Siempre que se le preguntaba por sus inicios, Fernando Fernán-Gómez acreditaba su descubrimiento para el teatro a Enrique Jardiel Poncela y su alistamiento en las huestes cinematográficas a Gonzalo Pardo Delgrás. Fue éste quien lo vio en el escenario y lo llevó las oficinas de Cifesa para que firmase el contrato para su primera película. Claro, que después de estudiar su papel concienzudamente y realizar el primer ensayo en el rodaje de Cristina Guzmán (1943), su descubridor le dijo que tenía que hacerlo exactamente igual... pero con acento inglés. Por entonces, Delgrás era uno de los realizadores mejor valorados en la industra española; hoy está absolutamente olvidado. Veamos...
El actor teatral y director de doblaje Gonzalo Delgrás y su mujer, la actriz Margarita Robles, se introdujeron en el cine gracias al doblaje, cuando la Paramount reconvirtió a esta especialidad sus estudios parisinos de Joinville-le-Pont en 1932. Desde que contrajeran matrimonio en 1926, desarrollaron una importante carrera como intérpretes teatrales y autores dramáticos: con su compañía pusieron en escena en 1929 aquel glorioso fracaso del teatro de vanguardia que fue Los medios seres, de Ramón Gómez de la Serna, y en 1933 estrenarón en el Cómico, Inri, un drama religioso en verso escrito por el propio Delgrás que suscitó adhesiones y rechazos aún antes de llegar al escenario en el revuelto Madrid republicano.
En 1934 se instalaron en Barcelona para hacerse cargo de los estudios de doblaje de M-G-M en España. En diciembre de 1935 Delgrás pasa a dirigir los estudios Acústica, donde al parecer siguió trabajando durante toda la Guerra Civil. Sin embargo, el inusitado éxito de La tonta del bote (1939), una adaptación del sainete de Pilar Millán-Astray que supuso el lanzamiento como pareja estelar de Josita Hernán y Rafael Durán, dio un vuelco a la carrera de Delgrás desde su mismo debut. A lo largo de la década de los cuarenta dirigiría una serie de versiones literarias y teatrales, con especial predilección por la comedia romántica de corte internacional a partir de obras teatrales y de novelas "rosas" firmadas en un buen número de ocasiones por la especialista Luisa María Linares. Como coguionista figura casi invariablemente Margarita Robles, que además suele asumir los papeles de abuela comprensiva, madre doliente y hasta tía excéntrica.
Nada puedo decir de las cintas que no se conservan, ni de las que, conservándose —como El misterioso viajero del clipper (1949), cuyo diálogo califica algún crítico de “codornicesco”—, no he podido ver. Cuatro de ellas está producidas por la empresa del propio Delgrás: La doncella de la duquesa (1941), Ni tuyo ni mío (1944), Trece onzas de oro (1947) —basada en una comedia de Margarita Robles— y Un viaje de novios (1947). La ambiciosa adaptación de Terra baixa, de Guimerá, con la que pretendía debutar como director, no pasó el filtro censor. Por eso arrancamos este repaso con la versión de La condesa María (1942), que pone al día el argumento de la cinta muda de Benito Perojo. En ésta el hijo de la condesa podría haber muerto en la guerra de Marruecos y en la de Delgrás en los cielos soviéticos, luchando con la División Azul, aunque ésta no se mencione y la referencia a la misma sea, literalmente “la lucha contra los sin Dios”. Al margen de las circunstancias históricas, la nueva versión peca de cierto exceso de teatralidad en su concepción, que no en su ejecución. La boda por interés del sobrino golfo Manolo (Rafael Durán) y la frívola Clotildita (Marta Santaolalla) o los lances amorosos del tío Joaquín (José Prada) remiten una vez más a la comedia alocada estadounidense e italiana según se practica en la Cifesa de la posguerra: no en vano, Luis Lucia actúa como jefe de producción. Pero es precisamente la caracterización de estos personajes lo que sirve a Delgrás y Robles —que también interpreta a la condesa— para poner al día el drama de Juan Ignacio Luca de Tena, más allá de los hechos que sirven de referencia histórica a la desaparición de Luis. La llegada de la madre del nieto de la condesa (Lina Yegros) a la casa familiar y el posterior descubrimiento de que Luis no ha muerto suponen los puntos de giro de los actos teatrales y van relegando al resto de los personajes, que han proporcionado en primera instancia dinamismo al relato, a los márgenes del mismo. La conclusión moralizante de la obra teatral no admite enmienda, conforme al momento de su realización, proporcionando a la cinta un final melodramático —algo bastante frecuente en otras comedias de Delgrás de los cuarenta—, que se habría podido salvar tirando de la componente pirandelliana presente en el argumento.
Un marido a precio fijo (1942) es una de las muchas adaptaciones que se realizaron en la posguerra de las novelas románticas de Luisa María Linares. El material de partida proporcionaba siempre entornos selectos, viajes internacionales, romance y unos asuntos tan pícaros como blancos, que a nadie podían ofender. La acción arranca con una doble conversación telefónica: don Nico (Luis Villasuil) y Julito (Jorge Greiner), padrino y prometido respectivamente de Estrella (Lina Yegros) intentan averiguar su paradero. Pero la heredera del imperio del betún sintético está en ese momento casándose en el extranjero con un aventurero que se fuga con el dinero que ella llevaba encima. Estrella, ¡ay!, ha avisado a su padrino y a su prometido del enlace, así que cuando en el hotel que la lleva de vuelta a casa conoce a Miguel (Rafael Durán), un simpático ladrón de joyas, le propone que se haga pasar por su marido durante un mes y luego finja su muerte. Las cosas se complican más aún cuando desaparecen las joyas de una condesa (Lily Vincenti) y Estrella decide partir a Mallorca porque sospecha que Miguel ha cometido el robo. Por allí aparece también Linda (Leonor Fábregas), vieja amiga de Miguel, cuyo pasado como aviador durante la Guerra Civil debe poner al espectador sobre aviso de que su naturaleza es muy otra.
A pesar de algunas citas a Lubitsch, McCarey y Enrique Jardiel Poncela, Delgrás ofrece en ésta y otras cintas de esta etapa una realización dinámica a remolque de un diálogo brillante y ametrallado, que es el principal motor de la acción. Tal es el caso de La boda de Quinita Flores (1943). Quinita (Luchy Soto) se queda compuesta y sin novio ante el altar. Para que olvide el mal trago y evitar el escándalo, su hermano Manrique (Luis Peña) la acompaña en un viaje alrededor del mundo. Pero las penas de Quinita sólo se mitigarán en España, en un pequeño balneario de un pueblecito andaluz. Aunque sus destinos se han cruzado ya en mitad del Atlántico —la metáfora de los dos barcos es literal— el rico heredero Eugenio Palacios (Rafael Durán) vuelven a encontrarse en este remanso de paz al que ha llegado en busca de novia. Su perverso tío ha puesto como condición para entrar en posesión de la herencia que contraiga matrimonio antes de cumplir los treinta años, circunstancia inminente. La puesta al día de una comedia escrita por los hermanos Álvarez Quintero en la década de los veinte por parte de Margarita Robles no está libre de contradicciones. Se alude al divorcio, pero para denigrarlo; asistimos a una boda exprés que justifique el argumento, pero inmediatamente sale fray Cristino —el gran Oviés, con hábito; no en vano Delgrás procede del campo del doblaje— para explicar que no es válida. Luis Peña y Luchy Soto, que contraerán matrimonio en breve, hacen aquí de hermanos que se hacen pasar por matrimonio. ¡Paradojas de la endogamia del star system y fricciones entre la realidad de la España nacional-católica y los modos y modas de la pantalla! El resultado es arquetípico de la Cifesa de este periodo, equidistante entre el humor frenético de Iquino y la buscada sofisticación de Orduña. El staccato en los diálogos denota la influencia de Howard Hawks y de la comedia screwball como patrón, antes que modelos italianos que podían resultar más próximos al equipo español.
Cristina Guzmán es una producción de Juca para Cifesa a partir de la novela Cristina Guzmán, profesora de idiomas, de Carmen de Icaza. El argumento es una de esas historias rocambolescas en la que una humilde profesora de idiomas (Marta Santaolalla) con un hijito a su cargo accede a viajar a parís para hacerse pasar por la esposa del hijo (Carlos Muñoz) de Valmore (Luis García Ortega). La estratagema ha sido ideada por “el rey del acero” para que su hijo recupere la cordura perdida a causa del abandono de su casquivana mujer, que se parecía como una gota de agua a otra gota de agua a Cristina Guzmán. Los enredos se multiplican exponencialmente cuando el buen sentido y el buen hacer de la profesora de idiomas van haciendo que el joven olvide sus chaladuras. Una serie de amigos excéntricos —Lily Vincenti y Mery Martin, dos de las femme fatales del cine español de estos años, un jovencísimo Fernán-Gómez...— sirven de contrapunto extranjerizante, y, por supuesto, la trama desvelará que el parecido entre las dos mujeres no era accidental, aunque la tosquedad de la pantalla partida y las sobreimpresiones contribuyan a sacar al espectador del relato.
La rectitud moral del comportamiento de la viuda de un aristócrata fallecido en combate la legitimará para aseverar, al firmar el contrato con Valmore, que no tiene que “rendir cuentas ante nadie: yo soy mi propia señora y dueña”, una afirmación difícil de sostener en la España de 1943. Una vez resueltos todos los equívocos y fallecido el joven, Cristina aceptará finalmente la propuesta matrimonial de Valmore y renunciará felizmente a su autonomía para que el núcleo familiar quede restablecido. Sin embargo, el argumento es un campo de minas en el nacionalcatolicismo imperante y, acaso por ello y por algunas escenas de gran patetismo que van decantando la cinta hacia el melodrama —el plano del padre subiendo la escalera con su hijo en brazos cuando este cae desfallecido tras una noche de frenética fiesta—, Cristina Guzmán carece del espumeante espíritu screwball que permea otras comedias Delgrás-Robles de este periodo.
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