domingo, 21 de febrero de 2021

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Aureliano Campa se dedica a los negocios teatrales desde 1911. Una parte de ellos tienen que ver con la gestión de la obra de su suegro, el maestro José Serrano. Es así como, una vez instaurado el sonoro en España, decide lanzarse a la producción cinematográfica con la adaptación de La Dolorosa (Jean Grémillon, 1934). La buena acogida de ésta le empuja a reintentar la jugada con Los claveles (Santiago Ontañón, 1936) y a buscar la asociación con la pujante Cifesa. Colabora entonces en La reina mora (Eusebio Fernández Ardavín, 1937) —nueva adaptación de una zarzuela de su suegro— y en un par de títulos que quedan momentánea o definitivamente truncados por el desarrollo de la Guerra Civil. La relación con la casa valenciana queda reanudada tras la contienda con la producción asociada de ¿Quién me compra un lío? (Ignacio F. Iquino, 1940). Es la primera colaboración de Ignacio F. Iquino con Aureliano Campa, financiadas parcialmente por Cifesa como línea de producción económica. El esquema de prolongará a lo largo de tres años y nueve títulos que son los que repasaremos a continuación.


La elección del popular sainete lírico de 1907 Alma de Dios, con música del maestro Serrano y libreto y diálogos de Arniches y García Álvarez, parecía material idóneo para la comicidad de Iquino. La obrita de género chico había constituido un fenomenal éxito protagonizada por Loreto Prado y Enrique Chicote. La adaptación Alma de Dios (Ignacio F. Iquino, 1941) desplaza el protagonismo de la señora Ezequiela (Guadalupe Muñoz Sampedro) y su apocado marido (José Isbert) a Eloísa (Amparito Rivelles) y su novio Agustín (Luis Prendes). Eloísa es una Cenicienta de los barrios bajos, acogida por su tía y su prima a cambio de su explotación como criada para todo. Cuando la prima Irene (Pilar Soler) queda embarazada inscriben al niño en juzgado como hijo natural de Eloísa y lo entregan a una tribu de gitanos. Agustín repudia entonces a Eloísa y la señora Ezequiela sigue investigando por su cuenta hasta dar con la criatura y limpiar así el buen nombre de Eloísa —“porque a los pobres, si les quitas la honra, ¿qué les queda?”— y recuperando el papel principal que jugaba en el sainete.

En la primera parte Iquino acumula incidentes previos a la trama principal mediante tres argucias: la hipertrofia del personaje de Saturiano, interpretado por su inseparable Paco Martínez Soria y que sirve de puente entre la comedia al modo de Iquino y el sainete; la inclusión de varias escenas de montaje con las que va pautando el paso del tiempo al modo del cine estadounidense; y la inserción en el metraje de algunos segmentos documentales. Es en este último punto donde mejor se muestran las contradicciones de la puesta al día de la obra, estrenada en 1907 pero ambientada contemporáneamente a la realización de la cinta, en 1941, recién acabada la Guerra Civil. Rodada en estudios barceloneses, la ambientación madrileña se da mediante un largo reportaje sobre el Madrid monumental —Puerta de Alcalá, Cibeles, Plaza de la Villa, Gran Vía con el emblemático edificio de la Telefónica—, ajeno por completo a los barrios populares donde se desarrolla la historia. En cambio, para ilustrar uno de los temas musicales, se han elegido una serie de tipos que se supone viven en el barrio matritense de las Cambroneras, descrito por Pío Baroja en La busca, y que en realidad debieron ser rodados por Iquino en el Somorrostro barcelonés. Más allá de su forzado tipismo, las trazas de la miseria y la insalubridad que muestran estas imágenes ponen en entredicho la visión turística de la ciudad —y por ende, de toda España— que nos ofrecía el montaje inicial.

Tras confesar que acudía al cine lleno de prevenciones, el reseñista de La Vanguardia confiesa sentirse gratamente sorprendido por la ausencia “de teatralismos y tópicos trasnochados”:

Su director, Iquino —el joven artista polifacético—, demuestra en este film cómo puede extraerse, aun de materia tan poco apta para concepciones estrictamente cinematográficas, una obra digna y acabada en todos sus aspectos. Alma da Dios revela, desde sus primeras escenas, la mano de un director que conoce tu oficio, que sabe narrar y sugerir y cuidar el detalle que da color y atmósfera a un ambiente. Mejor la primera parte de la cinta, por su ritmo ágil y vivo, que luego es cortado por las —a nuestra juicio, innecesarias— escenas musicales, que rompen la unidad del film al trasladar a un primer plano la partitura que, mientras sirve de adecuado fondo lírico, cumple exactamente su misión. [E. F., en La Vanguardia Española, 22 de septiembre de 1941, pág. 7.]

Rafael López Somoza estrenó en 1939 el juguete cómico El difunto es un vivo, de Ignacio F. Iquino y Francisco Prada. Parada es el colaborador literario habitual de Iquino en Campa. El Fontalba madrileño y el Barcelona de la Ciudad Condal, dos coliseos eminentemente populares, conocieron la buena recepción por parte del público de esta primera incursión escénica de Iquino y su habitual colaborador en aquella etapa en labores de composición dramática. Poco después, Iquino retoma su libreto para facturar una comedia relámpago de las que entonces producía con Aureliano Campa: El difunto es un vivo (Ignacio F. Iquino, 1941). Asume entonces el papel —doble por dos— principal Antonio Vico. Inocencio Manso Remanso (Vico) es presidente de una asociación protectora de animales, vegetariano y, aunque no termine de quedar claro en la película, cornudo consentidor. Su mujer, Elsa (Mary Santamaría), recibe las atenciones de un galán cinematográfico (Luis Porredón) y por un playboy deportista (Alberto López), con la aquiescencia de su madre, doña Restituta (Guadalupe Muñoz Sampedro). Los lienzos de sus antepasados cobran vida para convencerle de que la única solución es el suicidio. Sin embargo, la inesperada muerte de su hermano gemelo le hace concebir la idea de sustituirse a sí mismo. Así que finge su suicidio y se presenta en la casa bajo la apariencia del desenvuelto Fulgencio. Lo malo es que doña Restituta estuvo locamente enamorada de él antes de que se fuese a América. Como se puede ver, Iquino duplica los personajes y sus relaciones hasta el delirio, un esquema que se prolongará en Un enredo de familia (Ignacio F. Iquino, 1943). El resultado es un juguete cómico en el que priman las situaciones descabelladas y el diálogo explosivo.

Los ladrones somos gente honrada (Ignacio F. Iquino, 1942) desecha con acierto la mímesis de la exitosa comedia de Enrique Jardiel Poncela para optar por una traducción en toda regla, respetando la estructura del texto teatral en un prólogo y dos actos y potenciando sus brillantes diálogos. Entre las adiciones, una escena con El Tío del Gabán (Fernando Freyre de Andrade) y El Castelar (Antonio Riquelme) en una taberna sirve para dramatizar lo que en la comedia era un telón corto. A renglón seguido, otra secuencia en la comisaría en la que se da cuenta de una serie de extraños robos. Los ladrones se han llevado una única cosa de cada tienda. “Serán ladrones homeópatas”, aventura el comisario. Nosotros sabemos, porque la siguiente transición lo deja claro, que se trata de los regalos de boda que los compañeros de profesión hacen a El Melancólico (Manuel Luna). Salvo por estas escapadas, el decorado es único. Iquino recurre a mostrar las habitaciones del piso superior y el jardín, pero, sobre todo, juega con ángulos inusitados y mucho movimiento de cámara para dinamizar la acción en el decorado principal. Cuando empiezan a pasar cosas raras Iquino explota al máximo la presencia como testigos involuntarios de El Tío del Gabán y El Castelar. A través de sus ojos —sin demasiado rigor, es cierto—asistimos a las extrañas maniobras del resto de los personajes. Las situaciones inverosímiles se suceden: el ama de llaves fallecida que aparece cada tanto, los personajes con la combinación de la caja, la doncella que si no fuera porque no para de llorar no habría sobrevivido. En la casa hay mucho tomate y El Tío propone quedarse y echar una mano a El Melancólico, que igual no se ha casado para dar un golpe sino “por mor del cariño”. El Castelar replica que estaba a punto de proponerlo él, porque “quedarse en esta casa es como ir al cine”. Pues bien, Iquino coge la sugerencia por los pelos y la incorpora al argumento de su película utilizando un proyector cinematográfico como prueba acusatoria por parte del comisario Beringola (Ramón Martori). La credibilidad de la argucia resulta doblemente dañada por la variedad de puntos de vista obtenidos con una cámara que se supone oculta y por la imposibilidad material de proceder al revelado del material.

De El pobre rico (Ignacio F. Iquino, 1942), la siguiente película que Iquino rueda para Campa, pudimos ver unos minutos en algún programa de los ochenta, en la que se confundía esta cinta protagonizada por Roberto Font con Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario (Ignacio F. Iquino, 1944), adaptación de la comedia de Tono y Mihura realizada por Iquino ya en su etapa de Emisora Films. Fanés reseña contemporáneamente la película en estos términos:

Este film —que nos puede recordar La chienne de Renoir o El ángel azul de Sternberg: un pobre hombre devorado por una vampiresa no parece armonizar demasiado con las cualidades de Iquino. Aunque la película, como la mayoría de las de Campa para Cifesa resulta provechosa desde el punto de vista económico. [Félix Fanés: Cifesa, la antorcha de los éxitos. Valencia, Institució Alfons el Magnanim, 1982, pág. 114.]

Parece corroborar así la opinión del recensionista de La Vanguardia, que veía a Roberto Font demasiado sujeto a sus tics teatrales:

Roberto Font ha creado y madurado su arte en el teatro. La cámara cinematográfica no ha hecho, en todo caso, más que traducírselo. De ahí, tal vez, ese gesto, esa expresión reiterada del artista, bien resueltos, si se quiere, pero en verdad poco cinematográficos. Claro que esto, más que defecto del artista, es defecto de dirección, que no ha sabido verlo o no ha sabido corregirlo.
No ha logrado Iquino, en esta ocasión, compenetrarse con exacta visión cinematográfica con el fondo argumental de la obra. Ha querido verlo al trasluz de un prisma melodramático y ha hilvanado, a la postre, un folletín cómico-sentimental, donde el prurito de apurar excesivamente algunas escenas se trueca en inevitable lentitud de ritmo y donde la fase emotiva se resuelve en ingenuidad sentimental o en truculencia improcedente. [F. G. S., en La Vanguardia Española, 16 de mayo de 1942, pág. 5.]

En cambio, el de ABC intentaba enfocar estos mismos desajustes desde una óptica positiva:

Roberto Font se revela en El pobre rico como una espléndida realidad de la pantalla y precisamente en este aspecto en que apenas se la conocía: en el dramático. El caricato que tanto os ha hecho reír con sus bobadas circenses, tiene como actor una fuerza de expresión enorme. Acaso sea esta el único reparo que podríamos poner a tan excelente película: el error de concepción da sus realizadoras, porque si la película tiene cosas y escenas muy graciosas, lo más interesante del trabajo de Font es lo relacionado con lo que hay en ella de tono sentimental. Descubrámonos, pues, ante un actor que ha de dar a la pantalla obras memorables. [Miguel Ródenas, en ABC, 19 de mayo de 1942, pág. 7.]

Todavía en 1942, Iquino tiene tiempo de rodar un cortometraje para Aureliano Campa. Se titula con mucho juego de esdrújulas Pánico en el transatlántico (Ignacio F. Iquino, 1942) y se subtitula Enigma policiaco número 1, así que es evidente que ambos pretendían poner en marcha una serie de pequeños acertijos criminales que sirvieran como complemento a la película base del programa [Àngel Comas: Ignacio F. Iquino, hombre de cine. Barcelona: Laertes, 2003, pág, 65.]. Sin embargo, nunca hubo más entregas y tenemos constancia de que ésta se proyectó en el cine Savoy de Barcelona en mayo de 1943 como parte de un programa de asuntos cortos que también incluía “La locura de la velocidad, que nos muestra una serie de accidentes captados al azar; las dos series del Noticiarío español No-Do A y B, con una completa información de modas, deportes, industria y la guerra, y el triunfal viaje del Caudillo por tierras de Andalucía”. [“Cintas documentales en el Cine Savoy”, en La Vanguardia Española, 23 de mayo de 1943, pág.6.]

Con La culpa del otro (Ignacio F. Iquino, 1942) Iquino rompe con la línea de comedias excéntricas y se pasa al policial... pero poco. La trama se desarrolla a lo largo de dieciocho años. El primer acto desarrolla la trama que culmina con la huida de Rafael (Salvador Soler Marí), acusado injustamente del asesinato del Marqués de la Peña (José Prada), al que servía como ayuda de cámara. Todo es una intriga de Ludovico (Mariano Beut), el administrador del marqués, empeñado en conseguir a toda costa los favores de Carolina (Mercedes Vecino), la mujer de Rafael. Ésta da a luz en prisión, donde ha acabado por complicidad en el crimen, a una hija que criará una profesora de canto (Camino Garrigó). Dieciocho años después, el hijo del marqués (Luis Prendes) se enamora de la hija de los supuestos asesinos (María del Carmen), que está a punto de debutar como cantante lírica con Lucia de Lamermoor. Pero esta intriga policiaca, cuajada de tiroteos, peleas, tipos patibularios y amores de madre, y culminada por una reunión de acusados en la que gracias a una añagaza se desvela quién fue el auténtico culpable del crimen del marqués, está trufada de canciones y de situaciones de comedia cómica y sainete, lo que provoca un cambio continuo de registro admisible porque sabemos que en el universo de Iquino todo es posible. Y ello es así gracias a un reparto en el que sobresale la belleza de la joven Isabel de Pomés y la interpretación bufa de Freyre de Andrade como en detective aficionado Cornelio Romero, absolutamente inepto y capaz de contradecirse a cada palabra. Desde el punto de vista técnico, destaca el alarde del plano-secuencia inicial: un plano de cuatro minutos que nos conduce del exterior portuario al interior de la taberna El Tritón, con la llegada del administrador y como toda la banda dirigida por El Patrón (José Jaspe) se da cita en la bodega mientras Nita Mari desgrana la copla de Quiroga, León y Valerio, Tatuaje.

En octubre de 1939 ya se anunciaba que Iquino estaba ultimando los guiones de las películas que rueda sin detenerse a tomar siquiera aliento tras finalizar La culpa del otro. Entonces se titulaban Un Adán para Ketty y Cuatro gemelos, dos prismáticos y una suegra. [Ángel Zúñiga: “Foco”, en Destino, núm. 261, 18 de julio de 1942, pág. 13.] En Boda accidentada (Ignacio F. Iquino, 1943), la primera de ellas, Paco Martínez Soria es el hergiano profesor Tornasol redivivo. Parejos despistes, misma sordera, idénticos mostacho y lentes. Sus estrambóticas intervenciones interrumpen continuamente, más que puntúan, la acción principal. Ésta concierne a la caprichosa Ketty (Mercedes Vecino), comprometida con don Cándido (Pedro Mascaró), un industrial conservero más atento a los negocios que a la felicidad de su prometida. Es por ello que debe viajar a la ciudad y deja a la joven a merced de las artes de Nico (Luis Prendes), un hombre que ha visto mundo y se ha arruinado varias veces. El planteamiento es el sempiterno de la batalla de sexos, con la pareja entregada a toda clase de travesuras para despertar los celos del otro. Por el camino, un puñado de números musicales y la irrupción de Mary Santpere como la disparatada esposa del profesor. De este modo, la cinta se puede considerar el epítome de la producción de Iquino en su colaboración con Aureliano Campa, siempre con un ojo puesto en la parte más screwball de la comedia excéntrico-romántica estadounidense, y otro, en los usos y modos del Paralelo.

Rodada en los mismos decorados, Un enredo de familia (Ignacio F, Iquino, 1943) abunda en el registro cómico-revisteril cultivado por Iquino en la primera posguerra. Las familias Tontesco y Capiteto se profesan un odio ancestral. A pesar de eso Catalina Tontesco (Mercedes Vecino) y Torcuato Capiteto (Antonio Murillo) contraen matrimonio y tienen dos parejas de gemelos, que al fallecer sus padres víctimas de su trágico destino, son separados. Dorita y Juanito viajan a Sudamérica con el tío Inocencio Capiteto (Paco Martínez Soria) y los Tontescos se quedan en España con Catalina y Torcuato. El prólogo, situado en la belle époque, hace uso de los modos del folletín y de las didascalias del cine mudo. Los comediógrafos Pedro Muñoz Seca y Enrique Jardiel Poncela ya habían explotado antes de la Guerra Civil estos mecanismos paródicos con fines humorísticos. Iquino los incorpora como ingredientes a una batidora en la que también mezcla desdoblamientos de personajes, malentendidos, bailes excéntricos... Todo hallazgo cómico encuentra aquí acomodo: de la suegra sorda a la presidenta del Club de las Pocas Palabras —que habla en plan telegrama—, de los ojos de plato del portero embetunado y enloquecido al grouchismo rampante de Paco Martínez Soria. Sin embargo, la profusión de números musicales nos sitúa en el universo de las revistas del Paralelo, cuyo público es el mismo al que van destinadas estas películas de Iquino. Y aquí es donde brilla la labor del maestro Serramont —Martín Montserrat Guillemat—, su orquesta y su acordeón. Podemos escuchar sus composiciones en varios momentos de la película y verlos acompañando las canciones Mercedes Vecino y los bailes de Antonio Murillo. Por si todo esto fuera poco, Iquino inserta para completar el metraje un número de claqué en el que el portero embetunado imita a Bill “Bojangles” Robinson, acompañado por el José Azarola, un músico guipuzcoano que se hacía llamar “el pianista relámpago”. Jazz, swing y ritmos latinos que proporcionan un dinamismo y modernidad inusitados a un cine hecho con las sobras de otras producciones.

Iquino y Francisco Prada, aún ordeñarán un poco más estas dos producciones al convertirlas en sendas comedias musicales para el escenario. Boda accidentada se convierte en Combinado de melodías, con música de Juan Durán Alemany, y se estrena el 24 de marzo de 1943 en el Teatro Nuevo de Barcelona. En julio llega al Reina Victoria de Madrid, sin que se mencione a los autores del libreto en la propaganda. Jorge de la Cueva le afea la falta de coherencia y lo sobado de sus modos —“Carlos Garriga, actor suelto, de dominio y recurso, hizo reír con un tipo tan nuevo como el del salir distraído, que ya es lograr”— pero reconoce que el conjunto resulta “grato, vistoso y bien unido”. [Jorge de la Cueva, s/r, 20 de julio de 1943.]

La compañía de Manuel Dicenta estrena la versión teatral de Un enredo de familia en el Poliorama el 16 de febrero de 1944. A rebufo de este estreno se repone la película en el cine Moderno, donde actúan en directo el maestro Serramont y la Gran Orquesta Musette, “con los instrumentos únicos en España: órgano eléctrico y guitarra mágica”. [La Vanguardia Española, 4 de julio de 1944, pag. 10.]

El hombre de los muñecos (Ignacio F. Iquino, 1943) es la última película de Iquino para Aureliano Campa antes de aliarse con Francisco Ariza, su cuñado, en la aventura de Emisora Films. Se trata de una adaptación de Un caradura, del prolífico y entonces aplaudidísimo comediógrafo Adolfo Torrado. Esta comedia ternurista se había estrenado en San Sebastián, durante las fiestas de agosto de 1940 y se había hecho centenaria en el Teatro Fontalba por la compañía de Rafael López Somoza. Ramón Torrado, hermano pequeño del dramaturgo y futuro director de cine y Heriberto S. Valdés, su colaborador literario habitual, urdieron una adaptación que, por azares de la producción, cayó en manos de Iquino. La versión cinematográfica está al servicio de la peculiar comicidad del caballuno Fernando Freyre de Andrade, de la desconcertante Guadita Muñoz Sampedro y del fiel aliado de Iquino, Paco Martínez Soria.

La película arranca con un tour de force de esos a los que Iquino era tan aficionado. Un largo travelling, más exhibicionista que descriptivo, que recorre una feria hasta dar con Melchor (Freyre de Andrade) escoltado por un tropel de arrapiezos mientras pregona el “don Nicanor tocando el tambor, el bonito juguete de moda por tres perras gordas”. El vestuario contemporáneo de la figuración traiciona la pretendida ambientación de época. Porque este primer acto tiene lugar en los años veinte, cuando Melchor, que actúa como cómplice de una cuadrilla de carteristas, se encuentra con que uno de los truhanes ha secuestrado al hijo recién nacido de la marquesa de Siete Almenas (Guadalupe Muñoz Sampedro) y lo ha escondido en su casa. Melchor tiene dos hijos gemelos, que son la alegría de su vida. Cuando el hijo de la marquesa fallece, el administrador (Arturo Marín) le convence de que le dé a entregue a uno de sus hijos, que se criará así rodeado de las comodidades que él nunca podrá proporcionarle. A instancias de su mujer, Melchor acepta, aunque la decisión le desgarre el corazón. Veintiún años después, Dositeo (Juan Hidalgo), el otro gemelo, ha entrado como criado en casa de la marquesa. Mientras tanto, el falso marquesito (Gerardo Esteban) se dedica a una vida de lujo y disipación. Para estar cerca de ellos, Melchor se las arregla para entrar en la casa como criado. La historia se desarrolla así en un “arriba y abajo” que Adolfo Torrado ya había planteado en Los hijos de la noche, otra de sus obras que parecía traicionar inicialmente el ambiente de alta sociedad característico de sus comedias. También como en aquélla, la descripción de la miseria en la que viven las clases populares se ve suavizada por la bonhomía de aristócratas y menesterosos, hermanados por vínculos de sangre.


Por entonces, Aureliano Campa tenía a gala su papel subsidiario con respecto a Cifesa y aprovechaba las entrevistas para arremeter contra quienes desdeñaban sus producciones:

Creo que las películas que produzco gustan al público porque las preparo pensando en él y no en dar satisfacción a una minoría que se llama a sí misma selecta y para la que la bondad de las películas consiste en que sean americanas o de otro país extranjero, aunque no tengan pies ni cabeza, rasgándose en cambio las vestiduras porque en una película española aparezca un torero o un baile andaluz. Tampoco hago mucho caso de cierta crítica, las más de las veces desorientada y falta de preparación para juzgar, con relación a  los medios de que disponemos, todos los complicados aspectos de nuestra producción nacional. [“Don Aureliano Campa: Un productor modelo habla de cine”, en Noticiario Cifesa, 10 de marzo de 1943.]

En cualquier caso, la filmografía de Iquino / Campa en el seno de Cifesa se presenta como un conjunto homogéneo, presidido por el humor disparatado y la inserción de números musicales, aunque ocasionalmente incluyera elementos costumbristas, ternuristas o de intriga. Tras la marcha de Iquino, Aureliano Campa contará con Ramón Quadreny para mantener sus compromisos con la empresa valenciana. De este modo llegarán a la pantalla otras cuatro comedias protagonizadas por Josita Hernán en las que suele compartir protagonismo con Luis Prendes, al que Iquino ya había emparejado con Mercedes Vecino y Amparito Rivelles.

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