Uno de los vectores de la política cinematográfica de José María García Escudero cuando se puso al frente de la Dirección General de Cinematografía en 1963 fue el cine infantil. [“Orden ministerial del 2 de marzo de 1963 regulando la protección especial al cine para menores”, en el Boletín Oficial del Estado, 9 de marzo de 1963] La directriz contó, incluso, con plataforma propia: el Certamen Internacional de Cine y TV Infantil. Como detalla en Una política para el cine español [Madrid: Editora Nacional, 1967, págs. 67-74.] la iniciativa se saldó con un fracaso rotundo, según él por falta de iniciativa de distribuidores y exhibidores. La excepción fue el largometraje de animación El mago de los sueños (Francisco Macián, 1966).
El modelo declarado era la Children’s Film Foundation británica promovida por Arthur Rank: películas que aunaran contenidos didácticos y entretenimiento, de no más de una hora de duración para que fueran susceptibles de nutrir sesiones infantiles de cines parroquiales, colegios religiosos y cines comerciales en sesiones matinales. De hecho, en primera instancia, la distribuidora Mercurio Films decidió acogerse a la considerable reducción en el coste de las licencias de doblaje para poner en el mercado The Last Load (El misterio del camión, John Baxter, 1948), The Flying Eye (El ojo volador, William C. Hammond, 1955), The Stolen Airliner (El avión secuestrado, Don Sharp, 1955), Ali and the Camel (Alí y el camello, Henry Geddes, 1960) o The Last Rhino (El último rinoceronte, Henry Geddes, 1962). [“Películas para menores en el mercado español”, en Film Ideal, núm. 212, 1 de mayo de 1969.]
El problema es que estos centros preferían poner las películas de Marisol, mucho más atractivas para la chavalería. De ahí, que García Escudero promoviera una reforma en 1965 que pretendía la creación de un “cine familiar” de calidad, aunando la protección a las películas de tema infantil con la que recibían los titulados en la Escuela Oficial de Cinematografía. De este modo vieron la luz películas tan divergentes en intenciones como Miguelín (Horacio Valcárcel, 1964), Dos alas (Pascual Cervera, 1964) o El tesoro del capitán Tornado (Antonio Artero, 1967). Cervera reincidiría en 1966 con El rayo desintegrador. También los directores de oficio se acercaron al tema, reclamados por productoras que veían un poderoso atractivo en el 60% del coste que aportaba la administración en aquellas cintas que se considerasen “de interés especial para menores”; sería el caso de Manuel Torres Larrodé, que dirigió La escalada de la muerte (1965), Huida en la frontera (1966) y Aventura en el palacio viejo (1967), Luis María Delgado con Aventura en las islas Cíes (1966) y Hamelín (1968), Tulio Demicheli con La primera aventura (1964) o Klimovsky con La colina de los pequeños diablos (1964), Los siete bravísimos (1964) y El bordón y la estrella (1966). Incluso la hagiográfica Aquella joven de blanco (1964) podría incluirse en este lote de cine “para menores” realizado por Klimovsky con tanta contumacia como el que más.
Argumentaba Klimovsky que había realizado La colina de los pequeños diablos con la intención de que estuviera adaptada a los intereses del sector del público al que iba dirigida: protagonismo infantil, personajes arquetípicos, humor e intriga de baja intensidad, ritmo lento. Si es lo que buscaba, lo logró plenamente. En 1815 un destacamento francés de retirada ocupa un pueblo y confisca todos los bienes. En la villa sólo quedan niños, viejos y mujeres. Como no hay para comer, los chicos deciden recuperar los animales a través de un túnel secreto que comunica con el castillo. El comandante amenaza con hacer prisioneros a los hombres si no devuelven a los animales. Pero los chicos se han traído también, impremeditadamente, unas cajas de explosivos que prenden accidentalmente y hacen volar el túnel. Los franceses piensan que se trata de un ataque de la guerrilla y abandonan el pueblo.
Financia la operación Hispamer Films apenas promulgada la nueva legislación. La película se rueda en noviembre de 1963 en Aledo (Murcia) y se presenta en el certamen de Gijón en julio del año siguiente, obteniendo una mención especial del jurado internacional. Sin embargo, hasta el verano de 1965 no llega a las salas; lo hace entonces en una de las modalidades favorecidas por la administración: en sesiones especiales a las cuatro de la tarde en días no lectivos. Luego, en las de las siete y las diez de la noche, los cines recuperan su programación habitual.
La realizamos con bastantes dificultades —recordaba Klimovsky—, sobre todo de tipo climatológico, teniendo en cuenta que se rodó a finales de año, pero es una película encantadora, llena de gracia, de interés, de energía y de fuerza. Muy vigorosa en su realización. El mismo año hice otra comedia de este tipo, volviendo una vez más a mi viejo maestro René Clair, una película en la línea de Un sombrero de paja de Italia [Un chapeau de paille d'Italie (1928)], que es Los siete bravísimos, en cierto modo una especie de comentario a Los siete magníficos [The Magnificent Seven (John Sturges, 1960)]. De ella recuerdo que el protagonista era una niño encantador, de once años, vivísimo, muy listo y que hoy sigue siendo igual, Pedro Mari Sánchez. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 18.]
En El bordón y la estrella adapta Klimovsky una premiada novela de Joaquín Aguirre Bellver, el autor de los relatos de Miguelín. La aventura tiene lugar en el Camino de Santiago, que recorren un niño (Ángel Luis Nolías) y un escultor francés (Carlos Estrada) acusado de asesinato. No he podido verla, así que reproduzco la valoración de Miguel Ángel Plana Fernández:
Un reo hace la ruta de Santiago, en plena Edad Media, para expiar un crimen q1ue en realidad no ha cometido y solo encuentra el apoyo de un niño. Los paisajes y el mismo camino son las mejores bazas de este piadoso film. El rodaje conmocionó a la población leonesa de Villafranca del Bierzo ya que se rodó por aquellas tierras y la mayoría de los habitantes figuraron como extras en la película. Aún se habla de ello. [Miguel Ángel Plana Fernández: Leo, el rápido: Vida y obra de León Klimowsky. Valencia: The Force Book, 2021, pág. 134.]
Aquella joven de blanco es un producto tardío del ciclo de hagiografías cinematográficas que había impulsado Molokai, la isla maldita (Luis Lucia, 1959), a la que seguirían Rosa de Lima (José María Elorrieta, 1961), Teresa de Jesús (Juan de Orduña, 1961), Fray Escoba (Ramón Torrado, 1961), Isidro el labrador (Rafael J. Salvia, 1963)... Las cintas de Orduña y Klimovsky son sendas producciones de Estela Films, una empresa en cuyo origen había vínculos con el catolicismo nacionalista catalán y con el Opus Dei.
Sin duda, el público seguía teniendo presente The Song of Bernadette (La canción de Bernardette, Henry King, 1948), la producción de 20th Century Fox con la que Jennifer Jones ganó el Oscar, por lo que la cinta de Klimovsky arranca como un documental, con la llegada de un tren de peregrinos a Lourdes y los enfermos recibiendo la bendición ante la explanada de la basílica. Luego, el cuerpo incorrupto de Bernardette Soubirous nos traslada al pasado, al momento en que la niña y su familia acaban de ser desahuciados y tienen que mudarse a casa de un familiar. La orden de encarcelamiento del padre por parte de un juez inclemente no impide que los chicos suban al monte, donde Bernardette tiene sus visiones marianas que arrastran a todo el pueblo en peregrinación. Dos sacerdotes con pareceres divergentes servirán de portavoces de los distintos puntos de vista que adopta la Iglesia católica.
Klimovsky, escribe el crítico de Film Ideal...
consigue darnos un precioso documental de gestos y expresiones de Cristina Galbó, en que apoya toda la trama. (Por eso es más lamentable la nota de mal gusto que constituye la subida del tono de luz sobre el rostro de la protagonista en el momento de las apariciones, que podía haberse apoyado exclusivamente en el gesto estático de la muchacha.)
La película, en definitiva, se ve con complacencia, precisamente por su esquematismo y su sencillez, cosa que probablemente no hubiera ocurrido si el director se hubiese dejado llevar hacia el énfasis o la milagrería. Además, la localización de los paisajes ayuda al honrado resultado final. [M.A: “Aquella joven de blanco”, en Film Ideal, núm. 167, 1 de mayo de 1965, pág. 322.]
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