domingo, 25 de agosto de 2019

lazaga 101 (12)


Los siete espartanos / I sette gladiatori (1962) es la única incursión de Lazaga en el peplum y, si exceptuamos el ciclo bélico, también su única escapada del mundo contemporáneo.

Tras un sangriento y desigual combate en el circo contra los feroces gladiadores galos, Darío (Richard Harrison) obtiene su libertad y regresa a Esparta. Pero al llegar a su hogar se entera de que Hiarba (Gerard Tichy) ha asesinado a su padre. A partir de ese momento, su único objetivo será la venganza. El instrumento de la misma: la espada de su padre. En su ayuda, Livio (Enrique Ávila), el hijo de su nodriza, y otros cinco luchadores dispuestos a luchar contra la tiranía impuesta por Hiarba. Pero, para cometer el crimen y propalar que ha sido un suicidio, éste ha contado con la ayuda del padre de Aglaia (Loredana Nusciak), la prometida de Darío. Una vez formalizado este planteamiento, la mayor parte del metraje está dedicado a contar cómo vuelve a reunirse el grupo y las peculiares circunstancias en que vive cada uno. Destacan Panurgo (Livio Lorenzon), un herrero que se niega a pagar los abusivos impuestos que cobra Hiarba y cuya hija, Licia (Franca Badeschi), se enamora de Darío, y Vargas (Nazzareno Zamperla), un ladronzuelo que ha sido apresado de nuevo y devuelto al circo donde, en el momento en que sus amigos van a liberarlo, combate contra un toro de lidia, en un apunte idiosincrático que se repite en alguna otra ocasión en los péplum rodados en España.

Suele achacarse a Lazaga el mimetismo con el planteamiento de Shichinin no Samurai (Los siete samuráis, Akira Kurosawa, 1954) y con The Magnificent Seven (Los siete magníficos, John Sturges, 1960), pero lo cierto es que el argumento -calco de la cinta de Sturges adaptado a la plantilla del cine de gladiadores, o sea, que Spartacus (Espartaco, Stanley Kubrick, 1960) tampoco está muy lejos- está firmado por Italo Zingarelli y Alberto de Martino. Lazaga se aplica a insuflar dinamismo en las escenas de acción que ocupan buena parte del metraje. Los actores cumplen con su musculatura y poco más y la única caracterización que precisan es el arma en la que son especialistas. Una vez más demuestra el de Valls su buena mano para planificar en formato anamórfico. Además, esta es la primera ocasión en la que se utilizan los objetivos italianos del Techniscope en una película con participación española. Desde entonces y hasta mediada la década de los setenta otros cuatrocientos títulos más recurrirán a este humilde hermano menor del CinemaScope concebido por la central italiana de Technicolor y que permitía ahorrar la mitad del negativo al utilizar sólo la mitad de la altura del fotograma estándar de 35mm -esto es, dos perforaciones en lugar de las cuatro habituales- y aplicar los objetivos anamórficos en el tiraje de copias y la proyección.

También rueda en pantalla ancha su otra incursión en un género canónico, como el musical a la americana. En Dos chicas locas locas (1964) aprovecha el formato panorámico para incluir varias coreografías de Gene Collins inspiradas en West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961), aunque obviando los aspectos oscuros de la producción estadounidense. Todo aquí es luminoso, juvenil y feliz.

Las gemelas Aurora y Pilar Bayona debutaron en el cine con dieciséis años en Como dos gotas de agua (Luis César Amadori, 1963). El seguidismo de las películas de Marisol producidas por su yerno, Manuel Goyanes, es tal que el libreto tiene muchos puntos en común con Marisol rumbo a Río (Fernando Palacios, 1963), la película en la que despuntaba ya la adolescencia de Pepa Flores. La formación como bailarinas de las hermanas Bayona les proporcionaba una buena base para hacer crear un producto diferenciado, al tiempo que su condición de gemelas favorecía el enredo. En  la segunda película de la pareja, Pili y Mili han sido separadas al nacer y las han criado sus tías, una en Madrid y otra en Canarias. El fallecimiento del abuelo hace que la mayor de ellas entre en posesión de la fortuna familiar, pero sólo doña Rosa (Mari Carmen Prendes) sabe quién es la mayor. Carlos (Tito Mora), el hijo del notario, viaja a Torremolinos a visitarla para desfacer un entuerto que se enreda por momentos debido a la excentricidad de "La Bella Ninón", como se la conocía cuando trabajaba en la revista. Así, las chicas se quedan a vivir con ella y conocen a un amigo de Carlos (Miguel Ríos), hijo del propietario de un hotel en la costa y apasionado del la música melódica. Los cuatro deciden escapar, de modo que la herencia no suponga un obstáculo a su relación: como autoestopistas, secuestradoras de una lancha, polizones en un mercante y fugitivas en una camioneta de leche y en una avioneta intentarán huir una y otra vez de quienes quieren separarlas por motivos puramente económicos.

Film Ideal, la revista especializada que se erige en defensora de Lazaga de estos años, echa las campanas al vuelo:
Pili y Mili bailando, levantadas por los aires en el baile del gimnasio, poniéndose pelucas color zanahoria en el del barco, corriendo locamente en el playback de la obra en construcción, son ellas, dos mellizas españolas contratadas para una serie de películas por Perojo y que han alcanzado fama y bailan y cantan un poquito. Sus problemas poco importan; ellas no los tiene y eso se adivina. El caso es que son ellas, se mueven y no reemplazan ni fingen ser otros […]. Las veo hablar, andar, bailar y sé que o están haciendo, no hay truco. [Vicente Molina Foix, en Film Ideal, núm. 169, junio de 1965.]

domingo, 18 de agosto de 2019

lazaga 101 (11)


A principios de los sesenta, Lazaga, que ya ha coqueteado con personajes femeninos de cierta entidad, explota el filón del protagonismo de la mujer, apoyado en la presencia de actrices curtidas en la comedia, como Concha Velasco, Laura Valenzuela, Elvira Quintillá o Maruja Bustos. Con ésta última, que tiene papeles de peso en algunas de estas películas, contrae matrimonio en abril de 1961. En una nota de la agencia Cifra, podemos leer la siguiente coletilla, tan acorde con los tiempos que no merece ni comentario:
Le preguntamos si Marujita seguirá trabajando en el cine y nos contesta: "Ella tendrá   libertad para hacer lo que quiera; es una de las cosas más importantes, siempre que se sepa lo que se debe hacer". [ABC, Sevilla, 18 de abril de 1961.]
Aunque The Three Faces of Eve (Las tres caras de Eva, Nunnally Johnson, 1957) no se estrena en España hasta 1963, después de sufrir unos cuantos embates censoriales, el argumento de la película circulaba por los mentideros cinematográficos desde su realización y el informe médico sobre la personalidad múltiple de los doctores Thigpen y Cleckley en que se basa dicha cinta sí que había sido traducido al español. No es extraño, por tanto, que se considerara una estupenda base para construir una comedia de intriga que permitiera a Laura Valenzuela, compañera del productor José Luis Dibildos, demostrar la amplitud de su registro interpretativo. Misión cumplida, aunque el ámbito en el que se desarrolla la historia de Trío de damas (1960) -chalets de lujo, viajes de novios a Venecia, Viena y París...- esté tan alejada del costumbrismo de Los tramposos (Pedro Lazaga, 1959) como de la almibarada realidad de Luna de verano (Pedro Lazaga, 1959).

Ana (Laura Valenzuela), recién casada con Alberto (Paco Rabal), sufre unos celos enfermizos.
 Su impericia como cocinera hace que contrate a una doncella, Rosa (Maruja Bustos), que en realidad es una desvalijadora de domicilios a la que Alberto ha tenido que defender como abogado en el juicio por el robo en casa de unos americanos de la Base Aérea de Torrejón de Ardoz. Cuando los descubre en una situación equívoca, Ana comienza a robar en casa, lo que provoca la marcha de la doncella. Sin embargo, los robos continúan. Alberto consulta con el doctor San Román (Ismael Merlo), un eminente psiquiatra, sobre este caso de personalidad escindida que la convierte en Lola Álvarez, una especie de doble de Rosa. Cuando parece que la pareja se ha reconciliado, las carantoñas de una cantante francesa durante su actuación a Alberto hacen que aflore una tercera personalidad, la de una existencialista de tomo y lomo llamada Monique. Ahora es Alberto quien está al borde de la locura.

La cinta supone el flechazo de Lazaga con el zoom, con el que mantendría un intenso idilio durante el resto de su filmografía. La secuencia inicial es un festival de avances y retrocesos ópticos que pretenden traducir la perplejidad de los invitados y el suspense ante la respuesta de Ana a si quiere contraer matrimonio con Alberto. A partir de ahí, sus sucesivas mutaciones de personalidad irán acompañadas de una musiquilla a propósito y de los correspondientes zooms adelante y atrás.

Tras el fin (provisional) de su relación con el productor José Luis Dibildos, Pedro Lazaga se embarca en una serie de películas para distintas productoras. La mayoría de ellas son comedias cómicas, sin que haya mucha opción a encuadrarlas en otros filones como el de la comedia romántica, la comedia costumbrista, la parodia o la comedia desarrollista, de la que había sido principal artífice en Ágata Films. Trampa para Catalina (1961)  parte de una idea que se toma a chufla la revolución cubana -y otro tipo de vueltas a la tortilla en lo que entonces se denominaban repúblicas bananeras- y da libre curso a una serie de situaciones en que se puedan moverse libremente un amplio elenco de comediantes. A ratos, la pantalla -ayuna de los procedimientos anamórficos con los que tan cómodo se siente el realizador- se satura de personajes que desarrollan acciones simultáneas en varios términos. Otras veces, los movimientos de los intérpretes favorecen un movimiento de cámara que actúa como remate de un gag visual. El argumento se organiza en grandes bloques: la persecución de Catalina (Concha Velasco), su conversión en la doble de la heredera paramaní Silvia por parte de tres agentes incompetentes (Trini Alonso, Antonio Ozores y Manolo Gómez Bur), los problemas que esto le ocasiona con su novio camionero (Jesús Aristu), los intentos del embajador de Paramaná (Juan Cazalilla) por contener los intentos revolucionarios de los barbudos opositores... Nada tiene otro objeto que el proporcionar ocasiones de lucimiento a los cómicos y encadenar situaciones humorísticas sin tregua. Lo mejor que se puede decir de Trampa para Catalina es que en la mayoría de las ocasiones lo consigue.

Martes y trece (1962) es una comedia cómica en la que Pedro Lazaga anuncia la evolución de la comedia desarrollista al modelo ligero que terminará cultivando desde mediados de la década de los sesenta. La excusa argumental juega con la superstición del "13 y martes, ni te cases ni te embarques". Pues bien, Pepe (José Luis López Vázquez) y Franz (Franz Johann) han sucumbido al capricho de dos mujeres de armas tomar (Conchita Velasco e Isabel de Castro), que han decidido casarse en la misma iglesia, a la misma hora y el mismo día de San Antonio... precisamente martes y trece. El incendio de la casa de Pepe le obliga a robar el camión de bomberos para llegara tiempo a la ceremonia, de modo que ambas parejas terminan pasando su noche de bodas en los calabozos de la comisaría. Eso sí, los hombres por un lado y las mujeres por otro. Y así parten para Estoril -cosas de las coproducciones- en viaje de novios, donde resulta que Pepe tiene un "primo gemelo", jugador profesional de hockey sobre patines y donjuán empedernido. Como quiera que allí se encuentra también Marga (Concha Colado), antigua amante de Franz, los celos hacen acto de presencia, las cosas se complican y la consumación del doble himeneo se verá postergada una y otra vez.

La Venus del espejo de Velázquez expone a los espectadores una serie de tópicos sobre las mujeres acuñados por varios personajes históricos. Con el fin de poner las cosas en su sitio, Eva 63 (1963) presenta a cinco mujeres "de hoy" que comparten piso en la madrileña Plaza de Oriente. Elena (Laura Valenzuela) es una aspirante a escritora que fuma demasiado, Mara (Elisa Montés) una amante de las fiestas que nunca se acuesta antes de amanecer, Charo (Ángela Bravo) soñadora irrecuperable con galanes hollywoodenses, Soledad (Soledad Miranda) la artista recién llegada de Andalucía dispuesta a triunfar y Eugenia (Elvira Quintillá), tía de ésta y la mayor de ellas, quien, además de trabajar en una casa de alta costura, ejerce la función de madre comprensiva y cariñosa.

Como en otras películas de Lazaga, hay un hombre para cada una de ellas. El de Eugenia, en el pasado, fallecido u olvidado. Mara está encandilada con Miguel (Jorge Rigaud), un hombre acaudalado, maduro y juerguista que, al descubrir que padece un cáncer terminal, decide casarse con ella y legarle su fortuna. Charo está ennoviada con el tontorrón de Luis (Ángel Ter) en una relación sin un futuro claro porque en el hotel en el que trabaja se hospeda un famoso actor estadounidense (Juan Barbará) por el que haría cualquier locura. En su ambición por entrar en el mundo del cine Soledad orilla la prostitución y termina cayendo en manos de Paco (Manuel Peiró), un ayudante de dirección cinematográfico que le ha conseguido un papelito en una españolada. Y, por último, está la relación de Elena con Fernando (Jesús Puente), un pintor con ínfulas de genio, tan inútil e intratable como egoísta. Pero, al contrario que en otras películas de Lazaga –Muchachas de azul (1957) sería el ejemplo más claro- los hombres no suponen el deseado final feliz para estas cinco mujeres. Por ello, el tono genérico está más cerca del drama que de la comedia. Estos se centran en la sátira del mundo del cine, con su galán homosexual, sus mistificaciones al rodar en exteriores y la impostura del doblaje. Los finales de las cinco historias son agridulces, aunque el que se elige para clausurar el relato es el más trágico.

El otro punto destacable es la fotografía –firmada por Eloy Mella- en blanco y negro y pantalla panorámica, lo que le proporciona a Eva 63 un cierto aire de familia con producciones coetáneas italianas y francesas. Claro que, lo que en aquéllas se puede decir, no conviene en España. Suficiente osadía es ya mostrar en la cama a Elena y a Fernando sin que medie vínculo matrimonial o que Soledad se quede embarazada. Es por ello que el mensaje moralizante, puesto en boca de la escritora, resulta tan ajeno al planteamiento. Si el organismo censor tuvo que ver en ello o fue decisión acomodaticia de los guionistas es algo que ignoramos.

Lazaga no duda en contraponer su acercamiento fenomenológico al cine a los apriorismos que, a su juicio, presiden la concepción del medio por parte de las nuevas generaciones:
 "Porque lo que hay que hacer es que la gente viva y que viva hoy y en los sitios de hoy, y que se vistan como se visten hoy y que hablen como hablan hoy, y nada más. En cuanto hay otras cosas en ese mundo lo único que se hace es que se les mata y entonces hay como muñecos extraños que funcionan porque hay una idea anterior que les hace funcionar así. A mí me parece que el cine debe ser como la vida, que funcione como se funciona en la vida normal". ["Lazaga habla, largo y tendido, con Buceta, Palá y Villegas", en Film Ideal, núm. 169, junio de 1965.]

domingo, 11 de agosto de 2019

lazaga 101 (10)


Como buen cultor de la comedia, Lazaga también acepta realizar a finales de la década de los cincuenta y principios de los sesenta, varias parodias de géneros cinematográficos altamente codificados y, por tanto, aptos para la operación: el cine de gánsteres, el de terror e, incluso, El último cuplé (Juan de Orduña, 1957) sirven de plantilla.

La vieja estrella del cuplé Stella Marco (María Fernanda Ladrón de Guevara) vive rememorando pasadas glorias, viendo como su chalet, que en tiempos recibía a admiradores de todo el mundo, se ha convertido en una pensión. Todas sus esperanzas estaban puestas en su hija, pero Mary… Mary es Mary Santpere, así que ya se pueden ustedes figurar que todo aquel glamour de los años veinte que la película atribuye al mundo del cuplé se queda en nada. Stella está resentida con su hija por haber acabado con su carrera y no haber conseguido reverdecer sus éxitos, los de aquellos tiempos cuando ella fue proclamada “Miss Cuplé”. Stella se queja amargamente de que una legión de artistas de medio pelo y edad inconfesable han conseguido volver al escenario menos ella. Y todo porque “una película” ha vuelto a poner de moda estos cantables picarescos procedentes de Francia. En esto el guión es claramente autorreferencial. Miss Cuplé (1959) remite al gran éxito de Juan de Orduña, estrenado en 1957 pero que supuso un bombazo de tal calibre que todavía circulaba por las pantallas españolas. Repiten los guionistas de éste (Antonio Mas Guindal y Jesús María de Arozamena) y se reprisan tres de las canciones que interpretara Saritísima y que Mary Santpere canta en guasa: “Nena”, “Es mi hombre” y el hit “Fumando espero”.
-¿Qué va a hacer con “Nena”? –pregunta una de las “viejas glorias” que asiste a la representación desde un palco. Y otra le contesta:
-¡Tú verás! Un cuplicidio.
¿Era esta la intención de la película? ¿Explotar las dotes de parodista de Mary Santpere? Probablemente. En el escenario todo se desarrolla conforme a esta premisa. Sin embargo, Arozamena y Mas Guindal no son capaces de urdir un armazón en el mismo registro. Al elemental argumento de la temperamental Amalia Escuder (Marta Flores), recién regresada de América con su estrella declinante a la que sustituye Mary, que es la encargada del vestuario, le sucede una trama melodramática en que aparece un galán más interesado en el negocio inmobiliario que se pueda hacer con el chalé familiar que en ella. Una vez más, Mary tiene que salir al escenario. El corazón llora pero ella debe hacer reír, interpretando el fox-trot “¡Venga alegría!”, aquél que decía: “Soltera y sola en la vida, por una mala partida...”. Lazaga aún no había entrado en el adocenamiento que su trabajo sufrió desde mediados de los sesenta y se permite algunas figuras de estilo. Como lo que está en juego es la belleza o fealdad de Mary y la capacidad del triunfo de embellecernos a los ojos de los demás, recurre repetidamente a planos compuestos con espejos en el que la artista y su reflejo conviven. Habría hecho falta el rigor de un Douglas Sirk para que la cosa fuera más allá de un mero apunte

La pandilla de los once (1962) parodia el Ocean’s Eleven (La cuadrilla de los once, Lewis Milestone, 1960) del rat pack de Frank Sinatra. Los títulos de crédito previstos en el guión debían mostrar un fotomontaje de asaltos y tiroteos, alternados cada tanto con “un mono de Mingote en el que un ladrón corre perseguido por un guardia”. No se mantendrá la idea, sustituida en la película por un largo recorrido en coche por la Gran Vía madrileña, con lo que se aprovecha para destacar las marquesinas de los cines que proyectan proyectan Spartacus (Espartaco, Stanley Kubrick, 1960) y Siempre es domingo (Fernando Palacios, 1961). En su conjunto la película no resulta tan divertida como cabía prever. Los diálogos de Tono comienzan a sonar a rutina y, en fin, salvo algu nos aciertos ocasionales (Manolo Morán haciendo testamento y dejando su parte del botín al Estado para que construya un “asilo para huérfanos de atracadores muertos en acto de servicio”), la cinta resulta previsible y repetitiva.

Sabían demasiado (1962) es una parodia, chez Lazaga, de las películas de gánsteres, en la línea de las coetáneas La pandilla de los once o Atraco a las tres (José María Forqué, 1963). O sea, confrontar el mundo de Los tramposos con el modelo estadounidense. De la colisión surge un humor que no siempre funciona a pleno rendimiento. Como es habitual en estos casos, reparto de lujo con Isbert de abuelo Cebolleta secuestrado.

El punto de partida de Un vampiro para dos (1965) es el mismo que el del episodio de Mario Monicelli para Boccaccio ’70 (1962): una pareja ve cómo su matrimonio se va al garete por la incompatibilidad de sus turnos laborales. Luisita y Pablo (Gracita Morales y José Luis López Vázquez) trabajan como taquillera y cobrador de metro respectivamente; además, para intentar completar un dinero que les permita malvivir él es vigilante nocturno en una obra en los días de diario y árbitro de fútbol los festivos. Después de un año de matrimonio sólo han podido dormir juntos la semana que pasaron en el Monasterio de Piedra. El resto de su relación es puramente epistolar. Para salir de esta rueda la única solución que les queda es emigrar a Alemania, como tantos españoles. Pablo y Lusita se plantan en Dusseldorf sin contrato de trabajo y en la Casa de España les proponen una colocación que a primera vista les parece de perillas: entrar al servicio del barón de Rosenthal (Fernando Fernán-Gómez). Claro, que éste resulta ser un vampiro en horas bajas que no tiene más remedio que nutrirse de plasma sanguíneo en las farmacias de guardia porque las señoritas de alterne que podrían proporcionarle sangre fresca.

A partir de este momento entramos de lleno en la parodia del cine de terror y de las convenciones que las películas de la productora Hammer Films han imbuido en los espectadores españoles, a los que también se apela por la obsesión de Lusita de cocinar todo con bien de ajo, lo que les salvará de los ataques del hambriento aristócrata cuando una hermana residente en Londres, Nosferata (Trini Alonso), se presente en el castillo y le llame afeminado por conformarse con la sangría y las morcillas con las que los españoles han aplacado su apetito. A partir de ese momento, Luisita y Pablo tendrán que correr hasta llegar a España para salvar su alma inmortal. El mejor gag de la película se produce, no obstante, cuando el barón, transformado en murciélago, está a punto de darles alcance en el puesto fronterizo. Con un simple gesto se deshace de los gendarmes franceses, pero el sol naciente, reflejado en charol del tricornio de un guardia civil, acaba con el vampiro cuando pretende entrar en España. Con lo cual queda una vez demostrada la superioridad patria a cuanto Europa pudiera ofrecernos en cualquier terreno.

Lazaga y el operador Eloy Mella organizan la planificación de modo que a estos dos bloques, argumental y genéricamente tan disímiles, les correspondan dos estilos diferentes. Casi toda la primera parte está rodada con la cámara al hombro y aprovechando los efectos de la luz natural. El castillo del barón, construido en estudio, está resuelto mediante grandes angulares, picados enfáticos y encuadres con unas composiciones simétricas muy poco tranquilizadoras.

domingo, 4 de agosto de 2019

lazaga 101 (9)


Los tramposos (1959) es el contratipo de la comedia desarrollista que los mismos Dibildos y Lazaga –respectivamente, como productor y director- acaban de lanzar. Los protagonistas más o menos despreocupados de todo lo que no sea la guerra de los sexos en Ana dice sí (1958) y Luna de verano (1959) se convierten para la ocasión en un trío de pícaros que viven a salto de mata y pasan más tiempo entre rejas que ideando timos con los que sobrevivir.

De los muchos peligros que entraña su oficio de timadores redimen a Virgilio (Tony Leblanc) y a Paco (Antonio Ozores), Julita (Concha Velasco) y Katy (Laura Valenzuela). Todo pasa porque ellos encuentren un trabajo estable en la agencia de viajes Confort Exprés. Su propietario (José María Rodero) afirma pomposamente que “cada ciudadano tiene derecho a ser dueño de un medio de locomoción propio”. Paco y Virgilio se frotan las manos; el primero enseguida piensa en un ostentoso haiga americano de tres colores, el segundo, en cambio, se conformaría con un modestito Mercedes 300. Finalmente el propietario de la agencia les entrega sendos PTVs, rojo el de Virgilio y Julita, azul el de Paco y Katy. Mientras en la pantalla aparece la palabra fin ellos enfilan, tan pimpantes, la carretera de la Coruña rumbo a una nueva vida. Pero antes hemos podido ver a ambos pegarle el timo de la estampita a un paleto recién llegado a la estación de Atocha, el funcionamiento de una agencia clandestina de tours turísticos o la venta de sangre. Signo de los tiempos, como el PTV, el máximo avance de la civilización es una olla exprés.

La estructura episódica remite al modelo de la novela picaresca del Siglo de Oro, que la película inserta sin grandes dificultades en el molde del sainete costumbrista. Ambos debían estar profundamente incardinados en la sociedad española, pues si a la censura no le hicieron mucha gracia algunos chascarrillos sobre la delincuencia de cuello blanco y a la crítica le pareció obra de escasa ambición, el público respondió como un solo hombre y convirtió esta película de Lazaga en una de las más rentables de la producción española de la década que tocaba a su fin.

En Los económicamente débiles (1960) Pepe (Tony Leblanc) y Paco (Antonio Ozores) son dos víctimas del forofismo balompédico. Su sinvergonzonería es heredera directa de la de Los tramposos, pero en lugar de tener un objetivo difuso la meta del entrenador y el secretario técnico del Casamata F.C. es que su equipo ascienda a Primera Regional. Para lograrlo necesitan dinero y para conseguir éste nada mejor que embaucar a Xavier (José Luis López Vázquez), que bebe los vientos por Nuria (Maruja Bustos), la hermana pequeña de Paco y de Ana (Laura Valenzuela), que a su vez es la novia de Pepe. Pero ésta lleva muy mal que su novio se invente viajes de trabajo para ver un partido y Nuria intriga para que Xavier crea que la que está interesada por él es Ana.

Lazaga se enfrenta a la larga escena -más de veinte minutos- en el salón de belleza en el que trabajan Nuria y Ana y que ellos aprovechan como gimnasio, como si de una pieza autónoma se tratara y, de hecho, podría haber sido una de aquellas películas de dos rollos que Laurel y Hardy hacían para Hal Roach. Dibildos y Leblanc repetirán algo similar en Los que tocan el piano (Javier Aguirre, 1968), pero en esta ocasión no está Lazaga tras la cámara.

Lo que suponía Los tramposos para el incipiente desarrollismo, es ¡No firmes más letras, cielo! (1972) a la vorágine de la sociedad de consumo asumida sin disimulo por una clase media deslumbrada por la posibilidad, no ya de prosperar económicamente, sino de endeudarse hasta lo indecible con tal de tener acceso a esa imitación de la vida que suponen electrodomésticos, ocio y -¿por qué no?- modernidad. Pero en vez de estar protagonizada como aquélla por pobres delincuentillos profesionales con novias trabajadoras, aquí se trata de probos ciudadanos, que se han visto obligados a abandonar sus dedicaciones profesionales para dedicarse a actividades que les permitan mantener su tren de gastos.

El atribulado Sabino Gurupe (Alfredo Landa) se ve abocado a ello cuando su trabajo de contable se va al garete por la instalación de un “cerebro electrónico” en la empresa y las exigencias materiales de su mujer (Mirta Miller) y, sobre todo, de su suegra (Mari Carmen Prendes) van en aumento. La solución es la compra a plazos y el pluriempleo, resuelto a cámara rápida, como es habitual en Lazaga, y que remite al prólogo de La ciudad no es para mí (1965).

La irrupción en el relato de los felices consumistas Valentín y Merche (José Luis López Vázquez y Josele Román) provoca una cesura incluso de estilo, que invoca en forma viñetística los peregrinos empleos a los que ha de acogerse Sabino para pagar las deudas contraídas. El de más envergadura de estos sketches autónomos es el de los tours turísticos “sexy-suspense”, en el que se explota la ferocidad del bandido celtibérico –un Landa emboinado, cejijunto, barbicerrado y con la faca empalmada, a modo de incuestionable simbolismo fálico- para excitar la libido de talluditas extranjeras. Pieza autónoma dentro de esta pieza autónoma, la parodia de copla “Juanita la Torda”, interpretada por Merche, es de lo más logrado del conjunto. El resto son alusiones a la trapisondista economía doméstica de la época: el cultivo de champiñones en casa, la tricotosa, la venta a domicilio… Esta última situación sirve de base a un chiste de gusto más que dudoso a propósito de la homosexualidad con el que la censura fue más benévola que con las alusiones a Matesa, que hubieron de ser cortadas una vez terminada la película. Con todo, en el apartado de lo políticamente incorrecto se lleva la palma el tratamiento de la mujer, obligada a dejar su trabajo por el matrimonio, escarnecida como “tanguista” cuando vuelve a la pasarela y, finalmente, mantis religiosa, capaz de devorar al macho en aras del consumismo. El retrato de Sabino irá unirse en la pared con el de su padre. que proporciona la moraleja de la historia: “Mujer que pide y cesto sin culo dejan al hombre en el hueso puro”.

El breve personaje interpretado por Manuel Summers –quien también se encarga de ilustrar los títulos de crédito- busca la continuidad con Vente a Alemania, Pepe (1971).