domingo, 14 de octubre de 2018

selmier: actor, autor, asesino (3)

 

Aunque el rodaje de Cuadrilátero (Eloy de la Iglesia, 1969) no forma parte del argumento de Blow Away, el ambiente que retrata encuentra eco en las páginas que Selmier y Kram dedican al principal interés del segundo: el boxeo. Según el relato, Selmier suele ir a correr todas las mañanas por el Parque del Retiro y allí se encuentra con un peso pesado sonadísimo apodado “Baby” Estrada. Selmier se ofrece a entrenarle y, tras una pelea desastrosa, lo coloca de chófer de Amparo, una madame que controla a varias prostitutas de lujo y visita los exclusivos puticlubs de Madrid en un Mercedes blanco.

La operación comercial organizada por el productor Arturo Marcos en torno a Cuadrilátero resultaba incontestable. El púgil cubano José Legrá acababa de ganar el título mundial de los pesos plumas y se había convertido en toda una celebridad al dedicar sus triunfos a Franco y al pueblo español. Como El Cordobés o como Massiel, sus ires y venires son amplificados por la pequeña pantalla y por los periódicos ávidos de titulares. Los mencionados, como otro buen número de cantantes, toreros o deportistas, se han incorporado al elenco de nuevos actores cinematográficos —el doblaje es una herramienta muy útil también en este terreno— y sus películas han rendido buenos dividendos. Después de intentarlo con Mario Camus, responsable de las películas de Raphael, Arturo Marcos decide poner el proyecto en manos del joven Eloy de la Iglesia, que llevará a la pantalla el melodramático guión de Antonio Fos, cuajado de tópicos sobre el mundo boxístico, con brío y modos afines a las nuevas tendencias mundiales en lo que al relato audiovisual se refiere. Entonces, ¿por qué Cuadrilátero fue un fracaso no sólo de crítica, sino de público?


Para empezar, Legrá no es en absoluto el protagonista de la cinta. Su personaje, José Laguna, campeón europeo y aspirante al título mundial, aparece en primer lugar en los créditos pero su función en el reparto es bastante secundaria. El guión plantea un melodrama sin ambages, en el que más allá de los enredos del mundo del boxeo se plantean una serie de consideraciones sobre el éxito y el fracaso a partir de las relaciones especulares entre varias parejas de todo tipo y condición. Desde la amistad del atribulado Miguel Valdés (Dean Selmier) —que está a punto de colgar los guantes cuando deja ciego a un contrincante— con el viejo campeón Young Miranda (José María Prada), a la relación que éste mantuvo con Olga (Irene Daina), la decadente amante del todopoderoso promotor Óscar (Gerard Tichy). Éste tiene una joven protegida, Elena (Rosanna Yanni), de la que Miguel se enamora perdidamente, haciendo peligrar su carrera y volviendo a caer en la misma trampa que cayó su preparador actual, Young Miranda. En in intento por recuperar la juventud que se le escapa, Olga mantiene una relación clandestina con José, quien, a su vez, forja en sus entrenamientos conjuntos una buena amistad con Miguel. Este hilo conducirá al clímax, cuando Óscar fuerce el combate entre ambos por el campeonato del mundo, en venganza por sus respectivas traiciones. Será el momento en que Young Miranda ajuste cuentas con Óscar. Relegado a figura icónica el campeón Pepe Legrá, Selmier se convierte en auténtico protagonista de la cinta, con Tichy como antagonista.

Eloy de la Iglesia sirve esta enrevesada trama con efectismo, recurriendo a contrapicados enfáticos, a la alternancia de planos generales con primerísimos primeros planos de los actores, al montaje percutiente. No obstante, la materias primas con las que trabaja son las relaciones de poder y sometimiento que se establecen entre unos personajes tendentes en unos casos al hedonismo de corte desarrollista y en otros al puro masoquismo. En esto, resulta perfectamente coherente con el universo frecuentado en la primera etapa de su filmografía. A pesar de ello, Selmier se despacha a gusto con ella y asegura que ni siquiera le sirvió de aprendizaje. “Trataba sobre un boxeador ciego y uno tendría que haber estado ciego para poder disfrutar con ella”. [Selmier y Kram: Op. cit. pág. 236.]


Eloy de la Iglesia volverá a contar con él en su siguiente película: El techo de cristal (Eloy de la Iglesia, 1971). La cinta está realizada al servicio de Carmen Sevilla, por lo que el papel de Selmier resulta lógicamente subsidiario. Ricardo (Selmier) es el casero de dos matrimonios que viven en el campo. Marta (Carmen Sevilla) se queda sola a menudo porque su marido (Fernando Cebrián) debe viajar por motivos de trabajo. En el piso de arriba vive Julia (Patty Shepard) cuyos pasos inquietan a Marta por las noches, sobre todo cuando se entera de que el otro marido también está ausente. Marta, siempre fantasiosa, urde la historia de un crimen. Como Ricardo se dedica a la cerámica, Julia podría haberlo asesinado y haberse deshecho del cadáver en el horno. O que ha descuartizado el cadáver y lo ha echado de comer a los perros. Al tiempo que la atracción que Marta siente por Ricardo va en aumento, la frontera entre su desbordada imaginación y la realidad se van desdibujando. Tanto Marta como Julia son espiadas por un fotógrafo al que no vemos; sólo podemos escuchar los clics que produce la cámara al robar las imágenes de las dos mujeres. De la Iglesia aprovecha para teorizar sobre la naturaleza de su cine y la relación con su público por boca de Ricardo. Este desdice a Godard: el cine no sería la vida a 24 fotogramas por segundo, sino la válvula de escape del voyeurismo de los espectadores, cuya complicidad busca una y otra vez, más que mediante el suspense hitchcockiano —al que se cita en más de una ocasión—, aprovechando la identificación del público con la cualidad estelar de Carmen Sevilla y su cambio de imagen. Sin embargo, es el torso desnudo de Selmier lo que continuamente excita el deseo reprimido de Marta.

Inmerso en este maremágnum de producciones en las que tiene papeles principales, no ha podido protagonizar Tentativa, un spaghetti western que se anuncia en 1970 como coproducción hispano-italiana y en el que iba a compartir cabeza de cartel con Thomas Hunter, otro estadounidense con formación militar y vocación escénica expatriado en Europa y que ha protagonizado en España El magnífico Tony Carrera (José Antonio de la Loma, 1968). [ABC, 3 de julio de 1970. pág. 77.]


Sus dos últimas películas de este periodo de frenética actividad cinematográfica son Mecanismo interior (Ramón Barco, 1971) y La novia ensangrentada (Vicente Aranda, 1972). La primera resulta hoy prácticamente invisible. Supone el debut en la dirección del cubano-portorriqueño Ramón Barco y, a juzgar por las reseñas de su paso por el festival de San Sebastián, debía ser un proyecto tan personal como desquiciado. El argumento gira alrededor de una actriz (María Mahor), víctima de tremendos traumas infantiles, que se sumerge en un proceso que la conduce a la locura. Sigamos a Miguel Pérez Ferrero, cronista del festival, en su intento por desentrañar la enrevesada trama:
Guarda la vivencia de un ocasional contacto sexual con un muchacho. La invade un irrefrenable amor por un amante que se ha inventado [Selmier]; y el padre [de nuevo Selmier], su progenitor, y el amante se funden, se confunden en un parecido que casi los identifica. Todo eso crepita en la mente de la actriz, que cada vez va, ella misma, entorpeciendo, haciendo casi imposible su trabajo profesional. La actriz está casada y su marido, un productor, en la cárcel por no haber podido cumplir compromisos económicos contraídos. La protagonista la actriz, insistimos— tiene sueños eróticos. El mundo de sus fantasmas estrecha el cerco que le ha puesto. Nada puede el psiquiatra al que va a consultar. Pero cuando el marido sale de la prisión resulta que también es el mismo personaje —el padre, el amante— [una vez más Selmier] y se arroja a él como una tabla de salvación. Sin embargo, la mente de la mujer no tiene ya salvación alguna. [Donald: “Mecanismo interior, de Ramón Barco, en el Festival de Cine de San Sebastián”, en Blanco y Negro, 17 de julio de 1971. pág. 67.]
También La novia ensangrentada bucea en el subconsciente femenino, pero con envoltorio de película de terror más o menos al uso. Aranda toma el relato de vampirismo Carmilla, de Sheridan Le Fanu, y realiza una versión explícitamente psicoanalítica y voluntariosamente surrealista. Aunque pueda parecer lo mismo, los registros no pueden ser más disímiles. Las primeras coordenadas se concretan en apuntes simbólicos —palomas que emprenden el vuelo, llaves desaparecidas, dagas que penetran en la carne, el empleo del blanco y el rojo en el vestuario y el atrezo...—, en tanto que las segundas están ligadas a las imágenes perturbadoras de una mujer enterrada en la arena con unas gafas y un tubo de buceo o a las dos protagonistas desnudas, abrazadas en el interior de un ataúd. El principal mérito de Aranda es colar de matute todos estos contenidos en un paquete con el colorido envoltorio de una película de fantaterror en la que una pareja (Maribel Martín y Simón Andreu) llega en viaje de novios a un viejo caserón en cuyas proximidades se enterró el cuerpo de Mircalla de Karnstein (Alexandra Bastedo), novia ensangrentada al apuñalar repetidamente a su marido en la noche de bodas. Sin embargo, la proliferación de desnudos integrales femeninos —en los que Maribel Martín es sustituida por una “doble de cuerpo”— y la explicitud “gore” de las escenas de violencia propiciaron la acción de la censura no sólo en España, sino también en Gran Bretaña.


Selmier comparece en pantalla cuando ya ha transcurrido la mitad del metraje: es el médico que inyecta un calmante a la abrumada novia, después de que haya tenido la primera de sus sangrientas pesadillas. Tranquiliza al marido, pero se muestra incapaz de sanar los males del espíritu, que parecen ser los que aquejan a la joven. En su segunda visita asegura que es necesario avisar a un psiquiatra y sirve de soporte utilitario a Aranda para endilgarle al espectador la historia de Mircalla Karnstein, al tiempo que el pragmático doctor da voz a la incredulidad del espectador que ya a está a punto de caramelo para entrar en esa fase de suspensión de la incredulidad que precisa todo relato de terror sobrenatural. Por supuesto, su incredulidad le costará la vida.

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