Jardiel estrena Las siete vidas del gato en el verano de 1943 en San Sebastián, en plena formación de la compañía con la que piensa estrenar en Barcelona y trasladarse luego a Argentina. Pisa terreno conocido: la intriga dislocada de Eloísa está debajo de un almendro y Los habitantes de la casa deshabitada. También hay aquí un personaje femenino que siente una atracción morbosa por un hombre que podría ser su asesino y una familia tronada, los Arriaga, que no son los Briones pero casi. Sus ascendientes han asesinado a sus mujeres en presencia de un gato negro. Beatriz podría ser la séptima víctima y, por eso, Guillermo ha decidido abandonarla apenas desposada. Lo que sigue es un enredo fenomenal, con un trapero llamado Sócrates metido a detective, dos tías chaladas, pasajes secretos, varios intentos de asesinato y un disparo postrero que sirve de remate a la acción. Sin embargo, este final, sumado a los cuatro prólogos macabros, suscitó reticencias en el público durante el estreno donostiarra, así que la comedia llegó con un final menos siniestro al escenario del Infanta Isabel: siete disparos y siete muertos en escena... que luego no son tales.Alfredo Marqueríe, el paladín de Jardiel en la prensa diaria, asegura que se trata de un auténtico ejercicio circense, "¡más difícil todavía! [...], como para demostrarnos que ni la técnica teatral tiene secretos para él ni su fantasía es inferior a la del mejor folletinista". [Informaciones, 1 de octubre de 1943.]
El guión de Luis G. de Blain pone el acento en los personajes cómicos, adelantando al primer acto la presentación de Sócrates (Antonio Ozores), poniendo al día su actividad profesional al presentarlo al frente de un combo de música tropical que acude a actuar en el banquete de bodas y proporcionándole sendos portores cómicos en los personajes del chófer del microbús, desconfiado y borrachín, interpretado por José Luis Coll, y la gogó argentina que se pone a bailar y se desnuda –signo de los tiempos- cada vez que sale de su sopor y a la que da vida con buenas dosis de autironía Rosanna Yanni. La otra estrategia estructural es la multiplicación de las escenas paralelas y la inserción de planos relámpago sobre los asesinatos del pasado, que vienen a sumarse a una planificación resuelta con abundancia de contrapicados y grandes angulares. La resolución queda aún más simplificada que en la última versión de Jardiel y José Luis Coll vuelve a comparecer en pantalla, esta vez disfrazado de gorila.
Pero si por algo destacan Las siete vidas del gato cinematográficas es por asumir a conciencia la hipertrofia de prólogos que proporcionen un detonante explosivo para la acción dramática, en lugar del clásico preámbulo en el que se nos dan los antecedentes. Patty Shepard encarna a las cuatro mujeres asesinadas en cuatro viñetas que, en lugar de seguir los pasos argumentales pautados por Jardiel, remiten a otros tantos géneros bastardeados: el gótico y el giallo para la dama del candelabro estrangulada (1873); el melodrama italiano y el slapstick en la pianista muerta de un tiro por el marido engañado (1893); el grand guignol y el folletín para la rubia gaseada (1918); y la farsa de la cursilería para la madre que recibe un tiro que iba dirigido contra su amiga (1936). Lo curioso es que esta actualización de la acción, que permite situar el grueso del relato en el año de su realización, no tiene nada que ver con las acciones violentas ocurridas en los prolegómenos de la Guerra Civil, a los que se alude de forma explícita y que viene a sustiruir a la bomba contra Alfonso XIII que servía de referencia temporal al tercer prólogo de Jardiel, ambientado en 1906.
En Blanca por fuera y Rosa por dentro Jardiel juega una vez más con el tema del doble: la historia es la del enamoramiento de dos amigos por dos hermanas gemelas, físicamente idénticas pero de caracteres opuestos. Blanca (Esperanza Roy), explosiva y temperamental, casada con Ramiro (José Luis López Vázquez); y Rosa, cariñosa, dócil y sumisa, con Héctor (José Rubio). Rosa muere en un accidente –que Lazaga presenta en breves flashes retroactivos– y Héctor, tras recuperarse de su pérdida empieza a frecuentar a Blanca. Que en un nuevo percance –un descarrilamiento en la comedia y un accidente de coche en la película– asume la personalidad de su hermana. Para que no haya nada sin su doble, Mónica (Josele Román), la criada, que antes era una desmemoriada, se convierte en una máquina mnemotécnica y, de paso, en uno de los personajes cómicos más memorables de Jardiel, a la altura de la adorable Práxedes de Eloisa está debajo de un almendro, la de “¿Sí? ¿No? Ah, bueno, pues por eso”.
El argumento es aprovechado por Lazaga y su coguionista, Luis G. de Blain, para introducir abundantes chascarrillos a costa del mundillo teatral. La excusa es la aparición de un personaje secundario, el dramaturgo Camilo (Rafael Alonso). Los artífices de la película hacen sangre con otra figura, la del crítico comprometido. La tía de Camilo (Margot Cottens) le contesta que le encanta el teatro de su sobrino porque es “decente y como dios manda; nada de desarrapados que, como pasan hambre, se creen con derecho a criticarlo todo groseramente, sino personajes elegantes, educados, respetuosos del orden establecido que ni sueltan tacos ni se quejan de nada”. También la profesión literaria de Héctor da lugar a la chuscada. Héctor viaja a la Argentina con intención de separarse de Blanca y regresa triunfante y millonario, porque ha vendido allí su novela El furor de las masas para su adaptación cinematográfica. Según Héctor le han pagado muy bien aunque “sólo han conservado el título; eso sí, con mucho erotismo”. ¿Autoironía?
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