domingo, 6 de enero de 2019

algo más que lugosi contra villarías


El Drácula de George Melford es la versión hispana del Dracula de Tod Browning. Se suele descartar de un plumazo esta versión debido a la endeblez de la interpretación del cubano-cordobés Carlos Vallarías, cuya creación del personaje se considera tan subsidiaria de la canónica de Bela Lugosi que casi parece una parodia. Sin embargo, hay otras variables que deberíamos tomar en consideración a la hora de valorar este Drácula hispano.


No es la menor que, en el momento de su estreno, pocos espectadores españoles o latinoamericanos tuvieron acceso a la película de Browning. Para ellos, solo existía este Drácula con tilde como hito fundacional del cine de terror. Luego, durante años, la versión de Melford permaneció en el olvido hasta que Universal la rescató con rango de rareza en 1977 y consiguió restaurarla con la colaboración de la Cinemateca de Cuba en 1992. Desde entonces se ha ido tejiendo un mito en torno a la sexualidad descarada del personaje encarnado por Lupita Tovar frente a la mecánica interpretación de Helen Chandler. La mistificación alcanza a otros lugares comunes sobre el rodaje nocturno de las huestes de Melford en tanto que el otro equipo rodaba de día o a la considerable mayor duración -más de media hora- de la copia en español. [Véanse: David J. Skal. Hollywood Gothic: The Tangled Web of Dracula from Novel to Stage to Screen. Nueva York, W. W. Norton & Company, 1990; y Javier Servin: “A Tale of Two Draculas”, en http://ether.remap.ucla.edu/class/mias298/javier.servin/thefilms/spanish-production/]


Frente a las siete semanas de producción de la versión Browning, Melford debió rodar la suya en tres semanas, sin entender una palabra de español y con el actor mexicano Enrique Tovar Ávalos al cargo de unificar los acentos de la también mexicana Tovar, Villarías, el argentino Barry Norton y los madrileños Pablo Álvarez Rubio y Manuel Arbo. Cuando éstos empezaron la filmación, Lugosi ya llevaba dos semanas enfundado en su capa y Villarías debía asistir a las sesiones diarias de proyección del copión para tomar buena nota de todos sus tics. Salvo por esto, el equipo nocturno tenía mano libre para introducir cuantas variaciones de planificación quisiera. El productor Paul Kohner, enamorado de Lupita Tovar, cuida especialmente el producto, como ha hecho el año anterior con la hoy desaparecida  La voluntad del muerto (George Melford, 1930), versión en español de The Cat Creeps (Rupert Julian, 1930). Eso sí, la segunda versión debe limitar su presupuesto a unos cincuenta o sesenta mil dólares.


Sólo hay tres o cuatro movimientos de cámara sofisticados –la sombra del timonel muerto o la grúa que va del rotulo de la clínica del doctor Seward a la celda de Renfield– que se contratipan de la versión inglesa para incluirlos en la española. Por el contario, Melford y Robinson emplean un llamativo movimiento de cámara para presentar a Drácula, totalmente ausente de la versión inglesa. La española resulta bastante mas larga por la inclusión de varias escenas explicativas y por el distinto ritmo interpretativo de los actores de Melford. Todo parece indicar que la versión de Browning fue severamente editada antes de alcanzar su forma definitiva: se perdieron por el camino varias escenas en las que se da cuenta del destino de los personajes y sobre todo del final de Lucy (Frances Dade), a la que los periódicos denominan “la dama de blanco” y que recorre Londres alimentándose de la sangre de tiernos infantes en una de las ideas más terroríficas de la película, ausente en ambas versiones, probablemente por demasiado siniestra. Su homóloga Lucía (Carmen Guerrero) es convenientemente atravesada por la estaca que empuña el Val Helsing hispano (el mexicano Eduardo Arozamena).


La sexualidad descarada de la morena Eva Seward (Tovar) se traduce no sólo en las transparencias de su camisón y los escotes de sus batas, sino en el modo en que se cuerpo se arquea y se estremece ante la evocación de sus sueños con el vampiro –relatados como pesadillas pero interpretados como fantasías eróticas-. Nada que ver con el comedimiento y la frigidez de Mina Seward (Chandler). Ante los avances de Eva, Juan Harker (Norton) puede sentirse genuinamente intimidado.



Otro tanto ocurre cuando Mina / Eva acuden al encuentro nocturno con el vampiro. Mientras que la primera se aleja de la cámara y Drácula la espera al pie del árbol, la segunda avanza anehalente hacia él y la cámara recoge el momento en que ella se entrega, momento que el conde cubre pudorosamente con la capa.



Una de las escenas más citadas es la del espejo de la tabaquera, en el que Van Helsing descubre que el conde es un no muerto porque carece de doble reflejado. Melford se recrea en ella, multiplicando posiciones de cámara e insertos, en tanto que Browning va al mismo tuétano de la situación. Pero también es cierto que el bastonazo que Villarías le propina a la caja, haciéndola añicos, resulta mucho más convincente que el manotazo de Lugosi.

 
 

Lo único que echamos en falta en la versión hispana es la delicada poesía de la posesión vampírica de la florista poe parte del conde antes de entrar en el teatro para conocer al doctor Seward y a su hija. A cambio, la mirada de Villarías se fija glotona en el cuello de la chica del guardarropa en una escena que Browning filma de manera rutinaria.



Renfield (Pablo Álvarez Rubio) sucumbe entre los colmillos de las novias de Drácula que no se reserva el festín para sí en la versión española, tiene un plano estelar, aullando a través del ojo de buey del barco que le conduce Londres, ausente de la versión en inglés, y el coleo del plano en el que el mismo personaje se aproxima amenazador a la enfermera desmayada muestra el quiebro cómico del interés del orate en una sencilla mosca y no en el cuello de la mujer.



“Orate” es precisamente la palabra que emplea para designarlo el enfermero Martín (Manuel Arbó). También “guillado” y “murciégalo”… El personaje más voluntariosamente cómico de la cinta de Browning (encarnado por Charles Gerrard), se convierte en la versión española en un tipo sainetesco, con todo el retorcimiento lingüístico al que Carlos Arniches había acostumbrado ya al espectador. Es evidente que Baltasar Fernández Cué tuvo libertad en este apartado para recrear el tipo y Arbó la aprovechó para llevarse el personaje a un terreno cuya eficacia conocía de primera mano, después de haber trabajado en los escenarios de España y Latinoamérica. En estos años interviene en una docena de producciones en Hollywood, aunque la que queda para los restos es su encarnación del detective Charlie Chan en Eran trece (David Howard, 1931), versión hispana de la producción Fox Charlie Chan Carries On (Hamilton MacFadden, 1931).


De similar calado y nunca mencionada resulta la componente católica de la adaptación. Además de presentar con mayor asiduidad los crucifijos y otra parafernalia ad hoc, que sirve de complemento a la planta de acónito. El crucifijo que le entrega la mujer en la casa de postas de Transilvania tiene una continuidad que termina volviéndose consustancial al personaje de Renfield. Su locura es, en la versión española, pura herejía. El terror ante la presencia del Maestro no se reduce al patetismo de una alimentación a base de insectos y, en todo caso, la perspectiva de devorar ratas, sino a la salvación de su alma, por la que ruega una y otra vez a Van Helsing:
—Morirá atormentado si deja que la sangre inocente caiga sobre su alma.
—¡No! Dios no condenará el alma de un pobre demente. Él sabe muy bien que el poder del mal es demasiado grande para que se libre de él los pobres de espíritu.
—Entonces, Renfield, tenga confianza en mí. Confiéseme lo que deseo saber: el nombre de aquél al que llama usted Maestro. […] Díganoslo antes de que su alma quede condenada para siempre.


Y en el enfrentamiento final con el conde, en la cripta de la abadía de Carfax, le suplica que le deje vivir para no “presentarse ante Dios con tanta sangre en las manos, tantas muertes sobre la conciencia”. La cursiva es exclusiva de la versión española. Por supuesto, Drácula acaba con él sin la más mínima piedad, pero debe correr al ataúd para sepultarse en su tierra natal antes de que salga el sol. Esto da lugar a que la clausura del relato sea radicalmente distinta en las dos versiones.

En la de Browning Van Helsing se queda clavándole la estaca en el corazón a Drácula mientras John corre en busca de Mina. Ella se duele del costado. El alarido del conde resuena en las bóvedas de la cripta. También ella grita. Era incapaz de contestar a John, pero ahora que el vampiro se ha extinguido es como si despertase de un sueño. Van Helsing le dice que ya no tiene nada que temer y urge a la joven pareja a que abandone el siniestro lugar. El último plano muestra a Mina y a John abrazados, subiendo solos la escalera, abandonando un mundo de neblina y tinieblas y ascendiendo hacia la luz. Un rápido fundido en negro nos hurta a la pareja romántica, cuya reunión final parece ser el objetivo del relato.

 
En la versión de Melford, los aullidos de la agonía de Drácula están mucho más presentes y Eva se siente sobrecogida por ellos. Sólo entonces aparece Juan. Ella se acurruca en sus brazos. Van Helsing asegura que la muerte del vampiro es ya irreversible. La pareja se aleja, pero John se vuelve al comprobar que el profesor se queda allí. Su objetivo es totalmente explícito:
—Me quedo. Voy a cumplir la promesa que le hice a Renfield.

El ascenso de Eva y Juan está rodado desde lo alto de la escalera, de modo que ellos avanzan hacia la luz, pero el último plano es un general de la cripta en el que ellos salen de cuadro por arriba, en tanto que Van Helsing permanece inmóvil ante el cadáver de Renfield, dispuesto, en cuanto los jóvenes hayan abandonado el lugar, a asestarle el estacazo definitivo que libere su alma.

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