domingo, 26 de diciembre de 2021

parecidos razonables (1)

La cantante de «Lisboa antigua»
en Paz (José Díaz Morales, 1949)…

 

… la de «Put the Blame on Mame»
en Beltenebros (Pilar Miró, 1991)…


… la de Gilda (Charles Vidor, 1946),
estrenada en España en 1948 con considerable revuelo…

... la parodia grotesca de Fabián Conde
en Bacanal en directo (Miguel Madrid, 1979)...


… y Jane Birkin reproduciendo una vez más la icónica imagen
en Le diable au coeur (El diablo en el corazón, Bernard Queysanne, 1976).

* * *

La redención por amor del macho que vive de las mujeres
en El chulo (Pedro Lazaga, 1974)...

... y en American Gigolo (Paul Schrader, 1980)…

 … que a su vez toma la solución formal de Pickpocket (Robert Bresson, 1959)...

... y, cómo si algo funciona, por qué no repetirlo, aquí está de nuevo
en The Card Counter (Paul Schrader, 2021)

* * *

Sharon Stone en Basic Instinct (Instinto básico, Paul Verhoeven, 1992)…

 

… remedando a Alicia Sánchez en Furtivos (José Luis Borau, 1975)

domingo, 19 de diciembre de 2021

delgrás-robles en tres jornadas (y 3)

En 1954 se anuncia el inminente rodaje de Los aventureros de Tánger, dirigida por Gonzalo Delgrás para la marca Hispamer. El proyecto no se logra y Delgrás entra en la órbita de la productora de Sergio Newman y Silvia Morgan con una película de un género bien distinto: El genio alegre (1957). Se trata de una nueva versión del sainete homónimo de los hermanos Álvarez Quintero, que estaba filmado Fernando Delgado en Córdoba para Cifesa cuando se produjo el golpe militar de julio de 1936. Si en aquélla la protagonista —eliminada de la publicidad al finalizar la contienda— fue Rosita Díaz Gimeno, en el esta ocasión el papel de Consolación recae en Marujita Díaz, lo cual supone la inclusión de hasta siete canciones, compuestas en su mayor parte por Augusto Algueró. Desde su mismo prólogo, recosido a base de tópicas escenas andaluzas —los toros en la dehesa, la romería del Rocío, la Feria de Abril...—, los artífices de la cinta buscan disculparse por su condición de españolada:

Sí, ya sabemos que éste es el tópico de toda película andaluza. Pero estas imágenes no son burdas invenciones para la exportación, son auténtico orgullo de esta tierra bendita de España. Por eso, al hacer esta película basada en una obra donde quizá como en ninguna otra se ensalce la alegría de vivir que este sol y esta tierra despiertan, no hemos querido eludirlas.

La misma locución nos introduce en una casa en la que, por contraste, reina la tristeza. A su compás y al paso de la cámara que avanza, las puertas y las cancelas se abren, permitiéndonos el paso al decorado en el que va a tener lugar la mayor parte de la acción: la casa de los marqueses de los Arrayanes, de luto desde la muerte del marqués. Y estamos ya en el ambiente y los personajes —un tanto ajados ya uno y otros— de la comedia de los hermanos Álvarez Quintero, con los excursos musicales apuntados más arriba.

Margarita Robles interpreta el papel de doña Sacramento, marquesa de los Arrayanes, pero no firma el guión, de modo que El genio alegre supone el divorcio literario de la pareja.

El último tramo de la filmografía de Delgrás está al servicio del cantaor Antonio Molina. En La hija de Juan Simón (1957), él mismo comparece en escena para marcar la diferencia entre la realidad y la ficción cinematográfica. O sea, para poner —como en el caso anterior— en cuarentena el tópico con el que ha arrancado la cinta: el del sepulturero que ha de enterrar a su propia hija. Después de que el cortejo haya salido del pueblo silueteado en artísticos contraluces, Delgrás irrumpe en el cuadro para decir que, al entrar en el cementerio, Juan Simón debe ir en primer lugar y no los monaguillos. El cura protesta y el director contraargumenta: “¡La realidad! La realidad es una cosa y el cine es otra. Aquí la figura que interesa es la de Juan Simón, el enterrador, y esa figura es la que tiene que ver el público en primer término”. Los problemas se incrementan cuando el padre debe sacar un pañuelo para enjugarse las lágrimas, pero la canción dice que lleva “en una mano la pala y en el hombro el azadón” y eso es inamovible. “Bueno, pues entonces llore usted sin secarse, dejando que las lágrimas surquen las mejillas. Resultará más emotivo”.

Inspirándose en la vieja copla, escriben José María Granada y Nemesio Sobrevila un “drama popular” con abundantes incrustaciones flamencas, La hija de Juan Simón, que se estrena en el teatro de La latina en 1930. En 1935 Filmófono plantea su adaptación cinematográfica como segunda producción de la compañía. La lentitud de Nemesio Sovrevila como director enerva a Luis Buñuel, que tiene plenos poderes en la productora, y lo sustituye por José Luis Sáenz de Heredia El protagonismo recae entonces en el cantaor Angelillo y, en una breve pero intensa intervención, en la joven bailaora Carmen Amaya. En 1957, Estela Films y Unión Films, encomiendan la nueva versión a Delgrás. La puesta al día del argumento quiere que a un pueblo llegue un equipo de rodaje a filmar precisamente esa misma historia. Todo está revuelto y Alfonso (Mario Berriatúa), el galán de la cinta, convence a Carmela (María Cuadra), la hija del enterrador de que la acompañe a la capital, donde él la impondrá como actriz. Pero cuando se planta en los estudios Sevilla Films de Madrid, Alfonso no le conseguirá otra cosa que un papel de doble de luces. Gracias a una fotografía de boda que le hacen por su condición de tal, Carmela convence a su padre de que se ha casado y de que se va con su marido a Italia, donde él rodará varias películas. El viaje a Madrid del enterrador y de su ahijado Antonio (Molina), para que éste participe en un concurso radiofónico da lugar a una nueva farsa en la que las compañeras de “vida alegre” de Carmela se pasarán por sus cuñadas y un Alfonso en horas bajas será contratado para interpretar el papel de marido de la mujer que deshonró. Pero la comedia se viene abajo con la irrupción en el piso del amante de Carmela. Alfonso revela la superchería, acaso para vengar su humillación, y Antonio le pega un puñetazo con tan mal fortuna que el otro va a darse con el mármol de la chimenea. Y ahora sí, tras ingresar en prisión por fin podrá interpretar Soy un pobre presidiario, que es la pieza obligada del repertorio, junto con la copla titular.

Si el ascenso social —y la degradación moral— de Carmela había quedado representado mediante un montaje en el que distintos hombres la acompañan en coches cada vez más lujosos, su regreso a la miseria para recuperar la dignidad queda representado por escaleras de pensiones cada vez más modestas y una maleta de la que van desapareciendo las mejores prendas. Otro montaje muestra el triunfo internacional de Antonio, una vez liberado de la cárcel: su imagen aparece sobreimpresionada sobre una serie de fotografías... Cuando llegamos a una pagoda japonesa y al Taj-Mahal no sabemos si pensar que Delgrás se está cachondeando de la convencionalidad del recurso y del público que lo acepta a pies juntillas.

El final reprisa el principio, pero ahora con el conveniente acento trágico... como si todo el mecanismo de espejos que Delgrás ha montado para quitarle hierro al tópico quedara hecho añicos y sólo sostuviera ya la historia el armazón de lo convencional. Es un cambio de registro nada infrecuente en la filmografía delgrasiana, pero altamente arriesgado en el caso de una cinta al servicio de una estrella. Probablemente por eso El Cristo de los faroles (1958), la siguiente película del tándem, resulta mucho más convencional. Para empezar, Antonio Molina interpreta a un célebre cantante profesional y las canciones constituyen buen parte del metraje. En segundo lugar, el melodrama se apura hasta las heces aún a costa de condenar al personaje más débil de la cinta. Por último, la presencia del Cristo cordobés presidiendo el relato —allí conoce a Antonio a Soledad (María de los Ángeles Hortelano) y a sus pies se reconciliaran al final— parece imponer el tono sacrificial con el que ella asume un matrimonio desgraciado y declina el ofrecimiento sincero de un matador (Rafael Romero-Marchent) que siempre la amado.

Cierra el ciclo dedicado a Antonio Molina y la filmografía de Delgrás Café de Chinitas (1960). A su regreso de una exitosa gira por Latinoamérica a su Málaga natal, Antonio Vargas (Antonio Molina) puede comprobar la decadencia del que en otro tiempo fuera célebre café cantante, en el que cantó el gran Silverio la caña y se hicieron célebres las malagueñas de Juan Breva y Antonio Chacón, y las soleares de La Parrala. Delgrás va ilustrando la crónica de las glorias pasadas con actuaciones musicales y anécdotas —el que arrojó a su novia desde el palco en un baile de Carnaval, la desastrosa representación de un Tenorio por un aficionado— y así llega a la juventud de Antonio, cuando ejercía de tramoyista para llevarle el pan a sus hermanos. Por entonces son primeras figuras la bailaora Rocío (Eulalia del Pino) y el cantaor Paco el Rondeño (Rafael Farina), siempre a la greña. Y es así, como pasado el primer cuarto de hora de metraje, la cinta encuentra su cauce en la rivalidad amorosa y canora de los dos cantaores. El Rondeño es el veterano cuya voz manda en el escenario y Antonio el espontáneo al que, cuando tiene que cantar ante el público, se “le agarrota el gaznate”. Esto propicia que aparezcan algunos cantes tradicionales, como las rondeñas que Antonio canta en la playa mientras recoge las redes. Cuando por fin se decide a debutar para sacar a sus hermanillos del asilo de beneficencia, El Rondeño le felicita a regañadientes: “Lo tuyo no es cante puro, pero se escucha con gusto”. Y el limpiabotas metido a representante (Enrique Ávila) le explica al empresario del Café de Chinitas (Manuel de Juan) el busilis del negocio: “Desde mañana la gente se va a matar por llenar el Café de Chinitas: los unos, que si El Rondeño, que es el cante antiguo; los otros, que si Antonio, que es el nuevo. Y la casa, a hincharse”. Una oportuna elipsis pasa por alto los años de la República y la Guerra Civil. Es como si de la década de los veinte, en la que parece ambientada la primera parte del enfrentamiento, pasásemos directamente a la de los cincuenta. Sin embargo, apenas hay cambios en Rocío y en las otras mujeres que pasan por la vida de Antonio. Tampoco en la clientela de contrabandistas, aficionados taurinos y entendidos en flamenco: estamos en un tiempo ahistórico en el que sólo la rivalidad entre cantaores tuviera relevancia... un leitmotiv traído, por otra parte, de La copla andaluza, gran espectáculo flamenco estrenado en el teatro Pavón de Madrid en 1928. De hecho, ni siquiera la rivalidad amorosa es auténtica. Rocío es, simplemente, objeto de codicia, adorno de lujo del cantaor. Sólo en el último acto adquirirá una actitud activa, citando a Antonio en la venta del Toro, adonde cada noche acude El Rondeño, que la sacude cada tanto un par de guantazos y la enloquece con su cante. Ahora podría ser Antonio quien, en un reservado, los dos solos, depositase una copla en su oído, en una metáfora sexual tan diáfana que no admite confusiones. La reyerta lleva a Antonio al sanatorio en un proceso de redención que le conducirá a los brazos de Consuelo (Delia Luna), la mujercita buena que cuidaba de sus hermanillos y que ahora criará a su prole, en una referencia al propio matrimonio del cantante con Ángela Tejedor.

De modo paradójico, el cierre no es la vindicación del Café de Chinitas y su reapertura, como parecía indicar el prólogo, sino su inscripción en la mitología del flamenco y de Málaga. Como viene a decir Delgrás por boca del cronista de la ciudad: el tablao es el escenario de la envidia, el crimen y las “pasiones malas”; bien está que quede su leyenda. Pero, confinado el cantaor a la antigua en el penal, el salto del nuevo estilo a los grandes teatros y a Latinoamérica supone —una vez más en el cine de estos años— el triunfo de una modernidad que aún equivale a limpieza moral y no a la disolución de la misma. La polaridad se invertirá en la siguiente metamorfosis de la españolada adaptada a la década del desarrollismo: las cintas de Manolo Escobar y Conchita Velasco.

Delgrás no estará presente en este nuevo ciclo. Aparte de una incursión televisiva en 1968 junto a su mujer con el libreto de Los cascabeles de la locura (Pilar Miró, 1968), se presentará repetidamente —y será premiado— al concurso anual de guiones del Sindicato Nacional del Espectáculo. En la convocatoria de 1958 ganará un tercer premio con El picapedrero, en 1963 el primero con un libreto coescrito con el falangista Luys Santamarina sobre la figura histórica del cardenal Cisneros y, en 1963, un segundo por su biopic María Sklodowska, de casada madame Curie. En 1969 obtiene de nuevo un tercer premio por un guión escrito con Juan Antonio Cabezas sobre otra mujer, pionera del feminismo: Concepción Arenal. Ninguno de estos guiones llegó a la pantalla.

Margarita Robles hará algún papelito más en Piso de soltero (Alfonso Balcázar, 1964), Più tardi Claire, più tardi (Brunello Rondi, 1968) y La casa sin fronteras (Pedro Olea, 1972).

En 1969 fallece el hijo de ambos, Gonzalo Pardo Robles, que había trabajado en el equipo de dirección en algunas películas de su padre y siguió ejerciendo como secretario de rodaje o ayudante de dirección hasta el final de su vida. Margarita Pardo Robles, casada con el actor Frank Braña, trabaja como script desde principios de la década de los sesenta. En 1982, Margarita Robles publica su autobiografía: Mis ochenta y ocho añitos. Fallece en 1989. La ha precedido Gonzalo Delgrás en 1984.

domingo, 12 de diciembre de 2021

delgrás-robles en tres jornadas (2)

 
 
Tras su paso por Cifesa en el periodo de esplendor posbélico de la compañía valenciana, Delgrás produce algunas de sus películas con su propia marca —Producciones Cinematográficas Cumbre— y recala en otras productoras más modestas, como Procines, para la que realiza Altar mayor (1944).

Javier (Luis Peña) se ha restablecido de una grave enfermedad en el campo gracias a Teresina (Maruchi Fresno). Antes de regresar a Madrid le hace promesa de matrimonio ante la santina de Covadonga. Pero, de vuelta en la capital, su madre (Margarita Robles) hace todo lo posible para que se case con Leonor (María Dolores Pradera), una muchacha de su misma clase y heredera del marquesado de Avilés. Dos años después vuelven a encontrarse en Asturias. Ahora Teresina trabaja en el hotel en el que se hospedan Javier y Leonor con sus respectivas madres. La brecha social entre él y Teresina es tan evidente que resulta casi dolorosa. Sin embargo, la presencia de un chófer fuerte y expansivo, Josefín (José Suárez en su debut en la pantalla), cortejador de Teresina, obliga a Javier a tomar una decisión.

La enfermedad inexplicada con que se abre la película es el signo de una mácula moral que condena al protagonista a la inacción. Javier se desenvuelve en un universo esencialmente femenino: su madre y su novia parecen decidir por él en todo momento. Además, están pintados como personajes especialmente odiosos, intrigantes y clasistas, cuando no crueles, como en la escena en la que Leonor demanda imperativamente a Teresina que le venda un dedal de oro. Estos trasiegos interclasistas sirvieron a la pareja de cineastas Delgrás-Robles, tanto para las comedias deudoras del universo feliz de Luisa María Linares como para este drama, procedente de la novela de Concha Espina. 

Luis Peña y Margarita Robles ya habían sido hijo díscolo y madre aristocrática en La doncella de la duquesa (1941). Sea cual sea el género en el que se desenvuelva, Delgrás sigue dotando a sus películas de cierto dinamismo ligando algunas secuencias mediante analogías, situando las escenas de transición a bordo de coches en marcha y con el uso de barridos y panorámicas descriptivas. En ocasiones, se decanta por un tono eglógico, dinamitado por un diálogo que se empeña en subrayar una y otra vez la pequeñez del hombre ante la obra de Dios y la condición de la montaña astur como cuna de España desde don Rodrigo. En este aspecto es sintomático el personaje del doctor Yakub (Luis de Arnedillo), ausente de cualquier función dramática y dedicado a perorar sobre el patriotismo y la supremacía de la raza.

Para Hidalguía Films dirige Delgrás los tres largometrajes que conforman todo el patrimonio de la casa regentada por Cayetano Hidalgo de la Portilla: Los habitantes de la casa deshabitada (1946), Oro y marfil (1947) y El hombre que veía la muerte (1949). El hecho de que esta última no fuera estrenada en Madrid hasta el verano de 1955 acredita las dificultades por las que debió pasar la empresa para continuar con su actividad.

Acaso el inicio de la singladura resultara más prometedor. Enrique Jardiel Poncela había estrenado la comedia “en un prólogo y dos actos” en el Teatro de la Comedia en septiembre de 1942 y, debido a la cantidad de recursos escénicos que incorpora, son varios los recensionistas que señalan que “puede ser el guión escénico de una película”. La trama envuelve, efectivamente, toda clase de trampillas en el suelo y las paredes, relojes de pared que se abren, cuadros que giran, esqueletos, hombres sin cabeza y un leve ramalazo lírico por cuenta de la supuesta locura de Sibila, antigua novia de Raimundo, un periodista que ha ido a parar con su chófer, Gregorio, al caserón donde ella permanece secuestrada. A través del personaje de la rústica Rodriga, Jardiel pone en solfa las convenciones del “gran guiñol” y de las comedias con fantasmas. Sin embargo, lo que en el escenario puede resultar sorprendente, en la pantalla no deja de ser un remedo de las películas de caserones encantados derivadas de The Cat and the Canary (El legado tenebroso, Paul Leni, 1927). Delgrás y Robles trasladan la acción sin apenas variaciones. Su principal aportación es un narrador autoconsciente al que pone voz Gerardo Esteban, presentado en los títulos de crédito como “La Voz del Caballero en Off”. Este recurso, permite avanzar en algún momento la acción o sustituir un largo parlamento. El narrador hace entonces acto de presencia avisando a los espectadores que no tiene más remedio que comparecer para explicar lo que sucede, porque “es un recurso mucho más fácil y más moderno que hacerlo con las imágenes”. Delgrás entra en abierta contradicción cuando, unos minutos antes, cuenta en forma de flashback los antecedentes de la relación entre Raimundo (Jorge Greiner) y Sibila (María Dolores Pradera), que pasan por la imaginación de Raimundo “reflejándose en ella como cinta cinematográfica en lienzo de plata la sucesión de sus amores desgraciados”. 

La crítica contemporánea fue inclemente con el trabajo de Delgrás, al que se puso a caer de un burro por lo “teatral” de la propuesta. Pero por aquel entonces los críticos teatrales le daban también lo suyo a Jardiel por todo lo contrario, porque les parecía que sus comedias eran demasiado inverosímiles y alambicadas para representarse en un escenario.

Adaptación de una comedia de Antonio Quintero y Pascual Guillén que había sido un éxito en el escenario del Fontalba en 1934, Oro y marfil es una obra completamente fuera de su tiempo. La presencia de Mario Cabré, Nati Mistral y Leonor María García de Castro datan la película en 1947, pero sus mil revueltas argumentales quedan desactivadas desde el momento en que la férrea censura imperante en estos años no permitiría que lleguen a buen puerto ninguna de las artimañas que utilizan esas dos fierecillas domadas que son el señorito calavera Juan Cortés (Cabré) y la ventera de rompe y rasga Anita “La Millonaria” (Mistral). Primero en los viñedos sanluqueños y luego en un Madrid chicotesco, de prostitución que no se nombra y pollos capaces de pegarle un tiro a uno cuando tienen mal vino, el juego del ratón y el gato alterna con los bailes de Leonor María y, sobre todo, las coplas de Quintero, León y Quiroga que Nati Mistral va prodigando a lo largo de todo el metraje, sin que nunca sepamos muy bien en qué punto de la acción dramática nos encontramos, tales son las servidumbres de la españolada y el barullo en que se desenvuelve la versión literaria realizada por el propio Guillén. Carente de andamiaje, el interés queda fiado a la eficacia de las canciones y a la gracia de un diálogo cien veces probado en el escenario. Cómo será la cosa que las gacetillas promocionales están redactadas como pidiendo disculpas por adelantado: “Una andaluzada a estas alturas, resultaría fuera de lugar, y sin embargo, un argumento sacado de una comedia, que se ha representado en nuestros mejores teatros y que el público recuerda con agrado, no significa caer en lo que tanto se ha criticado”. [La Vanguardia Española, 26 de abril de 1947.]

La mujer de nadie (1950) arranca con varios apuntes inquietantes. Por una parte, una reunión de artistas con todas las licencias —verbales, claro— que podía permitirse el cine español de finales de la década de los cuarenta. Por otra, el carácter necrófilo de la hija del pintor fallecido, que presta a la escena del cementerio un ambiente genuinamente romántico. Sin embargo, la presencia en ambas escenas del orondo Antonio Bofarull —intérprete y productor de la cinta— supone un contrapunto de bonhomía en el primer caso y de terrenalidad en el segundo que desactiva cualquier elemento perturbador.

Javier Tasana (José Crespo) y don César (Bofarull) se hacen cargo de la pequeña Eliana. Pero el primero, que tiene la obligación de hacerse cargo de ella como padrino suyo que es, escapa a París, donde puede seguir con su vida disoluta. Eliana queda a cargo de Clotilde (Consuelo de Nieva), antigua modelo y amante del pintor, que vive ahora del modesto estipendio mensual que éste le sigue enviando. Pasan los años. Tampoco muchos... Pero Javier está cansado, sus sienes empiezan a teñirse de plata y algunas mujeres le dejan ya de lado. Regresa a España. La joven Eliana (Adriana Benetti) irá a vivir con él. La consecuencia inmediata es que se prohíbe la presencia de modelos tanto en la casa como en la escuela-taller en la que estudia pintura Juan Bautista (José Suárez). Es uno de los alumnos más aventajados de Javier, que no logra pintar a Eliana como él quisiera. El alma juvenil de la muchacha le resulta inaprensible. En cambio, sí que lo hará Juan Bautista, que obtiene con este retrato el primer premio en la Exposición Nacional. Pero la fiesta en la que se celebra su triunfo y el compromiso matrimonial con Eliana termina dramáticamente. El escultor Martorell (Fernando Sancho), bebido, viola a Eliana. Un mar encrespado sirve al tiempo de metáfora y elipsis de lo irrepresentable, pero deja al espectador ayuno de explicaciones sobre el rechazo de Juan Bautista. Uno no tiene más remedio que achacarlo a la violación, pero cuando ambos se reencuentran y Eliana le exige una explicación, él arguye que era el único que no se había enterado de que era la amante de Javier, un infundio propalado por Martorell. El triunfo internacional de Juan Bautista propicia una nueva elipsis cuya significación resulta aún más elusiva que la anterior. Los cuatro personajes se explicarán a sí mismos y a los demás en la escena final sin que, no obstante, estas lagunas del relato queden nunca aclaradas.

Aparte de la disculpa –que no defensa– de una bohemia que José Francés, el autor de la novela que adapta el guión, conocía bien, Delgrás se esfuerza en ilustrar las largas teorías románticas sobre el arte como cuestión de inspiración y genio. Para ello ilustra la perorata que Javier le suelta a Eliana con diferentes esbozos realizados por los alumnos de su taller a partir de un mismo modelo: una bailaora con bata de faralaes. En algunos no existe “el soplo divino” y sus cuadros resultan fríos; en otros, “la inspiración del artista ha infundido vida real”. Vemos entonces como la gitana del cuadro cobra vida y empieza a bailar. La visión pompier de un estilo de pintura que comparte modelo con la españolada cinematográfica es el momento álgido de la realización de un Delgrás que en sus tres últimas películas abrazará el género sin paliativos poniéndose al servicio del cancionista Antonio Molina.

La salida de Ignacio F. Iquino de Emisora Films y la constitución de una sociedad de producción y estudios de rodaje propios le obligan a diversificar la producción y a confiar la dirección a profesionales de probada solvencia, como Delgrás. Es así como se pone en marcha Bajo el cielo de Asturias (1951), drama regionalista basado en una novela de Armando Palacio Valdés que, por su contenido, a buen seguro agradaría a la Junta de Clasificación y Censura.

El argumento relata la doma de la caprichosa Angelina Quirós (la portuguesa Isabel de Castro), hija de un indiano enriquecido en Cuba. El ambiente galante de Madrid y la amenaza de una tuberculosis deciden a su padre (Augusto Ordóñez) a enviar a la chica a la aldea asturiana, con la excusa de una repentina catástrofe financiera. En la aldea queda al cuidado de su tío Xoan (de nuevo Ordóñez). Allí, en contacto la naturaleza y las buenas costumbres, se fortalecerá su salud física y, sobre todo, moral. La reaparición del padre con su fortuna obliga a Angelina a elegir entre el amor interesado de su antiguo pretendiente (Alfonso Estela) y el del primo Foro (José Luis González), un mozo del pueblo noble, pero rústico y sin más fortuna que su vigor físico. Todo, por supuesto, bajo la tutela de la iglesia, cuyos representantes (Carlo Tamberlani y Luis Pérez de León) lo mismo son capaces de aconsejar sabiamente que de remangarse la sotana y vencer en una apuesta a ver quién siega más y mejor.

Tras finalizar Bajo el cielo de Asturias, el matrimonio Delgrás-Robles se aleja de las pantallas durante más de un lustro. Margarita colaborará con pequeños papeles en varias películas de Luis Lucia y Rafael Gil, y volverá a los escenarios en comedias de José López Rubio, Carlos Llopis y Víctor Ruiz Iriarte... o sea, “la comedia de la felicidad”.

domingo, 5 de diciembre de 2021

delgrás-robles en tres jornadas (1)

Siempre que se le preguntaba por sus inicios, Fernando Fernán-Gómez acreditaba su descubrimiento para el teatro a Enrique Jardiel Poncela y su alistamiento en las huestes cinematográficas a Gonzalo Pardo Delgrás. Fue éste quien lo vio en el escenario y lo llevó las oficinas de Cifesa para que firmase el contrato para su primera película. Claro, que después de estudiar su papel concienzudamente y realizar el primer ensayo en el rodaje de Cristina Guzmán (1943), su descubridor le dijo que tenía que hacerlo exactamente igual... pero con acento inglés. Por entonces, Delgrás era uno de los realizadores mejor valorados en la industra española; hoy está absolutamente olvidado. Veamos...

El actor teatral y director de doblaje Gonzalo Delgrás y su mujer, la actriz Margarita Robles, se introdujeron en el cine gracias al doblaje, cuando la Paramount reconvirtió a esta especialidad sus estudios parisinos de Joinville-le-Pont en 1932. Desde que contrajeran matrimonio en 1926, desarrollaron una importante carrera como intérpretes teatrales y autores dramáticos: con su compañía pusieron en escena en 1929 aquel glorioso fracaso del teatro de vanguardia que fue Los medios seres, de Ramón Gómez de la Serna, y en 1933 estrenarón en el Cómico, Inri, un drama religioso en verso escrito por el propio Delgrás que suscitó adhesiones y rechazos aún antes de llegar al escenario en el revuelto Madrid republicano.

En 1934 se instalaron en Barcelona para hacerse cargo de los estudios de doblaje de M-G-M en España. En diciembre de 1935 Delgrás pasa a dirigir los estudios Acústica, donde al parecer siguió trabajando durante toda la Guerra Civil. Sin embargo, el inusitado éxito de La tonta del bote (1939), una adaptación del sainete de Pilar Millán-Astray que supuso el lanzamiento como pareja estelar de Josita Hernán y Rafael Durán, dio un vuelco a la carrera de Delgrás desde su mismo debut. A lo largo de la década de los cuarenta dirigiría una serie de versiones literarias y teatrales, con especial predilección por la comedia romántica de corte internacional a partir de obras teatrales y de novelas "rosas" firmadas en un buen número de ocasiones por la especialista Luisa María Linares. Como coguionista figura casi invariablemente Margarita Robles, que además suele asumir los papeles de abuela comprensiva, madre doliente y hasta tía excéntrica.

Nada puedo decir de las cintas que no se conservan, ni de las que, conservándose —como El misterioso viajero del clipper (1949), cuyo diálogo califica algún crítico de “codornicesco”—, no he podido ver. Cuatro de ellas está producidas por la empresa del propio Delgrás: La doncella de la duquesa (1941), Ni tuyo ni mío (1944), Trece onzas de oro (1947) —basada en una comedia de Margarita Robles— y Un viaje de novios (1947). La ambiciosa adaptación de Terra baixa, de Guimerá, con la que pretendía debutar como director, no pasó el filtro censor. Por eso arrancamos este repaso con la versión de La condesa María (1942), que pone al día el argumento de la cinta muda de Benito Perojo. En ésta el hijo de la condesa podría haber muerto en la guerra de Marruecos y en la de Delgrás en los cielos soviéticos, luchando con la División Azul, aunque ésta no se mencione y la referencia a la misma sea, literalmente “la lucha contra los sin Dios”. Al margen de las circunstancias históricas, la nueva versión peca de cierto exceso de teatralidad en su concepción, que no en su ejecución. La boda por interés del sobrino golfo Manolo (Rafael Durán) y la frívola Clotildita (Marta Santaolalla) o los lances amorosos del tío Joaquín (José Prada) remiten una vez más a la comedia alocada estadounidense e italiana según se practica en la Cifesa de la posguerra: no en vano, Luis Lucia actúa como jefe de producción. Pero es precisamente la caracterización de estos personajes lo que sirve a Delgrás y Robles —que también interpreta a la condesa— para poner al día el drama de Juan Ignacio Luca de Tena, más allá de los hechos que sirven de referencia histórica a la desaparición de Luis. La llegada de la madre del nieto de la condesa (Lina Yegros) a la casa familiar y el posterior descubrimiento de que Luis no ha muerto suponen los puntos de giro de los actos teatrales y van relegando al resto de los personajes, que han proporcionado en primera instancia dinamismo al relato, a los márgenes del mismo. La conclusión moralizante de la obra teatral no admite enmienda, conforme al momento de su realización, proporcionando a la cinta un final melodramático —algo bastante frecuente en otras comedias de Delgrás de los cuarenta—, que se habría podido salvar tirando de la componente pirandelliana presente en el argumento.

Un marido a precio fijo (1942) es una de las muchas adaptaciones que se realizaron en la posguerra de las novelas románticas de Luisa María Linares. El material de partida proporcionaba siempre entornos selectos, viajes internacionales, romance y unos asuntos tan pícaros como blancos, que a nadie podían ofender. La acción arranca con una doble conversación telefónica: don Nico (Luis Villasuil) y Julito (Jorge Greiner), padrino y prometido respectivamente de Estrella (Lina Yegros) intentan averiguar su paradero. Pero la heredera del imperio del betún sintético está en ese momento casándose en el extranjero con un aventurero que se fuga con el dinero que ella llevaba encima. Estrella, ¡ay!, ha avisado a su padrino y a su prometido del enlace, así que cuando en el hotel que la lleva de vuelta a casa conoce a Miguel (Rafael Durán), un simpático ladrón de joyas, le propone que se haga pasar por su marido durante un mes y luego finja su muerte. Las cosas se complican más aún cuando desaparecen las joyas de una condesa (Lily Vincenti) y Estrella decide partir a Mallorca porque sospecha que Miguel ha cometido el robo. Por allí aparece también Linda (Leonor Fábregas), vieja amiga de Miguel, cuyo pasado como aviador durante la Guerra Civil debe poner al espectador sobre aviso de que su naturaleza es muy otra.

A pesar de algunas citas a Lubitsch, McCarey y Enrique Jardiel Poncela, Delgrás ofrece en ésta y otras cintas de esta etapa una realización dinámica a remolque de un diálogo brillante y ametrallado, que es el principal motor de la acción. Tal es el caso de La boda de Quinita Flores (1943). Quinita (Luchy Soto) se queda compuesta y sin novio ante el altar. Para que olvide el mal trago y evitar el escándalo, su hermano Manrique (Luis Peña) la acompaña en un viaje alrededor del mundo. Pero las penas de Quinita sólo se mitigarán en España, en un pequeño balneario de un pueblecito andaluz. Aunque sus destinos se han cruzado ya en mitad del Atlántico —la metáfora de los dos barcos es literal— el rico heredero Eugenio Palacios (Rafael Durán) vuelven a encontrarse en este remanso de paz al que ha llegado en busca de novia. Su perverso tío ha puesto como condición para entrar en posesión de la herencia que contraiga matrimonio antes de cumplir los treinta años, circunstancia inminente. La puesta al día de una comedia escrita por los hermanos Álvarez Quintero en la década de los veinte por parte de Margarita Robles no está libre de contradicciones. Se alude al divorcio, pero para denigrarlo; asistimos a una boda exprés que justifique el argumento, pero inmediatamente sale fray Cristino —el gran Oviés, con hábito; no en vano Delgrás procede del campo del doblaje— para explicar que no es válida. Luis Peña y Luchy Soto, que contraerán matrimonio en breve, hacen aquí de hermanos que se hacen pasar por matrimonio. ¡Paradojas de la endogamia del star system y fricciones entre la realidad de la España nacional-católica y los modos y modas de la pantalla! El resultado es arquetípico de la Cifesa de este periodo, equidistante entre el humor frenético de Iquino y la buscada sofisticación de Orduña. El staccato en los diálogos denota la influencia de Howard Hawks y de la comedia screwball como patrón, antes que modelos italianos que podían resultar más próximos al equipo español.

Cristina Guzmán es una producción de Juca para Cifesa a partir de la novela Cristina Guzmán, profesora de idiomas, de Carmen de Icaza. El argumento es una de esas historias rocambolescas en la que una humilde profesora de idiomas (Marta Santaolalla) con un hijito a su cargo accede a viajar a parís para hacerse pasar por la esposa del hijo (Carlos Muñoz) de Valmore (Luis García Ortega). La estratagema ha sido ideada por “el rey del acero” para que su hijo recupere la cordura perdida a causa del abandono de su casquivana mujer, que se parecía como una gota de agua a otra gota de agua a Cristina Guzmán. Los enredos se multiplican exponencialmente cuando el buen sentido y el buen hacer de la profesora de idiomas van haciendo que el joven olvide sus chaladuras. Una serie de amigos excéntricos —Lily Vincenti y Mery Martin, dos de las femme fatales del cine español de estos años, un jovencísimo Fernán-Gómez...— sirven de contrapunto extranjerizante, y, por supuesto, la trama desvelará que el parecido entre las dos mujeres no era accidental, aunque la tosquedad de la pantalla partida y las sobreimpresiones contribuyan a sacar al espectador del relato.

La rectitud moral del comportamiento de la viuda de un aristócrata fallecido en combate la legitimará para aseverar, al firmar el contrato con Valmore, que no tiene que “rendir cuentas ante nadie: yo soy mi propia señora y dueña”, una afirmación difícil de sostener en la España de 1943. Una vez resueltos todos los equívocos y fallecido el joven, Cristina aceptará finalmente la propuesta matrimonial de Valmore y renunciará felizmente a su autonomía para que el núcleo familiar quede restablecido. Sin embargo, el argumento es un campo de minas en el nacionalcatolicismo imperante y, acaso por ello y por algunas escenas de gran patetismo que van decantando la cinta hacia el melodrama —el plano del padre subiendo la escalera con su hijo en brazos cuando este cae desfallecido tras una noche de frenética fiesta—, Cristina Guzmán carece del espumeante espíritu screwball que permea otras comedias Delgrás-Robles de este periodo.