domingo, 24 de junio de 2018

ramón torrado (12)


Para Carlos Heredero, la seña de identidad del cine folklórico de Torrado es “una abstracción plana y colorista, sumisa cultivadora de los tópicos”. Pero hasta los lugares comunes se gastan. La última colaboración entre el director y Paquita Rico se produce en Las lavanderas de Portugal / Les lavandières du Portugal (Ramón Torrado / Pierre Gaspard-Huit, 1957), comedia ambientada en París en la que Torrado sólo aparece como codirector. Tanto ésta como María de la O (1959), en la que vuelve a dirigir a Lola Flores, son ya cintas en Eastmancolor. Aunque Torrado se dedica a géneros más acordes con los tiempos durante la década de los sesenta —peplums, spaghetti-westerns...— está claro que es capaz de reciclar el esquema que le había dado tan buenos frutos porque, a partir de 1965, se convierte en el artífice del lanzamiento de Manolo Escobar como ídolo cinematográfico mediante la puesta al día de los clásicos clichés andalucistas.

En su segunda película, Mi canción es para ti (1965), el cantante almeriense interpreta a dos personajes que se mueven en el mismo ámbito. Por una parte es Manolo de Lorca, humilde trabajador con voz de oro que viaja a Madrid en compañía de Tumbaíto (Ángel de Andrés) por un quítame allá esas pajas con el señorito que pretende a su novia (Alejandra Nilo) y con intención de triunfar… aunque ambos terminan dedicados a las tareas del hogar en la pensión en la que se alojan. El otro es Curro Lucena, prepotente cantante en una sala de fiestas para turistas americanas deseosas de tipismo (María Martín) al cual sustituye por incomparecencia gracias al formidable parecido que guarda con él.

A los mínimos apuntes sobre las condiciones de trabajo en el campo andaluz y la miseria generada por la emigración interior, le sucede una dinámica de ascenso social gracias al éxito y a la bonhomía del personaje popular al que presta voz y efigie Manolo Escobar. De este modo, Mi canción es para ti termina levantando una frágil armazón dramático más próximo a la picaresca que a cualquier otro género cinematográfico, cuya principal función es sostener el hilvanado de canciones que van pautando regularmente el metraje.

La España tradicional de Un beso en el puerto (1966) queda retratada en el habitual pregénerico humorístico, encuadrado además en un formato académico y en blanco y negro, en el que un hombre con un burro enfila un día y otro y otro… la misma calle, en un rito inmutable y eterno. El progreso queda representado por una pareja de turistas que se bañan en las aguas del Mediterráneo con unos bañadores minúsculos y que traen moneda extranjera… O sea, las tan ansiadas divisas. Aquel pueblecito de pescadores se ha convertido en el Benidorm de 1966 y el cromatismo y el anamorfismo invaden la pantalla panorámica. El procedimiento se denomina SuperScope y fue utilizado, sobre todo, por el triunvirato Arturo González (productor), Ramón Torrado (director) y Manolo Escobar (protagonista): Torrado filma mediante este sistema Bienvenido, padre Murray y todo el ciclo dedicado al lanzamiento de Manolo Escobar como estrella cinematográfica.

Manolo (Manolo Escobar) es el cantarín empleado de una gasolinera en la turística villa costera. Pero un playboy (Arturo López) le cuenta su sistema para ligar con las extranjeras. Basta con acercarse a ellas en el puerto, llamarlas Dorothy y plantarles un beso. Ya está roto el hielo y la turista con hambre de macho hispánico, en el bote. Manolo pone en práctica la estrategia de su amigo, con tan buena suerte que la chica a la que se acerca (Ingrid Pitt) se llama efectivamente Dorothy y cree que es su primo. Su encarcelamiento por suplantación de personalidad junto a un patriarca gitano (Antonio Cintado) propiciará una de esas fantasías onírica-musicales a las que tan dado es Torrado, que aquí recicla recursos que en Rumbo (1949) o Debla, la virgen gitana (1951) resultaban algo más justificables. Un breve ballet flamenco da paso a una canción que Manolo Escobar le canta a una Ingrid Pitt ataviada de zíngara. Tanto la puesta en escena como el arreglo “flamenco pop” del tema constituyen un auténtico anticlímax. No obstante, lo más delirante aún está por llegar, el enfrentamiento con sus rivales, interpretados por dos bufos como Manuel Alexandre y Antonio Ferrandis.

Lo de que los curas se metan en camisas de once varas no es una novedad para el realizador de Bienvenido, padre Murray, así que, ni corto ni perezoso, le encasqueta la sotana al cantante almeriense en El padre Manolo (1967). Se trata de un padre Brown a la andaluza, metido en una investigación sobre un crimen camuflado como accidente de tráfico. Como además, el protagonista es Manolo Escobar, el sacerdote dedica a la susodicha investigación el tiempo que le dejan libre sus trucos de magia y  sus cantares. Claro que, si no fuera por las actuaciones exitosas del curita yeyé, ¿cómo iba a financiarse el colegio que el padre Manolo y el padre Pepe (Miguel Ligero) sostienen en un barrio del extrarradio tampoco especialmente necesitado? Porque ya sabemos que la educación pública no alcanza donde sí que llega la caridad cristiana.

El fallecido es Fernando (Mariano Vidal Molina), un empresario teatral cuyos tres primos estarían encantados de heredarle, aunque la bala que ha hecho que su coche se saliera de la carretera ha salido del rifle con mira telescópico de un facineroso (Fernando Sánchez Polack). ¿Quién le dio la orden de disparar y de hacer desaparecer a los testigos molestos?

Tras los tanteos de Torrado y a partir de Pero, ¿en qué país vivimos (José Luis Sáenz de Heredia, 1967), Sáenz de Heredia toma el relevo emparejando al cantante almeriense con Conchita Velasco y consolidando una fórmula de éxito a partir de la contraposición entre la España tradicional y la juventud yeyé, en la que la conciliación pasa por el sometimiento de la mujer aunque, en compensación, el cantante se vea obligado a actualizar su repertorio.

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