Nobleza de corazones (Antonio Gil Varela “Varillas”, 1926) se enmarca en el activísimo plan de producción emprendido por el operador de actualidades Juan Andreu Moragas en el contexto de la activación de la industria cinematográfica en Valencia mediada la década de los veinte con cintas como Les barraques (Mario Roncoroni, 1925) o Nit d’albaes (1925) y Moros y cristianos (1926), dirigidas ambas por Maximiliano Thous para Producción Artística Cinematográfica Española (PACE). Tras el rodaje de un par de cortometrajes cómicos, la Andreu Films encadena filmaciones a lo largo de 1925 y 1926, ligadas algunas de ellas al floreciente negocio de las academias cinematográficas. Hasta seis títulos llegan a las pantallas consecutivamente y, a decir del severo Juan Piqueras [La Pantalla, núm. 71, 16 de junio de 1929], cosechando fracasos artísticos y económicos a partes iguales.
Aunque el propio Andreu se hizo cargo de la dirección en algunos casos —El místico (1926) o La garra del mono (1926)—, en otros prefirió delegar en el primer actor, como ocurre en Nobleza de corazones, encomendada al comediante Antonio Gil Varela “Varillas”. Había debutado este en los escenarios madrileños a finales de la década de los diez del pasado siglo, pero la fama le alcanza en 1922 cuando aparece por primera vez en la pantalla interpretando a Don Nuez, el principal contrapunto cómico en la adaptación de la zarzuela La reina mora que dirige José Buchs. El realizador cántabro recurrirá a él repetidamente a lo largo de su filmografía, tanto muda como sonora. No obstante, la ambición de “Varillas” le lleva a Estados Unidos en 1924 donde al parecer interpreta algunas películas cómicas y aparece acreditado en The Siren of Seville (Jerome Storm y Hunt Stromberg, 1924). Desencantado al comprobar que en Hollywood no atan los perros con longaniza regresa a España donde continuará su carrera de actor cómico compatibilizándola, en una pirueta digna del más excelso volatinero, con la de agente de policía en Madrid. Después de interpretar una vez más el papel de sevillano trapisondista en Dos mujeres y un don Juan (José Buchs, 1934) y de volver a encarnar a “Don Nuez” en la nueva versión de La reina mora que Eusebio Fernández Ardavín rueda para Cifesa poco antes de la sublevación militar de 1936. Cuando la película se estrene, en el otoño de 1937, “Varillas” ha sido ya ajusticiado en la checa de Buenavista a consecuencia, al parecer, del celo demostrado en la represión de los ciudadanos de Vallecas que exteriorizaban su ira contra la carcundia clerical.
Además de la dirección artística de la cinta, “Varillas” encarna al protagonista, Nico, “payaso andariego y bonachón”, un papel dramático a los que tan aficionados son los actores encasillados en el papel de “graciosos”. Le acompañan en el elenco Eugenia Roca, “la conocida tonadillera que se ha revelado en este film como estrella de la pantalla”, “el gran característico” Emilio Mora, Rosa Sanz, “una damita joven con singulares condiciones para el arte de la película”, y, a falta de un niño prodigio que proporcione la nota cómico-sentimental, dos. Las gacetillas los presentan como émulos de Jackie Coogan “Chiquilín”; de hecho, Pepito Plaza figura en la publicidad como “el Chiquilín valenciano”.
Los siete minutos y pico conservados muestran a un hombre en automóvil preguntando a la gente un pueblo por algo. Suponemos que será por Pedrito (Pepito Plaza), al que inmediatamente vemos en un vagón de tercera vistiendo corbata y canotier, corriendo mundo en compañía de la pequeña compañía de cómicos ambulantes capitaneada por Nico (“Varillas”) y sus perros amaestrados. A pesar de ello, la cabeza de Pedrito está turbada por el recuerdo permanente para Roberto, un niño desahuciado por la ciencia médica. Un salto brusco nos traslada a un pueblo en el que los miembros de la troupe realizan el pasacalles montados en borriquillos. Nico rescata a Roberto, apedreado por una pandilla de arrapiezos pueblerinos, y entre todos lo trasladan a los alrededores del pueblo, donde han instalado su campamento. Allí le curan y se enteran de que el chiquillo sabe tocar el violín y que no tiene otra compañía en el mundo que su perrillo bailarín Cañamón (Sultán), lo que nos induce a pensar que este segundo fragmento precediera en la continuidad original al del viaje en tren.
Cuando la película se estrenó, las gacetillas insistían en que se trataba de un guión original de Santiago Rusiñol. Los historiadores [https://diccionarioaudiovisualvalenciano.com/wp-content/uploads/2018/07/joan-andreu-moragas.pdf] han descubierto que, en realidad, el argumento se debía al propio Juan Andreu que, aprovechando la relación con el pintor y escritor catalán para adaptar a la pantalla El mistic a partir de su drama homónimo, obtuvo su permiso para atribuirle un asunto que recordaba lejanamente a otra célebre obra de Rusiñol: L’alegria que pasa.
Una de las escasísimas críticas que hemos localizado dice que la película constituye “indudablemente un acierto”, pero que habría estado mucho mejor si “hubiera podido contar el amigo Andreu con mejores elementos. Ahora bien, es un hecho que de todos modos conmueve y que la parte sentimental llega al corazón del público. Esto ya basta para que no regateemos nuestro elogio a la producción”. [Boletín de Información Cinematográfica, núm. 37, 1 de octubre de 1925.]
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