domingo, 27 de octubre de 2019
lazaga 101 (21)
La vigésimo primera entrega de este "verano Lazaga", que se nos ha metido en el otoño sin darnos cuenta, está dedicada a la guerra de sexos. Es un tema que ya ha asomado en anteriores títulos, pero que a finales de la década de los sesenta se agudiza y adquiere carácter de sátira con la progresiva incoporación de la mujer al mundo del trabajo e, incluso, de las finanzas.
Podemos arrancar con No desearás la mujer de tu prójimo (1968) en la que el banquero Enrique (Antonio Ferrandis), el médico Alberto (Arturo Fernández), el inversionista Carlos (Juan Luis Galiardo) y el rentista Paco (Juanjo Menéndez) han triunfado en la vida y en el matrimonio, pero sienten más interés por las mujeres de los demás que por la propia. Carlos ronda a la caprichosa y coqueta Mónica (Sonia Bruno), que es "medio francesa", para que consiga que Enrique le conceda un crédito. A éste se le cae la baba con Lola (Irán Eory), que acude al banco todos los meses para ingresar los alquileres de los pisos en los que Paco invirtió las ganancias de sus años en Venezuela. Como buen rentista, éste se dedica a jugar al tenis con Matilde (Diana Lorys), la mujer de Carlos, en tanto que la pobre Elena (Mary Francis) ve cómo Alberto llega a las tantas rendido pero siempre encuentra un momento para tirarle los tejos a Matilde con la excusa de una visita médica. El único que está encantado con su mujer, Isabel (Paula Martel), y con sus dos hijos es José Luis (José María Mompín), un químico perfumista. Ellos sirven de contrapunto a todos los demás, que, en realidad, se han dejado arrastrar a un enredo urdido por las mujeres para darles una lección a sus maridos. Es un juego que Masó y Lazaga exasperarán en Las amigas (1969), que viene a ser como el reverso satírico de ésta. Sin embargo, los adulterios sólo se producen en las calenturientas mentes de los maridos que se imaginan engañados por sus mujeres con algunos de sus amigos. Lazaga recurre a las ralentizaciones, al montaje sincopado o a la iluminación coloreada, además de a la distorsión del sonido, para subrayar el carácter onírico de estas escenas.
Con un protagonismo tan coral, el guión apenas recurre a personajes secundarios. Los pocos que aparecen sirven de contrapunto a la clase social de los protagonistas, como el servil contable del banco (Jesús Guzmán) o el rumbero (Paco Camoiras) que José Luis e Isabel se traen para amenizar un sarao y que responde al inverosímil nombre artístico de "Berberecho de Chipiona", en lo que suponemos que sería un chascarrillo sobre la creciente popularidad de Camarón en el tablao capitalino de Torres Bermejas.
La condición social de los protagonistas les permite dedicar el tiempo a estos coqueteos con final moralizador. Pedro Masó ejemplifica el estatus una vez más, por cuenta del vehículo que conducen. Paco tiene un Chevrolet Corvair descapotable. En cambio, el coche de Mónica es un Seat 850 coupé, en una de esas maniobras de sinergia promocional a las que tan proclive fue siempre Masó. Éste pretende sacarle punta a la sátira por cuenta de Las amigas, seis mujeres de posición acomodada que se dedican al cotilleo y al adulterio. Pochola (Sonia Bruno), Verónica (Teresa Gimpera), Sonsoles (Julia Gutiérrez Caba), Natalia (Mónica Randall), Carola (Ana Guillen) y Cuqui (Florinda Chico) no tienen otra preocupación que la maledicencia. La última es que Pochola se ha ido de caza y ha dejado a su marido (Carlos Larrañaga), al que todas llaman "el príncipe" en Madrid. Si la explicación de éste, de que a ella le gusta la caza y a él la pesca tiene algún doble sentido sexual es algo que no se aclara en la película, pero patentiza el cambio de roles genéricos que se está produciendo -entre las clases altas exclusivamente, claro- en las prostimerías del siglo XX. Porque el príncipe mantiene las apariencias en su matrimonio con Pochola pero también tiene una relación extramatrimonial con Natalia, a la que todas sus amigas critican por no haber encontrado un hombre al que llevar a la vicaría, igual que critican a Cuqui por su obesidad y mal gusto. Sonsoles se siente terriblemente sola desde que enviudó, lo que aprovecha un canalla, que se hace pasar por un viejo amigo de su marido que siempre estuvo enamorado de ella, para estafarla. Y es que en el mundo de "las amigas" el hombre ocupa un lugar centralísimo. Tanto es así que la mera sugerencia de una relación homosexual -esta vez sí- entre Pochola y Verónica, que se han ido juntas de viaje a Venecia y a Cortina d'Ampezzo con la excusa de recibir la bendición papal, provoca la ruptura entre el estricto Pablo (Luis Dávila), caracterizado con toda clase de cautelas como integrante del Opus Dei. La reconciliación in extremis de la pareja sirve a los fines moralizadores de Masó -que firma el guión con su colaborador habitual, Rafael J. Salvia- y para que la rueda de llamadas insidiosas con la que comenzaba la película vuelva a arrancar en una cinta de Moebius sin principio ni fin.
Lazaga parece sentirse especialmente cómodo precisamente en las escenas rodadas en Italia, sin otro interés que seguir a las amigas cámara en mano por las pistas de esquí y las calles de Cortina. El resultado es una especie de película familiar en 35mm con acompañamiento musical del imprescindible Antón García Abril.
Las secretarias (1969) son Las muchachas de azul (1957) una década más tarde: chicas independientes en un Madrid en continuo desarrollo. Juli (Sonia Bruno), Paula (Teresa Gimpera) y Loli (La Polaca) trabajan en un edificio de oficinas que comparten la agencia de seguros La Mundial e Import-Export Europa y mantienen relaciones de sumisión con respecto a sus jefes, que son siempre hombres. Lo hace explícito Paula después de que Loli se haya acostado con su jefe (Alberto del Mendoza): “Para los hombres el amor es la cama, para nosotras es la vida entera”. No obstante, Paula está a punto de casarse con Enrique (Manuel de Blas), su novio desde hace años lo que supone dejar de trabajar y hacerse cargo de una aburridísima vida doméstica. Por su parte, Juli cambia de novio como de vestido, sun darse cuenta que el verdadero amor es un informático que no sabe nada de mujeres (Juanjo Menéndez). En cambio, la desenvuelta Vicky (Paca Gabaldón) aprovecha la rijosidad de sus jefes para cambiar continuamente de oficina y lograr un aumento de sueldo. Sea cual sea su condición, todas se solidarizarán con la veterana Adela (Mary Carrillo) cuando su jefe (Antonio Casas) decida despedirla porque ha perdido el tren del progreso. Los competentísimos jefes son incapaces de coger un teléfono y deben aceptar la reivindicación femenina que pone la guinda aparentemente reivindicativa a la situación de sumisión a la que todas vuelven una vez su petición de readmisión para Adela ha sido aceptada. De este modo, el guión de Salvia y Masó reposa sobre todo en la componente dramática –y moralista, claro- de la trama, relegando las situaciones cómicas a los personajes secundarios.
La cámara de Miguel Agudo, que actúa como segundo operador a las órdenes de Juan Mariné, se centra en las piernas que dejan al descubierto las minifaldas tanto en los fondos de los títulos de crédito como en varias secuencias en las que prima el montaje evidenciando, mediante la planificación, una componente fetichista que desborda las intenciones superficialmente sociológicas del libreto de Masó y Salvia.
¿Por qué pecamos a los cuarenta? (1970) es una fábula moralista, de una ranciedad aún más dolorosa con el paso de los años, con escasas situaciones genuinamente cómicas y apenas salvable por el trabajo de sus tres protagonistas masculinos y la belleza de las tres mujeres que son objeto de su deseo, aunque la pacatería de la comedia sexy de esta etapa malogra también las intenciones en este campo. El doctor Quesada (Fernando Fernán-Gómez), médico de fama internacional, vuelve a España después de un año en el extranjero. Pero en el aeropuerto, ante las cámaras de la televisión, la que le da la bienvenida apasionadamente no es su mujer (Mabel Karr). Como Quesada es un cínico, le dice a su mujer que se trata de una desequilibrada, cuando en realidad es su amante, Elena (Esperanza Roy), que también esperaba ansiosa el reencuentro. Al aeropuerto acuden también Enrique y Federico (José Luis López Vázquez y Juanjo Menéndez). Ambos se sienten frustrados por una vida profesional y familiar anodina, así que cuando un cuarto amigo (Jesús Puente) fallece inesperadamente, deciden volver a tomar el tren del amor. Enrique pierde la cabeza por Yoli (Rossanna Yanni), una miss argentina que se está abriendo camino en España como modelo. Federico se encapricha de una estudiante (Elsa Baeza) a la que espía desde su casa mediante unos prismáticos. El uno empiza a hacer gimnasia y le pone un piso a su miss y el otro se coloca un peluquín y frecuenta locales de ocio juveniles. Su amigo el médico les advierte que ahora, además de mayores, resultan también ridículos, pero ninguno quiere dejar pasar esta nueva oportunidad de amar. Claro, que las tres mujeres tienen otros amantes más jóvenes y ellos volverán a la rutina doméstica escarmentados y espantados ante cualquier mujer joven que les pudiera hacer reincidir.
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