domingo, 31 de octubre de 2021

la amargura de luis lucia (9)

Otros niños (y jovencitas) prodigio

Como el personaje de Marisol en Ha llegado un ángel, Rocío Dúrcal llega al cine tras su paso por un concurso televisivo: Primer aplauso. A diferencia de Marisol, Rocío Dúrcal es ya una adolescente y Época Films —la productora de Eduardo Ducay y Leonardo Martín con la que ha firmado un contrato en exclusiva— busca el nicho del público juvenil. El producto Canción de juventud (1962) no puede ser más blanco ni la canción con la que se abre la película, más elocuente: “La vida puede ser maravillosa. / Parabarabá. / La vida puede ser color de rosa. / Parabarabá. / Y sueña, sueña, sueña, / Y baila, baila, baila, / Y canta, canta, canta mi canción”. Para colmo, la cantan una bandada de chicas que circulan en Vespa por un paisaje idílico de la costa y algunas de ellas hasta llevan pantalones. Pero es que las dos monjitas que regentan la residencia de señoritas (Margot Cottens y María Fernanda de Ocón) son muy comprensivas. Todo lo contrario que don César (Julio Sanjuán repitiendo su papel de viejo gruñón) que lleva la vecina escuela masculina preparatoria para los estudios arquitectura. La reconstrucción de una ermita románica y el correspondiente festival para recaudar fondos constituyen el armazón argumental, completado en el último tramo por el regreso del padre de Rocío (Carlos Estrada) a España después de muchos años y casado en segundas nupcias, hecho que ha ocultado a su hija. Y hasta aquí contamos porque corremos el peligro de morir ahogados en merengue.

Luminosos los exteriores, en entonados tonos pastel los interiores —con predominio del rosa en el dormitorio de las chicas—, Lucia es un elemento técnico más, como los decorados de Eduardo Torre de la Fuente, la fotografía de Antonio L. Ballesteros y la partitura de Algueró, en la creación del envoltorio con el que se presenta a la nueva estrella. Brilla en la melodramática reconciliación entre padre e hija, pero podemos cifrar en este título su declinante prestigio como director con ambiciones y su progresivo encuadramiento en el artesanado cinematográfico.

Rocío de La Mancha (1962) se rueda en rápida sucesión con la anterior. Varía apenas el equipo —Enrique Alarcón en lugar de Torre de la Fuente—, se mantiene la cabecera del elenco —Rocío Dúrcal, Carlos Estrada y Helga Liné—, vuelven a producir Época Films y la opusdeísta Procusa, pero el guión de Lucia y Palacio se basa esta vez en una idea del sempiterno José Luis Colina. Incluso la declaración de amor —allí del empollón (Vicente Ros), aquí del camionero (Simón Andreu)— es idéntica. Lucia se encarga una vez más de pastorear a un grupo de arrapiezos que, en esta ocasión, son los hermanillos de Rocío, a los que ella debe sacar adelante a base de endilgarles a los turistas que recorren España algunas escenas del Quijote narradas al pie de un molino manchego. Rocío, como Marisol, habla con su madre mirando al cielo mientras el objetivo la retrata en primer plano ligeramente picado y ella contiene una lagrimita. Pero el destino busca sus compensaciones. Ella ha perdido a su madre y la famosa cantante Berta Granada (Helga Líné) perdió hace unos meses a su hija y, a consecuencia de ello, la voz. Cuando la cantante sufre un accidente de carretera, cree que Rocío es su hija resucitada. Sintiéndose culpable del accidente, la muchacha acepta el alambicadísimo plan de Berta de suplantar a su hija fallecida ante Francis Casanueva (Carlos Estrada), el hombre del que se separó hace años. De ahí a protagonizar en París el musical que su supuesto padre ha escrito sobre la novela de Cervantes no hay más que un paso, aunque el drama de la separación matrimonial se prolongue hasta el último instante.

El comentario de Alfonso Sánchez sobre la labor de Lucia vale para cualquier otra cinta del ciclo, tal es su sentido serial:

Cuento entretenido, intranscendente y limpiamente narrado. Los autores han movilizado eficazmente su astucia para dar a la cinta alicientes comerciales, que sin duda tendrá buena carrera popular. Luis Lucia aplica a estas películas su rara habilidad, su seguro oficio y su sentido para llegar al público. Tiene la película ese ritmo vivaz tan peculiar de Lucia y que es una de sus mejores cualidades. [Alfonso Sánchez: “Novedades cinematográficas del Domingo de Resurrección”, en Hoja del Lunes, 15 de abril de 1963, pág. 7.]

Sea por el motivo que sea, Lucia salta de la ecuación Época Films / Procusa / Rocío Dúrcal, pero se incorpora a otra producción de Época Films con Perojo. El objetivo es lanzar a una nueva estrella adolescente, contratada para cuatro películas después de oírla en un programa de Radio Madrid en el que dice la leyenda que Bobby Deglané exclamó: “¡Será hija de una portera, pero canta como si lo fuera de la duquesa de Alba!”. Porque si María de los Ángeles de las Heras —o sea, Rocío— había nacido en un hogar humilde de Cuatro Camino, María Pilar Cuesta se ha criado en otro no menos humilde de Lavapiés. Para protagonizar Zampo y yo (1965) la rebautizan como Ana Belén, el nombre de su personaje. Una vez más, se trata de una niña a la que nada material le falta, pero que carece del afecto de su padre (Luis Dávila). Lo encontrará en el payaso (Fernando Rey) de un circo que conoció tiempos mejores. Aunque la niña haya llegado allí por casualidad, ésta no es más que la mano del destino, porque entre Ana Belén y Zampo existe una relación que sólo se revelará más adelante y que permitirá, cómo no podía ser de otro modo en una película de Lucia, la reconciliación entre padre e hija, aunque para ello sea preciso el sacrificio del payaso.

La cinta se pretende como una vindicación de la fantasía y los sueños, ejemplificada en el número musical Esta noche, compuesto por Adolfo Waitzman. Pero el onírico viaje en tren hasta un circo romano donde un jurado popular de payasos juzga al padre de Ana Belén cuenta con todos los ingredientes de las pesadillas.

A pesar de que Lucia decía siempre que Zampo y yo era una de sus mejores películas, los algo más de setecientos mil espectadores que pasaron por taquilla fueron considerados un fracaso por Época Films. Las cintas protagonizadas por Rocío Dúrcal duplicaban esa cifra y Cuando tú no estás (Mario Camus, 1966), protagonizada por Raphael, superó holgadamente los dos millones y medio. El contrato con Ana Belén fue rescindido y la adolescente, turbada por los modos dictatoriales del director, ingresó en la escuela de teatro de Miguel Narros, que había sido actor y responsable de la ambientación y el vestuario en Zampo y yo. Eso sí, el nombre de Ana Belén será ya el suyo para siempre.

Perojo no ceja en sus intentos de explotar el filón del cine infantil, acrecentado el interés porque aparte del meramente comercial la administración de José María García Escudero concede incentivos a este tipo de producciones. Y así es como le llega el turno a Nino del Arco, quien, tras participar en Por un puñado de dólares / Per un pugno di dollari (Sergio Leone, 1964) interviene en dos coproducciones hispano-mexicanas en 1966. Perojo lo contrata para protagonizar Grandes amigos (1966). La pareja titular está constituida por Antonino (Nino), el hijo de la viuda de un guardabarreras, y una imagen del niño Jesús que se encuentra en una cueva a donde ha ido a dar su pelota. Esta imagen milagrera ayudará a Antonino y a su madre cuando tengan que dejar la casilla ferroviaria y viajar a Madrid en el burro Valerio. En los suburbios de la ciudad, como tantos otros procedentes de la migración interior, encontrarán vivienda y asistencia social. Lo primero, gracias a un titiritero apodado Tararí (Julio Goróstegui). Lo segundo, gracias a un maestro vocacional (Manuel Gil). Eso sí, los más gamberros de la escuela hacen la vida imposible a Antonino por su ingenuidad y buen corazón; también por paleto. Cuando las circunstancias trágicas le sobrepasen, Antonino acudirá a un árbol quemado que semeja una cruz ante la que, durante su viaje a la capital, un hombre misterioso (Peter Damon) le prometió que encontraría ayuda siempre que la necesitara.

Juan Cobos y Leonardo Martín adaptan la novela de Carlos María Ydígoras La colina del árbol. La deuda con Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1955) es tan patente, que el propio José María Sánchez Silva escribe el prólogo del libro. La crítica se muestra, en general, condescendiente con el empeño, aunque el cine para la infancia sólo parece encontrar eco en la administración.

domingo, 24 de octubre de 2021

la amargura de luis lucia (8)

Un paréntesis en coproducción con Italia

Rodada durante el verano de 1963 a bordo del transatlántico Cabo San Roque de la compañía Ybarra y Cía, Crucero de verano (1964) son unas vacaciones en medio de tanta niña cantante: una comedia romántica que Luis Lucia dirige para Cesáreo González P.C. en coproducción con Italia, pero la participación de la Royal Film italiana en la producción debió limitarse a la aportación de Gabriele Ferzetti y Marisa Merlini como intérpretes y a facilitar el fugaz rodaje durante la escala en Génova, porque ni consta título italiano ni parece que pasara los trámites administrativos para ser estrenada allí.

En cierta medida recicla el modelo de “mujeres que trabajan (pero lo que quieren es casarse)”, pero estamos ya en la España del desarrollismo y el boom turístico. Además, el personaje interpretado por Carmen Sevilla gana el centro del escenario, convirtiéndose sus compañeras de la agencia de viajes en meras apoyaturas cómicas —sobre todo, en el caso de la resuelta y simpatiquísima Margot (Margot Cottens)—, y desligándose, por tanto, del carácter coral del modelo tal como se había venido practicando tanto en España como en Italia en la década anterior. El problema es que el personaje de Patricia, empleada de la agencia que debe acompañar a los clientes en un crucero por el Mediterráneo, en el Cabo San Roque, se encuentra con el hombre que la ha enloquecido con un solo beso, Carlos Brul y Betancourt (Gabriele Ferzetti). Es éste el líder del movimiento revolucionario de un país de Oriente Próximo en el que tienen intereses tanto la Unión Soviética como un grupo de espías (José Alfayate, Goyo Lebrero y Venancio Muro) escapados de una historieta de Mortadelo y Filemón. Y es que en el papel de la candorosa Patricia parecen concitarse las contradicciones del aperturismo auspiciado por Manuel Fraga desde el Ministerio de Información y Turismo. Las escalas en Génova, en Atenas o en Estambul funcionan a modo de travelogue con locuciones más propias de un documental turístico o un reportaje televisivo, pero en el Egeo se cuela un comentario sobre el reciente matrimonio de Juan Carlos de Borbón con Sofía de Grecia y entre las cualidades del Bósforo esta su valor estratégico, “pues aquí se puede cerrar a Rusia el paso hacia Occidente”.

Entre el reparto “de continuidad” destacan José Orjas, como el pasajero que cuenta la misma milonga a cuanta chavalita se le pone a tiro y un magnífico Manuel Alexandre, como un señor que entró en la agencia buscando un billete para Pamplona, ciudad en la que iba a haberse celebrado su boda.

Carmen Sevilla interpreta cuatro temas con música de Algueró, su flamante marido, y letras de Antonio Guijarro. El más destacado por su situación en la trama es Complejito, con el que Patricia pretende provocar los celos de Carlos. Se trata de un tórrido tema burlesque —“puede ser que yo no tenga / cosas que admirar / y mi sex appeal / nada valga ya. / Por eso... / Yo nunca me quito, me quito, me quito... / Yo nunca me quito este complejito”— a cuyo compás Patricia mima un estriptis totalmente vestida. Burla de la censura —o aquiescencia con ella y guiño al espectador—, la escena, al igual que la del arranque en la falsa venta flamenca anunciada con neones, deja aflorar el humor socarrón de Lucia, soterrado en los últimos años entre tanto producto familiar. 

A título chafardero, parece que el enamoradizo Algueró entabló una relación durante el rodaje con Ángela Bravo, a la que inmediatamente lanzaría como cantante. Pues bien, Rafael J. Salvia aprovechó para reciclar la situación auténtica en los añadidos a la comedia de Enrique Jardiel Poncela en Un adulterio decente (Rafael Gill, 1969), cuando el personaje interpretado por Andrés Pajares aborda a Carmen Sevilla... en un crucero, claro.

domingo, 17 de octubre de 2021

la amargura de luis lucia (7)

Marisol, sol, sol

Marisol, la estrella Marisol, el producto Marisol... fue lanzado al mercado por Benito Perojo y Manuel J. Goyanes, para los que Luis Lucia había trabajado ya en ocasiones anteriores. Hemos de deducir que a satisfacción de ambos ya que recaban su colaboración para realizar Un rayo de luz (1960). La película es un prototipo a partir de un argumento de Manuel y Félix Atalaya —que ni se apellidaban así ni tenían relación familiar directa— guionizado por Jaime García Herranz, que ya había colaborado con Lucia en este cometido en Un ángel tuvo la culpa y Molokai, la isla maldita. Tras la presentación del conflicto en clave más o menos humorística —Marisol canta la italianísima Santa Lucia y, de pronto, se le escapa un jipío flamenco—, un flashback nos proporciona las claves de su posición en casa de su abuelo en Italia, el conde D’Angelo (Julio Sanjuán). Elena (María Mahor), su madre, es una española dedicada a las variedades folklóricas, su padre murió en un accidente de aviación y ella renunció a su hija para que tuviera la educación esmerada que podía proporcionarle la familia paterna. Una vez al año, a fin de curso, va al internado de Málaga disfrazada de señora pudiente para que su hija no sospeche su miseria, porque ha prometido a Pablo (Anselmo Duarte), el hermano de su marido, que no arrastrará su apellido por teatros de mala muerte. O sea, un melodrama en toda regla.

La llegada de Marisol a Italia retoma el rumbo fijado por un ilustre precedente, según recordaba el propio Lucia: Little Lord Fauntleroy (El pequeño lord, John Cromwell, 1936). Eso sí, en la batalla infantil contra los Barbarroja, él recicla la primera escena de Jeromín. El melodrama prístino vuelve a primer plano en la escena en que, en el día de su cumpleaños, Marisol escucha la voz de su madre cantando en un magnetofón. Que la institutriz inglesa (María Isbert) haga un comentario despectivo sobre “such a kind of sentimental situation!” es una de esas puyas autoirónicas sin las que Lucia era incapaz de pasar.

El éxito de la operación invita a Goyanes y a Perojo a repetir la jugada con Ha llegado un ángel (1961), esta vez con participación de Cesáreo González. La base literaria es más complicada: un argumento de Manuel Sebares sobre el que Alfonso Paso elabora un primer guión que convierte en libreto definitivo y dialoga José Luis Colina. Acaso por ello los intríngulis intertextuales resultan bastante más sofisticados que en la película anterior. El punto de partida es más o menos el mismo: Marisol llega a un hogar en el que reina la infelicidad y lo soluciona todo en los noventa minutos de metraje. Viaja de Cádiz a Madrid porque se ha quedado huérfana, pero al llegar a casa de su tío (José Marco Davó) se la encuentra patas arriba: su mujer (Ana María Custodio) es una beata preocupada únicamente por el que dirán; el hijo mayor (Carlos Larrañaga), un golfo que debe una abultada suma de dinero; la siguiente (Ángeles Macua), una frívola colgada todo el día del teléfono y en busca de un marido rico que le resuelva la papeleta; el mediano (Francisco Vázquez), un chico que ha dejado los estudios para cultivar su musculatura; y la pequeña (Pilarín Sanclemente), una cinematófila irredimible que se cree que el mundo es como aparece en la pantalla. Menos mal, que la criada gallega (Isabel Garcés) lo pone todo de sí para sacar adelante la casa. Bueno, ella y Marisol, que se ha traído veinticinco mil pesetas de la venta de los muebles familiares sobre las que se abalanzan todos como lobos. Parte del dinero sirve para comprar el electrodoméstico de moda: una televisión. Y así se pone en marcha unos de los mecanismos intermediales de los que hablábamos al principio. El concurso Salto a la fama, emitido por TVE entre 1961 y 1965, tiene un papel relevante en la trama y sirve de base a un gag cuando el sonido se pierde y Marisol lo soluciona “doblando” al gesticulante cantante. En el tercer acto, los estudiantes de Derecho a los que ha conocido en el tren la invitan a cantar con ellos y gracias al premio pueden liquidar las cuentas pendientes del hijo mayor. Además, ve la emisión televisiva un productor (Santiago Ontañón) y pretende contratarla como sea sin saber que la niña ya ha hecho una prueba cinematográfica. La aspirante anterior ha puesto en evidencia que lo cañí es un tópico y que las niñas gitanas no cantan como niñas. En cambio, Marisol, con su cabello rubio y sus bulerías, hace que hasta los eléctricos y los maquinistas del estudio se arranquen por palmas. La escena final funde de nuevo realidad y ficción al entremeterse los miembros de la familia en un plano de la película que está rodando Marisol y al incorporarse los estudiantes a la apoteosis por indicación de la criada convertida en demiurga: “¿No quería usted terminar su película con una escena de mucha emoción? ¡Pues enchufen las cámaras hacia aquí! ¡Y vosotros, a cantar!”.

El abanico de temas musicales se ensancha con algunos números regionales ajenos al folklore andaluz —jotas de Aragón y Navarra ante un catedrático hueso interpretado por Julio Sanjuán, con lo que se hace un guiño a la película anterior—, pero, sobre todo, la incorporación de Augusto Algueró supone la ampliación del repertorio de Marisol hacia el pop —o la música ligera, como se llamaba entonces—, con canciones como Ola, ola, ola o Estando contigo. El proceso se consumará con el tema central de Tómbola (1962), la tercera película de Marisol con Lucia siempre detrás de la cámara. La adolescente Marisol es en esta ocasión alumna del exclusivo Liceo Studio, “con ese líquida”, según se encarga de recalcar siempre la directora. Los movimientos de liberación en África tienen eco en las aulas porque Marisol siente una amistad entrañable por María Belén (Joëlle Rivero), hija del secretario de la embajada en España de un innominado país africano. La exaltada imaginación de Marisol la lleva a pensar que su amiga ha sido secuestrada durante una excursión a caballo, lo que pone en marcha a la policía, el servicio diplomático y hasta el ejército. De este modo, una Marisol cada vez más amanerada como actriz, queda evacuada momentáneamente del centro de la pantalla y Lucia se puede dedicar a planificar secuencias de acción cómica, en las que tan a gusto se siente. Eso sí, durante el paseo a caballo aparecen ya las panorámicas —a veces interrumpidas en el montaje para que el espectador no se pierda un solo instante de playback— a las nubes o a las copas de los árboles que se van a convertir en un artificio retórico de transición entre tomas tan recursivo y molesto como los zooms de Pedro Lazaga.

De todos modos, el primer acto ha tenido una función meramente expositiva. El segundo arranca con la visita de las niñas al Museo Collantes y el descubrimiento por parte de Marisol de que tres ladrones (Roberto Camardiel, José María Caffarel y Enrique Ávila) están robado La madonna de las rosas disfrazados de frailes. Sospecha de ellos porque el jefe de la banda lleva calcetines de cuadros. Una vez más la televisión juega un papel en la trama —desde el programa de Jesús Álvarez Marisol hace un llamamiento a los delincuentes para que devuelvan el cuadro— y el secuestro de Marisol nos sitúa de nuevo en terreno conocido: el rayo de luz que ilumina unas vidas sumidas en la oscuridad de las conductas inmorales o asociales. Un cura rural (José Marco Davó) echa una mano en los asuntos del espíritu, pero Marisol conduce un camión y realiza una operación quirúrgica. ¡Ahí es nada! Por el camino, algunos hallazgos, como el del “ventrílocuo tragicómico” que embauca a Marisol con su voz de niña.

Tras el paso de Marisol por las manos de directores más internacionales, como George Sherman o Mel Ferrer, en 1967 vuelve a trabajar con Lucia en Las cuatro bodas de Marisol (1967) y Solos los dos (1968). De la primera ya hablamos con motivo del rodaje en Guinea Ecuatorial de uno de sus episodios: http://documentitosdeunindocumentado.blogspot.com/2020/11/camaras-espanolas-en-guinea-y-4.html. Con Solos los dos Marisol sigue hacia el encuentro con Pepa Flores. Se apoya para ello en un guión de Jaime de Armiñán, que la dirigirá al año siguiente en Carola de día, Carola de noche y una banda sonora compuesta por Juan y Junior. La continuidad viene dada por la realización de Luis Lucia, artífice de sus primeros éxitos, y la presencia en el reparto de Isabel Garcés. Y, para que no falte de nada, coprotagoniza el popular torero Sebastián Palomo Linares. A partir de aquí, todo se vuelve convencional. Marisol es una chica yeyé, rica por su casa, aficionada al deporte y amante de la velocidad. Sebastián es un muchacho que se lo debe todo al toreo. El Mini Morris de Marisol y el “haiga” en el que viaja Sebastián entablan una competición en la carretera. Es sólo una de las metáforas sobre la sofisticación y modernidad de ella y la humildad y el apego a las tradiciones de él. La actuación de Sebastián en la plaza de Málaga, alterna en la planificación con el partido de tenis que juega Marisol. Un juego del ratón y el gato que hará crisis en el momento en que ambos se enamoren y Marisol deba asumir la condición de “novia de torero” porque él “se debe a la afición”. El tópico se instala entonces en el argumento y Sebastián sigue la senda de los matadores “atorados”, dados a la bebida y proclives a la cogida mortal. El juego de contrastes se traslada también a la realización. La brillante fotografía en color de Antonio L. Ballesteros sirve a una realización que parece prisionera de la misma contradicción que viven los personajes. En su última película “para” Marisol, Lucia segmenta la pantalla, intenta el montaje paralelo, conjuga secuencias oníricas... pero choca una y otra vez con lo convencional de la historia.

domingo, 10 de octubre de 2021

la amargura de luis lucia (6)

En busca de prestigio

El estreno de La muralla en el teatro Lara, en octubre de 1954 supuso un éxito apoteósico. El drama de tesis de Joaquín Calvo Sotelo, protagonizado por Rafael Rivelles, fue representado por la compañía titular hasta pasar las seiscientas funciones, al tiempo que se estrenaba en otras ciudades y salía de gira con diversas compañías. Más de dos mil representaciones en una temporada atestiguan la conexión de la obra con un público que compartía con el protagonista su angustia existencial ante la inminencia de la muerte, la culpabilidad sobre el origen de las fortunas amasadas sobre las ruinas de la Guerra Civil y el duro camino de expiación y redención impuesto por una religiosidad ajena a hipocresías e intereses. Era lógico que los Balcázar, que acababan de producir otra obra de tesis de carácter religioso, La herida luminosa (Tulio Demicheli, 1956), optaran en 1958 por realizar la adaptación del drama de Calvo Sotelo y encargaran la dirección a Lucia.

El guión arranca con un recorrido por la finca de “El Tomillar”, cuya reintegración a su legítimo propietario va a constituir el macguffin de la cinta. Queda así caracterizado don Carlos (Armando Calvo) como un hombre de acción, terrateniente preocupado por que la tierra no pertenezca inactiva y genere riqueza, paternalista con sus empleados —a los que todos los años entrega una sustanciosa prima—, orgulloso de lo que ha logrado y que cada mañana contempla a lomos de su caballo. Pero, ay, han detenido por contrabando a un pobre hombre, al que Lucia sólo muestra de espaldas y despojado de sus atributos de vencido en la contienda, y cuando don Carlos acude al cuartelillo a interesarse por su suerte, sufre un infarto. El fraile que le proporciona asistencia espiritual en trance de muerte le confirma, una vez superado el momento, que el perdón sólo será efectivo si hay restitución; esto es, si devuelve a su legítimo propietario la tierra que obtuvo de manera ilícita y gracias a la cual ha labrado su fortuna. Constituyen “la muralla” que le impide llevar adelante su decisión: su hija (Marta Padován), que ve peligrar su boda con un compañero recién licenciado en Derecho y con un futuro de lo más prometedor; el padre de éste (José Marco Davó), pomposo prohombre del régimen y constructor necesitado de un aval que don Carlos ya no va a poder proporcionarle; su secretario (Carlos Casaravilla), al que parece locura que quiera arrojar por la borda lo que tanto le ha costado conseguir; su suegra (Consuelo de Nieva), preocupada por el que dirán y por la posición económica alcanzada cuando al fin logró que su hija (Irasema Dilian) se casara con el acaudalado viudo.

Aunque la versión que se puede ver actualmente tiene el metraje completo, parece ser que, para el estreno, la película sufrió varios cortes que afectaban, paradójicamente, a los diálogos que habían servido para atizar la polémica en la obra teatral. Se trataba, en concreto, de algunas alusiones al fariseísmo religioso y a la condición de capitán del ejército sublevado durante la Guerra Civil, que habría servido a Jorge para hacerse impunemente con “El Tomillar” aprovechándose de la condición de vencido de Quiroga. Lucia afirmaba que a la película le habían pegado veinte cortes y que en México, donde pasó sin amputar, había conocido un éxito sobresaliente. [Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Valencia: Fernando Torres Editor, 1974, pág. 253.] Por su parte, Miguel Pérez Ferrero llega a escribir en su reseña para el diario ABC: “Cinematográficamente, La muralla está muy cuidada, y el espíritu que en ella palpita como teatro se mantiene intacto en el cine. Echamos de menos, eso sí, determinadas frases y, también, determinadas puntualizaciones que servían para concretar el tipo del personaje central, supresiones quizá debidas a cierta timidez —y suponemos que no del realizador—, de que el impacto, de esas frases y puntualizaciones pudiera producir un efecto más subvertidos [sic] en el público del cine que en el del teatro. Y ello, en verdad, no deja de restar algo de valentía y restarla sin ventaja compensadora, desde luego”. [ABC, 12 de diciembre de 1958. pág. 76.] Lucia ironiza sobre estas veleidades censorias retratando a doña Matilde como parte de un apócrifo comité depurador de espectáculos cinematográficos en cuyas proyecciones las pías damas se escandalizan ante un castísimo beso y aconsejan la prohibición total de la película, en tanto que no ven nada de amoral en la matanza a tiros con la que culmina un western, que, desde luego, queda autorizado para todos los públicos.

También se basa en una obra de Joaquín Calvo Sotelo, Milagro en la Plaza del Progreso, la siguiente película de Lucia, aunque la producción esta vez corre a cargo de Santos Alcocer y Exclusivas Floralva. El extensísimo reparto de Un ángel tuvo la culpa (1959) constituye un quién es quién del cine español del momento; tal circunstancia viene provocada por la estructura de la cinta, que recurre al sistema de episodios entrelazados en el que Lucia ya demostró su maestría con Aeropuerto. Claudio (José Luis Ozores) se ha emborrachado y ha decidido ejercer de ángel bueno con la gente apurada con la que se ha cruzado durante su juma por cuenta del millón de pesetas que don Eustaquio (Roberto Camardiel) le había encomendado para que ingresara en el banco. El comisario (Alfredo Mayo) le concede un plazo de veinticuatro horas para recuperarlas y su mujer (Emma Penella) se encomienda a una talla de San Cosme que tienen en el modesto piso en el que viven. Cada uno de los diez paquetes de cien mil pesetas que recuperen es una vela que encienden al santo. Y una historia de miseria paliada, ilusiones cumplidas o, incluso, ocasión para el delito, que hablan de la bondad innata del pueblo madrileño, de la providencia cristiana y de la honradez recompensada. Lucia ya había visitado el Madrid suburbial en Cerca de la ciudad (1952), donde se proponía una aproximación de matriz nacional-católica al neorrealismo. Siete años después, en plena expansión desarrollista, esta nueva incursión en el filón gracias a un reparto coral —ya ensayada en Manolo, guardia urbano (Rafael J. Salvia, 1956) — queda como un sainete un tanto trasnochado, aunque con efectos secundarios imprevistos, al permitirnos asomarnos a las bolsas de miseria que existían en la periferia de cualquier ciudad española.
Las otras dos incursiones de Lucia en el cine “de prestigio” se cobijan bajo el paraguas de Eurofilms - Europea de Cinematografía, una compañía que había debutado en el largometraje con La noche y el alba (José María Forqué) y que, a estas alturas, había facturado varios cortometrajes en los que lo turístico y monumental no estaba reñido con lo religioso.

Molokai, la isla maldita (1959) relata con tonos hagiográficos la vida del sacerdote belga Damián de Veuster (Javier Escrivá), quien un día decide instalarse en la isla hawaiana de Molokai para atender a los leprosos y, de paso, evangelizarlos. Al principio cuenta con la oposición de Bluck (Roberto Camardiel) que trafica con la miseria de los demás desterrados en la isla. Pero, poco a poco la autoridad moral del sacerdote se impone a los demás. Su ejemplo cunde también en el mundo y, al tiempo que crece el número de bautizados, llegan a Molokai, el padre Conradini (Luis Morris), el capitán que lo trajo a la isla (Gerard Tichy) y un científico alemán que descubre que el padre Damián ha contraído la enfermedad. Las escenas se articulan a modo de apólogos en las que el bien triunfa invariablemente, aunque Damián, como su colega Don Camillo, sea muy capaz de defender sus convicciones a base de puñetazos. La santidad del sacerdote se hace evidente cuando, al exhalar el último aliento, las señales de la lepra desparecen milagrosamente de su piel, transfigurándolo.

La película y la interpretación de Javier Escrivá recibieron toda clase de parabienes oficiales, lo que dice más de la vigencia del nacional-catolicismo que de la calidad del trabajo de Lucia, que hoy transparenta el armazón piadoso sin conseguir transmitir la más mínima emoción. O eso es, al menos, es lo que le ha ocurrido a uno. Más grave resulta aún lo de El príncipe encadenado (1960), “versión libre” de La vida es sueño de Calderón de la Barca que Lucia anhelaba realizar desde tiempo atrás; al menos, desde que se anunció como su proyecto inmediato tras La duquesa de Benamejí, protagonizado por Jorge Mistral y con guión de Vicente Escrivá y José Rodulfo Boeta. [Pío García: “Moviola”, en Primer Plano, 445, 24 de abril de 1949.] El reto de conservar la esencia de la reputada obra de Calderón prescindiendo del verso y unas interpretaciones autoconscientes constriñen a Lucia, que parece estar pidiendo a gritos escapar de tanta rigidez. El zoom y unas recurrentes panorámicas al cielo utilizadas como transición entre secuencias revelan cierto cansancio por parte de Lucia en un terreno en el que siempre se había sentido cómodo.

Los decorados de Sigfrido Burmann compiten en fantasía con las localizaciones en la Ciudad Encantada, pero las escenas de acción quedan relegadas a los exteriores que, incluso, sirven de fondo al célebre monólogo de Segismundo (Javier Escrivá). Éste es liberado del Valle de la Muerte por su padre, el rey Basilio (Antonio Vilar), a instancias del villano Astolfo (Luis Prendes), que pretende enfrentar a padre e hijo para hacerse con el trono. Sin embargo, el amor de Rosaura (María Mahor) por el atribulado príncipe y las simpatías del pueblo —así, en abstracto— por la pareja terminarán provocando un trágico duelo entre el príncipe y su propio padre, previa muerte del usurpador del trono.

Así como la adaptación de El alcalde de Zalamea (José Gutiérrez Maesso, 1954) tenía visos de convertirse, si no en una crítica, al menos en un comentario sobre el balance de poderes entre el mandatario y su pueblo, la de El príncipe encadenado sigue la mucho más cómoda senda del prestigio literario, como el año anterior había hecho César Fernández Ardavín con El lazarillo de Tormes (1959), con galardón en el Festival de Berlín incluido. A pesar de que la acción de la obra de Calderón se traslada en la película a Polonia, que el modelo formal estaba inspirado en la moda del cine de vikingos iniciada con The Vikings (Los vikingos, Richard Fleischer, 1958) lo prueba que al estrenarse en Italia se le diera el título de Il príncipe dei vichingi y las sinopsis proclamaran que la acción tenía lugar en los confines de los reinos de Dinamarca y Noruega en el siglo XI. Una prueba más del cine de género europeo para adaptarse a gustos y modas, independientemente de las ambiciones de su “autor”.

En la edición de 1960 de los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos El príncipe encadenado resulta la gran triunfadora. Mejor película, director (Lucia), interpretación femenina (María Mahor), escenografía (Sigfrido Burmann) y fotografía (Alejandro Ulloa) en color por Eastmancolor. En múltiples entrevistas, Lucia presumía de estos galones y de las semanas que la cinta había permanecido en el cine Gran Vía de Madrid, para quejarse luego de la incomprensión de la crítica, que tampoco quiso sancionar esta vez con su veredicto favorable lo que el público siempre pareció refrendar en taquilla.


Addenda del 23/11/2021:

No me resisto a citar íntegras las declaraciones sobre Lucia de Luis Ciges, que habría debutado en Molokai como actor tras haber estudiado dirección en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas:

 Mi primera película no fue Plácido, fue Molokai, de Luis Lucia. Catástrofe. Un tío intratable. Iba de director. "Sonría; no sonría...". Fui a verle a su casa y estaba haciendo la lista de una fiesta con las tías que tragaban, y las que no tragaban las borraba.Yo tenía 11 o 12 días de trabajo, no estaba mal. Rodábamos en Manzanares. Había un gran lago, ponían una palmera y ya era Filipinas. Yo hacía de Manolo, un leproso. Lo malo es que era invierno, y había tanta humedad que nunca daba el sol. Venga sol por el horizonte, y allí nada. Y Lucía con un cabreo... "Aquí hay un gafe", decía. Así que primero quemó la camisa amarilla de un técnico, y como seguía sin sol, me echó a mí. Mejor. "Sonría, no sonría". ¿Cómo coño iba a dirigirme a mí, que iba para director? "Dirigiendo bien, éste no es momento de sonreír. Igual un momento de alegría, sí, pero no de sonreír". [Miguel Mora: "Las portentosas memorias de Luis Ciges", en El País, 17 de enero de 1999.]


domingo, 3 de octubre de 2021

la amargura de luis lucia (5)

Primera etapa en Guión P.C.

Aunque la celebridad del último tramo de la carrera de Lucia va a estar ligada a sus películas con Marisol en el seno de Guión P.C., la productora de Manuel Goyanes, ambas partes ya han tanteado el terreno tras la finalización de la relación del director con Ariel P.C. Fruto de esta nueva relación laboral son dos comedias de ambientación contemporánea y urbana, dos adaptaciones teatrales coescritas con José María Palacio y distribuidas por Suevia Films-Cesáreo González, que en la primera de ellas, La vida en un bloc (1956), también figura como coproductora.

Nicomedes Rodríguez (Alberto Closas) es un médico rural metódico hasta la obsesión. Cuanto hace, diagnostica o receta queda consignado en un bloc. Pues bien, este hombre metódico ha decidido dar un paso transcendente: va a casarse con la romántica maestrita del pueblo, la señorita Gerarda (Elisa Montés). Pero comoquiera que también él podría casarse de blanco —tal es su grado de inocencia— aparte del número de hijos, de la profesión de los mismos y de algunos otros asuntos de menor enjundia, ha programado también una estancia de tres meses en Madrid previa a la ceremonia, porque “el que no la corre de soltero, la corre de casado”. De modo que, según el canon de la dramaturgia aristotélica, el segundo acto arranca con la llegada a la capital del ingenuo Nicomedes. Cuatro noches en Madrid en compañía de su amigo Abelardo (“Boliche”) se saldarán con otros tantos fracasos amatorios con nombre exótico: Lupe Tovar (Ana Mariscal), la apasionada cantante cubana que en realidad se llama Calixta y ha estado de fregona en la pensión del pueblo; la experimentada Margot (Mary Lamar), viuda dedicada a la prostitución que se aprovecha de su condición de médico; la dinámica Pili (Encarnita Fuentes) que lo tiene todo el día triscando peñas arriba con la familia al completo; y la enigmática Miss Fanny (Marta Mandel), médium del Mago Roberto (José Luis López Vázquez), que lee en su cerebro como en un libro abierto. Sin embargo, por sucesivos azares, Abelardo y el resto de la pandilla de golfos terminan considerándolo un tenorio irresistible para las mujeres. Nicomedes vuelve escarmentado al pueblo y se casa con Gerarda. Pero, si la ciudad con sus aventuras frustradas y su trasiego de whisky, le apabullaban, la rutina del matrimonio le aburre soberanamente. Así que, cumplido el primer año de matrimonio, Nicomedes decidirá regresar a la ciudad para dedicarse a no hacer absolutamente nada. Sin embargo, el azar juega una vez más sus cartas: se ha dejado olvidado en el pueblo el bloc en el que todo lo anota.

El estreno de la comedia en 1952 fue un auténtico éxito, aunque el ensayo general, según recuerda el protagonista y director de la compañía en sus memorias, fuera un disparate con presencia de la policía y todo. [Fernán-Gómez, Fernando: El tiempo amarillo: Memorias ampliadas (1921-1997). Madrid: Debate, 1998, págs. 412-415.] El caso es que Manuel J. Goyanes había contratado a Alberto Closas para que protagonizara Muerte de un ciclista / Gli egoisti (Juan Antonio Bardem, 1955), la anterior película de la productora, y a él se le encomendó el papel principal de La vida en un bloc. Fernán-Gómez se desquitará en la siguiente película de Lucia, Un marido de ida y vuelta (1957), basada en una comedia que Enrique Jardiel Poncela había estrenado al acabar la Guerra Civil. Ésta es la comedia que Noel Coward le habría plagiado a Jardiel cuando escribió Blithe Spirit. O sea, un espíritu burlón, que es lo que es este marido seriecísimo (Fernán-Gómez), fallecido cuando estaba disfrazado de torero para un baile de carnaval. Un torero con toda la barba, eso sí. El espíritu intentará impedir por todos los medios —incluso, los de ultratumba—, que la viuda (Emma Penella) y a quien creía su amigo (Fernando Rey), consumen su amor. Comedia de trucos, con fantasmas, de las mejores de Jardiel, que Lucia no ensucia demasiado en esta adaptación levemente puesta al día —el cochecito motorizado de la anfetamínica tía Etelvina (Matilde Muñoz Sampedro)—, dejando que el diálogo y las situaciones fluyan con la ligereza e inverosimilitud con que las concibió el comediógrafo. El protagonismo de Fernán-Gómez, que tuvo su primer reconocimiento teatral en Los ladrones somos gente honrada, está en absoluta sintonía con el espíritu de Jardiel.