domingo, 27 de noviembre de 2022

metido a productor

Entre 1954 y 1956 Luis Marquina de dedica, sobre todo, a producir y escribir guiones para otros. En 1956 funda la marca Producciones DIA y con ella saca adelante proyectos dirigidos por Antonio Román, Jerónimo Mihura y, sobre todo, Luis César Amadori.

En buena lógica —escribía su hija en 1983—, parecía el momento idóneo para, por fin, dedicarse a dirigir a sus anchas, sin imposiciones ni ataduras, ¿no? [...] Pues resulta que no, que no sabe imponerse a sí mismo, o que no lo desea. Que, sabe Dios por qué recónditas razones, decide contratar a otros directores para sus películas. ¿Por qué? Claro está que la productora no le vino llovida del cielo, ni heredó el dinero de ningún tío de América, ni le tocó la lotería... Obtuvo simples préstamos, a costa de mucho batallar y gracias a esa estela de hombre formal, profesional y conocedor del medio, como garantía. [Teresa Marquina: “Una semblanza de Luis Marquina”, en Julio Pérez Perucha: El cinema de Luis Marquina. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1983, pág. 16.]

Congreso en Sevilla (Antonio Román, 1955) es un proyecto gemelo a Las últimas banderas (1954). Si en ésta Marquina había terminado sustituyendo a Román en la dirección, Congreso en Sevilla estaba destinada a ser una nueva película de Velázquez Producciones Cinematográficas —la productora de Román y Pedro de Juan— que el realizador llevó a Marquina en una suerte de quid pro quo financiero. La cinta es una comedia protagonizada por Carmen Sevilla, Fernando Fernán-Gómez y Manolo Morán, con algunos toques de humor excéntrico y algún apunte satírico sobre la “españolada”. La cinta tuvo buena acogida por parte del público y la crítica, y el director recibió varios reconocimientos. O sea, que supuso un paso en la dirección correcta por parte de Marquina como productor debutante. [Pepe Coira: Antonio Román, un cineasta de la posguerra. Madrid; Editorial Complutense, 2004, págs. 175-181.]

Los maridos no cenan en casa (Jerónimo Mihura, 1956) es una película protagonizada por Zori, Santos y Codeso de la que ya hablamos al abordar la carrera del mayor de los hermanos Mihura: https://documentitosdeunindocumentado.blogspot.com/2017/08/jeronimo-mihura-15.html. Como decíamos allí, Marquina habría preparado el guión para dirigirlo él mismo en 1951 en los estudios Roptence, para los que estaba haciendo entonces El capitán Veneno, pero la quiebra de estos dio al traste con el proyecto.

Historia de un joven pobre / Il romanzo di un giovane povero (Marino Girolami, 1958) es una coproducción de Marquina con la Theseus Cinematografica de Roma. Adaptación de una novela de Octave Feuillet que ya había sido llevada previamente a la pantalla media docena de veces, por la parte española protagonizan la cinta Susana Canales y Gustavo Rojo, y se hace cargo de la fotografía José F. Aguayo. En Italia obtiene el nihil obstat sin el más mínimo contratiempo el 25 de marzo de 1958. La inaccesibilidad de la película en ambas versiones me impide valorar adecuadamente sus méritos, si es que los tuvo.

Marquina debió programar El pasado te acusa (Lionello de Felice, 1958)—una intriga criminal protagonizada por Alberto Closas, Luis Peña, Luz Márquez y Gino Cervi— como una coproducción, según atestiguan el guión y la dirección de De Felice y el protagonismo de Cervi, pero por algún vericueto administrativo se perdió la operación internacional y la cinta quedó acreditada con nacionalidad exclusivamente española. Un asesinato y dos intentos más durante la luna de miel de los protagonistas en un castillo edificado en una isla sustentan una trama con un puñado de sospechosos, un policía cachazudo y unos recursos un tanto manidos. En Italia no se estrena hasta 1963 con el título de L’accusa del passato.

Closas había estrenado la comedia Una muchachita de Valladolid de Joaquín Calvo Sotelo en el teatro de la Comedia el 10 de abril de 1957. El éxito propició su versión cinematográfica, promovida por  Marquina para su propia marca. Tras el estreno de La violetera (1958), Una muchachita de Valladolid (1958) y ¿Dónde vas Alfonso XII? (1959), el argentino Luis César Amadori parece asentado definitivamente en el cine español y capaz de llevar adelante proyectos suntuosos, con despliegue de medios y repartos de prestigio. Una gran señora (1959) continúa la línea de Una muchachita de Valladolid, que quedará rematada con Un trono para Cristy / Ein Thron für Christine (1960). Las tres son adaptaciones de altas comedias teatrales y en la confección de sus guiones figura Marquina en lugar preeminente.

Cuando se organiza la adaptación cinematográfica de la comedia de Enrique Suárez de Deza Una gran señora la argentina Zully Moreno, la mujer de Amadori, será la encargada de asumir el personaje titular, una modelo de una casa de alta costura llamada Charo a la que por su apariencia señorial todos llaman “la condesa”. La da la réplica femenina Isabel Garcés, primera actriz del teatro Infanta Isabel durante décadas y debutante en la pantalla, en el papel de lady Chrysler, una excéntrica millonaria. Ésta confunde a Charo con una auténtica aristócrata y la invita a su residencia de Estoril, pero como la casa de modas de madame Rasy (Yvette Lebon) está al borde de la bancarrota, ésta decide apoyar la superchería con toda su colección a fin de que lady Chrysler invierta en la empresa unos cuantos millones que le sobran. En una doble pirueta de falsas identidades, Charo ha sido cortejada en su condición de trabajadora por el misterioso Adolfo (Alberto Closas), con el que se encuentra en casa de lady Chrysler convertido en un petimetre y con el nombre de Willy. Además, parece no reconocerla. El enredo se prolonga a lo largo de todo el segundo acto y culmina de nuevo en Madrid cuando Charo descubra que Adolfo y Willy son gemelos, que el primero había renunciado a su título para ganarse la vida tocando el violín y que el segundo no está dispuesto a renunciar a su amor. Es en este último acto cuando el insostenible (y sostenido) embrollo que alimenta los sueños de Charo desemboca en un auténtico final de screwball comedy, que hubiera precisado de un ritmo más rápido y con la habilidad de un Lubitsch, un Leisen o un La Cava. 

Un trono para Cristy, de nuevo dirigida por Amadori y protagonizada por Zully Moreno, debió ser un proyecto de Marquina que encontró algunas dificultades porque al final la participación española en la producción fue asumida por Procusa. Otro tanto ha ocurrido con Madrugada (Antonio Román, 1957), una adaptación de un drama de Antonio Buero Vallejo que Marquina le ha propuesto a Román, pero que oficialmente está producida por Máximo Gómez Martín:

Que la película no tuviese éxito no debió de sorprender ni a Antonio Román ni a Marquina, que jugaban con un bajo presupuesto para limitar el riesgo de la producción. Ésta había sido asumida por Máximo Gómez Martín, en su primera y última aventura conocida como productor, asociado hacia el final del proyecto con Marciano de la Fuente, Posteriormente, Luis Marquina obtendría los derechos de aquel film que él había propiciado. [Pepe Coira: Op. cit., pág. 200.]

La relación con Amadori propicia que se incorpore al equipo de guionistas de ¿Dónde vas, Alfonso XII? y su secuela ¿Dónde va triste de ti? (Alfonso Balcázar, 1960).

La actividad de Marquina en Producciones DIA cesa con el fin de la década. En 1966 cede los derechos de sus películas al jefe de producción Miguel Tudela, que dedicará la marca al pujante mercado de las coproducciones de cine de género. [Esteve Riambau y Casimiro Torreiro: Productores en el cine español: Estado, dependencias y mercado. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 2008, pág. 654.]

domingo, 20 de noviembre de 2022

la humildad del artesanado


Alta costura
(1954) está ambientada en la casa de modas de don Amaro (Manuel Díaz González), donde se cruzan los destinos y las ambiciones de una serie de mujeres cuya misma esencia es la apariencia. Durante el pase de la colección de primavera habrá de resolverse el crimen del ex-novio de Tona (Lyla Rocco), a la que el canalla sacó unas fotos comprometedoras que ella pretendía recuperar antes de casarse con el heredero de un emporio minero en Asturias (Alfredo Mayo). Las otras chicas son la romántica Pituca (Mónica Pastrana) empeñada en que su prometido (Mario Berriatúa) se sitúe profesionalmente antes de la boda; la descreída Kiki (María Martín), que lo mismo le saca una joya a un marqués que una comida a un estraperlista; la descarada Sole (Laura Valenzuela), recién escapada de un tablao flamenco; la pragmática Lina (Margarita Lozano), la eficacísima Marta (Lina Sten)... Los hombres son como mariposas que revolotean alrededor de ellas, que se dejan querer mientras sus sueños se desvanecen al tiempo que caen las máscaras. Y luego hay clientas añosas que aún se quieren jóvenes (Julia Lajos) o la estrella argentina dispuesta a hacerse con los servicios del figurinista de la casa (Pedro Anzola).

Marquina toma el guión moralizante de Darío Fernández Flórez —quien fustiga tanto la veleidad de la mujer como la dudosa procedencia del dinero de los clientes de don Amaro— y aprovecha la unidad dramática de tiempo para obtener el máximo rendimiento de la intriga mientras va entretejiendo los pequeños dramas o grandes dramas de las mujeres que protagonizan colectivamente la cinta. El motivo del chantaje y su resolución están calcados de The Earring, un cuento de William Irish que León Klimovsky y Mario Soffici han dirigido en Argentina en 1951.

Hasta en el título de Las últimas banderas (1954) remite a Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945). El argumento es de nuevo obra de Llovet y Román y su habitual colaborador literario y en la producción, Pedro de Juan, se encuentran detrás del proyecto aunque la realización terminara recayendo en Marquina, cuando el rodaje sufre varios aplazamientos y Román se desentiende de la película y abandona Producciones Cinematográficas Velázquez.

El argumento de Llovet se refiere al asedio al que somete Simón Bolívar a la guarnición española del puerto del Callao en 1825. Ambos ejércitos están pendientes de la decisiva batalla de Ayacucho. A pesar de este contexto, narrado en off, Marquina nos ubica desde el mismo inicio en el género de aventuras, no en el épico-histórico. El capitán Jaime Pardo (Eduardo Fajardo) y Miguel Bermejo (Fernando Rey) acuden de incógnito a un teatro de Lima, ciudad que está ya en poder del ejército independentista. Miguel, que ha nacido en Perú, frecuenta a Laura Medina (Pilar Lorengar), una cancionista, pero Jaime se quedado prendado de la belleza de Rosa (Rita Macedo), la prima de su compañero que ha acudido también al teatro. La aventura termina en altercado porque son sorprendidos por el capitán Quesada (Ángel Picazo) del ejército independentista y sólo les salva de una ejecución sumarísima la entereza de la tía de Miguel (María Arias), que hace valer la hospitalidad de su casa ante el ordenancismo del militar. El flechazo entre Jaime y Rosa es fulminante. De vuelta al Callao, el general (Félix Dafauce) les comunica que han sido derrotados en la batalla de Ayacucho, pero que la guarnición del Callao no se va a rendir mientras no llegue la orden de Madrid. El fuerte alberga a ocho mil personas entre militares y refugiados, y hay víveres y las municiones para unos tres meses. A pesar de que habían sido arrestados los dos amigos recuperan la libertad para defender el baluarte de San Miguel. Herido Jaime, Miguel se hace cargo de la defensa, pero sólo para pasarse al otro lado, donde permanece detenida Laura por las insidias de Quesada. No tardan mucho en reunirse los amigos –ahora enemigos irreconciliables- porque Jaime es apresado cuando sale de la guarnición para pedir refuerzos. Sin embargo, Miguel y Laura se esfuman del relato, cuando Jaime vuelve al Callao en un intercambio de prisioneros y Rosa rompe el cerco de la ciudad para llegar junto a él y casarse. Los independentistas deciden entonces atacar con todas las fuerzas a su disposición y los apenas trescientos hombres que quedan en El Callao deciden volar la guarnición antes que caer prisioneros.

Según Fernando Rey todo debería haber culminado con una espectacular batalla, pero el agotamiento del presupuesto impidió que se rodara. De hecho, los problemas económicos de la productora determinaron que esta fuera su última producción y que el estreno se retrasara considerablemente —hasta septiembre de 1957— a pesar de haber obtenido dos premios del Círculo de Escritores Cinematográficos. La crítica tampoco fue demasiado benévola, centrando en general los aciertos en el terreno interpretativo y perdiéndose por las ramas de las gestas del ejército español. Lo cierto es que, a casi una década del estreno de Los últimos de Filipinas, la situación internacional de España había cambiado y el aislamiento de los militares ya no funcionaba con la misma eficacia como metáfora de una España excluida del concierto internacional.

Rodada en 1956, en Technicolor y VistaVision, entre Madrid y Segovia, Tossa del Mar y Toledo, Aventura para dos / Spanish Affair (Don Siegel y Luis Marquina, 1956) es poco más que un travelogue español. La excusa argumental sigue a Merritt Blake (Richard Kiley) y Mari (Carmen Sevilla) en un recorrido en descapotable por la geografía española a fin de que él, arquitecto estadounidense de ideas avanzadas, convenza a uno de los socios de la constructora (Julio Peña) de la que ella es secretaría para que acepten su proyecto de edificar un modernísimo hotel en España. Para que el vagabundeo por las carreteras ibéricas tenga un poquito de picante, un gitano amenazante (José Guardiola) les sigue a todas partes, pues de niños él y Mari quedaron comprometidos conforme a la tradición de su raza. Claro que ella no es más que medio gitana y también es una mujer moderna capaz de irse de viaje sola con un hombre a cambio de mil pesetas diarias, del mismo modo que el americano, después de haberle zurrado la badana al gitano, se da cuenta de que en la vieja España existen tradiciones seculares a las que los proyectos arquitectónicos no tienen más remedio que amoldarse. La tensión entre lo viejo y lo nuevo se resuelve una vez más gracias al amor. El gitano ha quedado definitivamente descartado de la ecuación tras una visita al poblado chabolista de la periferia barcelonesa en la que sus familiares viven en unas condiciones de miseria extrema... al parecer, por gusto.

Don Siegel se incorpora al proyecto a instancias del guionista Richard Collins, con el que había trabajado previamente; el dinero proviene de un financiero estadounidense que pretendía comprar los estudios CEA; Benito Perojo pone en el paquete a su estrella exclusiva Carmen Sevilla; y como el Sindicato Nacional del Espectáculo exige que haya un español al frente del equipo, en las copias españolas figurará Marquina como director adjunto en tanto que en las anglosajonas aparece acreditado como humildísimo "technical advisor".

domingo, 13 de noviembre de 2022

coproducciones no regladas

 

Antes de que se firmaran los primeros acuerdos de coproducción con Italia y Francia, que permitieron a la España autárquica incorporarse a la cinematografía europea, hubo varias películas que optaron por esta modalidad, aunque habitualmente figuraban únicamente como producciones españolas de cara a la administración de acá.

Jack, el negro / Black Jack  (Julien Duvivier y José Antonio Nieves Conde, 1950) es una de las primeras coproducciones realizadas aún en plena autarquía económica en la España de 1949. La operación se concibe a tres bandas: por un lado los hermanos Salkind, con la marca de Alexander, Alsa Films; por otro lado una compañía española de nombre tan exótico como efímera trayectoria, Jungla Films, comandada por un profesional del doblaje; y, por último, Julien Duvivier, como director y productor “de facto”. Si a todo esto le añadimos que el domicilio social de Alsa Films estaba en Liechtenstein el lío financiero se presenta tan enrevesado como el argumento de la propia película. Fuera por éste o por otros motivos, el rodaje, que debería haber tenido lugar a lo largo de ocho semanas en el declinar del verano de 1949 se prolongó a lo largo de seis u ocho meses, según las versiones. George Sanders aseguraba en sus memorias que pensó que no se acabaría jamás y que seguirían, cual judíos errantes, navegando eternamente por la bahía de Palma en el Black Jack.Desgraciadamente, tanta dilación se trasluce en la desgana con que el protagonista arrostra su papel. El resto de reparto parece funcionar a piñón fijo, sin un objetivo demasiado claro o, en el mejor de los casos, haciendo de su capa un sayo, como Marcel Dalio o Agnes Moorhead, Si algo de wellesiano pudiera haber contagiado a la película la presencia de ésta, también voló por la borda, junto con la cocaína que Michael Alexander (Sanders) arroja al viento para merecer el amor de la refugiada Ingrid (Patricia Roc).

Salvo José Nieto, con un papel un poco más lucido, el resto de los intérpretes españoles —Rafael Bardem, José María Lado, Margarita Alexandre...— hacen poco más que figuraciones con frase. Un duelo entre redes, los bellos paisajes mallorquines y la música de Joseph Kosma no consiguen borrar lo anodino del argumento ni las absurdas incrustaciones de números musicales protagonizados por un grupo de Coros y Danzas o el inevitable tributo a la “españolada” con Lola Flores y Manolo Caracol.
El director adjunto español, José Antonio Nieves Conde, reniega de ella en cuanta entrevista le hacen. Se disculpa en que le interesaba ver metido en harina a Duvivier, en la buena amistad que hizo con George Sanders y en que apenas rodó personalmente unos planos de recurso. Corto consuelo.

Sumemos a la anterior  Aquel hombre de Tánger / That Man from Tangier (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1952) o Muchachas de Bagdad / Babes in Bagdad (Edgar G. Ulmer y Jerónimo Mihura, 1952), que obedecen a esta regla en la que la productora foránea, aunque dependa de capitales estadounidenses bloqueados en Europa, suele presentarse bajo pabellón británico o suizo. Tal es el caso también de Billete para Tánger / Tangier Assignment (1954), coproducida por Hesperia Films y Rock Pictures. Esta última es una empresa gibraltareña que produce en España pero sin participación financiera española Song of Toledo (Ted Leversuch, 1953). La voz en off está en inglés y los personajes españoles hablan en español (doblados en ambos casos). El cortometraje es un travelogue musical Toledo-París-Londres con la excusa del viaje a la capital británica de una chica toledana que deber recoger una herencia. Para las canciones de Antoñita Candela no se buscan excusas, lo mismo canta cuando se va que cuando vuelve, que se pone a soltar gorgoritos en el Talgo, con el beneplácito del resto de los viajeros, a lo que parece. Algunas escenas musicales fueron rodadas, según queda acreditado en la cabecera, en El Mesón de Fuencarral. 

El mismo equipo rodará unos meses después Billete para Tánger, en la que por exigencias del Sindicato Nacional del Espectáculo figura como codirector César Fernández Ardavín. La última actividad de Leversuch en suelo español habría sido su labor como argumentista y ayudante de producción en Pasaporte al infierno / Action Stations (Cecil H. Williamson y Ramón Quadreny, 1957). A principios de la década de los sesenta llega a Canadá donde se especializa en películas para adultos, desde falsos documentales rodados en colonias nudistas a French Without Dressing (1965), sobre una televisión que, gracias a la incorporación de la cuarta dimensión, permite asistir a los stripteases de varias señoritas francesas. A mediados de la década traslada sus actividades a Uruguay donde al parecer rueda con la colaboración de la emisora local TV Film Limitada Love with a Stranger (1966) y Today and Tomorrow (1969).

Manchas de sangre en la luna / Come Die, My Love (Luis Marquina / Edward Dein, 1952) es otra producción de Hesperia que no figura en los catálogos de cine británico. La productora española había echado a andar de la mano de Luis Marquina, durante el largo hiato —dieciocho meses— en el que la producción de Amaya (1952) estuvo en el alero. Marquina aprovecha estos dieciocho meses para rodar para Hesperia Films —rama de producción de la distribuidora Mercurio Films— Quema el suelo (1952) y codirigir con Edward Dein la película que nos ocupa.

Edward Dein escribe con su mujer, Mildred Dein, el libreto de la cinta que supondrá su debut en la dirección. Tiene una larga experiencia como guionista en producciones de serie B de terror o intriga facturadas por estudios del Callejón de la Pobreza y por Universal Pictures. Localizaciones, técnicos e intérpretes son españoles y sólo es súbdita de su Graciosa Majestad, la actriz Honor Blackman, por lo que Julio Pérez Perucha aventura en su monografía sobre Marquina para el Festival de Valladolid (1983) que del Reino Unido llegaran en un paquete el guión y la actriz mediante un adelanto de distribución. El mismo autor asegura, sin hacer constar las fuentes documentales, que Marquina se hizo cargo del rodaje de la versión española, en tanto que Dein se habría encargado de la versión inglesa y, sobre todo, de las escenas de la un tanto inexpresiva Honor Blackman. La atribución de la elaboración del guión técnico al español vendría a redondear la autoría de éste, que se vería poco después en un fregado análogo con Don Siegel durante la producción en España de Aventura para dos / Spanish Affair (1957). Por último, Pérez Perucha, aventura la existencia de dos versiones distintas debido a la censura española, en tanto que propone que el título de la anglófona fuera The Eye —dato que tampoco hemos podido contrastar— y que hace suponer que la relación entre los personajes interpretados por Gerard Tichy y Honor Blackman fuera más explícita. Extraña, por el contrario, que las extensas apologías a propósito de la excelencia del matrimonio según el rito católico por parte del padre Carmelo (Francisco Viñals) y su relevancia en el camino de redención emprendido por la pareja protagonista sobrevivieran en la copia para el mercado anglosajón.

Hasta el momento en que el coche de Bill (Gerard Tichy) y Eva (Honor Blackman) se avería en un pueblecito del interior de la isla de Mallorca, el argumento ha seguido la senda del noir. Bill es un desheredado de la fortuna en Tánger, donde es testigo casual de un crimen cometido por Eva. O al menos, eso cree él cuando la chantajea y se lleva el dinero del muerto y un billete a Palma de Mallorca. Sólo entonces descubrimos que el auténtico asesino es Eddie (José Bódalo), un canalla que utiliza a Eva como gancho para sus golpes. Por un capricho de los guionistas, mientras él se queda en Tánger para deshacerse del cadáver, ella seguirá a Bill hasta la isla. Pero, cuando va a disparar contra él en las cuevas de Artà se da cuenta de que su amor no es fingido, sino verdadero. La llegada de Eddie da al traste con sus planes de comenzar una nueva vida. Bill y él pelean al borde de los acantilados y Eddie cae al vacío. La pareja huye. Pero una mujer encuentra al hombre herido y lo cuida. Una vez recuperado, el asesino persigue a la pareja, que, siguiendo los consejos del padre Carmelo, ha decidido contraer matrimonio y ha gastado el dinero en penicilina para salvar la vida de un niño enfermo. Ya sólo queda ver cómo se resuelve un final necesariamente trágico.

Las gacetillas españolas subrayaron la internacionalidad del reparto, el trabajo de fotografía de José F. Aguayo y la violencia de las escenas de acción: “El comportamiento brutal del personaje que interpreta el actor José Bódalo, y la violencia de su rival —personificado por Gerard Tichy— se desborda en esta escena, de varios minutos de duración y que culmina con el emocionante desprendimiento de uno de los contrincantes desde lo alto del acantilado”. [La Vanguardia Española, 5 de abril de 1952.]

En esta deriva del noir a la redención de carácter religioso estriba el carácter diferencial de una cinta que se circunscribía en principio al molde interrnacional del cine de serie B en localizaciones exóticas.

En 1965 Marquina asumirá el papel de director general de producción en 10:30 P.M. Summer (Jules Dassin, 1965). Se trata de una adaptación de una novela de Marguerite Duras rodada en localizaciones españolas y sobre la que especula Pérez Perucha que no lograra la autorización censorial y, por tanto, se terminara como una producción cien por cien foránea. De hecho, en España nunca llegó a estrenarse comercialmente. [Julio Pérez Perucha: El cinema de Luis Marquina. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1983, pág. 105.]

domingo, 6 de noviembre de 2022

adaptaciones

En 1949 Luis Marquina realizaba una declaración de principios sobre las posibilidades de la novela en la pantalla:

La novela es la cantera lógica y normal de nuestro cine. Es en la novela donde el director de cine puede encontrar cuanto apetezca: ambiente, paisaje, psicología, acción, diálogo, lo que quiera. No concibo cómo a estas alturas de nuestro cine, cuando ya hasta se habla de su mayoría de edad, todavía no se han llevado al cine las novelas de Benito Pérez Galdós. Pero el productor manda; el director español no hace más que secundar las iniciativas del productor. [Cámara, núm. 146, 1 de febrero de 1949.]

Parece una proclama de la nueva etapa que está a punto de abordar...

Basada en una novela de Pedro Antonio de Alarcón y con diálogos adicionales de Wenceslao Fernández Flórez, la siguiente película de Luis Marquina relata una historia muy similar a la de La fierecilla domada, de William Shakespeare, sólo que invirtiendo el género de los protagonistas. Sin grandes alardes de producción, ajena al engolamiento de otras producciones históricas, El capitán Veneno (1950) se toma a chufla toda la prosapia del siglo XIX con la complicidad de un reparto en estado de gracia. Se lleva la palma, Fernán-Gómez en el papel titular, al que da la réplica una pizpireta Sarita Montiel y secundados por Manolo Morán en el papel de un senador de inflamada oratoria, José Isbert en el papel de un médico que nunca sabe a qué carta quedarse, Julia Caba Alba como criada respondona y gallega o Julia Lajos encarnando a una marquesa preocupada por el ringorrango.

A don Jorge de Córdoba (Fernando Fernán-Gómez), militar en la reserva por su afición al naipe y a la gresca, le conocen todos como “Capitán Veneno”. Si algo hay que le produzca más aversión que la disciplina es la familia y la institución familiar. Quiere la fortuna que una noche descubra un complot liberal en contra de Isabel II. Él se empeña en denunciarlo ante políticos venales sin que nadie le haga caso, de modo que termina haciendo frente a los revoltosos sin encomendarse a dios ni al diablo. Cuando recibe una herida en una pierna, lo recoge en su casa la joven Angustias (Sara Montiel). Es ésta hija de doña Teresa (Amparo Martí) y de un general carlista fallecido, cuyo reconocimiento de título y pensión le está costando a la señora viuda la pignoración de sus últimas joyas. Obligado a guardar cama en casa de las dos mujeres, el capitán Veneno caerá en las redes del amor, aunque la renuncia a sus principios no llegará sin librar antes cruenta batalla.

La cinta se resuelve en escenas largas y dialogadas, con breves y poco dinámicos interregnos de acción, como la insurrección republicana, pero destaca especialmente la desenvoltura en los diálogos de Wenceslao Fernández Flórez. Estos alcanzan notable fluidez en la primera mitad del metraje, más volcada hacia la comedia y permite al escritor numerosos giros galaicos en la rivalidad entre el capitán Veneno y la criada, ese “monstruo de Mondoñedo”.

Casi todas las críticas que reseñaron el estreno de Quema el suelo (1951) aludieron a lo literario de los diálogos y a lo artificioso de la situación de partida. Ocurre esto último con cierta frecuencia en el cine español de estos años, que cuenta con el hándicap de no poder llevar el adulterio hasta sus últimas consecuencias como motor de la intriga. Por si quedara alguna duda, el prólogo y el epílogo se sitúan en un convento al que padre e hijo acuden a pedir consejo. Un psiquiatra (Tomás Blanco) recibe en su consulta a un escritor (Gerard Tichy) que ha llegado a tal estado en su relación platónica con una desconocida (Annabella) que ha desarrollado la obsesión de asesinar al marido sea éste quien sea. No tardará en aclararse que los vértices del triángulo se circunscriben a estos tres personajes. Por supuesto, el marido es el propio doctor y será él quien, por celos, termine asesinando al escritor. Todas las evidencias están en su contra. El único modo en que se podría salvar de la máxima pena sería que su padre (Rafael Calvo), un eminente abogado, lo defienda. Pero el progenitor ha tenido a gala durante toda su vida el defender la justicia y si lograra la absolución de su hijo sabiendo que es culpable los principios que sustentan su existencia se vendrían abajo.

Uno de los lectores del guión para los trámites de censura previa subrayaba esta contradicción conforme a lo que el nacional-catolicismo consideraba reprobable y lo que no:

Puede admitirse una figura así en la pantalla pero tal y como está presentado resulta que el acto de Rafael disparando sobre el cínico amante de su esposa es absolutamente reprobable a juicio del recto D. Alberto cuando, desde el punto de vista humano y social, y dadas las circunstancias del hecho es perfectamente justificable o al menos merece ser defendido. [Expediente de censura en el Archivo General de la Administración, caja 36/04721.]

La solución al conflicto, que entonces acaso pareciera la única justificable por la moral nacional-católica, hoy adquiere un carácter tan disparatado que convierte el relato en un auténtico despropósito. Marquina se sacará la espinita de la película de intriga psicológica con Alta costura (1953), pero en esta ocasión la banalización de la moda de la psiquiatría, relativamente novedosa por entonces en España, y el sobado molde de drama judicial terminan por apagar el interés del espectador mejor predispuesto.

El realizador ha adaptado en esta ocasión la novela homónima de J.L. Cromwell publicada por Saturnino Calleja en 1947 en su colección de novela extranjera “La Nave”. Como traductor figura el joven Juan Luis Calleja, nieto del editor. Todo el mundillo literario debía estar en el ajo de que el supuesto autor foráneo era un mero seudónimo porque algunos reseñistas llegan a afirmar que la calidad de la versión española es tal que la obra se diría escrita en castellano e invitan a su autor a publicar sus propias obras. Parece que la novela era un fresco de la Europa de entreguerras con protagonismo coral, del que Marquina habría entresacado a los personajes que sirvieran para montar el armazón argumental. Según Julio Pérez Perucha, Calleja se quitó la máscara de Cromwell cuando la película llegó a las pantallas, denunciando el falseamiento de su obra literaria. Lo cierto es que el rodillo de créditos inicial salta en el momento en que va a aparecer el título de la novela y su autor para recuperarse cuando se presenta a Marquina como responsable de la adaptación y el guión técnico.

Amaya (1952) es una producción de la modesta firma Hudesa —apoyada por el PNV y por los estamentos oficiales— que terminó en manos de Cifesa. La casa valenciana la distribuyó como una cinta más de un ciclo de cine histórico que, a estas alturas, ya había tocado fondo en el interés del público y de las renovadas instancias oficiales.

“El fin será el principio” tal es el lema grabado en el brazalete de Amaya (Susana Canales), la hija del rey godo Ranimiro (Pedro Porcel) y de una descendiente de Aitor, fundador mítico del pueblo vasco. Amaya es el vértice de una intriga que lleva a Teodosio de Goñi (vasco y cristiano, José Bódalo) a enfrentarse con Íñigo García de Amezcua (cristiano y vasco, Julio Peña). Desautorizado el primero para convertirse en “caudillo” de vascos y godos por causa de un trágico parricidio, queda más o menos expedito el camino hacia su destino del segundo, figura crística, que aunará voluntades contra la invasión morisca. Por medio, alusiones legendarias a la fundación de Euskadi de la novela walterscottiana de Francisco Navarro Villoslada (1877), pasadas por el enfrentamiento entre cristianismo y paganismo de corte wagneriano que impregna el drama lírico de Jesús Guridi (1920). De éste se conservan íntegros en la película algunos fragmentos, como la ezpatadanza, resueltos por Marquina con técnicas que en El bailarín y el trabajador podían resultar adecuadas pero que aquí chirrían. Mejor pulso muestra en las escaramuzas bélicas y en la revuelta contra los godos promovida por los hebreos de la judería de Pamplona.

En manos de Marquina los elementos shakesperianos —Macbeth, Otelo...— se superponen a los motivos wagnerianos que inspiraban la ópera —Parsifal...— y, para añadir aún más complejidad al asunto, Amaya pasa de ser mera portadora del brazalete y, por tanto, personaje símbolo de una tradición, a convertirse en la encarnación misma del mestizaje consustancial a la lectura del mito en clave española. Por suerte para el peliculero la religión, que ya estaba en la base de la ópera, supone un dique de contención contra cualquier lectura heterodoxa que se pretenda hacer del texto.

Lo que no admite grietas es el estilo declamatorio de las inacabables escenas dialogadas, que se acumulan sin cuento para conformar un relato plúmbeo, con contadas escapadas al paisajismo —de la mano del operador Enrique Guerner— y a las escaramuzas bélicas. En cambio, la derrota del Guadalete queda elidida y resuelta en un plano general en el que, muerto —o desaparecido en una nebulosa mítica— don Rodrigo, Teodomiro, duque de la Bética, acepta la corona de los godos “porque no es de oro ni de hierro, sino de espinas” que habrá de lograr que “de cien reinos distintos, pero cristianos, vuelva a formarse la monarquía católica española” fórmula mediante la cual Marquina concilia su militancia monárquica con la ineludible profesión de fe en las esencias nacional-católicas del franquismo.

“No peligra el imperio, la religión peligra”, tal es la proclama de Amaya ante el ataque de las fuerzas musulmanas. El llamamiento es claro: los godos y los vascos que han abandonado los ritos paganos para abrazar la fe cristiana deben abandonar sus luchas intestinas y hacer frente al enemigo común. El guión de la cinta utiliza así parte de la feble intriga de la ópera de Guridi para reescribir la historia en clave contemporánea. Íñigo es el autoproclamado Caudillo que trae la paz entre dos facciones unidas en la fe para defender el solar patrio contra la amenaza extranjera.

En Así es Madrid (1953) José Luis Colina y Luis Marquina adaptan La hora mala, “comedia dramática de costumbres populares” de Carlos Arniches estrenada en el Teatro Eslava en 1921 que Marquina tenía previsto haber adaptado en el verano de 1936. Como le ocurrirá a la versión de La verbena de la Paloma de José Luis Sáenz de Heredia, rodada diez años después, la película de Marquina propone una especie de lapso en el continuo espacio-tiempo, de modo que podríamos catalogarla como “ciencia ficción de corrala madrileña”. Porque, si bien el presente de los protagonistas adquiere en algún momento visos de contemporaneidad, el resto de los personajes que habitan en el inmueble siguen sumidos en un pasado que se pretende inalterable.

Y, la verdad sea dicha, es en este universo paralelo hecho de retruécanos castizos y solidaridad lírica donde mejor funciona la película de Marquina, más allá de la trama criminal con redención final protagonizada por el pétreo José Suárez, la dulce Susana Canales y una bellísima Lina Canalejas.

Es en los intercambios, narrativamente estériles, entre José Isbert y José Orjas, Manolo Morán y Julia Caba Alba o su hermana Irene y Antonio Riqueleme donde Así es Madrid gana vuelo y podemos darnos un baño de espíritu arnichesco sin que la toalla de moralina con la que hemos de secarnos al final nos saque ronchas.