domingo, 8 de septiembre de 2024

apuntes sobre perojo antes del sonoro

El recorrido por la filmografía de Benito Perojo durante la década de los veinte es necesariamente fragmentario. Algunas películas no se han conservado —o se conservan reducidas a su mínima expresión, como Boy / El marino español (1926), cuya imagen encabeza estas líneas— y el exhaustivo análisis que realizó Román Gubern en su monografía para Filmoteca Española nos exime de meternos en mayores honduras, algo siempre complicado en este formato. Así que vamos al lío sin más preámbulos...

La acumulación de presentaciones ralentiza notablemente el principio de Más allá de la muerte (Benito Perojo, 1924). Tanto es así que las tramas parecen multiplicarse cuando, una vez, centrada la línea principal de acción, siguen un curso razonablemente lineal y muchas de las figuras a las que se han dedicado un par de planos y un epigrama descriptivo de su carácter tienen intervenciones muy secundarias. La principal concierne Raimundo de Mendoza (Georges Lannes), un hombre obsesionado por la muerte de su primera novia, que encuentra un nuevo amor en la ingenua Florencia (Andrée Brabant). Pero ésta es explotada por el profesor Belfegor (Gaston Modot), falso vidente y médico que acelera la muerte de sus clientes, una vez han aceptado éstos suscribir un seguro de vida a su favor. Le secunda en alguna de sus fechorías su hermano, Bruner (Paul Vermoyal), que en esta ocasión tiene planes propios, puesto que Raimundo de Mendoza es el heredero legítimo de la fortuna de un tal Davidson (Frank Dane), a quien Burner ha planeado desplumar con la complicidad de la falsa condesa Alma (Renée van Delly).

Perojo reelabora de cabo a rabo un texto teatral del reciente premio Nobel Jacinto Benavente como segunda y última producción de la marca creada por ambos con el nombre de éste último: Benavente Films. Para toda la vida (Benito Perojo, 1923) ha servido para poner en marcha una sociedad en la que Perojo actúa como director artístico no exento de ambición, pues ante la pobreza de medios técnicos en los estudios —“galerías” se denominaban por entonces— españoles, ha decidido buscar intérpretes y técnicos en París. Así es como se incorpora al equipo el ruso Pierre Schild, que acabará estableciéndose en España en la década de los cuarenta convertido en reputado especialista internacional en la técnica de las maquetas pintadas. En Más allá de la muerte su creación más espectacular es el Paladium, club nocturno adscrito al estilo art déco con influencias egipcias y orientales, aunque también tiene ocasión de crear lujosas viviendas de la alta burguesía y la aristocracia internacional.

En cuanto al reparto, buena parte de él procede del serial Les mystères de Paris (Los misterios de París, Charles Burguet 1922), lo que indica las intenciones de Perojo a la hora de adaptar una obra de intriga criminal que sucedía en dos únicos decorados y con el espiritismo y la hipnosis como excusa argumental. Perojo toma modelo iconográfico los seriales de Fritz Lang para la Ufa y los de Louis Feuillade para Gaumont. Del folletín cinematográfico proceden la proliferación indiscriminada de personajes, las intrigas entrecruzadas y los villanos irredimibles. En lugar de desenmascarar las supercherías del espiritismo, tal como parecen indicar el título y las cartelas de apertura, Más allá de la muerte se centra en el desarrollo de una aventura sensacionalista en la que los presentimientos letales y el hipnotismo ocupan un lugar preeminente.

Es una lástima que varias de las audacias de planificación y montaje ideadas por Perojo –cámara en movimiento, planos subjetivos, iluminación expresionista para indicar la evolución de la hipnosis...- casen mal con el tono engolado de las didascalias benaventinas, más adecuados para un “film de arte” que para la perversa maquinación que rige la enunciación formal de la película.

De Malvaloca, drama de ambiente andaluz de los hermanos Álvarez Quintero estrenado en 1912, se han rodado tres versiones. La de Perojo de 1926, al contrario que en otros sainetes de los comediógrafos sevillanos, el humor recae en los personajes secundarios y la trama se centra en una joven que “se echa a la vida”. Malvaloca es la mantenida de un canalla simpático, Salvador, y se enamora de un hombre recto y honrado, Leonardo. Hay un paralelismo alegórico entre la mujer caída que lucha por la redención y una campana que los dos hombres de su vida, socios en una fundación, deben volver a fundir. Se ilustra de este modo la copla que dio lugar al argumento: “Meresía esta serrana / que la fundieran de nuevo / como funden las campanas”.

La primera fue la de Perojo, rodada en buena parte en localizaciones naturales en Málaga y con un largo prólogo en el que se relata la caída de Malvaloca (Lidia Gutiérrez) y el nacimiento de una hija de padre desconocido que no volverá a aparecer en ninguna de las otras adaptaciones postbélicas. Perojo se ciñe a los códigos del silente aunque, como en otras ocasiones, hace uso de recursos como la cámara subjetiva en una escena de hondo dramatismo en la que el padre, borracho, deja aflorar sus deseos incestuosos. De este modo, se justifica la entrega de la chica a quien la deja abandonada con “el fruto del pecado” y que se había ofrecido a sacarla de aquella casa. 

La fundición de la campana y los enfrentamientos entre el asturiano Leonardo (Manuel San German) y el andaluz Salvador (Javier de Rivera) culminan en una procesión religiosa durante la que la hermana de Leonardo (Florencia Bécquer) acepta a Malvaloca y Salvador decide abandonar Las Canteras para que su presencia no obstaculice el amor sincero entre dos personas a las que estima. Si la escena climática procesión supone un tour de force de planificación y montaje, no lo es menos el alarde espectacular que supone la recreación de un breve episodio de la guerra de Marruecos integrado en el relato a modo de flashback cuando una madre entrega en la fundición las medallas ganadas por su hijo fallecido. El desastre de Annual aún estaba muy presente en el ánimo de los españoles y, sin duda, esta secuencia debió causar honda impresión entre los espectadores de la época.

Alberto Insúa, narrador a la moderna, de la escuela cosmopolita y galante, distribuye la acción de El negro que tenía el alma blanca entre Madrid y París. Madrid de palacios aristocráticos en los Altos del Hipódromo y hoteles de lujo, pero también de los barrios bajos, de la calle de la Ruda donde vive Emma Cortadell con su padre y de las envidias e intrigas del Teatro del Sainete. Sin embargo, en París, la imagen de España es un cabaret llamado El Patio, ambientado como un jardín de la Alhambra y decorado con panós de corridas de toros y procesiones sevillanas del Corpus. Perojo rueda en 1927 las escenas que le sugieren estos capítulos en un inmenso decorado que alterna motivos castizos y déco, pero —madrileño rodando tierras de Merimée— afila la puya contra la espagnolade al vestir a la orquesta negra de jazz band con un traje campero y sombrero cordobés.

La historia es la del amor imposible del cubano Pedro Valdés (Raymond de Sarka) convertido en “Peter Wald”, el bailarín de moda en el París del charlestón, por la tímida Emma Cortadell (Concha Piquer), a la que convierte en estrella. En la pesadilla de Emma, planificada por Segundo de Chomón, se intenta reflejar el terror subconsciente al “otro”. Ya la novela de Alberto Insúa ligaba gráfica y metafóricamente la imagen del negro a la del mono antropomórfico de la conocida marca de anís y Perojo recurre, edulcorando un poco el tropo, a otro emblema publicitario, el del papel de fumar “Bambú”. 

La condesa María (1928) es una coproducción entre la empresa madrileña Julio César, que ha distribuido El negro que tenía el alma blanca, y Albatros Films, la productora de los exiliados rusos en Francia. La comedia que le sirve de base argumental, original de Juan Ignacio Luca de Tena, había sido estrenada por María Guerrero y Carlos Díaz de Mendoza en el otoño de 1925. Su tema sentimental y melodramático —amor interclasista, la abuela de noble corazón y su hijo desaparecido en la guerra del Rif, unos intrigantes herederos, un hijo natural— conquistó un sonoro éxito de público. Perojo desmantela las unidades teatrales de tiempo, acción y lugar y se recrea en los ambientes lujosos y exóticos que propicia el nuevo medio: fiestas aristocráticas, verbenas populares y acciones bélicas sirven de escenario a los antecedentes que en la obra teatral se daban por el diálogo, de tal modo que ya ha transcurrido la mitad del metraje cuando la película alcanza el primer acto escénico. Claro que, a partir de ahí, y sin la servidumbre de largos intertítulos que ilustren lo sucedido, la acción puede mantener un ritmo sostenido, únicamente roto por el “falso” flashback de la boda entre la modistilla y el hijo de la condesa que abisagra la película. La huida de este de sus captores rifeños está resuelto como un relato de aventuras exento. Pero es en la primera parte cuando Perojo acumula todo el arsenal retórico del cine de vanguardia: el montaje sincopado a la soviética para relatar el vértigo amoroso en la feria, las imágenes múltiples cuando las coquetas se maquillan durante la fiesta goyesca, los encadenados del jazz band o una insólita sobreimpresión para ilustrar la confusión del combate.

Gonzalo Delgrás revisará el argumento a principios de la década de los cuarenta trasladando la acción (elíptica) de la guerra de Marruecos a la División Azul.

Lo de la última película estrictamente muda de Perojo fue toda una odisea. Para la adaptación de la novela de Pedro Mata Corazones sin rumbo, la Julio César se asocia con la Phoebus Films alemana. Los exteriores se rodarán en España y los decorados se construirán en los estudios Emelka de Múnich. Hasta allí viajan con Perojo los intérpretes Imperio Argentina, Valentín Parera y Alfredo Hurtado “Pitusín”. Al parecer, el guión técnico no satisface a la parte germana y le colocan a Perojo un supervisor: el vienés Gustav Ucicky.

El fragmento conservado —menos de ocho minutos— muestra el encuentro de Isabel con el grupo de músicos ambulantes a los que se une como bailarina a fin de llegar a Madrid. Acaso lo más interesante sea el paseo de la joven por la ciudad, resuelto a base de sobreimpresiones, con intención de trasladar al espectador el vértigo de la vida urbana. La planificación se remansa y vuelve al cauce clásico cuando llega a las afueras y tropieza con el carricoche de los artistas ambulantes que dan título a la película.

Perojo rueda La bodega (1930), a partir de una novela de Vicente Blasco Ibáñez, en el otoño de 1929 en París y Andalucía. La eclosión del cine sonoro decide al cineasta madrileño a meterse en el berenjenal de la postsincronización. Así que la película exhibe una banda musical sincrónica compuesta ex profeso. Algunos efectos sonoros —ladridos de perros, diálogos indistintos...— completan la banda sonora, pero nada de ello puede competir con los dos momentos en que Concha Piquer se arranca a cantar sendas coplas. La Piquer, que ha triunfado en los teatros de Broadway antes que en España, había sido pionera en interpretar algunos de sus temas ante la cámara y el micrófono de Lee De Forest, cuando este ponía a punto el Phonofilm en 1923 y ha protagonizado para Perojo El negro que tenía el alma blanca. La acompañan, al frente de un reparto internacional, Valentín Parera, el galán descubierto por el propio Perojo en El negro que tenía el alma blanca, y el bello Enrique Rivero, futuro protagonista de Le sang d’un poète (La sangre de un poeta, Jean Cocteau, 1932). María Luz Callejo encarna a Dolores, una de las maltratadas trabajadoras del cortijo, en un papel para el que Perojo quiso contratar a Conchita Montenegro, célebre en Francia por haber protagonizado La femme et le pantin (La mujer y el pelele, Jacques de Baroncelli, 1928).

Un cartel de la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929 firmado por J. Alcaraz sirve de datación a la cinta al tiempo que certifica su vocación internacional. Estilísticamente, Perojo busca rehuir la españolada contraponiendo escenas que parecen traídas de un wéstern a sus habituales ambientaciones cosmopolitas. Esto soliviantó en su momento a algún crítico comprometido, que veía en la obra de Perojo una falsificación del conflicto en el campo andaluz consustancial drama social que noveló Blasco Ibáñez. Las aristas del naturalismo quedan limadas mediante la potenciación del doble embrollo amoroso interclasista aunque Perojo no se corta a la hora de mostrar la elección de guapas vendimiadoras que proporcionen aliciente a la fiesta de los amos, como si de un mercado de ganado se tratara. Eso sí, la subsiguiente juerga de los menesterosos tiene un carácter grotesco digno de Viridiana (Luis Buñuel, 1961).

La pelea entre el señorito calavera y el padre de la chica deshonrada resuelve en clave de drama calderoniano la lucha (literal) de clases.

 

Bibliografía:

Román Gubern: Benito Perojo, pionerismo y supervivencia. Madrid: Filmoteca Española, 1994.

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