domingo, 24 de mayo de 2020

de la canción popular a la pantalla


El músico Fernando García Morcillo y el comisario de policía Jacobo Morcillo no se tocaban nada. Vamos, que no les unía parentesco alguno. Sí, en cambio, el éxito de una canciónhumorístico-musical que fue una auténtica sensación en la España de 1946: La vaca lechera. El 1949 repitieron bombazo con el bolero María Dolores, interpretado por Jorge Sepúlveda y su orquesta en discos Odeón. “Bolero español” se especifica en los registros oficiales y, además de subrayarse en la letra lo de la españolidad, los arreglos contribuyen a la voluntad de destacarse de la avalancha de temas de ida y vuelta que sonaban en las salas de fiestas y las emsioras radiaban sin tregua.

La canción ocupa lugar preeminente en la trama de María Dolores (José María Elorrieta, 1952) desde el mismo título y al ser incluida en la diégesis como nombre de la protagonista femenina y por su utilización como contraseña en una operación de contrabando en Algeciras, para reparacer como fondo extradiegético de la escena final, con la silueta del Peñón de Gibraltar recortándose en la bruma. Estamos pues ante una empresa intermedial en toda regla: el reciclaje de materiales preexistentes en otros medios de comunicación que deberían volver a ellos con una nueva carga semántica. Si la película es un éxito, María Dolores no será ya la anónima esposa del maestro García Morcillo, a la que iba dedicada la letra, sino la bailaora Ana Esmeralda. Caballero Bonald la define como bailarina “cimbreña y dúctil” y afirma que en su “inteligencia ha tomado siempre una recia y gitana sustancia plástica” [José Manuel Caballero Bonald: El baile andaluz. Barcelona, Editorial Noguer, 1957. pág. 52.].

Después de protagonizar El amor brujo (Antonio Román, 1949), Ana Esmeralda firma un contrato con Iquino para rodar Bronce y luna (Javier Setó, 1953) y emprende una exigua y errática carrera internacional cuyo culmen es la interpretación del eterno femenino folklórico en Carmen proibita / Siempre Carmen (Giuseppe Maria Scotese, 1954). Por medio, algunos títulos en los que sólo se requiere su labor dancística y esta película de Elorrieta cuyo elenco encabeza. Y para que no haya duda, tras una breve escena de presentación del protagonista masculino nadando hacia la costa con un fardo de cocaína a cuestas, director y operador se recrean en la planificación e iluminación de unas seguidillas que suponen un segmento autónomo de más cuatro minutos de duración a mayor gloria de la estrella. Más tarde habrá una evocación de su mocedad, antes de ser manipulada por los traficantes, que de nuevo se resuelve en un ballet, y una especie de danza macabra española, reelaboración expresionista de la muerte del jefe de la banda (Francisco de Cossío hijo). La María Dolores de Ana Esmeralda resulta, así, antes una femme fatale castiza que una folklórica al uso, como lo podía ser Lola Flores en La niña de la venta (Ramón Torrado, 1951), cinta más o menos coetánea con ciertas similitudes argumentales. En expresión acuñada por el recensionista de ABC: “una vampiresa aflamencada de expresión triste y desgarradora, como recién salida de una canción de Quintero, León y Quiroga” [G. B., en ABC, 23 de agosto de 1953, pág. 39].

La parte central del relato se resuelve en las venidas e idas hasta Tánger de Esteban (Fernando Nogueras) en unas operaciones de contrabando cuya clave está en los anuncios de las actuaciones de María Dolores en la venta El Peñón. Por supuesto, él no es lo que parece y en su amor se cifra la redención de la mujer arrastrada por las circunstancias y las malas compañías. Las incidencias en la Zona Internacional —ocupada por España entre 1940 y 1945 aprovechando la incertidumbre provocada por la II Guerra Mundial— están resueltas mediante la cámara oculta en el interior de un coche o cámara en mano, método empleado en ocasiones por el noir de serie B estadounidense. No obstante, el encuadramiento genérico más adecuado sería el de cine de aventuras. No en vano, el guionista Ignacio Rived —artífice literario también de la anterior película de Elorrieta Barco sin rumbo (1952)— firmará, andando el tiempo, la traducción de varias novelas de Ian Fleming.
Ignacio Rived —escribe de su talante y labor pictórica el crítico de arte de ABC en 1979— es un caso rarísimo entre nosotros. El pintor español suele ser sedentario; su obra suele ser el pequeño espejo de su pequeña vida. La obra de Ignacio Rived es una ventana abierta a paraísos y a infiernos lejanos. Un eros melancólico y refinado recorre esta obra de multiforme lenguaje y tan poético sentido. Sus dibujos son, además del testimonio de una sensibilidad gráfica sobremanera expresiva, la variadísima crónica de sus viajes, memoria puntual de cuanto ha visto y sentido. [A. M. Campoy: “Crítica de exposiciones”, en ABC, 9 de diciembre de 1979, pág. 19.]

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