domingo, 26 de enero de 2025

parábolas del tardofranquismo por alfonso ungría

No fue únicamente Carlos Saura quien se dedicó al cine metafórico durante el segundo franquismo para lidiar con las cortapisas censoriales. Alfonso Ungría optó por otro modelo de cripticismo. El hombre oculto (1970) es una parábola sobre la situación en España a finales de los sesenta, un poco en la línea de la coetánea Contactos (1971), de Paulino Viota. O sea, clandestinidad, hermetismo, despojamiento formal.

La chispa inicial del primer largometraje de Ungría es la publicación en el Boletín Oficial del Estado del 1 de abril de 1969 de la norma que declara prescritos los “crímenes” cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939, esto es, la fecha en que las tropas nacionales proclaman “alcanzados sus últimos objetivos” y finalizada la contienda. Empiezan entonces a salir a la superficie los “topos”, los republicanos que se enterraron en vida en zulos en el interior de sus propias casas tras ser derrotados en la Guerra Civil.

Hay algunas películas de estos años —entre ellas, La mano de madera (Augusto Martínez Torres, 1968)  y El desastre de Annual (Ricardo Franco, 1970)— que presentan a pequeños grupos de personas encerrados en viejos pisos sumidos en rutinas perfectamente absurdas. Es el resultado de la conjunción de los usos habituales del cine marginal en el entorno de una España claustrofóbica en la que Franco agoniza. No olvidemos que en 1969, a consecuencia de las protestas por la muerte del estudiante Enrique Ruano, se declara por primera vez desde la Guerra Civil el Estado de Excepción. Está contado en una práctica del primer curso de Dirección de la Escuela Oficial de Cine por Gonzalo García Pelayo: Mario (Terror y miseria) (1969). Estas réplicas del sesentayochismo adaptadas a la realidad de España culminaron con la expulsión de la mayoría de los alumnos de la Escuela y quienes empezaban a hacer cine por entonces quedaron abocados a la práctica del cine marginal.

Con otras coordenadas esto también se da en el cambio de década, por ejemplo, en Manderley de Jesús Garay, en Umbracle, de Portabella, en Aoom, de Gonzalo Suárez, y en las primeras películas de Augusto Martínez Torres y Emilio Martínez Lázaro. Todavía Los viajes escolares, de Jaime Chávarri, se mueve en este mismo terreno, aunque con intención de salir de la clandestinidad. La contrapartida son las películas libérrimas del propio Chávarri —como Ginebra en los infiernos, en Super-8—, El lobby contra el cordero, de Antonio Maenza, o Shirley Temple Story, de Antoni Padrós. Son producciones que se aprovechan de su carácter marginal para reivindicar una libertad absoluta, que, hoy en día, en tiempos de estructura aristotélica pasada por la batidora del manual de guión, resultan poco menos que ofensivas para la mayoría de los espectadores.

Tal es el clima en que se fragua El hombre oculto, con sus citas de Kafka y todo. La película representa a España en la Mostra de Venecia de 1970. Ungría proclama entonces, un tanto pomposamente, la filiación valleinclnesca de su proyecto:

Mi forma de expresión es el graznido, escupiendo la mugre que deforma la música de nuestras voces. Para narrar la cochambre —lo soterrado, el disimulo, las medias frases, las amenazas veladas, el susurro, el guiño cómplice, el rodeo, la desconfianza, la impotencia voluntaria— se utiliza una estética subnormal. (El odio del instinto, después vendrá la locura). Hago mi estética deforme para aquí y ahora, galería de espejos cóncavos y convexos, carcajada primitiva de transeúnte cotidiano. Y propongo al espectador la visión de este recorrido para morirse de risa. [Juan José Porto: “Alfonso Ungría habla de la película que ha representado a España en el Festival de Venecia”, en Libertad, 16 de septiembre de 1970, pág. 5.]

Parece como si después del encierro que supuso El hombre oculto, Ungría hubiera decidido hacer todo lo contrario. Tirarse al monte (1971), su segunda película se desarrolla íntegramente en exteriores, aunque los personajes sigan viviendo en la reclusión y la marginalidad.

En un paisaje tan agreste que resulta abstracto, una serie de personajes escapan de la sociedad y de los dos representantes del orden que deambulan por allí. Claro, que estos dos tipos —cruce de pareja de la benemérita sin tricornio y guardias forestales— incuban un huevo de basilisco, animal mitológico con forma de reptil de mirada letal y aliento venenoso. Y que la criatura que nace maldita por la mujer que da a luz (Yelena Samarina) se convierte inmediatamente en un adulto (José Renovales) aquejado por un vértigo metafísico. Por suerte, hay allí un labrador filósofo (Luis Ciges), que escribe consignas en las rocas. También una mujer entregada sin más al disfrute de la vida (Julieta Serrano). Y un barquero borracho (Andrés Mejuto) que cruza el lago a algún viajero despistado que no sabe que no va a ninguna parte. Y un homosexual (José Vidal) que lleva siempre a su alrededor, como mariposas, los insultos de las gentes de orden... Algunos llevan su marginación hasta el extremo: el barquero fabrica un aparato volador y se arroja con él al vacío. Otros, aceptan la integración: el homosexual termina alistándose en la legión. Otros, en fin, asumen como propia la lógica del capitalismo: la mujer en celo permanente se prostituye en la capital chuleada por el joven y ambos convencen a los habitantes del pueblo para que vayan a la ciudad a consumir y a ser explotados sin miramientos, mientras que ellos regresan al pueblo, dueños absolutos de un lugar deshabitado.

Ungría se muestra inmisericorde con el espectador. Las escenas carecen de progresión y la causalidad brilla por su ausencia. Por momentos, se entrega a la pura celebración performativa, como si ante una representación del Living Theatre nos encontráramos. El resultado es una suerte de comedia bárbara valleinclanesca influida por el Glauber Rocha de Cabezas cortadas (1970), película que el brasileño había rodado en España un año antes también con producción de Profilmes.

Realizada en 1976, Gulliver sufrió en carne propia los últimos coletazos de una Censura a punto de pasar a mejor vida. Por un quítame allá esa escena de sexo oral, la cinta quedó bloqueada administrativamente, sin permiso para ser estrenada. Su director, Alfonso Ungría, cuya carrera llevaba camino de convertirse en un rosario de desencuentros con el público recurre a la prensa para denunciar las presiones administrativas. 

¿Qué asustaba tanto a los censores? La adaptación a la España contemporánea de la obra de Jonathan Swift. Con el tiempo, Liliput y el resto de tierras visitadas por Lemuel Gulliver se habían ido descafeinando convirtiendo en temas infantiles apropiados para dibujos animados o efectos especiales la feroz sátira de Swift, que es también —no lo olvidemos— el pergeñador de aquel inolvidable panfleto titulado Una modesta propuesta para acabar con el hambre y la miseria en Irlanda en el que sugiere que los pudientes beberían de devorar a los hijos de los menesterosos.

Con la colaboración de Fernán-Gómez en el guión Ungría urde una parábola satírica en la que un delincuente, huido de la policía, se refugia en un pueblo abandonado que sirve de cobijo a una cuadrilla de treinta enanos que actúan en espectáculos cómico-taurinos. De ahí surgió precisamente la idea. Declaraba:

A mí siempre me habían asombrado aquellas corridas bufas que organizaba El Chino Torero con su troupe de enanos. Cuanto más empitonaba el becerro a los pequeños hombrecillos, cuantas más volteretas y golpes les propinaba, más crecían las risas, el jolgorio, del respetable público. ¿Fiesta bárbara? ¿Sadismo colectivo? No; más bien, descubrí que la desfiguración de una imagen (trágica, en este caso: “la cogida”) libera de la crueldad de su absurdo, y este descubrimiento gratificante se desborda en risa. [...] No tengo la menor duda del porqué, de entre los diversos sectores de marginados, los enanos son los que sufren la más, imposible integración social. ¿Se imaginan ustedes que un enano pudiera llegar a magistrado supremo, catedrático, presidente de la Generalidad o hasta ser elegido sumo pontífice? [...] Pues, eso. Es el único de los marginados que sólo con su presencia, a la cabeza de cualquier institución, haría tambalear sus cimientos. [El País, 19 de abril de 1979.]

El reparto incluye a los diminutos Enrique Fernández, José Jaime Espinosa, Rodolfo Sánchez, Mariano Camino, Isabel Fernández... y así hasta treinta liliputienses que en el cartel se promocionan como “grandes enanos”. Rememora el protagonista en un libro de conversaciones con Enrique Brasó que este fue uno de los problemas a los que hubo de enfrentarse la producción. El organizador financiero del asunto contaba con el sueldo de su estrella, pero pensaba que los salarios de los diminutos serían proporcionales a su tamaño. Craso error. Casi todos ellos ganaban sus buenos cuartos en el circo o con los espectáculos taurinos y renunciar a ellos durante más de un mes que duró el rodaje, requería compensaciones principescas. Por ello, concluye Fernán-Gómez, los productores tuvieron que seguir pagando pequeñas cantidades mucho tiempo después de acabado el rodaje. “Lo que más recuerdo, como cosa singular, es el haber visto que todos estos actores componían una especie d sociedad distinta dentro de nuestra sociedad. Y que se comportaban de otra manera. Vivían así”.

Martín “El Marquesón” (Fernán-Gómez) descubre que el diminuto empresario que explota a sus compañeros oculta a una mujer (Yolanda Farr). Con la ayuda de ésta el extranjero decide hacerse con el poder. Lo logra gracias al libre mercado: juego, alcohol, tabaco... Los oprimidos se alzan contra su antiguo jefe... sólo para colocar en su puesto al delincuente. Eso sí, en nombre de la civilización occidental y el progreso. La lectura entre líneas, en tiempos de la transición democrática, no podía ser más sarcástica. Menos nihilista acaso que aquella Auch Zwerge haben klein angefangen (También los enanos empezaron pequeños, 1970), que el director alemán Werner Herzog rodara en Lanzarote y que tantos puntos de contacto guarda con Gulliver.

El resultado es tan esperpéntico como cabía esperar y bastante más brutal, zafio y conscientemente feísta de lo esperado. Escenas como la de la felación o la violación de Rosa por parte de los enanos liberados de la opresión de su jefe son brutales hasta lo doloroso.

Los espectáculos puestos en escena por los pequeños en su cuartel de invierno son espectáculos taurinos —una parte del elenco procede de la troupe de “El Chino Torero”— y el vodevil arrepistado. Cuando Martín se haga con el poder intentará llevarles por la senda del teatro trascendente, los clásicos con lectura contemporánea y el toreo serio. Todo ello dará como resultado el ridículo más espantoso ante los empresarios teatrales (José Riesgo y Enrique Vivó), que buscan el espectáculo burlesco que asegure la taquilla, y, más grave, la cogida y muerte de uno de los toreros diminutos que provocará la venganza de los fenómenos en la línea canónica marcada por Freaks (La parada de los monstruos, 1932). El rótulo final dedica la cinta “a los marginados de cualquier condición, a los extranjeros de ninguna parte”, algo con lo que nos sentimos plenamente solidarios.

La cinta dirigida por Ungría se revela así como pieza clave en la evolución de Fernán-Gómez como cineasta. Una línea que enlazaría desde la zarzuelera Bruja, más que bruja (1977) hasta la desesperanza desaforada de Mambrú se fue a la guerra (1986). 

Gulliver se estrena con casi tres años de retraso en el coqueto cine Palace de Madrid, con sus butacas blancas y su terciopelo rojo, una vez enterrado el control estatal heredado del franquismo.

Dos versiones primigenias del comentario sobre Gulliver aparecieron en Circo Mélies.

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