domingo, 17 de noviembre de 2019

lazaga 101 (24)

Angelino (José Sacristán) vuelve a su pueblo entusiasmado con Alemania. Todos los lugareños sueñan con imitarle... literalmente: coches, mujeres, consumo a tutiplén... Pepe (Alfredo Landa), el sacristán, sueña con tener muchas vacas. De hecho, se ve a sí mismo vestido de chaqué y con chistera en un gran establo con un sistema de ordeño automático. Y ya lo tenemos llegando a la estación de Múnich con la boina y la maleta de cartón, como en las películas de la década anterior llegaba a la de Atocha. El telobjetivo y la cámara en mano, permiten a Lazaga rodar el desconcierto del españolito recién desembarcado en Europa y robar las reacciones de los ciudadanos alemanes ante tan estrafalario personaje. En cambio, el habitual baile de zooms -campanarios, sirenas, relojes de cuco...- sirve para poner en escena el frenético ritmo de vida que los trabajadores españoles llevan en Alemania.

Lo que sigue de Vente a Alemania, Pepe (1971) es un baño de realidad. Angelino sólo es un camarero pluriempleado y no el gerente de una cervecería, el coche con el que fue al pueblo era alquilado y ligar con las alemanas resulta imposible cuando uno debe ahorar cada marco y levantarse a las cinco de la mañana para ganarse el jornal. Otros cuatro españoles completan el panorama de la emigración: Miguel y María (Fernando Guillén y Gema Cuervo), una pareja empleada en la BMW cuyo embarazo resulta una desgracia en lugar de una bendición; don Emilio (Antonio Ferrnadis), un exiliado que no desea otra cosa que regresar a Asturias; y Benitez (Adriano Domínguez) que se dedica a trapichear con empleos mal remunerados para los que, como Pepe, carecen de permiso de trabajo. Panorama, por tanto, sombrío el que pintan Escrivá y Coello, aunque filtrado por el personal histrionismo de Alfredo Landa, quien, con esta cinta y con la inmediatamente anterior No desearás al vecino del quinto (Ramon Fernández, 1970), da pie a la aparición del fenómeno cinematográfico que tomará su nombre: el “landismo”. Su frenética actividad en este año –nueve películas estrenadas- habla bien a las claras de su popularidad.

Vente a ligar al Oeste (1972) es la lógica consecuencia del éxito de Vente a Alemania, Pepe. Idéntico equipo técnico-artístico y el mismo soporte productivo auspiciado por la alianza de Vicente Escrivá con la opusdeísta Filmayer. También argumentalmente el filón a explotar es similar: el complejo de inferioridad del celtíbero medio-de nuevo Landa- ante todo lo que venga de fuera y la asunción final de los valores tradicionales y la resignación como única forma de resistencia a una marabunta consumista que todo lo devora.  La novedad está en el terreno elegido para ambientar la fábula. Lazaga ya había frecuentado  en el que el objeto de burla es tanto un género cinematográfico como el mecanismo mediante el que se produce. En lugar de los gángsteres de Sabían demasiado (1962) o La pandilla de los once (1963), con sus continuas alusiones metacinematográficas, en esta ocasión se recurre a las producciones estadounidenses en suelo español, una vez los italianos han descubierto Almería como sucedáneo ideal del Oeste americano. El homólogo de Samuel Bronston es un tal míster Morrison y Ursula Malone (Mirta Miller) es una caricatura bastante sangrante de Ava Gardner. Su punto de vista -pemanentemente enturbiado por el alcohol- hace que vea al pobre Benito (Landa), un humilde guardavías, convertido en "matador" y que, en la tradición de Bienvenido, míster Marshall (Luis G. Berlanga, 1953) éste asuma sucesivamente los papeles de cantaor flamenco y de torero para así satisfacer el capricho exótico de la estrella estadounidense.

Una vez más la comedia descansa sobre la presencia arrolladora de Landa y el sinvergüenza interpretado por José Sacristán. En cambio, el guión juega con algunos personajes absolutamente patéticos, como Marisa (Tina Sáinz), la figurante a la que un especialista ha dejado plantada con un hijo recién nacido, o, sobre todo, don Emilio (Antonio Ferrandis), veterano actor alcoholizado, que en la escena de su vida se ve obligado a soltar una retahíla de despropósitos -"te frío un queso; soy una inmobiliaria sin motivos; no hay empanadas"- que más tarde se doblarán en inglés. En este extraño desplazamiento de la comedia hacia la oscuridad, se lleva la palma una escena de humor macabro en la que un especialista cae fuera de las colchonetas preparadas al afecto.
-¡Ha parmao!
-Okey, perfecto. ¡Otro hombre español!
-¿Ha dicho otro hombre?
-Claro, de éstos hay aquí, así... A patadas. Venga, vamos al saloon.
-Mira, mira... Que va tieso, Paco.
-Tieso... Va como tiene que ir. Tú a lo tuyo.

El landismo lazaguiano tiene una nueva declinación en París bien vale una moza (1972). Juan (Landa) es "un lila", a decir de su hermana Agustina (Josele Román). Si no, no se explica que se deje explotar como se deja explotar por don Rafael (Alfonso del Real), el cacique del pueblo aragonés en el que se ha criado y del que nunca ha salido. En el pasado de éste hay una historia melodramática que Lazaga cuenta en un flashback repleto de ironía: la de la hija repudiada. Ahora, Juan debe viajar a París y traer de vuelta a casa a Purita y al "fruto del pecado", Rafaela (Yolanda Ríos).

Y ya tenemos al pez fuera del agua; uña y carne con el comisario Philippe (Antonio Ferrandis) gracias a una paella y saltando de empleo en empleo como camarero en un local donde se dan espectáculos de estriptis o como púgil en combates de lucha libre... Más improbable, imposible. En los calabozos se reencuentra con Sophie (Paz Isern), una delincuente que le ha robado su maleta apenas llegado a París y que trabaja para Michel le Mokó (Ricardo Merino), el "caíd" de Pigalle. En un nuevo triple salto mortal sin red, Juan se presenta a sí mismo como "el rey del barrio chino de Zaragoza" a fin de recuperar su dinero. Un nuevo quiebro del destino -o de la imaginación desbordada de José María Palacio, el guionista- sitúa a ambos como empleados en una tienda de antigüedades con unos cuadros valiosísimos. Un Elmyr de Hory de vía estrecha (José Sacristán) se encargará de hacer falsificaciones de los lienzos y los hombres de Michel le Mokó practicarán un butrón hasta la tienda desde la red de alcantarillado.

Fiado en la comicidad de Landa y en la eficacia de los sucesivos disfraces que se ve obligado a colocarse, Lazaga saca adelante como puede esta acumulación de despropósitos en un París en el que todo el mundo habla castellano. O sea, un producto para consumo estrictamente interno y con el consiguiente final triplemente moralizante. Un hallazgo casual constituye el mejor gag de la cinta: don Rafael encuentra a su nieta en un hospital parisino en cuyo dintel una placa proclama: "Liberté, égalité, fraternité... Maternité".

Cuando Lazaga dirige a Landa en la película anterior y en Las estrellas están verdes (1973) para Estudios Cinematográficos Roma su sistema de trabajo está perfectamente engrasado: intérpretes de eficacia cómica probada y un uso combinado del zoom y la panorámica que le permiten resolver muchas escenas breves con un dinamismo un tanto impostado pero con una gran economía. No se pide más de él.  El pobre resultado económico de Las estrellas están verdes se debería, en todo caso, a un título que promete otra cosa que la que ofrece -el guión de partida se titulaba El horóscopo, que pareció poco comercial a los productores- y a una fórmula ya bastante sobada en la que Landa debía asumir el doble papel que le había dado el éxito en No desearás al vecino del quinto (Tito Fernández, 1970). En esta ocasión la caracterización grotesca era exigida por la estrella de la canción Olga Cruz (Teresa Gimpera), quien también le obliga a una estricta dieta alimenticia y a un ayuno sexual permanente, al contrario que la tradicional secretaria (Charo López) quien lo conquista a base de una dieta altamente calórica.

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