domingo, 7 de octubre de 2018

selmier: actor, autor, asesino (2)



El guión de Los desafíos llevaba tiempo dando tumbos por las covachuelas administrativas y a Elías Querejeta —productor oficial de la película— se le ocurre entonces la idea de dividirlo en tres episodios y que un debutante dirija cada uno de los tres. Guerin Hill, Egea y Erice decidieron que el protagonista de los tres episodios fuera un estadounidense porque su intervención en la película era determinante para el proyecto. Así se lo explicaba Egea al redactor de la revista Nuestro Cine que les entrevistó en el Festival de San Sebastián:
Elías […] tenía en principio la idea, en abstracto, de hacer una película con gente joven que nunca hubiese hecho cine; luego surgió la posibilidad material, la relación económica que pudiese haber con Dean Selmier o con Bill Boone, que de verdad no sé cuál es. Entonces, estos elementos se fueron juntando, y a partir de unos datos concretos, que eran que Dean Selmier tenía que ser el protagonista de las tres historias, nosotros pensamos que era mejor que hiciese de norteamericano y no de otra cosa. [“San Sebastián 69: A propósito de Los desafíos”, en Nuestro Cine, núm. 87, julio de 1969.]

Las tres historias sitúan al estadounidense en diferentes contextos españoles y culminan violentamente. Bill es un militar estadounidense que, de camino a Roma, se detiene en España para ver a la chica a la que enseñó inglés y que mantiene una relación ambigua con su padre. El hecho de que estos dos personajes estén interpretados por Paco Rabal y su hija Teresa, añade morbo al asunto y fue uno de los caballos de batalla en las instancias censoras. En el segundo episodio, con peluca rubia, es Alan, un diletante de viaje por España con su novia, que ofrece al propietario del cortijo en el que se han colado. De nuevo el reparto es crucial, puesto que este personaje está interpretado por Alfredo Mayo, que en estos años encarna para Querejeta diversas variantes maduras de su imagen de héroe de la posguerra. Lo más curioso del tercero: el debut de Erice en está protagonizado… por un chimpancé. Selmier, con bigote, es un atormentado veterano del Vietnam. Para espiar a sus compañeros en un pueblo abandonado de la estepa castellana, utiliza un visor cinematográfico, un artilugio que en Blow Away tiene protagonismo especial, puesto que se trata de un artilugio camuflado para poderle inocular un veneno al viejo nazi.


Apenas finalizado este rodaje —o acaso antes— Selmier viaja al norte de África para interpretar a otro yanqui primario, bebedor, pendenciero y con propensión a quitarse la camisa y aparecer con el torso desnudo. El veterano José María Elorrieta se embarca en dos coproducciones con Túnez, país que debía proveer, amén de algunos actores, localizaciones exóticas. Él mismo dirige Las joyas del diablo / Le diable aime les bijoux (1969) y, a partir de un argumento suyo y de José Manuel Iglesias, encomienda la dirección de Gallos de pelea (1969) a Rafael Moreno Alba


La cinta juega una triple baza: la preocupación en Europa por los movimientos de liberación nacional en varios países del norte de África, la romantización de la figura del mercenario y la posibilidad de realizar una película de acción sin mayores preocupaciones ideológicas. Y a esto es a lo que se dedica Moreno Alba a lo largo de todo el metraje. Una acción de comando en el desierto y el encuentro en la playa entre René (Simón Andreu) y Haiza (Silvie Feit) sirve para presentar al espectador los dos polos del conflicto dramático: Haiza quiere que René abandone esta vida y él hace valer que él es un soldado de fortuna profesional y que debe ir allá donde le paguen. El grupo financiado por Tylar (Jamil Joudi) está integrado por mercenarios de todas las nacionalidades. Hay un tipo apodado "Espantajo" (Gerome Jeffrys), un griego (Luis Induni) y un estadounidense (Dean Selmier), un tipo que se pasa el día bebiendo whisky a morro de la botella y al que conocemos bailando con una stripteuse que realiza de danza de vientre. La caracterización es mínima. El griego es un putero, Tylar le debe la vida a René, el yanqui siente pasión por las armas y la bronca. De este modo, Selmier tiene ocasión de demostrar sus dotes como especialista durante una pelea a puñetazos con René en el desierto. Por lo demás, poco más se exige de él que su mera presencia física. Pero la situación en África ha cambiado, las revoluciones han dejado paso a la política y, para sobrevivir, René y sus compañeros se verán obligados a robar un polvorín y transportar las armas por el desierto por cuenta de un grupo revolucionario comandado por Omar (Mohamed Kouka) y por la atractiva francesa Colette (Karin Meier). A partir de ese punto comienzan los conflictos de fidelidades, las persecuciones en camión, las peleas a puñetazos, los tiroteos y las réplicas cínicas de René al idealismo de Colette… Las incursiones exóticas, incluyen incoherencias como que los mercenarios celebren una fiesta con los bereberes que deben proporcionarles provisiones bien regada con alcohol y en el que la rubia europea ejerce de intermediaria. Derroche de testosterona que tendrá un final trágico en la frontera, pero que servirá a una toma de conciencia de René ridícula a fuer de extemporánea.

La guinda del cóctel bizarro es un tema musical titulado "El ritmo del mercenario" interpretado por Los Pekenikes. Tampoco ellos tienen la culpa de que Gallos de pelea no llegará a las pantallas de la capital hasta el mes de mayo de 1972, y aún así lo hará en el cine Madrid, en la popular Plaza del Carmen.


La tercera semana de junio de 1969 Selmier viaja a San Sebastián con el equipo de Los desafíos. Casi nadie se preocupa por él porque la presencia de los tres directores debutantes acapara la atención cinéfila, junto con las canas de Josef von Sternberg como presidente del jurado y las barbas de Francis Ford Coppola que presenta a concurso la personalísima The Rain People (Llueve sobre mi corazón, 1969). Una fotografía muestra al equipo con la Concha de Plata a una obra realizada por un novel. Tres en este caso. Con barbas y bigotes muy de la época, pañuelos al cuello o jerséis de cuello cisne, los tres directores rodean a las actrices Barbara Deist y Daisy Granados, que sostiene el trofeo. Querejeta mira desafiante al objetivo, con un cigarrillo en la mano y sus gafas de sol. El primero por la izquierda en la fila de atrás es Selmier. Su mano izquierda reposa sobre el hombro de Erice. A pesar de ello, parece como desplazado y ajeno al resto del grupo, como si se hubiera agregado a última hora. Parte de la extrañeza se debe también a que es el único que lleva un traje de tres piezas.

La cubana Daisy Granados se apresura a declarar que ella ha interpretado su personaje “con una postura crítica” puesto que los protagonistas de la historia de Erice carecen de principios. “A mí me dan un poco de pena y al mismo tiempo me asquean”. [Citada por José Luis Tuduri: San Sebastián, un festival, una historia (1967-1977). San Sebastián, Filmoteca Vasca, 1992. pág. 107.] Los tres directores se muestran aún más críticos con el premio: “Hemos ganado, pues bien, encantados, pero en realidad nos importa muy poco”. [Ibídem. pág. 113.]

La versión Selmier es diametralmente opuesta. En Blow Away relata la fiesta en un palacete de los que dominan la bahía de la Concha como uno de los episodios —acaso el más doloroso— de su carrera como asesino a sueldo ya no sabe de quién: el de la noticia de la muerte de su amada Sandra. Todo lo demás ha sido un largo prólogo:
El Festival de San Sebastián era un circo de tres pistas: la del arte, la del glamur y la del negocio. […] El glamur, esa presencia poco común de determinada gente en un momento preciso, un aroma en el aire, la promesa del sexo, era tan visible como el arte. El glamur tiene muchas facetas. Había hordas de starlettes con sus blusas semitransparentes y su mirada de “ven conmigo”. Había entrevistas de dos a tres horas en habitaciones donde el agua fría de las jarras estaba siempre caliente y las traducciones sucumbían bajo el estrés de intérpretes desconcertados por el exceso de trabajo. Había freaks disfrazados, alejados de todo pero aguardando a que se fijaran en ellos, conscientes de su indignación incluso cuando iban a tomar una copa a una de las mil fiestas programadas. Y siempre, las maniobras para eclipsar a los demás —una actriz con una minifalda por encima de la entrepierna, un actor con una risa tonante— mientras a ti te entrevistan.
—¿Qué opina usted de Los desafíos? —me preguntó un periodista.
—¡Brillante! —contesté.
—¿Cómo ha sido trabajar con tres directores? —preguntó otro.
—¿Había tres?
—¿No sabe cuántos directores trabajaron en su película?
—Estaba bromeando —repliqué—. Estuvieron soberbios.
—La muerte está presente en los tres episodios —comentó alguien más—. Y en los tres muere usted violentamente. ¿Es cierto que fue a sugerencia suya?
—¿Qué esperaban en España?
—¿Cómo?
—Quiero decir que… —dije, consciente de su falta de sentido del humor—. Quiero decir que en España la gente se mata, como en cualquier otro sitio. No quería decir nada en especial cuando puse en marcha la película. [Selmier y Kram: Op. cit. págs. 243-244.]

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