Publicado en la revista Minerva en 2009
En la Tierra de los Sueños
Las familias que visitan durante la tarde del sábado el Parque de Atracciones de la localidad británica de Margate, en Kent, pasean su atocinamiento entre las clásicas atracciones mareantes y la tómbola que reparte suerte según el rostro de la estrella de cine que se ilumine. Los espectadores abren la boca entontecidos ante tanta diversión que más les sirve para matar el tiempo que como entretenimiento. Lindsay Anderson rueda O Dreamland (1953) con una cámara portátil de 16mm y el negativo sobrante de Thursday’s Children (1953), un documental sobre el aprendizaje de los niños sordomudos, fotografiado por Walter Lassally, que obtiene el Óscar en su especialidad. Las latas duermen en una estantería hasta que en 1956 Anderson y otros compañeros como Tony Richardson y Karel Reisz deciden programar en el National Film Theater, la Filmoteca británica, una sesión conjunta de cortometrajes con el título común de Free Cinema. Se presenta con un manifiesto en el que los “cineastas libres” —más Lorenza Mazzetti, estudiante de arte y autora de la original Together (1956)— defienden una nueva aproximación a la realidad, a la clase obrera y, por ende, nuevos métodos de producción:
Ninguna película pude ser demasiado personal.
La imagen habla. El sonido la amplifica y comenta. El formato es irrelevante. La perfección no es una aspiración.
Una actitud significa un estilo. Un estilo significa una actitud.
O Dreamland cumple todos estos requisitos y supone, al tiempo, una bofetada al modelo clásico de documental que Anderson estimaba puro formalismo. En doce minutos la diversión adocenante adquiere caracteres de pesadilla. Ayuda a ello el desajuste del sonido que repite incesante el último éxito de la música ligera, los números del bingo y la risa mecánica y enloquecida de los autómatas. Cuando los espectadores abandonan el recinto del Parque de Atracciones todavía nos preguntamos de qué lado de la vitrina estaban ellos y de cuál los autómatas.
También formaba parte de aquel primer programa del Free Cinema Momma don’t Allow (1955), que sigue a un grupo de adolescentes trabajadores en su noche de asueto en el Wood Green Jazz Club del norte de Londres. El British Film Institute financia un presupuesto modesto para doce días de filmación y dos semanas de postproducción en las que un equipo compacto reúne a todos quienes figuran en el movimiento: Karel Reisz y Tony Richardson en la dirección, Walter Lassally a la cámara y John Fletcher como responsable del sonido y el montaje.
Entre febrero de 1956 y marzo de 1959 se proyectan cinco programas más de cortos y mediometrajes bajo el marbete común de Free Cinema. Es el pórtico a los largometrajes que vinieron luego y que lanzarían una nueva imagen del cine británico, más allá de las superproducciones de Alexander Korda, de las comedias de la Ealing y de las adaptaciones teatrales de calidad.
Tanto O Dreamland como Momma don’t Allow privilegian los momentos de ocio sobre el trabajo. La segunda película se centra además en las diversiones de adolescentes y jóvenes trabajadores, cada vez más insatisfechos con sus expectativas. Bailes similares son los que describen Carlos Saura en su práctica de diplomatura del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas —La tarde del domingo (1959)— o la fiesta que figura en la de Polanski para la escuela de Lodz —Rozbijemy zabawe (Interrumpiendo la fiesta, 1957)—. Precisamente el cuarto programa del Free Cinema estuvo dedicado al cine de los jóvenes valores de Europa del Este, en tanto que el segundo y el quinto se centraban en los franceses. Los vientos de renovación soplaban en Europa desde mediados de los años cincuenta. Nouvelle Vague, Nuevo Cine Español, Nueva Ola checa o Cinema Novo brasileño son sólo etiquetas, pero definen claramente una efervescencia pre-sesentayochista en la que aún parecía posible poner todo en cuestión.
De la literatura a la pantalla
Lo distintivo del Free Cinema, ya está dicho, es su aproximación a la realidad. Esta preocupación documental estaba presente en el cine británico desde los años treinta con el grupo de documentalistas capitaneados por John Grierson. Sin embargo, los jóvenes reaccionan también contra este modelo didactista y buscan uno más próximo. Lo hallan en Humphrey Jennings, que había sido capaz de darle la vuelta al calcetín de la propaganda bélica durante la Segunda Guerra Mundial y articular un sistema sofisticado en el que cabía la mirada personal a la vida cotidiana, el surrealismo y la urgencia por realizar determinadas reformas sociales.
A pesar de su procedencia documentalística, no hay ningún otro cine tan estrictamente literario como el del Free Cinema. En su misma raíz hay una insatisfacción, una picazón común con la de los literatos emergentes y los dramaturgos más inquietos. John Osborne realiza el disparo que marca la salida con el estreno, en 1956, de Look Back in Anger, obra que sirve para bautizar al grupo: The Angry Young Men (los jóvenes airados). Entre los nombres propios del movimiento, los autores de las obras que servirán de base al núcleo medular de las películas de que vamos a hablar: John Braine publica Room at the Top en 1957, A Taste of Honey, de Shelagh Delaney, Billy Liar, de Keith Waterhouse, y The Loneliness of the Long Distance Runner de Alan Sillitoe llegan al público en 1959.
Igual que ocurrió con sus pares literarios, rápidamente se acuña una etiqueta para las películas de los cineastas libres: “dramas de fregadero”. Las primeras cintas de Jack Clayton, Richardson, Anderson y Reisz, vuelven la espalda al Londres victoriano de las pulcras adaptaciones de Anthony Asquith y buscan sus escenarios en los suburbios y en las ciudades industriales y mineras del centro y el norte de Inglaterra. Calles adoquinadas, tapias de ladrillo, patios traseros y un horizonte de chimeneas contemplado desde lo alto. El plano emblemático de todas estas películas es el de una ciudad fabril al amanecer.
Podemos llegar a la ciudad en tren, como Joe Lampton (Laurence Harvey) al principio de Room at the Top (Un lugar en la cumbre, 1959). Desde la ventanilla contemplamos el paisaje industrial de Warnley Town. Lampton, héroe de la clase obrera, desciende en la estación con unos zapatos nuevos, un empleo de chupatintas en el ayuntamiento y dispuesto a comerse el mundo. Soames (Donald Houston) será su guía en el departamento de tesorería y en Warnley. Él tiene una habitación en la Cumbre. The Top es el barrio de moda. Para Joe Lampton que viene de Dufton, donde ningún coche para y los niños no se pueden bañar en el río porque es una cloaca, éste es sólo el primer paso. En la administración no hay manera de escalar socialmente. Sin embargo, en Warnley hay un grupo de teatro de aficionados que facilita los contactos interclasistas. Allí le es posible relacionarse con Susan (Heather Sears), la hija del dueño de media ciudad, y con Alice (Simone Signoret), una mujer mayor frustrada en su matrimonio. Mientras corteja a la una se lía con la otra. Durante un ensayo Joe se equivoca al pronunciar un galicismo y provoca las carcajadas del resto de la compañía. Alice lo atribuye directamente a su extracción social.
—Sí —se encrespa Joe—, soy de clase obrera y estoy orgulloso de ello.
Pero es una bravuconada. No está satisfecho con su clase. Quiere abandonarla a cualquier precio. Ante los demás se muestra orgulloso, pero cuando no tiene ante quien presumir, busca el modo de escapar.
Mientras su tórrida relación con Alice sigue su curso, con los altibajos provocados por la pasión y la diferencia de edad, Joe consigue finalmente seducir a Susan, que queda embarazada. La familia consiente en la boda por mantener las apariencias. Joe rompe entonces con Alice y ella se estrella en su coche. En un arranque autopunitivo Joe se va a un bar de mala nota, se emborracha, y provoca a unos matones que, antes de pegarle una paliza, lo que le reprochan es precisamente no pertenecer a su clase. El final feliz, con los novios saliendo de la iglesia, está convenientemente subrayado como el momento de mayor degradación de Joe. Llora por Alice, pero Susan lo interpreta como emoción por lo que ella piensa que es el momento más maravilloso de su vida. The End.
Jack Clayton ha pasado por todos los grados del escalafón profesional. Le abre las puertas de la dirección su premiado cortometraje The Bespoke Overcoat (1957), basado en el mismo cuento de Gogol que había adaptado Alberto Lattuada en Il capotto (1952). Tras Room at the Top dirige The Innocents (Suspense, 1961), versión de Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Clayton se convierte así en uno de los nombres clave del Free Cinema y, al mismo tiempo, es el que menos tiene que ver con el movimiento. Se ve claramente en la selección de los encuadres de Room at the Top, mucho más compuestos que los de los trabajos cuya responsabilidad recae en Walter Lasally, y en la elección de la actriz francesa Simone Signoret para interpretar a la malcasada Alice y de Laurence Harvey para el arribista Joe. El guión obtiene el Oscar del año al mejor libreto adaptado para Neil Paterson.
John Braine escribió una segunda parte de Room at the Top que también tuvo adaptación cinematográfica: Life at the Top (Vivir en la cumbre, 1966). Protagonizada de nuevo por Laurence Harvey, esta cinta pasa generalmente inadvertida debido al prestigio de su antecesora. Todavía Nothing But he Best (1965), dirigida por Clive Donner sobre un guión de Frederic Raphael vuelve, con apuntes de comedia negra, sobre el mismo tema como se encarga de subrayar su título de estreno en España: Fango en la cumbre.
La mirada airada de Richardson
Si Clayton no sigue por este camino, sí que lo hace el resto de sus compañeros de quinta. El primero de ellos, Tony Richardson. Richardson se educó en Oxford y su afición al teatro le condujo a la BBC, donde realizó dramas en vivo a mediados de los años cincuenta. Por esa misma época entabla amistad con Anderson y Reisz, críticos de la revista Sequence, y publica algunos artículos en Sight and Sound, las dos plataformas periodísticas del grupo, como Cahiers du Cinema lo fue en Francia para Truffaut, Godard, Chabrol y Rohmer.
Las dos primeras películas largas de Richardson reposan en su experiencia teatral. Richardson fue uno de los responsables del montaje en el Royal Court Theater de Chelsea de la obra seminal de Osborne. Ocurría esto en 1956 y allí siguieron hasta 1964. Tan convencidos estaban del material que se traían entre manos que crearon su propia productora, Wooodfall Film, y en 1958 se lanzan a la producción con la adaptación de Look Back in Anger. Desde el punto de vista cinematográfico Look Back in Anger está demasiado pegada a la obra teatral. La interpretación de Richard Burton, como el músico Jimmy Porter, tiene una intensidad que hoy nos deja un poco fríos. La experiencia, no obstante, es positiva. Las remansadas aguas de la escena se agitan con turbulencias contenidas y un lenguaje que hasta ese momento sólo era admitido en el music hall y eso con fines bufos. Escribe Sillitoe: “Después de Look Back in Anger nada podía ser igual ni en la novela ni en el teatro. Osborne rompió todas las puertas”.
Laurence Olivier, siempre atento a lo que se cuece, decide no dejar pasar aquel tren y se pone en contacto con el joven dramaturgo para que le haga un traje a medida. Y Osborne pare un drama en el que los viejos comediantes funcionan como iconos de lo que los jóvenes airados denunciaban: el apolillamiento del imperio. ¿La excusa? El teatro de variedades en decadencia ante el empuje televisivo, el tono rijoso teñido de patriotismo de sus números, la realidad de una guerra contemporánea con la movilización de tropas hacia Suez. Con estos mimbres teje Osborne su ácido retrato de la realidad contemporánea.
Jane Rice (Joan Plowright), profesora en un centro de arte, regresa al hogar familiar en la ciudad costera de Morecambe después de una disputa con su novio. El panorama es desolador. Su padre, Archie Rice (Laurence Olivier) es un cómico en decadencia con un espectáculo rutinario de chicas y canciones que mantiene a pesar de su poco éxito en el Teatro Alhambra. Archie colecciona amantes jóvenes, como si así pudiera detener el tiempo que se le acaba. En un concurso de belleza se las arregla para seducir a la joven Tina (Shirley Anne Field). No contento con eso, convence a los adinerados padres de la chica para que inviertan en su nuevo espectáculo. El padre de Archie (Roger Livesey), artista de music-hall retirado, les abre los ojos a los inexpertos inversores. La situación es catastrófica, porque Archie se ha dedicado a pulirse el dinero antes de tenerlo en la mano. Pero el cómico se las arregla para enredar a su padre en un nuevo espectáculo: mujeres desnudas y la sabiduría del viejo music-hall es todo lo que necesitan para triunfar. Aunque hija de su tiempo, The Entertainer es un hermoso epitafio de un mundo que agoniza. La película le vale una interminable serie de premios a Laurence Olivier… además de casarse con su joven protagonista, Joan Plowright.
Para su siguiente experiencia cinematográfica Richardson adapta la primera obra de una autora adolescente, A Taste of Honey, cuyo montaje en Broadway había dirigido en 1960. A Taste of Honey, la película, arranca con una escena que podría haber formado parte del prólogo de Momma Don’t Allow. Jo (Rita Tushingham) y sus compañeras de instituto juegan al baloncesto y, mientras se asean, quedan para ir al baile. Ella se excusa. Tiene que cambiar una vez más de domicilio porque Helen (Dora Bryan), su madre, es una alcohólica que trae amantes al piso cuyo alquiler no paga. Walter Lassally es de nuevo el responsable de la fotografía. La música de John Addison juguetea con las melodías populares y las canciones infantiles.
Los títulos de crédito son un recorrido por Manchester. En una parroquia se anuncia: “Dios lava más blanco”. No es un chascarrillo anticlerical de Richardson; estamos en el inicio de la década de los sesenta y el consumismo lo permea ya todo. Jo y su madre terminan en un suburbio de casas grises. El horizonte, como en tantas películas del ciclo, es el de las chimeneas industriales. Jo podría vivir en una casa unifamiliar con el novio de su madre, pero ella, embarazada, prefiere compartir una nave industrial con el homosexual Geoff (Murray Melvin). La historia de amor con un marinero de color (Paul Danquah) tiene por escenario los canales y el puerto, contra las aguas sucias. El argumento vuelve a ser el de Marius, de Marcel Pagnol. Nadie es aquí culpable, pero al hilo de la peripecia vital de Jo se acumulan los temas considerados tabú hasta entonces: la homosexualidad, el aborto, el alcoholismo, el sexo sin compromiso —para más inri, interracial—, los embarazos adolescentes… Para tratarse de un modesto “drama de fregadero” A Taste of Honey hay que reconocer que aspira a romper moldes.
Un checo en la corte del Rey Arturo
La Woodfall de Richardson produce también Saturday Night and Sunday Morning, el largometraje de debut del checo Karel Reisz, emigrado al Reino Unido durante la ocupación nazi, crítico de Sequence y coordinador de la programación del National Film Theatre. Alan Sillitoe, el autor de la novela en que se basa la película, había huido del ambiente asfixiante de Nottingham en la década de los cincuenta y recala en España, en Mallorca, donde Robert Graves ejerce de pope contracultural después de haber abandonado su país a raíz de la publicación de sus duro alegato antibelicista y antieducativo Adiós a todo eso. Graves se convierte en una especie de mentor del joven Sillitoe, que con menos de treinta años ha decidido dedicarse a la literatura.
Las aventuras de Arthur Seaton se inspiran en una anécdota que le cuenta su hermano sobre un compañero de trabajo que los fines de semana bebe hasta desplomarse en las escaleras de su casa. Tres años después de su publicación, en 1961, la novela había vendido un millón de copias en edición de bolsillo. Es probable que parte de este éxito editorial se debiera a la encarnación que Albert Finney hizo del (anti)héroe sillitoeano. Su padre también era un buen trabajador, como lo era el de Joe Lampton en la factoría de Dufton. Los patrones se encargan siempre de recordarlo, pero los jóvenes airados rechazan este blasón por alienante. El trabajo no dignifica, embrutece.
La secuencia de precréditos nos sitúa en una cadena de montaje en una factoría de Nottingham. Un travelling de aproximación individualiza la figura de Arthur Seaton (Albert Finney). Su voz en off da cuenta de su espíritu indomeñable. Catorce chelines a la semana por mil piezas diarias, ni una más. El viernes recoge la paga, entrega la mitad a su madre y se va de juerga. No está dispuesto a terminar como sus compañeros, que fueron sojuzgados durante la guerra y ahora lo siguen siendo por los métodos de producción tayloristas:
—Lo único que quiero es pasarlo bien. El resto es propaganda.
El nervio de la cinta, su pulso vibrante, queda subrayado por una partitura jazzística de Johnny Dankworth, que se mezcla con melodías populares procedentes de la radio, la feria o la banda de rock’n’roll que toca en el pub. Sorprende en cambio encontrarse en dos puestos claves como son fotografía y montaje a dos profesionales cuyos nombres se asocian a las producciones de terror de la Hammer, como Freddie Francis y Seth Holt. A pesar de ello, la mirada documental se revela en la captación de mil detalles del trabajo en la fábrica o el ambiente del pub. Allí Arthur bebe hasta reventar y luego se marcha con Brenda (Rachel Roberts), la mujer del capataz. Cuando Arthur la engaña con la joven Doreen (Shirley Ann Field), Brenda le reprocha que no sepa distinguir el bien del mal. Es el principio de la toma de conciencia de Arthur: la culpa es, explícitamente, de los patronos que los educaron para que fueran borregos. Y, sin embargo, al final Arthur y Doreen hacen planes de futuro. Arthur lanza una piedra contra una de estas casitas suburbiales, que se están comiendo el terreno donde él recogía moras de pequeño.
—¿Por qué has hecho eso?
—Me apetecía.
—A lo mejor una de esas casas es la nuestra.
—Ya lo sé, pero no será la última que tire.
La soledad del embustero Billy
—En mi familia siempre hemos corrido. Sobre todo para escapar de la policía. Hay que correr. Es difícil de comprender. No me preguntes el motivo. Ganar no es el final. Correr por el campo y por el monte, con la gente animando hasta enloquecer. Sólo sé que hay que correr. Ésa es la soledad que siente el corredor de fondo.
Con este aserto de Colin se abre la que uno considera obra mayor del Free Cinema, The Loneliness of the Long Distance Runner. Richardson toma la base literaria de otra novela de Alan Sillitoe. Aquí ya no se trata del ascenso social, sino de la toma de conciencia plena del lugar que uno ocupa en la sociedad. Sirve de sinécdoque social el reformatorio al que va a parar Colin Smith (Tom Courtenay) “por no haber corrido lo suficiente”, según le cuenta al sicólogo del centro. Una serie de flashbacks nos muestran su vida familiar: un padre moribundo y una madre trabajadora, incapaz de dar abasto con su familia numerosa. Estamos en Radford, cerca de Londres. Cuando el padre muere la familia recibe una indemnización de quinientas libras. Lo primero que hacen es comprar un televisor. Allí ven Colin y su colega el discurso del primer ministro en el que habla de la juventud limpia de Gran Bretaña incontaminada por el existencialismo continental. Una cadena de pequeños robos les conduce al reformatorio. El director (Michael Redgrave) cree en el poder reformador del ejercicio físico. La vida es más complicada que “mens sana in corpore sano”, replica el sicólogo, en una escena acaso demasiado didáctica. Pero Colin se ha convertido en el nuevo favorito de la dirección que deposita en él la confianza de poder salir a entrenar en los bosques circundantes. A las escenas de trabajo cotidiano desmontando máscaras de gas —de nuevo la larga sombra de la guerra— se contrapone el lirismo de los momentos en que Colin corre sólo por el bosque y la carretera acompañados por la partitura jazzística de John Addison.
Llega el día de la gran prueba. Los reclusos deben competir contra los alumnos de la escuela privada de Ramley. Su enfrentamiento queda explícito en el vestuario. Un banco a cada lado en cuyo centro se coloca un perchero. Sin embargo, ambos tienen las mismas quejas sobre la disciplina y la comida.
La carrera está punteada por imágenes percutientes, nerviosas. El policía, el director del reformatorio, el primer ministro, el amante de su madre… se convierten en un único rostro. Cuando llega ante la tribuna de meta Colin refrena el paso y veinte metros antes de llegar se detiene y deja ganar a su contrincante. A partir de aquí la vida va a ser difícil para Colin, pero él ha elegido de qué lado está. Las imágenes de la luz del sol filtrándose a través de las ramas son tan perdurables como a mirada fija en algún punto en el vacío y el maxilar apretado de Colin, al que Tom Courtenay confiere una fuerza casi visionaria.
Courtenay sustituyó a Albert Finney en las representaciones teatrales de Billy Liar, que Willis Hall había adaptado para el escenario a partir de una novela de Keith Waterhouse. Ambos han colaborado ya con Schlesinger en su película de debut: A Kind of Loving (Esa clase de amor, 1962). Produce el independiente Joseph Janni, que acaba de abandonar la organización de sir Arthur Rank y también tiene un papel importante en el Free Cinema, aunque sólo sea por su asociación con Schlesinger.
Vic (Alan Bates), que trabaja en una fábrica como delineante, se enamora de una mecanógrafa. Se casan, pero terminan viviendo con la madre de ella. Hay un plano muy significativo, al final, en el que Vic se aleja a través de un puente que cruza las vías del ferrocarril. Humo gris, futuro incierto. Billy Liar es el reverso humorístico de aquel ambiente. Aparte de los toques de patetismo de The Entertainer, es la primera comedia del movimiento, sin renunciar por ello a otra clase de comentarios sociales.
Los títulos de crédito tienen como fondo el recorrido por las fachadas de edificios de viviendas de trabajadores de Lancashire. Sin embargo, la casa de Billy es un edificio singular. Una vivienda unifamiliar en el extrarradio, en lo alto de una colina desde la que se puede contemplar toda la ciudad: con sus chimeneas, sus iglesias y sus tejados oscuros. Las fábricas y las oficinas de la administración han sido hasta ahora localizaciones privilegiadas de las películas del grupo. También en esto Billy Liar se aparta conscientemente del resto de la producción. Billy trabaja en una funeraria, pero su fantasía le lleva constantemente Ambrosia, un país en guerra donde él encarna a todos los héroes. Desde Ambrosia Billy puede, por ejemplo, ametrallar a su familia durante el desayuno. Schlesinger satiriza los noticiarios bélicos con un reportaje paródico titulado The Rape of Ambrosia. Los márgenes de la pantalla panorámica se estrechan para adaptarse al formato académico y hace acto de presencia la clásica voz que ilustra los reportajes de guerra.
Desde Ambrosia Billy evita enfrentarse a sus obligaciones cotidianas. Quiere ser guionista de televisión y ha compuesto una melodía titulada Twisterella, que la orquesta interpreta en el Bingo Club donde Billy ha quedado a la vez con la morenita pacata Bárbara (Helen Fraser) y la rubia lanzada Rita (Gwendolyn Watts). Huyendo de ambas tropieza con Liz (Julie Christie). Liz no es una chica, es un nuevo sueño de Billy: la mujer liberada con inquietudes artísticas que abandona Bradford cada tanto y está dispuesta a dar el salto definitivo a Londres. Invita a Billy a ir con ella, pero Billy no está maduro para el cambio. En su regreso al hogar familiar, en lo alto de la colina, le escolta el ejército de Ambrosia. Un final épico y cómico al mismo tiempo que se encuentra entre lo mejor del Schlesinger inglés.
En su siguiente película, Darling (Darling, 1965), Schlesinger decide seguir a Julie Christie en su viaje a Londres. Ahora se llama Diana Scott, es modelo y está dispuesta a conquistar no el limitado ámbito de la alta burguesía industrial y la aristocracia rural de Room at the Top, sino el mundo. El guión de Frederic Raphael plantea con toda perspicacia su escalada como una carrera mediática. Diana se enreda primero con un periodista de televisión (Dirk Bogarde), luego con un publicista homosexual (Laurence Harvey) hasta llegar a nuestro paisano José Luis de Vilallonga convertido en trasunto de Rainiero de Mónaco. La película, que le valió un Óscar a Julie Christie, arranca con su rostro en una valla publicitaria y finaliza con el mismo en las portadas de las revistas de un quiosco de Picadilly Circus. Lo que en otras cintas del ciclo constituye el meollo de la situación es aquí el pretexto para una entrevista del periodista. Atrás quedan las preocupaciones del hombre de la calle y de la clase trabajadora. Basta comparar la escena del aborto de esta película —unos billetes entregados en un despacho elegantemente amueblado— a otra análogas de Saturday Night and Sunday Morning.
Un mono en el estadio y un gorila en la galería de arte
El principal teórico del grupo fundacional del Free Cinema es el último en debutar en el largometraje. Lindsay Anderson es el benjamín de un oficial escocés destinado en la India. Durante la Segunda Guerra Mundial trabaja como criptógrafo y luego se dedica a la enseñanza en Oxford. Aquí funda con su amigo Gavin Lambert el primer órgano periodístico del nuevo cine: Sequence, donde defendían por igual a John Ford y a Humphrey Jennings y ponían a caer de un burro el cine inglés contemporáneo. Ésta era una de las preocupaciones de Anderson como teórico: el centralismo de la metropoli, el ombliguismo de la clase media dulcificado siempre con la vaselina de la comedia amable. Nada más lejos de sus intereses como demostrará con el tiempo. Si hay que hacer comedia que sea satírica y con vitriolo, nada de almíbar.
Cuando Sequence agota su recorrido, Anderson continúa publicando en Sight and Sound y, sobre todo, comienza su práctica documental en la estela de Jennings. Varios de estos documentales se habían rodado en Wakefield, Yorkshire, y allí vuelve Anderson para contar el cuento de un noble bruto incapaz de expresar sus sentimientos si no es a golpes. Algunos historiadores señalan This Sporting Life como el principio del fin del Free Cinema. Su fracaso de público habría supuesto el enfriamiento de los productores. Sin embargo, no conviene olvidar que los tiempos están cambiando, según pregonaba Dylan. Parte de su fracaso se debe sin duda a la situación que plantea. Frank Machin (Richard Harris) no es Joe Lampton ni Arthur Seaton. Su devoción por la reprimida viuda de un minero se convierte en un callejón sin salida y su sordidez debe más a la incapacidad de comunicación que temáticamente —dejemos el estilo y la ambientación al margen— remiten a Antonioni y no al Reisz de Saturday Night and Sunday Morning.
Todo queda apuntado en la primera escena. Tras recibir en un partido un golpe que le salta los dientes, las imágenes cobran autonomía. Frente al relato clásico que había dominado hasta ahora las películas de los jóvenes airados This Sporting Life esgrime con insolencia una de las características del cine moderno, la falta de linealidad. Mediante este artificio Anderson superpone las escenas del partido con las del trabajo en la mina. Y cuando uno de los masajistas le dice que sin dientes estará una semana sin catar hembra, un salto abrupto lo muestra saliendo de casa de la viuda Hammond (Rachel Roberts). Bajo los efectos de la anestesia la construcción se vuelve fragmentaria. Volvemos así a la noche en la que él y otros jóvenes no consiguen entrar en el Club Locarno, cuyas puertas se abren mágicamente ante la llegada del autocar del equipo de rugby local. Frank se pega con el capitán y así consigue que le prueben. Por una vez el imaginativo título español, El ingenuo salvaje, traduce con fidelidad el espíritu del personaje central. Su cuerpo lo es todo. Como jugador, como amante, como trabajador… Cuando presume de haber conseguido mil libras por la ficha la viuda Hammond se queja de que es bastante más de lo que le dieron a ella cuando murió su marido en un accidente en la mina. Machin compra un cochazo blanco: su primer signo de status. Luego viene un abrigo y la cena en un restaurante de lujo en la que Frank se empeña en ponerse en evidencia y en avergonzar a Margaret. Ella se ofende porque la gente les da de lado:
—Soy una mantenida. ¿Qué esperabas? Ese coche, este abrigo, el que vivamos en la misma casa, está mal. Si andas entre suciedad, terminas manchándote.
Frank la abofetea y abandona la casa. Se instala en una pensión infecta, pero apenas queda sola la viuda Hammond cae enferma. Frank únicamente llega a tiempo de asistir impotente a su muerte. Corte. La multitud ruge en el campo. Necesitan un héroe del sábado y Machin se ha ganado el puesto a pulso. Es un ídolo (cubierto) de barro, pero no deja de ser un mono en el estadio.
También Morgan es un simio, pero de muy distinta naturaleza. En Morgan, A Suitable Case for Treatment (Morgan, un caso clínico), dirigida por Karel Reisz en 1966, el personaje titular (David Warner) es hijo de una comunista de la vieja escuela que le ha llevado a una de esas Art School en las que estudiaron Pete Townsend, el guitarrista de los Who, o la diseñadora Mary Quant. En 1964, el asunto Profumo ha dado al traste con el gobierno conservador y los laboristas acceden de nuevo al gobierno. Harold Wilson, de cuarenta y ocho años, es el símbolo de la renovación que llega a la política, a la música y, cómo no, al cine. Richard Lester canoniza a los Beatles en la pantalla en A Hard Day’s Night (Qué noche la de aquel día, 1964) y Help! (Socorro, 1965)... Otras películas de esta cuerda triunfan en las pantallas de todo el mundo. Incluso el seriecísimo Antonioni se busca un cuento de Julio Cortazar que poder ambientar en este Londres, punta de lanza de la modernidad. Twiggy, los Rolling Stones, el Mersey Beat, Carnaby Street… Todo lo que les diga es poco. París y Nueva York parecen capitales de provincia.
En Morgan, A Suitable Case for Treatment Karel Reisz se planta en este Londres pero sin renunciar a sus planteamientos. El nuevo Joe Lampton se llama Morgan y es un auténtico caso clínico, según la traducción española. A Morgan le interesan los gorilas y los símbolos marxistas. En la tradicional visita que realiza con su madre a la tumba de Karl Marx, en el cementerio de Highgate, ella le reprocha su desclasamiento y le pida que aprenda de los filósofos, que intentan comprender las cosas.
—No necesitamos comprender las cosas, necesitamos cambiarlas –replica Morgan.
La aristocrática familia de su mujer, Leonie (Vanessa Redgrave), hace todo lo posible por minar su relación y alentar el nuevo matrimonio con un galerista. Morgan combate esta relación por todos los medios: incluso, llega a hacer volar a su suegra por los aires. Esta es la paradoja en la que se mueven los autores más comprometidos de los nuevos cines. Tarde o temprano, el realismo se queda chato. Y Morgan emprende un camino sin regreso. Primero secuestra a Leonie con la ayuda de un luchador apodado “El Gorila” y se la lleva a un paraje despoblado de Gales donde se ve a sí mismo como un nuevo Tarzán. Literalmente, porque gracias al montaje, Morgan se enfrenta a los caimanes para conquistar a la nueva Jane. Cuando sus padres rescatan a Leonie, Morgan se embute en un disfraz de King Kong para reventar la boda. De aquí saldrá una de las imágenes más potentes y surreales de todo en nuevo cine británico. Un gorila humeante que recorre en moto Londres hasta arrojarse al agua en Battersea. La película se sumerge ahora en su delirio. Aprisionado en una camisa de fuerza, rodeado de desechos industriales y retratos de Lenin, Trotsky y Stalin, Morgan es fusilado por un grupo revolucionario.
Morgan termina en un hospital psiquiátrico. Trabaja en el jardín. Leonie acude allí para decirle que está embarazada y que el hijo es suyo. Tanto da. La cámara retrocede para mostrarnos que la pacífica tarea del domeñado Morgan consiste en decorar los parterres del sanatorio con hoces y martillos. ¿Una vuelta al marxismo estricto como única salida? ¿O el marxismo es ya la alienación total?
Metáforas de la decadencia de un Imperio
—Deberíamos unir fuerzas —proponía uno de los estudiantes pudientes de The Loneliness of the Long Distance Runner a los chicos del reformatorio.
—¿Por qué no hacemos una revolución? —ironizaba uno de sus contrincantes—. Castro estaría de nuestra parte.
El guionista David Sherwin tiene veinticuatro años cuando escribe el guión de If… y procede de una de las exclusivas escuelas privadas que se retratan en la película. Anderson rueda en Cheltenham, uno de esos colegios privados que en el Reino Unido reciben paradójicamente el nombre de Public Schools, donde él mismo había estudiado.
La película se abre con la llegada de los alumnos al colegio y la descripción del sistema de castas y las relaciones de poder entre veteranos y novatos. Su educación incluye el entrenamiento militar. Durante unas maniobras, cuando los demás han terminado el juego, Travis (Malcolm McDowell) y sus amigos abren fuego contra los bidones de té. Cuando el reverendo Woods les pide que depongan las armas disparan contra él y le atacan con la bayoneta. Ha sido un susto solamente pero la dirección del colegio se lo tima en serio. Les convocan para una reprimenda y les ordenan que pidan perdón al reverendo… que está en un cajón. Algún b rote onírico en las secuencias previas debería habernos puesto sobre aviso de que estamos en un mundo en que las fantasías se confunden con la realidad y sin embargo no estamos preparados para estos brotes de estirpe netamente buñueliana. La película finaliza con un acto académico en el que se dan cita las autoridades del colegio, los padres de la alta burguesía, un arzobispo y un general con su escolta. Durante el discurso del general Denson, que habla de tradición, disciplina, espíritu de sacrificio y servicio, Travis y sus compañeros arrojan una bomba de humo. Y cuando todos abandonan apresuradamente el salón de actos los ametrallan desde el tejado.
If… recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1969, después de que su distribuidora internacional, la Paramount, decidiera que no sabía cómo estrenarla en el circuito americano.
Mick Travis, siempre interpretado por Malcolm McDowell es un personaje instrumento. En las tres películas del ciclo escritas por Sherwin y dirigidas por Anderson se fustiga el sistema de clases —If…—, todos los estamentos de la sociedad postindustrial —O Lucky Man (1973)— y el desbaratamiento del estado del bienestar por el gobierno Thatchet —Britannia Hospital (1982)—. Tres metáforas de la sociedad contemporánea en las que Anderson, como buen moralista, se empeña en meter el dedo en la llaga pero no se dedica a sermonearnos con soluciones. Un público más acomodaticio lo hubiera agradecido pero el irascible Anderson nunca fue un tipo fácil.
¡Somos los chicos de Lambeth!
A mediados de los años sesenta Clayton realiza varias películas por completo ajenas a la realidad británica contemporánea. Richardson, Schlesinger y Reisz prosiguen su carrera en Estados Unidos; Tom Jones (Tom Jones), Isadora (Isadora) y Far from the Madding Crowd (Lejos del mundanal ruido) les sirven, respectivamente, de pasaporte. Albert Finney, Julie Christie o Alan Bates se convierten en estrellas internacionales.
El Free Cinema había fenecido mucho antes. Los propios creadores entonaron el requiescat por el movimiento al pasarse al cine de ficción. En el último programa proyectado en el National Film Theatre de Londres en marzo de 1959, figuraba un documental titulado We are the Lambeth Boys. Tal es el coro que entonan arrogantes los chicos del club social de un barrio suburbial mientras recorren las calles céntricas de Londres en la trasera de un camión. Más chulos que un ocho. Héroes de la clase obrera. Lennon cantaba:
Puedes tener un lugar en la cumbre, te dicen, / pero antes has de aprender a matar sonriendo / si deseas ser como los de arriba. / Tienes que ser un héroe de la clase obrera. / Si quieres ser un héroe… / sólo tienes que seguirme.
Filmografía esencial:
O Dreamland, Lindsay Anderson, 1953.
Momma Don’t Allow, Karel Reisz y Tony Richardson, 1955.
We Are the Lambeth Boys, Karel Reisz, 1958.
Room at the Top (Un lugar en la cumbre), Jack Clayton, 1959.
Look Back in Anger (Mirando hacia atrás con ira), Tony Richardson, 1959.
The Entertainer (El animador), Tony Richardson, 1960.
Saturday Night and Sunday Morning (Sábado noche, domingo mañana), Karel Reisz, 1960.
A Taste of Honey (Un sabor a miel), Tony Richardson, 1961.
The Loneliness of the Long Distance Runner (La soledad del corredor de fondo), Tony Richardson, 1962.
A Kind of Loving (Esa clase de amor), John Schlesinger, 1962.
This Sporting Life (El ingenuo salvaje), Lindsay Anderson, 1963.
Billy Liar (Billy el embustero), John Schlesinger, 1963.
Morgan, A Suitable Case for Treatment (Morgan, un caso clínico), Karel Reisz, 1966.
If… (Si…), Lindsay Anderson, 1968.
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