En 1954 se anuncia el inminente rodaje de Los aventureros de Tánger, dirigida por Gonzalo Delgrás para la marca Hispamer. El proyecto no se logra y Delgrás entra en la órbita de la productora de Sergio Newman y Silvia Morgan con una película de un género bien distinto: El genio alegre (1957). Se trata de una nueva versión del sainete homónimo de los hermanos Álvarez Quintero, que estaba filmado Fernando Delgado en Córdoba para Cifesa cuando se produjo el golpe militar de julio de 1936. Si en aquélla la protagonista —eliminada de la publicidad al finalizar la contienda— fue Rosita Díaz Gimeno, en el esta ocasión el papel de Consolación recae en Marujita Díaz, lo cual supone la inclusión de hasta siete canciones, compuestas en su mayor parte por Augusto Algueró. Desde su mismo prólogo, recosido a base de tópicas escenas andaluzas —los toros en la dehesa, la romería del Rocío, la Feria de Abril...—, los artífices de la cinta buscan disculparse por su condición de españolada:
Sí, ya sabemos que éste es el tópico de toda película andaluza. Pero estas imágenes no son burdas invenciones para la exportación, son auténtico orgullo de esta tierra bendita de España. Por eso, al hacer esta película basada en una obra donde quizá como en ninguna otra se ensalce la alegría de vivir que este sol y esta tierra despiertan, no hemos querido eludirlas.
La misma locución nos introduce en una casa en la que, por contraste, reina la tristeza. A su compás y al paso de la cámara que avanza, las puertas y las cancelas se abren, permitiéndonos el paso al decorado en el que va a tener lugar la mayor parte de la acción: la casa de los marqueses de los Arrayanes, de luto desde la muerte del marqués. Y estamos ya en el ambiente y los personajes —un tanto ajados ya uno y otros— de la comedia de los hermanos Álvarez Quintero, con los excursos musicales apuntados más arriba.
Margarita Robles interpreta el papel de doña Sacramento, marquesa de los Arrayanes, pero no firma el guión, de modo que El genio alegre supone el divorcio literario de la pareja.
El último tramo de la filmografía de Delgrás está al servicio del cantaor Antonio Molina. En La hija de Juan Simón (1957), él mismo comparece en escena para marcar la diferencia entre la realidad y la ficción cinematográfica. O sea, para poner —como en el caso anterior— en cuarentena el tópico con el que ha arrancado la cinta: el del sepulturero que ha de enterrar a su propia hija. Después de que el cortejo haya salido del pueblo silueteado en artísticos contraluces, Delgrás irrumpe en el cuadro para decir que, al entrar en el cementerio, Juan Simón debe ir en primer lugar y no los monaguillos. El cura protesta y el director contraargumenta: “¡La realidad! La realidad es una cosa y el cine es otra. Aquí la figura que interesa es la de Juan Simón, el enterrador, y esa figura es la que tiene que ver el público en primer término”. Los problemas se incrementan cuando el padre debe sacar un pañuelo para enjugarse las lágrimas, pero la canción dice que lleva “en una mano la pala y en el hombro el azadón” y eso es inamovible. “Bueno, pues entonces llore usted sin secarse, dejando que las lágrimas surquen las mejillas. Resultará más emotivo”.
Inspirándose en la vieja copla, escriben José María Granada y Nemesio Sobrevila un “drama popular” con abundantes incrustaciones flamencas, La hija de Juan Simón, que se estrena en el teatro de La latina en 1930. En 1935 Filmófono plantea su adaptación cinematográfica como segunda producción de la compañía. La lentitud de Nemesio Sovrevila como director enerva a Luis Buñuel, que tiene plenos poderes en la productora, y lo sustituye por José Luis Sáenz de Heredia El protagonismo recae entonces en el cantaor Angelillo y, en una breve pero intensa intervención, en la joven bailaora Carmen Amaya. En 1957, Estela Films y Unión Films, encomiendan la nueva versión a Delgrás. La puesta al día del argumento quiere que a un pueblo llegue un equipo de rodaje a filmar precisamente esa misma historia. Todo está revuelto y Alfonso (Mario Berriatúa), el galán de la cinta, convence a Carmela (María Cuadra), la hija del enterrador de que la acompañe a la capital, donde él la impondrá como actriz. Pero cuando se planta en los estudios Sevilla Films de Madrid, Alfonso no le conseguirá otra cosa que un papel de doble de luces. Gracias a una fotografía de boda que le hacen por su condición de tal, Carmela convence a su padre de que se ha casado y de que se va con su marido a Italia, donde él rodará varias películas. El viaje a Madrid del enterrador y de su ahijado Antonio (Molina), para que éste participe en un concurso radiofónico da lugar a una nueva farsa en la que las compañeras de “vida alegre” de Carmela se pasarán por sus cuñadas y un Alfonso en horas bajas será contratado para interpretar el papel de marido de la mujer que deshonró. Pero la comedia se viene abajo con la irrupción en el piso del amante de Carmela. Alfonso revela la superchería, acaso para vengar su humillación, y Antonio le pega un puñetazo con tan mal fortuna que el otro va a darse con el mármol de la chimenea. Y ahora sí, tras ingresar en prisión por fin podrá interpretar Soy un pobre presidiario, que es la pieza obligada del repertorio, junto con la copla titular.
Si el ascenso social —y la degradación moral— de Carmela había quedado representado mediante un montaje en el que distintos hombres la acompañan en coches cada vez más lujosos, su regreso a la miseria para recuperar la dignidad queda representado por escaleras de pensiones cada vez más modestas y una maleta de la que van desapareciendo las mejores prendas. Otro montaje muestra el triunfo internacional de Antonio, una vez liberado de la cárcel: su imagen aparece sobreimpresionada sobre una serie de fotografías... Cuando llegamos a una pagoda japonesa y al Taj-Mahal no sabemos si pensar que Delgrás se está cachondeando de la convencionalidad del recurso y del público que lo acepta a pies juntillas.
El final reprisa el principio, pero ahora con el conveniente acento trágico... como si todo el mecanismo de espejos que Delgrás ha montado para quitarle hierro al tópico quedara hecho añicos y sólo sostuviera ya la historia el armazón de lo convencional. Es un cambio de registro nada infrecuente en la filmografía delgrasiana, pero altamente arriesgado en el caso de una cinta al servicio de una estrella. Probablemente por eso El Cristo de los faroles (1958), la siguiente película del tándem, resulta mucho más convencional. Para empezar, Antonio Molina interpreta a un célebre cantante profesional y las canciones constituyen buen parte del metraje. En segundo lugar, el melodrama se apura hasta las heces aún a costa de condenar al personaje más débil de la cinta. Por último, la presencia del Cristo cordobés presidiendo el relato —allí conoce a Antonio a Soledad (María de los Ángeles Hortelano) y a sus pies se reconciliaran al final— parece imponer el tono sacrificial con el que ella asume un matrimonio desgraciado y declina el ofrecimiento sincero de un matador (Rafael Romero-Marchent) que siempre la amado.
Cierra el ciclo dedicado a Antonio Molina y la filmografía de Delgrás Café de Chinitas (1960). A su regreso de una exitosa gira por Latinoamérica a su Málaga natal, Antonio Vargas (Antonio Molina) puede comprobar la decadencia del que en otro tiempo fuera célebre café cantante, en el que cantó el gran Silverio la caña y se hicieron célebres las malagueñas de Juan Breva y Antonio Chacón, y las soleares de La Parrala. Delgrás va ilustrando la crónica de las glorias pasadas con actuaciones musicales y anécdotas —el que arrojó a su novia desde el palco en un baile de Carnaval, la desastrosa representación de un Tenorio por un aficionado— y así llega a la juventud de Antonio, cuando ejercía de tramoyista para llevarle el pan a sus hermanos. Por entonces son primeras figuras la bailaora Rocío (Eulalia del Pino) y el cantaor Paco el Rondeño (Rafael Farina), siempre a la greña. Y es así, como pasado el primer cuarto de hora de metraje, la cinta encuentra su cauce en la rivalidad amorosa y canora de los dos cantaores. El Rondeño es el veterano cuya voz manda en el escenario y Antonio el espontáneo al que, cuando tiene que cantar ante el público, se “le agarrota el gaznate”. Esto propicia que aparezcan algunos cantes tradicionales, como las rondeñas que Antonio canta en la playa mientras recoge las redes. Cuando por fin se decide a debutar para sacar a sus hermanillos del asilo de beneficencia, El Rondeño le felicita a regañadientes: “Lo tuyo no es cante puro, pero se escucha con gusto”. Y el limpiabotas metido a representante (Enrique Ávila) le explica al empresario del Café de Chinitas (Manuel de Juan) el busilis del negocio: “Desde mañana la gente se va a matar por llenar el Café de Chinitas: los unos, que si El Rondeño, que es el cante antiguo; los otros, que si Antonio, que es el nuevo. Y la casa, a hincharse”. Una oportuna elipsis pasa por alto los años de la República y la Guerra Civil. Es como si de la década de los veinte, en la que parece ambientada la primera parte del enfrentamiento, pasásemos directamente a la de los cincuenta. Sin embargo, apenas hay cambios en Rocío y en las otras mujeres que pasan por la vida de Antonio. Tampoco en la clientela de contrabandistas, aficionados taurinos y entendidos en flamenco: estamos en un tiempo ahistórico en el que sólo la rivalidad entre cantaores tuviera relevancia... un leitmotiv traído, por otra parte, de La copla andaluza, gran espectáculo flamenco estrenado en el teatro Pavón de Madrid en 1928. De hecho, ni siquiera la rivalidad amorosa es auténtica. Rocío es, simplemente, objeto de codicia, adorno de lujo del cantaor. Sólo en el último acto adquirirá una actitud activa, citando a Antonio en la venta del Toro, adonde cada noche acude El Rondeño, que la sacude cada tanto un par de guantazos y la enloquece con su cante. Ahora podría ser Antonio quien, en un reservado, los dos solos, depositase una copla en su oído, en una metáfora sexual tan diáfana que no admite confusiones. La reyerta lleva a Antonio al sanatorio en un proceso de redención que le conducirá a los brazos de Consuelo (Delia Luna), la mujercita buena que cuidaba de sus hermanillos y que ahora criará a su prole, en una referencia al propio matrimonio del cantante con Ángela Tejedor.
De modo paradójico, el cierre no es la vindicación del Café de Chinitas y su reapertura, como parecía indicar el prólogo, sino su inscripción en la mitología del flamenco y de Málaga. Como viene a decir Delgrás por boca del cronista de la ciudad: el tablao es el escenario de la envidia, el crimen y las “pasiones malas”; bien está que quede su leyenda. Pero, confinado el cantaor a la antigua en el penal, el salto del nuevo estilo a los grandes teatros y a Latinoamérica supone —una vez más en el cine de estos años— el triunfo de una modernidad que aún equivale a limpieza moral y no a la disolución de la misma. La polaridad se invertirá en la siguiente metamorfosis de la españolada adaptada a la década del desarrollismo: las cintas de Manolo Escobar y Conchita Velasco.
Delgrás no estará presente en este nuevo ciclo. Aparte de una incursión televisiva en 1968 junto a su mujer con el libreto de Los cascabeles de la locura (Pilar Miró, 1968), se presentará repetidamente —y será premiado— al concurso anual de guiones del Sindicato Nacional del Espectáculo. En la convocatoria de 1958 ganará un tercer premio con El picapedrero, en 1963 el primero con un libreto coescrito con el falangista Luys Santamarina sobre la figura histórica del cardenal Cisneros y, en 1963, un segundo por su biopic María Sklodowska, de casada madame Curie. En 1969 obtiene de nuevo un tercer premio por un guión escrito con Juan Antonio Cabezas sobre otra mujer, pionera del feminismo: Concepción Arenal. Ninguno de estos guiones llegó a la pantalla.
Margarita Robles hará algún papelito más en Piso de soltero (Alfonso Balcázar, 1964), Più tardi Claire, più tardi (Brunello Rondi, 1968) y La casa sin fronteras (Pedro Olea, 1972).
En 1969 fallece el hijo de ambos, Gonzalo Pardo Robles, que había trabajado en el equipo de dirección en algunas películas de su padre y siguió ejerciendo como secretario de rodaje o ayudante de dirección hasta el final de su vida. Margarita Pardo Robles, casada con el actor Frank Braña, trabaja como script desde principios de la década de los sesenta. En 1982, Margarita Robles publica su autobiografía: Mis ochenta y ocho añitos. Fallece en 1989. La ha precedido Gonzalo Delgrás en 1984.
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