz de Heredia, 1945)
Domingo de Carnaval (Edgar Neville, 1945)
La ciudad de los muñecos (José María Elorrieta, 1946)
Dos mujeres y un rostro (Adolfo Aznar, 1946)
El huésped de las tinieblas (Antonio del Amo, 1948)
Nadie lo sabrá (Ramón Torrado, 1953)
Felices Pascuas (Juan Antonio Bardem, 1954)

La fotografía de Ginés Gallego y el anuncio de La ciudad de los muñecos proceden de la revista Primer Plano;  las portadas de los cuadernillos de la colección Diamante Amarillo, del blog Aquellos inolvidables tebeos; el resto, son capturas de las películas citadas.

domingo, 17 de septiembre de 2023

iquino recuperado

Hasta hace poco Fuego en la sangre (Ignacio F. Iquino, 1953) resultaba prácticamente invisible. La restauración llevada a cabo en 2022 por Ferrán Alberich para Filmoteca Española y Filmoteca de Catalunya, con la colaboración de Filmoteca de Andalucía, nos va a permitir acceder a un título que nos invita, una vez más, a reevaluar el trabajo de Iquino.

Ésta fue una de sus más ambiciosas producciones de aquella etapa y una de las pocas que mereció la aprobación unánime de la crítica. Según las gacetillas, se trataría de hacer un drama de fuerte raíz andaluza, pero que eludiera la españolada. El drama plantea un triángulo explosivo entre Juan Fernando (Antonio Vilar), el mayoral de un cortijo, la coqueta Soleá (Marisa de Leza) y Miguel (Antonio Casas), su novio de toda la vida. Las faenas de la ganadería, el apartado, la tienta de reses y el traslado del ganado proveen a la cinta de un tono documental que no resulta ajeno a otros títulos del filón taurino, aunque acaso aquí tengan mayor peso. En abierto contraste con lo anterior y privilegiando siempre el rodaje en exteriores, Iquino y el director de fotografía Pablo Ripoll dotan de una fuerte impronta formalista a la iluminación, angulaciones y encuadres del resto del metraje, situando a menudo elementos en primer término que llaman la atención sobre la composición del encuadre. A la operación de prestigio contribuye también la incorporación a la banda sonora como leitmotiv de "Orgía", una de las Danzas fantásticas compuestas por Joaquín Turina en 1919.

La pasión irrefrenable que Juan Fernando siente por Soleá no es reprimida siquiera por su matrimonio con Carmela (María Dolores Pradera). Claro que ella es una mujer enferma y, para colmo de males, estéril. El argumentista Antonio Guzmán Merino ya ha utilizado este motivo argumental en Vértigo (Eusebio Fernández Ardavín, 1949), aunque luego la trama derive por otro camino. Lo que allí era una historia de paternidad, herencia y transmisión de valores es aquí relato de amor fou hasta las últimas consecuencias, pues sólo más allá de la muerte podrá consumarse.

Carmela está presente durante la primera parte del metraje, pero siempre como un personaje relegado a un segundo plano, en situaciones serviles o directamente humillada por la atención que su marido presta a la expansiva Soleá. Sólo en la fiesta en el cortijo se atreverá a enfrentarse con su rival. Luego, de vuelta a casa, la debilidad la vence y Juan Fernando subirá con ella en brazos por la escalera, en un remedo macabro de una convencional noche de bodas, para depositarla en la cama y acudir junto a Soleá. La consiguiente y postergada pelea entre Juan Fernando y Miguel tiene lugar en el patio y provoca que Carmela se levante del lecho. En esta ocasión, Iquino no mide bien la continuidad de las secuencias y, aunque en el interior de la casa Carmela apenas puede sostener sen pie, cuando llega al patio para clamar que no está dispuesta a seguir callando se mantiene en un registro de heroína de tragedia griega apto como preludio a su muerte, pero poco creíble desde el punto de vista narrativo.

Las complicaciones argumentales derivadas del “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio” y de la aparición de la prima sevillana de Soleá (Conchita Bautista) suponen otro lastre argumental en el tramo final del metraje por su carácter exógeno al desarrollo dramático. No obstante, Iquino logra reconducir la historia con un final en el que algunos han querido ver cierto aroma a Duel in the Sun (Duelo al sol, King Vidor, 1946). Para inscribir esta elección en el universo iquiniano, conviene fijarse en el importante despliegue promocional, que insistía en la anterior colaboración entre el productor-director y el actor portugués: El Judas (1952). Como en aquella, hay aquí un armazón de melodrama sin ambages, pero en un contexto que se pretende “realista” a partir del rodaje en exteriores y de la incorporación de actores naturales —doblados, claro— y figuración local.

Las gacetillas no se recataban en apuntar al wéstern:

En esta nueva obra, Ignacio F. Iquino sigue abriendo cauces al cine nacional y nos da la primera película campera y dramática con sus caballos y sus prados inmenso, que tanto admiramos en otras cinematografías, pero dotada de un más fuerte carácter que hace de ella una obra ibérica. [Pueblo, 24 de septiembre de 1953, pág. 12.]

La película se estrenó en Italia en 1958 con la prohibición de acceso a las salas de los menores de dieciséis años. Fue distribuida por Titanus con el título de Fuoco nel sangue. En este doblaje el nombre de Soleá pasó a ser Dolores.

domingo, 10 de septiembre de 2023

joaquín luis romero marchent en el far west (y 2)

Tras sus películas de caballistas sobre guiones del especialista José Mallorquí, Joaquín Luis Romero Marchent arranca, con El sabor de la venganza / I tre spietati (1963), una serie de historias de corte dramático e incluso trágico en el molde del wéstern. Además, el realizador va a dejar de lado a Eduardo Manzanos y va a crear si propia productora: Centauro Films:

A mí Italia me pagaba 300.000 pesetas al mes de aquella época y yo, simplemente, rodaba en España yen Italia y era el coproductor español porque ya no existía la cooperativa [Copercines]. Era Centauro Films, que fue la empresa que fundamos con Agustín Medina. Agustín era quien llevaba los caballos para las escenas de acción, porque había sido sargento de caballería en el ejército, era el que administraba los caballos para el cine. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 171.]

La productora le permite asumir proyectos propios con total convicción. Veamos el primero... Cuatro bandidos asaltan el pequeño rancho de los Walker y asesinan al padre. La madre (Gloria Milland) hace jurar a sus tres hijos que vengarán esta muerte. Han pasado los años y el deseo de vengarse no ha hecho más que crecer. Eso sí, cada uno de los tres jóvenes lo ha alimentado de acuerdo con su carácter. Chett (Robert Hundar), es pendenciero, jugador y violento, tanto que es capaz de provocar una pelea en el saloon en la que termina matando a un hombre. Jeff (Richard Harrison) estudia Derecho denodadamente a pesar de las burlas de Chett y pretende llevar a los asesinos de su padre ante la justicia. El mayor, Brad (Miguel Palenzuela), se ve obligado a mediar entre ambos, asumiendo el papel de pater familias. Al rancho llega errabundo Pedro Rodríguez (Fernando Sancho), un mexicano que también arrastra un pasado oscuro. Brad ordena a Chett que abandone el rancho para que el sheriff no le detenga, en tanto que Jeff se convierte en marshal. Los tres hermanos y el mexicano terminan confluyendo en la ciudad fronteriza donde se han establecido los asesinos de su padre. Los caracteres encontrados no impedirán que Chett y Brad ayuden a su hermano en un desigual duelo con tres pistoleros, aunque luego cada cual intente hacer prevalecer su método para hacer justicia.

En Film Ideal le reprochan precisamente que infrinja las reglas del género y califican la cinta de buena película, pero fallida como wéstern:

El wéstern exige unos personajes elementales, cuya matización psicológica no se sostenga en sus palabras, sino en su acción, puestos en defensa de posturas también elementales, de derechos naturales: el héroe del Oeste es siempre una especie de caballero andante al servicio de la justicia violada por encima de las instituciones sociales, en tanto en cuanto éstas permitan la existencia y la impunidad de la injusticia. Y en El sabor de la venganza se ponen de manifiesto complicaciones psicológicas que desvirtúan el género: el héroe está demasiado a favor de la justicia como institución, mientras el que sostiene esas características esenciales pasa a ser el personaje más violento, con ciertos ribetes sádicos, incluso. [Luis Cortés: “El sabor de la venganza, de Joaquín L. Romero Marchent”, en Film Ideal, núm. 145, 1 de junio de 1964, pág. 385.]

O sea, como si Red River (Río Rojo, Howard Hawks, 1948), Yellow Sky (Cielo amarillo, William Wellman, 1948), The Searchers (Centauros del desierto, John Ford, 1956) y todos los wésterns de Anthony Mann con James Stewart o los de Bud Boetticher con Randolph Scott no hubieran existido.

Unos meses más tarde escribirá José Antonio Molina Foix:

En sus últimos títulos, lo que Romero Marchent nos presenta no es un retablo de figuras del wéstern, sino hombres y mujeres con unos problemas determinados —que a veces coinciden con los de aquéllos, a pesar de lo cual en ningún momento podemos asociarlos—, cuya localización sólo sirve para fijar su vestimenta o los accidentes meramente externos de sus situaciones (caballos, ranchos, indios, carromatos, fuertes, diligencias...), pero nunca su condición íntima, su personalidad. Es decir, admitiendo en principio una serie de leyes o postulados básicos a que le llevan la localización de sus películas, deja libres a sus protagonistas y plantando ante ellos la cámara, los contempla lúcida y directamente hasta llegar a descubrirlos por sí en sí mismos. [José Antonio Molina Foix: “Antes llega la muerte, de Joaquín L. Romero Marchent”, en Film Ideal, núm. 162, 15 de febrero de 1965, pág. 131]

A lo largo de su vida ratificó Joaquín Luis Romero Marchent varias veces este aserto, al confesar que la idea motriz de Antes llega la muerte / I sette del Texas (1964) surgió de la enfermedad de su propia madre y del hecho de que la familia pensara en recurrir a cualquier medio, por milagrero que fuera, para buscar su curación. La localización en el Far West sería, por tanto, circunstancial; lo auténtico serían los motivos y las emociones de los personajes. [Antonio Gregori: Op. cit., pág. 172.] Bob Carey (Paul Piaget) ha pasado los últimos cinco años entre rejas. María (Gloria Milland), su novia, se ha casado con Clifford (Jesús Puente). Esperan un hijo pero ella no sabe que padece un tumor cerebral cuya intervención requeriría de un viaje de cien kilómetros por terreno hostil plagado de indios. Ringo (Robert Hundar), por su parte, prefiere no perder de vista a María porque sabe que Bob vendrá a buscarla y quiere vengarse de él porque mató a su hermano, aunque sea en uno de esos inevitables duelos que se producen en el Oeste de la novela de a duro. En este punto, conviene destacar que, si en El sabor de la venganza colaboraban en el guión Rafael Romero Marchent y Jesús Navarro Carrión —o sea, el escritor de novelas de bolsillo Jeff Lassiter—, en Antes llega la muerte, el realizador recurre a los falangistas Federico de Urrutia y Manuel Sebares.

Así, en apenas diez minutos, con una economía envidiable, están planteados todos los hilos del relato e, incluso, se nos ha presentado largamente al personaje cómico que interpreta Fernando Sancho. Y todo ello, en un baile en un fuerte, una referencia fordiana apenas marrada porque está ausente el sentido de comunidad del que Ford dotaba siempre a estas secuencias. Luego, la deslealtad de la escolta, los enfrentamientos entre ellos, los apaches, los celos, la mentira, el desierto... Las pruebas que ponen a prueba la determinación de Clifford se van sucediendo en un metraje en el que apenas hay interiores. El paisaje se integra en la acción. Lo hacía notar Javier Sagastizábal en su análisis de la filmografía de Joaquín Luis Romero Marchent de los sesenta:

A diferencia de otros copistas americanos del cine español, en los que el paisaje y la escenografía adquieren funciones meramente decorativas, Romero Marchent sabe sacarles el máximo partido dramático. Y su mérito es aún mayor al manejar un material que, siéndonos sobradamente familiar por pertenecer a la mitología del wéstern, se nos antoja a veces no todo lo exacto que sería preciso. Pues bien, su la reconstrucción ambiental adquiere teóricamente proporciones de perfecta fidelidad, siempre hay algún detalle que, como el color de las guerrearas de los soldados, las maderas y toldos excesivamente nuevos de las carretas, las empalizadas de los fuertes etc., nos revelan su condición de “elementos destinados al rodaje”. De todos modos, el mayor mérito de Romero consiste en hacer que el espectador venza esa especie de molestia que siente al principio de sus wésterns y conseguir interesarle por su historia. [Javier Sagastizábal: “Cine español, año cuatro”, en Film Ideal, núms. 202-202-203-204, enero de 1967, pág. 683.]

En ocasiones, las resoluciones formales que adopta Joaquín Luis Romero Marchent no se apartan de las de una solvente serie B —el ataque al fuerte por parte de los indios—, pero otras veces —el rastro de la carreta, toda la secuencia del pozo— denotan un interés indudable en las soluciones visuales de puesta en escena. Puede llegar incluso a hacer alarde de ello, como en el plano subjetivo en movimiento con el que se abría Tres hombres buenos.

Es el propio Sagastizábal quien llega a comparar la contención de Richard Harrison —el benjamín de los Walker en El sabor de la venganza— con la de Henry Fonda en My Darling Clementine (Pasión de los fuertes, John Ford, 1946). Años después, Carlos Aguilar [Op. cit., pág. 40.] valorará este díptico como “los mejores wésterns jamás rodados por un cineasta español”. El mismo autor reseña Antes llega la muerte en la prestigiosa Antología crítica del cine español [Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1998, págs. 753-755.] y el especialista en wésterns mediterráneos Rafael de España abre su “filmografía esencial” sobre el género con estos dos títulos. [Sin dólares no hay ataúdes: 50 ejemplos de wéstern mediterráneo. Barcelona: UOC, 2019, págs. 31-39.] Sin duda, la sobriedad de ambos finales pesa el ánimo de cualquier espectador a la hora de hacer una valoración global de estos dos títulos. El capítulo dedicado al wéstern hispano por Vicente Vergara [“10.000 dólares por una masacre: Un estudio sobre el spaghetti-western”, en Equipo Cartelera Turia: Cine español, cine de subgéneros. Valencia: Fernando Torres, 1974], poco dado al elogio, reconoce el carácter pionero de Joaquín Luis Romero Marchent y la excelencia de estas mismas cintas, en tanto que Pedro Gutiérrez Recacha profundiza en el primer tramo del ciclo, calificando a las películas de “superwésterns” al modo baziniano, esto es, “un wéstern que se avergüenza de no ser más que él mismo e intenta justificar su existencia con un interés suplementario: de orden estético, sociológico, moral, psicológico, político, erótico... en pocas palabras, por algún valor extrínseco al género y que se supone capaz de enriquecerlo”. [André Bazin, citado por Pedro Gutiérrez Recacha: Spanish Western: El cine del Oeste como subgénero español (1954-1965). Valencia Ediciones de la Filmoteca, 2000, pág. 204.]

Desde su mismo título español, Aventuras del Oeste / Sette ore di fuoco / Die letzte Kugel traf den Besten (1965) remite a los tebeos. De hecho, el guión está basado en la biografía de William “Buffalo Bill” Cody, que Ángel de Zavala había escrito en 1963 para la editorial Bruguera. En esta historia época de las caravanas de pioneros y la lucha contra los indios no podían faltar ni “Wild Bill” Hickok (Adrian Hoven) ni Calamity Jane (Gloria Milland). Para encarnar a “Buffalo Bill” la coproducción a tres bandas impone a Rik Van Nutter, un californiano casado con Anita Ekberg y establecido en el cine europeo de género. La cinta se anuncia desde los mismos títulos de crédito como la epopeya de los pioneros para conquistar el Lejano Oeste apoyándose las peripecias de estas figuras legendarias. El caso es que el guión de Joaquín Luis Romero Marchent se articula a través de una serie de escenas autónomas que apenas parecen tener relación unas con otras. La creación del Pony Express queda centrada en la aventura de un Bill Hickok niño, a la caravana que se dirige hacia el Oeste bajo la tutela de Buffalo Bill se suma un pastor protestante (Francisco Sanz) —acompañado por su sobrina Ethel (Helga Sommerfeld) y por un indio “bueno” al que ha bautizado como Guillermo (Raf Baldassarre)— que más parece un misionero de los que presentaban las películas españolas veinte años antes. Este encuentro y las posiciones “progresistas” de Ethel dotan un nuevo rumbo a la película —localizar a los traficantes blancos que están vendiendo armas a los sioux— y de un debate de ideas un tanto maniqueo que constituye la principal singularidad de los wésterns de Joaquín Luis Romero Marchent.

Por lo demás, la yuxtaposición de combates contra la caballería por parte de los sioux, los enfrentamientos personales y los asaltos a las casas recién construidas por los colonos constituyen una ringlera de set pieces destinadas a suscitar emociones continuas en los espectadores. El interés de Ethel por Buffalo Bill y la relación explosiva entre Hickok y Calamity Jane —Juanita Calamidad en la versión española— proporciona una mínima espina dorsal romántica al relato, carente del armazón de un itinerario con una meta, que es otra de las características distintivas de los wésterns romeromarchentinos. El cambio en el elenco protagónico —la coproducción tripartita con Alemania tiene sus servidumbres— se ve compensado por la presencia de la Milland y, en la sombra, Jesús Puente, como doblador del traficante de armas encarnado por Antonio Molino Rojo.

Desligándose del “modelo Leone”, Romero Marchent afirma que él tampoco se siente cómodo con los papeles femeninos del wéstern clásico. “Pero lo que a mí si me gusta y a Leone no, es la mujer del colono, ésa que viaja en el carro sin maquillaje y con un bebé en los brazos, atravesando sitios inhóspitos, sin agua. Prescindir de un personaje tan hermoso como éste para una película del Oeste perjudica tu propia historia”. [Carlos Aguilar: Joaquín Romero Marchent: La firmeza del profesional. Almería: Diputación de Almería, 1999, pág. 50.]

Hasta donde se me alcanza, el escritor de novelas policiacas Sergio Donati había colaborado sin acreditar en el guión de La muerte tenía un precio / Per qualche dollaro in più (Sergio Leone, 1965), pero La muerte cumple condena / 100.000 dollari per Lassiter (1965) es sólo la segunda película en la que su nombre figura en los títulos de crédito. Tampoco sé exactamente cómo cifrar su colaboración con Joaquín Luis Romero Marchent en el guión, pero a buen seguro que a él se deben unas extemporáneas notas de humor y acaso el llevar el argumento por los derroteros de Cosecha roja, de Dashiell Hammett, la novela hard-bolied que, vía Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961), Leone había utilizado como base argumental para Por un puñado de dólares / Per un pugno di dollari (1964). La subtrama humorístico-negra protagonizada por la familia de carroñeros mexicanos abre y cierra el relato, amén de reaparecer cada tanto como una suerte de running gag. Lassiter (el inevitable Robert Hundar) es un pistolero atípico, un exconvicto que ha convivido en presidio con Frank Nolan (Jesús Puente), el cómplice de Martin (José Bódalo) en un atraco. Abandonado por Martin en mitad del desierto, Frank le pegó un tiro que lo ha dejado paralítico. Eso no le ha impedido a Martin convertirse en un magnate, comprando tierras con el dinero del botín, cortando el agua a los rancheros de la región y reclutando un auténtico ejército de sádicos de toda laya que van por la zona recaudando un impuesto usurario a quienes dependen del agua del amo. Aparentemente, Frank se ha convertido en un tipo descreído y con pocas ganas de pelea, pero cuando Lassiter le vende la información a Martin sobre su paradero todo se empieza a complicar con declaraciones que inculparían a unos y a otros. Para obtener estos papeles comprometedores, Martin deberá pagar cien mil dólares a Lassiter. Sin embargo, las celadas para cargárselo van suponiendo la merma del ejército de sicarios, bien sea por enfrentamientos entre ellos, bien por la pillerías de Lassiter, que lo mismo se presenta como un tirador inexperto que oculta una pequeña derringer en un cabestrillo. Todo este juego del ratón y el gato tendrá un giro inesperado-esperadísimo en el último acto, lo cual no obsta para que éste sea uno de los wésterns más flojos de los dirigidos por Joaquín Luis Romero Marchent. Es probable que a él se deba la elección de la venganza como motor de la historia y la enrarecida relación entre Martin y su hijastro (Luis Gaspar).

Tras su paso por el cine de aventuras con El aventurero de Guaynas / Gringo, getta il fucile! (1966), estrenado tardíamente en España, Joaquín Luis Romero Marchent regresa a territorio familiar con Fedra West / Io non perdono... uccido (1967). Como indica su título español se trata de una transposición del mito griego. La abultada nómina de guionistas —el propio Romero Marchent, Giovanni Simonelli, Víctor Aúz, Bautista Lacasa y José Luis Hernández Marcos— y la ausencia de testimonios directos nos impiden responsabilizar a nadie en concreto de la idea y su desarrollo. Despojada de hojarasca divina, la historia, según ha llegado hasta nosotros en versión de Lucio Anneo Séneca, cuenta cómo Teseo rapta a la princesa cretense Fedra y la convierte en su esposa, pero ella desea a Hipólito el hijo de Teseo. Cuando Hipólito la rechaza, Fedra se suicida acusando a Hipólito de haberla seducido. Teseo hace entonces que el mar se vengue de su hijo, aunque en algunas versiones sobrevive para contarle la verdad a su padre. Manuel Mur Oti había realizado una adaptación en clave de tragedia mediterránea en 1956 y Joaquín Luis Romero Marchent asume el encargo de la Cooperativa Cinematográfica Trébol Films de llevarla un terreno que conoce bien: el del wéstern mediterráneo. No resulta demasiado extraño, considerando las cada vez más violentas relaciones paterno-filiales que presenta en sus películas de género. Además, sitúa la acción en la frontera de Estados Unidos con México y vuelve a utilizar una vez más este ambiente para generar conflictos. Stuart (Simón Andreu) ha estado estudiando Medicina en una ciudad estadounidense. Su padre, el terrateniente don Ramon (Jame Phillbrook), le envío allí cuando contrajo segundas nupcias con Fedra (la brasileña Norma Bengell). La civilización ha convertido a Stuart en un muchacho timorato, que no comparte con su padre el modo tiránico en que dispone de la vida de sus empleados; como el Jeff Walker de El sabor de la venganza / I tre spietati, no cree en eso de tomarse la justicia por la mano. Las relaciones entre el joven y su madrastra van caldeándose hasta que consuman su pasión en un templo prehispánico, en una noche de tormenta. Al mismo tiempo, Stuart va comprendiendo que el modo de ejercer la justicia de su padre es el único posible en este territorio salvaje y se avergüenza de haberlo traicionado. Decide abandonar la hacienda y volver a la ciudad para ejercer la medicina. Pero Fedra no puede soportarlo y le confiesa a don Ramón que si se casó con él fue únicamente por salir de miseria y que le odia tanto como ama a su hijo. Las subtramas del robo de caballos y del hermano de Fedra (Luis Induni), plantadas en el primer acto, tendrán un papel relevante en el desenlace.  

Fedra West sigue la estela de las tragedias con disfraz de wéstern en las que el paisaje tiene un peso determinante. Si acaso, el tema esta vez es aparentemente más ambicioso debido a la referencia clásica, aunque bien es verdad que, Joaquín Luis Romero Marchent prefiere obviar a estas alturas los referentes de Eurípides y Lucio Anneo Séneca para reciclar la iconografía del final de Duel in the Sun (Duelo al sol, King Vidor, 1946). La protagonista de la tragedia de Séneca se suicidaba al comprobar que había provocado la muerte de Hipólito, su hijastro, por voluntad de Teseo, su marido. En el contexto del wéstern esto se resuelve a tiros y no por intervención divina, claro. Una docena de años antes, Mur Oti se había visto obligado a disfrazar el suicidio de Fedra de accidente. Romero Marchent no precisa de tales argucias porque ella morirá en uno de esos desenlaces, violentos, secos y contundentes que ya ha explorado en El sabor de la venganza y Antes llega la muerte / I sette del Texas

Joaquín Luis Romero Marchent, devoto declarado del clasicismo, ya había demostrado su interés por el formalismo, incluso en películas poco propicias para ello, como en el tratamiento de las sombras en El Coyote (1954). Pero en Fedra West la escena de la seducción en el templo destaca como una pieza autónoma de montaje de atracciones al modo de la vieja escuela soviética, rayana en el manierismo. Fedra West se convierte así en una película puente entre el clasicismo de sus trabajos anteriores y la adscripción a los nuevos códigos de la modernidad que llevará a término en Condenados a vivir (1972).

Para entonces, Joaquín Luis Romero Marchent, “fastidiado por la degradación progresiva del género, va apartándose de la realización para decantarse por la producción y posibilitar de este modo, entre otros proyectos, la etapa de director de su hermano Rafael, previamente su ayudante, al principio de su carrera como actor”. [Carlos Aguilar: Op. cit., pág. 40.]

El sargento Brown y su hija Cathy (Robert Hundar y Emma Cohen) viajan a través de la montaña hacia Fort Green, donde el militar debe entregar a un puñado de penados altamente peligrosos. Entre los prisioneros, tipos patibularios todos ellos, destacan “El Dandy” (Alberto Dalbés), un jugador de ventaja que asesinó a su mujer cuando la sorprendió con otro hombre, “La Antorcha” (Antonio Iranzo), que recibe su apodo por ser un incendiario contumaz, y Dean (Manuel Tejada), que asegura haber sido condenado a trabajos forzados por un robo que no cometió. El carromato en el que viajan es asaltado por el clan del viejo Buddy (Xan das Bolas). Él y su familia no está interesados en los presos, sino en un cargamento de oro que debía viajar con ellos, pero que no logran encontrar. A partir de este punto, los condenados, encadenados por los tobillos, el sargento y su hija emprenderán una extenuante ruta a pie por paisajes nevados sin apenas víveres. Los enfrentamientos entre estos criminales curtidos y su vigilante serán el motivo único del viaje, salpicado de flashbacks a base de congelados y ralentíes que cuentan el pasado de cada cual. Pero lo que importa verdaderamente en este dechado de nihilismo, suerte de opera violentísima, son las mutilaciones, degollamientos, evisceraciones, violaciones múltiples y otras lindezas que a buen seguro no se vieron completas en las pantallas españolas, debido al recrudecimiento de la censura a finales de la década de los sesenta. En el momento de su estreno sólo algún crítico se atrevió a destacar la coherencia de la andadura de Joaquín Luis Romero Marchent en el wéstern, así como la singularidad de su carácter “macho”, ajeno a cualquier tipo de concesión al buen gusto y muy próximo a la literatura pulp que había glosado las supuestas aventuras verídicas de los héroes del Lejano Oeste.

En Italia, queda autorizada para mayores de catorce años una vez que la distribuidora corta los últimos tres disparos de los cinco que Tod dispara contra Dandy y reduce notablemente la escena en la que “la cabeza de Frank es golpeada contra la pared por uno de los hombres de Martin, dejando solo el primer impacto de la cabeza de Frank contra la pared”. A pesar de ello, el organismo censor hace notar que se trata de una “historia de exterminio, basada únicamente en el odio, la venganza y el chantaje, lo que se manifiesta en un comportamiento cínico y despiadado por parte de unos protagonistas que, aunque presentados de manera que atraen la simpatía, son moralmente reprobables en sus motivaciones, intereses y propósitos; y, en particular, por algunas escenas de violencia desmedida y por ciertos asesinatos representados con acentuada insistencia aunque sean injustos”.


La realización de una docena episodios de Curro Jiménez (TVE, 1976-78), en la que también participó como coproductor, supondrá el reencuentro con caballistas, acción y paisajes abiertos. Suyo es, por ejemplo, El barquero de Cantillana, la primera entrega y la que ayudó a definir el tono de la serie: otra historia de relaciones filiales y de venganza. 

Yo creo que el wéstern más que un género es un marco —opinaba un Joaquín Luis Romero Marchent ya retirado—. O sea, que refleja unos problemas universales; en el wéstern puede pasar de todo. No creo que las personas psicológica o emocionalmente estén en función de la ropa que llevan o del sitio en que viven, pienso que alguien puede tener un problema, sea el que sea, vestido de vaquero, de labrador o de aristócrata. El problema es un problema humano y esto puede incorporarse al Oeste o a cualquier otro contexto. [Carlos Aguilar: Joaquín Romero Marchent: La firmeza del profesional. Almería: Diputación de Almería, 1999, pág. 39.]

domingo, 3 de septiembre de 2023

joaquín luis romero marchent en el far west (1)

En 1954 Eduardo Manzanos y Joaquín Luis Romero Marchent ponen los cimientos de lo que habrá de ser el wéstern a la española con El Coyote (1955). Las raíces no están en Estados Unidos, sino en España y México. De este lado del Atlántico, la popularidad de las novelas de José Mallorquí en torno a un justiciero enmascarado en la California recién anexionada a los Estados Unidos de Norteamérica; de aquél, el éxito del actor y productor azteca Raúl de Anda con la serie de películas protagonizadas por El Charro Negro (Raúl de Anda, 1940-1949). [Carlos Aguilar: “Entre Zorros y Coyotes: La extraña raíz del wéstern hispano-italiano de los años 60”, en Los límites de la frontera: La coproducción en el cine español. Madrid: Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, 1999, págs. 29-41.]

Al parecer, Mallorquí estaba cansado de la larga serie de novelas dedicadas al personaje que publicaba Germán Plaza y a finales de 1953 decidió mudarse de Barcelona a Madrid dejando el ciclo interrumpido en el episodio ciento noventa y tantos. [Fernando Eguidazu: Una historia de la novela popular española (1850-2000).  Sevilla-Madrid: Ulises / Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2020, pág. 606.]

Gonzalo Elvira se embarca en esta coproducción encubierta, rodada en España, protagonizada por los mexicanos Abel Salazar y Gloria Marín, y cuya dirección quedó encomendada en principio a Fernando Soler. Sin embargo, las desavenencias entre productor y director, propiciaron la promoción del ayudante de dirección español Joaquín Luis Romero Marchent —el otro era Jesús Franco— a las funciones de director. Para acabar de liar la cosa, no se trataba de una única producción, sino de dos rodadas contemporáneamente por el mismo equipo mediante el sistema que los sajones denominan back to back. La justicia del Coyote (1955) se estrenaría poco después, como secuela de la primera. Ésta narra el regreso de Europa del joven César de Echagüe (Abel Salazar), a requerimiento de su padre (Rafael Bardem) puesto que la anexión del territorio a Estados Unidos ha supuesto, de hecho, la tiranía sobre California del capitán Potts (Santiago Rivero) y sus sicarios. Dos viejos amigos del joven César tienen puesto precio a su cabeza. Uno de ellos morirá linchado, el otro, Artigas (Carlos Otero), logra huir gracias a la ayuda de un hombre vestido a la mexicana y cubierto con un antifaz que se hace llamar El Coyote. Mientras tanto, César carga con el desprecio de su padre y el rechazo de su prometida, Leonor de Acevedo (Gloria Marín), porque ha vuelto de Europa hecho un petimetre, dedicado a componer versitos y a confraternizar con los invasores de su tierra. Aunque ellos sigan dudando, los espectadores sabemos que este tipo blando y pusilánime no es otro que el fiero Coyote, dispuesto a imponer justicia donde no llegue la ley de los hombres. Realizada con modos y medios de serial, recargada de diálogos explicativos y de giros de guión tan inverosímiles como previsibles, aquejada de unas interpretaciones —sobre todo la del protagonista, Abel Salazar— sin el más mínimo atractivo, El Coyote destaca por algunos intentos de su inexperto realizador de sacar oro de las piedras. Algunas veces lo consigue, como en la espléndida escena de la ejecución del capitán Potts, de factura expresionista y, por qué no, wellesiana. En cambio, otras, como el montaje de sobreimpresiones que sirven para cubrir de un modo económico el relato de la invasión de California por las tropas de la Unión, se traducen en un auténtico barullo sin valor dramático, narrativo, ni siquiera plástico. Más interesantes aún resultan las tensiones argumentales que se crean al intentar conciliar la hermandad de los dos países coproductores frente a los Estados Unidos en un momento en que España carece de relaciones diplomáticas con México, a raíz de la victoria franquista en la Guerra Civil, y acaba de firmar los acuerdos de cooperación económica y militar con Estados Unidos. El personaje del gobernador estadounidense (Manuel Monroy) y su simpatía por El Coyote debería servir para limar algunos aspectos conflictivos, pero no hace otra cosa que ponerlos en evidencia. De este modo, desde su condición pionera, El Coyote es un artefacto narrativamente simple, pero administrativa e ideológicamente complejo.

Tras unos años de dedicación a la comedia costumbrista que le conducen a un periodo de inactividad, el mayor de los hermanos Romero Marchent acepta de nuevo la propuesta de Manzanos de rodar las aventuras de otro vengador californiano con nombre de cánido: El Zorro. El héroe creado por Johnston McCulley había frecuentado la pantalla casi desde la misma fecha de su creación. Douglas Fairbanks y Tyrone Power son probablemente los dos rostros más célebres que se escondieron tras la máscara. En La venganza del Zorro (1962) es el estadounidense Frank Latimore. El guión, cocinado a cuatro manos por Jesús Franco y Joaquín Luis Romero Marchent, cuenta la historia de don José de la Torre —Diego de la Vega en la novela de McCulley—, un petimetre que se muestra especialmente complaciente con los estadounidenses a pesar de los abusos que estos perpetran contra los mexicanos. El más cruel de los extranjeros es el coronel Clarence (Howard Vernon, cortesía de la coproducción oficiosa con Marius Lesoeur. María (María Luz Aguilar) canta en el saloon —aunque curiosamente en la copia que se conserva sólo podemos ver el efecto de sus actuaciones, no las canciones—. Un soldado borracho (Emilio Rodríguez) intenta propasarse con ella y Juan Aguilar (Rafael Romero Marchent), el hermano de María, le da un buen escarmiento... que le costará la vida. Acompañado por un par de secuaces (Paul Piaget y Antonio Molino Rojo), el soldado humillado profanará la iglesia y asesinará al cura haciendo pasar por culpable a Juan. Don José, que cree a pies juntillas en la buena voluntad del nuevo gobernador (José Marco Davó) —y en la belleza de su hija (María Silva)—, se ve obligado a tomarse la justicia por su mano, ya que los facinerosos están haciendo creer que sus tropelías son obra del Zorro. Como podemos comprobar el equilibrio de fuerzas hispano-mexicano-estadounidenses sigue siendo conflictivo.

Cabalgadas aparte, lo más convincente son los duelos a espada; sobre todo, el que sirve de clímax a la cinta. La solvencia profesional de Joaquín Luis Romero Marchent en este aspecto propició la realización de una secuela con buena parte del reparto anterior y la participación de la PEA Produzione de Alberto Grimaldi en la coproducción. Cabalgando hacia la muerte / L’ombra di Zorro / L’ombre de Zorro (1962) es una película más ambiciosa. Jesús Franco queda descabalgado de la parte literaria, que asumen al alimón Joaquín Luis Romero Marchent y Mallorquí. Para que la continuidad sea incontrovertible, los títulos de crédito de la secuela aparecen sobreimpresionados sobre la carga que abría el último acto de su predecesora. Una vez resuelto el capítulo espectacular, los guionistas plantean un tema que presidirá buena parte de la filmografía de Joaquín Luis Romero Marchent: las relaciones familiares y la venganza. Bill (Robert Hundar) y Dan (Paul Piaget) juran vengarse del Zorro por haber matado a su hermano Charlie en La venganza del Zorro. Como Charlie estaba interpretado allí por Paul Piaget, el parecido entre hermanos se convertirá en una especie de running gag durante todo el metraje. Como en cualquier folletín que se precie —y no olvidemos que Mallorquí es un especialista en este tipo de literatura de largo aliento— el Zorro se verá enfrentado al Zorro. Bill se viste como el Zorro y comete villanías sin cuento —incluido el fratricidio— y, además, con una crueldad que augura la venidera El sabor de la venganza / I tre spietati (1963). La película se vuelve algo más cansina cuando, en lugar de lograr atraer al Zorro con esta añagaza, los dos hermanos se dedican a secuestrar y torturar a sus cómplices a fin de que revelen su identidad. Al mismo tiempo, don José deberá asumir una posición rayana en el masoquismo, cuando los villanos le provoquen a fin de que se delate. Hay en este segundo tramo del acto central una reiteración de situaciones argumentales que no logran redimir las muchas escenas de acción propias de un serial: nuevas cabalgadas, peleas al filo de los riscos, escaladas sigilosas y la guinda de cualquier melodrama de aventuras que se precie, la muchacha (María Silva) en el interior de una cabaña en llamas de la que el héroe debe salvarla sin que su sanguinario rival le dé antes caza.

Escrita y dialogada por Mallorquí a partir de sus novelas y del serial radiofónico derivado de las mismas que Mallorquí había escrito para la Cadena SER apenas finalizados los guiones de los dos Coyotes, Tres hombres buenos / I tre implacabili (1963) era un viejo proyecto de Eduardo Manzanos que éste resucita a la vista del buen resultado de la anterior coproducción con PEA Produzzione. Joaquín Luis Romero Marchent es la otra pata del proyecto, por supuesto.

La cinta arranca con inusual tono romántico que pronto derivará hacia el drama. César Guzmán (Geoffrey Horne) y Lola (Charito del Río) esperan un hijo. Cuando él se ausenta, un grupo de hombres comandado por un tipo misterioso con un alfiler de corbata harto reconocible asalta la casa y asesina a la mujer. A partir de entonces, César sólo buscará satisfacer sus ansias de venganza. O sea, que de nuevo es éste el motor de la trama. Después de cada enfrentamiento que debería proporcionarle una nueva pista que le conduzca al descubrimiento del jefe de la banda, deja tras de sí un cadáver sobre el que deposita uno de estos alfileres. En su deambular incierto a lo largo de los años, encuentra la compañía del portugués João Silveira (Paul Piaget) y del mexicano Diego Abriles (Fernando Sancho). Hay largos tramos de metraje en los que el supuesto protagonista está ausente y son los otros dos quienes conducen la acción. El final es una ensalada de tiros que los críticos contemporáneos no dejaron de reprocharle. Cercados en el saloon los tres hombres buenos se enfrentan al aparentemente honorable Bardon (Giuseppe Addobbati), al sheriff corrupto (Robert Hundar) y a sus pistoleros. Romero Marchent se justificaba:

Esto son cosas que se ruedan con tres cámaras y siempre sobra material. Después, este material se selecciona, se hace un montaje y se le da una medida. Yo lleve a cabo un primer montaje, largo, como se hace en los primeros montajes, para luego ir afinando las cosas. Pero cuando lo vieron el productor italiano, el productor francés y el productor español, me dijeron que no lo tocara. Opinaban que estaba bien, y creo además que el productor italiano, desde su punto de vista, tenía razón y acertó plenamente, porque allí en Italia a mí me han hablado muchas veces de que era muy bueno este final, y no me han hablado del problema de que fuera excesivo. Yo sé que lo es, pero todo se ha hecho en función del público, claro. [Citado por Pedro Gutiérrez Recacha: Spanish Western: El cine del Oeste como subgénero español (1954-1965). Valencia Ediciones de la Filmoteca, 2000, pág. 207.]

La cinta funciona bien en España a nivel oficial y fenomenal en la taquilla italiana —puesto 48 en el ranking de la temporada; Lolita (Lolita, Stanley Kubrick, 1962) ocupa el 45—, así que la senda por la que continuará su carrera hasta Condenados a vivir (1972) está marcada. La entrada de Alberto Grimaldi en esta fase de su filmografía supone un revulsivo formal derivado de la incorporación del formato anamórfico y el color. A lo largo de la década de los sesenta, con la imprescindible colaboración de Rafael Pacheco como director de fotografía, el realizador consolida un estilo ligado a los despliegues de persecuciones a caballo, cargas de la caballería y caravanas en exteriores, en tanto que en interiores opta por composiciones en profundidad. Un hombre herido o muerto con la presencia ocasional de una mujer se convierte casi en una firma de la casa. Con menor frecuencia, privilegia la presencia de puertas o ventanas para realizar reencuadres. En cambio, es harto común el plano general picado que muestra la fragilidad del ser humano frente a la grandeza de un paisaje generalmente hostil. No nos atrevemos a afirmar, como José Antonio Molina Foix, que “el scope y el color en sus manos alcanza, o incluso superan, las alturas obtenidas por Lazaga” [Film Ideal, núm. 162, 15 de febrero de 1965, pág. 131] porque ya hemos dado cuenta en más de una ocasión la excelencia de Lazaga en este terreno.