Con mi agradecimiento a José Luis Salvador Estébenez
Mariano Ozores falleció hace unas semanas. Dice la historiografía que Pilar Miró armó el Real Decreto 304/1983, de 28 de diciembre, sobre la protección a la cinematografía española, para cargárselo. O cargarse el cine que venían practicando Ozores y sus pares desde la década de los setenta. El propio realizador resumía la situación cuando recordaba que la directora general había afirmado que nunca obtendría una subvención porque él facturaba “películas para fontaneros”. [Mariano Ozores: Respetable público. Barcelona: Planeta, 2002, pág. 274.] Pero el asunto es mucho más complicado, claro.
A nadie se le ocultaba entonces la doble motivación de una medida que incentivaba las subvenciones anticipadas selectivas para contrapesar el criterio de la taquilla sobre el que los productores que confiaban en la bulimia creativa de Ozores —los Reyzabal, José Frade, Arturo González, Bermúdez de Castro, José Antonio Cascales— basaban su producción: por una parte estaba la ramplonería estética de sus propuestas y un humor considerado chabacano, concebido únicamente para el consumo interno; por otra, la deriva ideológica que le había llevado durante el cambio de década a nutrir las filas del búnker cinematográfico. Rafael Gil en comandita con Fernando Vizcaíno Casas, José Luis Merino, Paco Lara Polop, Gabriel Iglesias —con su adaptación de la polémica comedia Un cero a la izquierda (1980)—, serán otros tantos adscritos a la crítica jocosa y destapística de la desestabilización provocada en la burguesía inmovilista por los nuevos usos democráticos. La proliferación de siglas políticas, el terrorismo, las reivindicaciones territoriales, el feminismo, el movimiento de liberación gay, los conflictos laborales, la inseguridad ciudadana, el chaqueterismo, el clientelismo, el adulterio, el divorcio, el aborto, las corruptelas urbanístico-municipales, los impuestos, el ascenso social, el progresismo de algunos sectores de la Iglesia... mil y un temas, habitualmente presentados como un totum revolutum, son susceptibles de ser aliñados con chascarrillos —apenas comprensibles hoy— sobre Abril Martorell, el cardenal Tarancón o la “trampa saducea” de Torcuato Fernández Miranda.
Al principio de su fecunda carrera como realizador, Ozores participa en dos operaciones oficiales de hondo calado ideológico: la realización de Morir en España (1965), réplica franquista a la prohibida Mourir à Madrid (Morir en Madrid, Frederic Rossif, 1963), y como segundo de José Luis Sáenz de Heredia en el documental hagiográfico Franco, ese hombre (1964). Sobre la bonhomía —¿o sería ingenuidad?— de Mariano Ozores, queda en sus memorias este testimonio: “Nunca pensé que incluirme en ese proyecto se podría considerar una declaración de intenciones políticas por mi parte y, como necesitaba trabajar, acepté sin pensármelo dos veces”. [Ozores: Op. cit., pág. 124.]
En 1976, aún lejanos los primeros comicios municipales, abre el fuego transitorio con la premonitoria Alcalde por elección, puesta al día del ya muy sobado argumento de No desearás al vecino del quinto / Due ragazzi da marciapiede (Ramón Fernández, 1970). Un año después realiza El apolítico, inusualmente grave crónica de la toma de conciencia de un ciudadano despolitizado; el chascarrillo final no neutraliza su voluntad integradora, totalmente ajena al espíritu bunkeriano. En 1981 escribe y dirige Todos al suelo, parodia de las películas de atracos bancarios, dirigida a unos espectadores que tenían aún muy presente el asalto al Congreso de los Diputados por parte del teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y del oscuro episodio ocurrido tres meses después en el Banco Central de la Plaza de Cataluña, en Barcelona. Y en 1982 realiza una de las cimas del filón: ese autoproclamado Bienvenido, míster Marshall (Luis G. Berlanga, 1953) de la Transición que es ¡Qué vienen los socialistas!. Santos Zunzunegui argumenta que estos cuatro títulos constituyen una serie coherente que...
a diferencia de posturas más cavernícolas bien visibles en el cine franquista de un Rafael Gil, nos lleva desde la llamada a la presencia de la derecha tradicional en las instituciones hasta la puesta en juego de todos los instrumentos típicos (y tópicos) de la derecha —“todo y todos son comprables”— para moldear a su antojo situaciones que se le antojan inevitables. [Santos Zunzunegui: “¡Qué vienen los socialistas!”, en Julio Pérez Perucha (ed.): Antología crítica del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1998, pág. 842.]
Por entonces dejaba constancia Mariano de su credo cinematográfico:
Creo que he tratado de adecuar mi trabajo a la evolución del gusto del público. Y algo he conseguido, porque la asistencia de espectadores a los locales donde se proyectan algunas de mis películas es francamente gratificante. Aparte de ello, creo que he colaborado con otros directores y productores a popularizar a unos magníficos actores y actrices, que luego han podido acceder a trabajos de mayor envergadura dramática. [La comedia en el cine español. Madrid: Imagfic 86, 1986, pág. 102.]
El propio Zunzunegui cita a Pérez Perucha y Vicente Ponce [“Algunas instrucciones para evitar naufragios metodológicos y rastrear la Transición democrática en el cine español”, en Manuel Palacio (ed.). El cine y la transición política en España (1975-1982). Valencia: Filmoteca de Valencia, 1986] para definir al espectador-tipo de este cine como poco dado “al compromiso fascista o no”. Antes bien, el objetivo de las películas sería “acumular sumandos para esa zona política y moral, más pancista y perezosa que conservadora, representada tan adecuadamente entre nosotros por Manuel Fraga”. La supuesta despolitización del cine de Ozores queda subrayada en la promoción de El cura ya tiene hijo (1983): “Impuestos, crisis, paro, política y políticos... ¡Olvídelo todo y venga a ver El cura ya tiene hijo!”. Escribe Manuel Trenzado, de quien tomamos el ejemplo anterior:
Desde finales de febrero de 1981 resultaba ciertamente problemático articular discursos excesivamente críticos con un statu quo político y social que se había revelado dramáticamente vulnerable. Los propios sucesos del 23-F podrían ser analizados como la puesta en escena o espectáculo en imágenes del último gran drama político de la transición. [Manuel Trenzado Romero: Cultura de masas y cambio político: El cine español de la transición. Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas / 1999, pág. 270.]
Ahora bien, como anunciábamos al principio, la marginación de Mariano Ozores no se debe exclusivamente a criterios administrativo-ideológicos. Entre 1976 y 1982 hay cuatro responsables distintos al frente del recién creado Ministerio de Cultura y, varios cambios legislativos que suponen otros tantos tsunamis en los sectores de producción, distribución y exhibición. La llegada de Adolfo Suárez a la presidencia supone la liberalización de una industria española en crisis, con la supresión de ayudas a documentales y de la cuota de distribución que permitía a los productores financiar sus proyectos mediante adelantos. Los exhibidores se sintieron perjudicados al considerar que la nueva cuota de pantalla establecida por la legislación de 1977 —una película española exhibida por cada dos extranjeras— hacía recaer sobre ellos el mantenimiento de un cine local escasamente rentable con respecto al cine estadounidense; en consecuencia, los propietarios de los cines incumplieron sistemáticamente la norma y la recurrieron. El Tribunal Supremo acabó fallando a su favor en 1979. Las grandes beneficiadas del periodo fueron las distribuidoras filiales de multinacionales, como Warner, Universal o Cinema International Corporation; también aquéllos que controlaban toda la cadena de producción, distribución y exhibición, como José Antonio Sainz de Vicuña y Alfredo Matas, José Frade o la familia Reyzábal. Los principales perjudicados, “los pequeños productores descapitalizados por una imposición legal que desvinculaba a las distribuidoras de la financiación de las películas y, una vez rodadas, las lanzaba a un mercado de exhibición carente de cualquier baremo proteccionista”. [Esteve Riambau y Casimiro Torreiro: Productores en el cine español: Estado, dependencias y mercado. Madrid, Cátedra / Filmoteca Española, 2008, pág. 884.]
Algunos de estos pequeños productores se refugian en el cine clasificado “S”. Sobre todo, en la subvertiente erótica, que llega a constituir la tercera parte de la producción española durante los años 1981 y 1982. [Ramiro Gómez B. de Castro: La producción cinematográfica española de la transición a la democracia (1976-1986). Bilbao: Mensajero, 1989, pág. 79.] Embarcado en el rentable filón pajarestesista, Ozores tomará del mismo la omnipresencia de jóvenes despelotadas, que deben servir de contrapunto a los chascarrillos de cómicos procedentes de las salas de fiestas y los teatros de revista, a los que la televisión sirve de caja de resonancia. A tales resortes deben su popularidad Andrés Pajares, Fernando Esteso, Juanito Navarro, Antonio Ozores o Fedra Lorente, que constituirán el soporte de su filmografía en estos años, cuando los espectadores de sus películas en salas se cuenten por millones.
Mariano Ozores está en la cresta de la ola en un momento de profunda crisis en el modelo, no sólo por la promulgación de la “Ley Miró”, sino por el continuo descenso de asistencia de espectadores a las salas. Entre 1975 y 1984, cuando la nueva legislación aún no ha impactado en el mercado, los espectadores de cine español caen de 78.814.732 a 26.267.555, en tanto que los de cine foráneo —estadounidense, casi siempre— descienden de 176.970.899 a 95.325.140. [Gómez B. de Castro: Op. cit., pág. 233.] Si las recaudaciones de las producciones españolas se mantienen y las de las extranjeras suben es por el sustancial incremento del precio de las entradas —un 412% de media entre 1975 y 1985—, que incide en el cierre de un gran porcentaje de cines del circuito secundario —de sesión continua, barriales, rurales— que es precisamente el principal caladero del cine ozoriano.
El filón de películas baratas, una verdadera réplica del cine de serie B norteamericano en su infraestructura industrial —escribía Carlos Losilla en 1989—, permitía la confección de programas dobles que podían incluir la película norteamericana de rigor y una de Pajares y Esteso, pongamos por caso. La falta de materia prima en lo que se refiere a estas últimas, provocada por el exterminio mironiano, empuja a los exhibidores a programar dos películas "fuertes" (¡A veces las dos americanas!) de una sola vez y por el mismo precio, con lo que se consigue, sí, poner el cine español a la altura de los demás en el momento de la proyección, pero también privarlo de una parcela fílmica que, por el momento, nadie ni nada ha logrado sustituir. [Carlos Losilla: "Legislación, industria y escritura", en Escritos sobre el cine español 1973-1987. Valencia: Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 1989, pág. 40.]
La televisión y las alternativas de ocio tampoco son las únicas causas de estas mutaciones. En 1982, con la celebración en España del Mundial de Fútbol, se produjo el primer desembarco masivo de reproductores de vídeo doméstico en los hogares. [La industria cinematográfica en España (1980-1991). Madrid: Fundesco / ICAA, 1993, pág. 86.] Entre 1983 y 1991 pasan de medio millón a superar los cinco millones, con el consiguiente cambio en los hábitos de consumo. Son los años de proliferación de video-clubs en todos los barrios, en paralelo con la conversión de salas cinematográficas en bingos y supermercados. Desde la atalaya de 1991, el diagnóstico del informe de Fundesco es taxativo: “En la década de los años 80 el vídeo doméstico cuestionó la propia existencia del cine nacional, por lo menos en su exhibición clásica, al provocar una disminución progresiva y alarmante de asistencia de los espectadores a las clásicas salas de exhibición cinematográfica”. [Ibidem, pág. 87.]
En 1986, José Luis López Vázquez y Alfredo Landa ostentan el récord de películas disponibles en este pujante mercado, con 61 y 43 títulos respectivamente. En cuanto a los directores, Lazaga y Ozores son los que tienen mayor presencia en los estantes de los videoclubs, con más de cuarenta por cabeza. [Antonio García Rayo: “Landa y López Vázquez, dos actores en conserva”, en Diario de Burgos, 7 de octubre de 1986, pág. 18.] Lo constata el propio Ozores en sus memorias: “Las comedias españolas ‘salían constantemente’, según el léxico de los propietarios de esas empresas cuando querían decir que se alquilaban con tanto interés que existían listas de espera para hacerse con algunos títulos entre los que, modestamente, estaban los míos”. [Ozores: Op. cit., pág. 295.] En cambio, la asistencia de espectadores a los cines para ver las últimas películas del ciclo Esteso-Pajares descienden hasta las trescientas mil entradas de media. No es una cifra despreciable, pero está muy lejos del millón y medio del título inaugural del filón: Los bingueros (1980).
No resulta, pues, extraño que Ozores reciba una propuesta indecente de su viejo conocido José Antonio Cascales, para el que había dirigido varias películas de Peret y Lina Morgan entre 1971 y 1973. Se trata de realizar una serie de producciones con un coste muy bajo que serán explotadas exclusivamente en vídeo... aunque ya veremos que algunas tuvieron presencia testimonial en salas. Para llevar adelante la operación, Carlos Cascales Garcés, que por entonces tiene veinte años, crea una productora personal a su nombre. La sociedad se da de alta el 1 de julio de 1986 y prolonga su actividad hasta 1989, cuando los ocho títulos dirigidos por Ozores para la empresa a lo largo de dieciocho meses ya están comercializados y Beach Video, con el mismo domicilio social que la anterior, se encarga de su distribución en el mercado doméstico.
Cascales padre y Ozores reúnen a un equipo más o menos fijo en el que Manuel Mateos Valverde se hace cargo de la fotografía, Gregorio García Segura de la música, Cascales padre actúa como productor ejecutivo, Pedro Pardo Moreno es el ayudante de dirección y el montaje se divide entre José Antonio Rojo y Antonio Ramírez de Loaysa. En los repartos de las ocho cintas alternan los nombres de su hermano Antonio, Jesús Puente, Florinda Chico, Juanito Navarro, Ricardo Merino, Fedra Lorente, Trini Alonso o Alfonso del Real.
Los presuntos (1986), la primera película de la serie, se resuelve en tres semanas, con lo que equipo y colaboradores renuncian, al menos, a una cuarta parte de su tanto alzado habitual, dado que Ozores suele rodar por entonces en un plazo máximo de cuatro semanas. Un viejo guión sobre un sicario que debe asesinar a un fotógrafo que posee información comprometedora para la mafia, pero que termina haciéndose amigo de su víctima y aliándose con él para salir del lío, sirve de excusa argumental. Utiliza negativo de 35mm, pero tasado, rueda con dos cámaras según una costumbre fraguada en sus inicios televisivos, prescinde casi absolutamente de figuración y limita las localizaciones al máximo. Esto último afecta sobre todo a la duración de las secuencias: la del estudio del fotógrafo, la del pub en el que conocen al picapleitos que les va a aconsejar sobre el modo en que se librarán del follón y la del local de transformistas alcanzan casi los diez minutos cada una.
José Luis López Vázquez encarna al fotógrafo, Antonio Ozores al abogado y Jesús Puente al sicario, un papel que declinó interpretar Alfredo Landa. Probablemente pesaran por igual el raquitismo del salario y el cambio que deseaba imprimir a su carrera tras la obtención del premio de interpretación en Cannes —ex aequo con Paco Rabal— por Los santos inocentes (Mario Camus, 1984).
Aunque Ozores achaca al buen resultado de Los presuntos la propuesta de continuidad por parte de Cascales, apenas hay tiempo entre su finalización y la puesta en marcha de Capullito de alhelí (1986). El productor debía de poseer ya los derechos de la comedia de Juan José Alonso Millán, que también se hizo cargo de la adaptación. La exitosa comedia se había estrenado en el madrileño Teatro Príncipe a principios de 1984 y estuvo en cartel toda la temporada. La protagonizan Juanjo Menéndez, Francisco Piquer y Gracita Morales, que bisará su papel en la pantalla. En la primavera de 1985 la obra sale de gira por provincias con la compañía de Zori y Santos. Los críticos que menos la aprecian, valoran en ella su eficacia cómica. Es el caso de Eduardo Haro Tecglen, que escribe:
La democracia vuelve a permitirlo todo, incluso que se escriba esta comedia, de la que su autor dice que no tiene ninguna intención: sólo la de divertir. Lo consiguió, a juzgar por las carcajadas del público de invitados al estreno. Sus resortes son los del mal teatro antiguo: el chiste, la alusión a la actualidad, el doble entendido, el equívoco y el infalible resorte de los mariquitas. [...] Repito que hubo en el estreno quienes, en efecto, parecían divertirse muy ostensiblemente con todo ello. No acaba uno de asombrarse. [El País, 11 de octubre de 1984.]
La operación no está exenta de riesgo porque la trama gira en torno a una pareja de homosexuales maduros que por fin van a consumar su amor, tras una relación por correspondencia, y el día fatalmente elegido para su encuentro es el 23 de febrero de 1981. El contraste entre el piso del primero, donde viven unas prostitutas, y la casa del segundo, con una cuñada ultramontana, proporcionan colorido ambiental y personajes secundarios estrambóticos a la situación básica: la renuncia a la felicidad de la pareja en el caso de que triunfe el golpe involucionista. La aparición del monarca en la televisión pone punto final a la incertidumbre personal de los protagonistas, interpretados de nuevo por López Vázquez y Puente.
Ozores se siente cómodo con la farsa y el origen teatral del argumento le permite reducir al mínimo localizaciones y personajes. Esta misma estrategia seguirá en su siguiente guión, en el que ahonda en la sátira política: ¡No, hija, no! (1987). La operación está concebida en torno a la estelarización de su hermano Antonio, cuyas colaboraciones en la segunda etapa de Un, dos, tres... responda otra vez (Chicho Ibáñez Serrador, 1982-1988) le han proporcionado una inmensa popularidad. De hecho, el título es una de las coletillas que utiliza habitualmente en el concurso. Otro de sus gags recurrentes en el programa televisivo es el “farfullo”, una alocución ininteligible que había ensayado su hermano “Peliche” en alguna ocasión y que Antonio transforma en figura de estilo porque así se ahorra memorizar ciertos diálogos. Este hablar en camelo sin decir nada, perversión del “cantinfleo”, se convierte en leitmotiv de la película, habida cuenta de que el protagonista es, una vez más, un candidato a la alcaldía en plena campaña electoral: Alejandro Costa, “alcalde aunque sea de balde”. El resultado es un vodevil en toda regla: en el chalé del candidato confluirán una prostituta aquejada de catalepsia, una pareja de ladrones, la propietaria del servicio de masajes, una joven con el encargo de sobornarle, la candidata rival, dispuesta a repartirse con él cargos y prebendas, sus respectivos asesores, el dispositivo policial encargado de su protección y la familia al completo que regresa inesperadamente de sus vacaciones. El resultado, burla burlando: la denuncia de la hipocresía y de la corrupción generalizada inherente a la política, ergo, el descrédito del sistema democrático que parece propiciarlas.
El macguffin del supuesto cadáver del que hay que deshacerse y que al final vuelve a la vida, lo toma Ozores de Los pecados de una chica casi decente, que habían protagonizado Lina Morgan y Alfredo Landa en 1975. O, retrotayéndonos aún más, aunque dándole la vuelta, a su ópera prima, Las dos y media… y veneno (1959). Los vaivenes de la prostituta cataléptica proporcionan ritmo a las escenas que, por lo demás, resultan eminentemente teatrales en su concepción, con la irrupción de los personajes en el decorado único y la conveniente fragmentación de los espacios. La puesta en escena tan plan como de costumbre, al servicio de unos cómicos que se arraciman en el encuadre en planos predominantemente americanos y el recurso al plano-contraplano en las conversaciones. La utilización de un decorado natural limita los movimientos de cámara, entre los que predominan las panorámicas, siguiendo siempre los desplazamientos de los personajes. Frente al lugar común que sitúa el zoom como recurso habitual en el cine económico, en esta ocasión apenas hace acto de presencia.
El carácter autorreferencial de Esto es un atraco (1987) queda expuesto en la ocupación elegida para el personaje interpretado por Antonio Ozores: propietario de un videoclub.
—Tiene razón, jefe. Es que trae usted pocos títulos nuevos.
—Es que el negocio no da para más. Yo me conformaría con pagar a los empleados.
—Porque es usted muy decente, jefe, y no quiere traer títulos piratas, que los dan muy buenos y son muy baratos.
—¡Vídeos piratas ni hablar! En mi casa, no.
—Pero si lo hacen todos...
—Todos, no. A los que no les importa tener películas en mal estado y estafar al público, lo hacen. Pero la mayoría, no, y yo estoy con esos. Si no puedo defender el negocio decentemente, cerraré y se acabó.
No obstante, las alusiones a la compra de un magnetoscopio doméstico están a la orden del día en toda la serie.
A modo de curiosidad, y dado al mercado al que iban destinadas en su origen, la mayoría de estas cintas de Ozores solían contar con una introducción a cargo de su(s) protagonista(s), en la que, además de agradecer su elección en la estantería del videoclub y presentar la película, se emplazaba al final de la misma, momento en el que, aparte de desear al espectador que hubiera disfrutado de la función, se le recordaba que debía de rebobinar la cinta antes de devolverla al videoclub. Obviamente, este epílogo no ha sido respetado en sus diversas reposiciones por televisión, cosa que sí ha ocurrido, aunque no siempre, con el referido prólogo. [La Abadía de Berzano: https://cerebrin.wordpress.com/2008/03/26/no-hija-no/]
En la línea de las películas de atracos perfectos, la nueva cinta de Ozores sigue la conformación de un grupo de expertos en distintas especialidades para realizar un audaz golpe en una fábrica de joyas. Como en cualquier parodia que se precie todos ellos resultan especialmente ineptos para las tareas que se les han encomendado, pero todo tiene una explicación: se trata de que sean descubiertos en mitad del fregado para que el propietario de la fábrica pueda autorrobarse e irse de rositas. Pero, ay, todos tienen cuentas pasadas pendientes con él y, a pesar de su torpeza, conseguirán vengarse y hacerse con un modesto botín con el que rehacer sus vidas.
En el clímax, aparece de nuevo el carácter metaficcional de la operación. Los atracadores ineptos han tendido una trampa al empresario. La investigación está siendo retransmitida en directo por televisión. Bajan el sonido del aparato y doblan en directo lo que se supone que dicen los personajes en el aparato. Ozores repite así lo que era distracción habitual en casa de su hermano José Luis, cuando se reunían un grupo de amigos, entre los que se encontraban Gila o Antonio Buero Vallejo, para doblar burlonamente noticiarios del No-Do en 16mm. Se pone así en evidencia otro de los recursos ahorrativos del cine de Ozores desde sus primeros pasos como director: la sincronización de los diálogos a posteriori, introduciendo muchas veces nuevos chascarrillos durante el proceso.
Esto sí se hace (1987) es una farsa marital de matriz boccaccesca, adaptación de una revista teatral que también sacó Olimpy, una empresa de vídeo radicada en Alicante, en VHS: Reír más es imposible (1986). Una mujer pilla a su marido en adulterio flagrante. Su amiga la convence para que engañe al adúltero con su mejor amigo. Para librarse de una portera cotilla, otro donjuán talludito aduce incapacidad sexual debido a un terrible accidente. El adúltero decide invitar a este a su casa de campo durante un fin de semana, presentándolo como amigo de la infancia, para que su mujer fracase en su venganza. En el último acto, las parejas se multiplican y los equívocos se explotan al máximo, aunque su eficacia cómica queda reducida porque el espectador ya sabe que los rijosos saldrán escarmentados. Hay, eso sí, un final de secuencia, que Ozores ya ha probado en Queremos un hijo tuyo (1981), articulado en torno al reparto de bofetadas que funciona estupendamente.
Reconoce Ozores que Veredicto implacable (1988) no era una película para él, pero se justifica diciendo que nunca supo decir que no cuando le ofrecían un trabajo. La idea de los justicieros ninja que llegan donde la ley no puede hacerlo es la excusa argumental para una serie de escenas en las que lo que falla precisamente es la acción. Ya sea por la premura del rodaje, ya por la impericia del realizador en estos menesteres, el resultado es de una pobreza más sangrante cuando se supone que la película estaba al servicio de varios medallistas españoles y un campeón y un subcampeón del mundo de karate: José Manuel Egea y José Manuel Galán. El abortado golpe contra la central logística de la Cruz Roja y el enfrentamiento final con los narcos en Marbella hacen uso de los recursos básicos del género, como el ralentí y el montaje sincopado. Son momentos de quiero y no puedo, acentuados por la inexperiencia de los actores. Para cubrirse en este campo, Ozores busca la colaboración de Jesús Puente, Manolo Zarzo y Javier Escrivá. Sin embargo, en otros momentos, aplica la regla de la máxima economía narrativa. La secuencia del violador del vespino es ejemplar. Un recorte de periódico dice que ha sido liberado por falta de pruebas. Ozores muestra las zapatillas del ninja deteniéndose ante una motocicleta. Por corte, sigue en panorámica a una chica que dobla una esquina perseguida por un tipo con una navaja que la empuja al interior de un portal abierto; inmediatamente aparece en cuadro el ninja y entra tras ellos. Por raccord de acción agarra al violador cuando éste intenta forzar a la chica; el violador le muestra la navaja, pero el karateka le desarma de una patada y lo empuja contra la pared de enfrente, acción descrita mediante una mínima panorámica. Un plano más corto muestra al violador al que el ninja inmoviliza con el pie. Un plano medio de éste con la chica al fondo, sirve para subrayar el chiste macarra: “No te preocupes, que éste no pega ni sellos”. Volvemos al plano anterior, seguido de un zoom cuando el karateka le golpea en el plexo solar. Zoom a la chica con las manos en la boca y los ojos desorbitados de asombro. Panorámica vertical para mostrar como la garra del ninja estruja los testículos del violador, que se desploma en el suelo. Vuelta al primer plano de la chica cuando el ninja la tranquiliza. El cuerpo yacente del violador: el ninja se agacha para maniatarlo y colocarle la pegatina del grupo. Nueva alternancia de estos dos encuadres para terminar con un zoom a la pegatina. Los colegas con el coche del gimnasio recogen al justiciero al salir del portal; la chica sale para ver cómo se alejan. Seis posiciones de cámara para poco más de minuto y medio de acción escasamente espectacular pero de óptima rentabilidad significante.
Durante el rodaje en Marbella, José Antonio Cascales declara que el presupuesto asciende a ochenta millones de pesetas, sólo levemente por debajo del ochenta y cinco que constituyen el coste medio de una película española. [“Ozores rodará una película de karate en Marbella”, en La Tribuna de Albacete, 12 de julio de 1987.]
Ideológicamente, el libreto firmado por la guionista y ayudante de dirección May Marqués se adscribe a la variante filofascista del poliziesco italiano, aquélla que muestra una sociedad en la que la delincuencia y el terrorismo campan por sus respetos ante la inoperatividad de la legislación. La policía nada puede hacer ante la ausencia de pruebas, por lo cual decide apoyar a grupos parapoliciales. Que en esta ocasión los ninjas sean totalmente altruistas y que sus acciones estén inspiradas en principios budistas —en una de las escenas más plúmbeas de la película— sólo quiere decir que estamos más cerca de la serie Kung-fu (1972-1975) que de Enter the Dragon (Operación Dragón, Robert Clouse, 1972), por mucho que se rodara a rebufo del éxito de The Karate Kid (Karate Kid, John G. Avildsen, 1984).
En noviembre de 1986 el ciclo Ozores / Carlos Cascales se cierra con dos películas rodadas en rápida sucesión en la Manga del Mar Menor. Hacienda somos casi todos (1988) presenta a un psiquiatra defraudador y a un inspector de hacienda obsesivo (Ricardo Merino y Antonio Ozores) como antiguos compañeros de colegio. Para variar, ambos son adúlteros recalcitrantes. Las trampas que se van poniendo el uno al otro constituyen el meollo de la cinta, cuyo tercer acto tiene lugar en una clínica de reposo donde el médico planea someter a una sesión de electroshocks a su archienemigo de la infancia. Una tentativa de asesinato es el punto álgido de una comicidad que profundiza en la baza de la crueldad, algo bastante infrecuente en la filmografía de Ozores, por mucho que la agresividad quede matizada por su carácter tebeístico.
Ya no va más (1988), el oportunísimo título con el que se cierra el ciclo, es un remake prácticamente literal de Los bingueros, con alguna cita de Los liantes. Lógicamente, el bingo madrileño cambia por una mesa de ruleta en el Casino de la Manga, el travestismo final por un disfraz de emires árabes y la reliquia de la suerte, pasa de ser el dedo momificado de San Juan Nepomuceno a la oreja de San Marcelino, lo que propicia el juego de palabras por cuenta del político conservador. Antonio Ozores, Ricardo Merino, Tomás Zori, Fedra Lorente, Rafael Hernández y Trini Alonso asumen los papeles que en la primera versión interpretaban Pajares, Esteso, el mismo Antonio Ozores, Norma Duval, Rafael Alonso y Florinda Chico. La planificación, en todo caso, aún más simplificada. Y esta vez no hay despelote femenino, generalizado en la cinta de 1980. El product placement, como en otras películas de esta tanda, tan invasivo como contraproducente: Zumos Juver y embutidos El Pozo, dos marcas locales, protagonizan varias escenas. En una de ellas, Ozores lanza un dardo contra el ICAA cuando dicen que han ido al cine a ver “una película checoslovaca con subtítulos subvencionada por el Ministerio” y se han quedado dormidos viéndola.
¡No, hija, no!, la película que mejor funciona en las salas —57.3338 entradas— es la única distribuida por Telegroup. Las otras van de los 41.084 espectadores de Los presuntos a los testimoniales 109 de Esto sí se hace. No consta que las dos últimas llegaran a los cines. Escribía a propósito de Esto es un atraco Ozores, en una reflexión extrapolable a todo el ciclo:
Cuando, como en este caso, trabajas sin llegar a conocer la aceptación o el rechazo del destinatario de tu esfuerzo, se sufre la sensación de estar creando algo que no sirve para nada. Entonces, más que nunca, dedicas tu labor a ti mismo y a tu satisfacción personal. Entregas la película una vez terminada e, inmediatamente, la pierdes de vista. No tienes idea de qué le ha gustado o ha rechazado el público. El productor te dice que todo va muy bien y con esa partidista información te tienes que conformar. [Ozores: Op. cit., pág. 303.]
A principios de 1988 repite la operación con dos películas —Los obsexos y Veneno que tú me dieras— rodadas en Matalascañas para Olimpy, que también lanza al mercado la citada Reír más es imposible, además de compendios de sketchs de Ozores, Pajares, el Dúo Sacapuntas y la obra de teatro de Pajares El embarazado.
Entre 1990 y 1996, con un paréntesis de dos años, ocupa la dirección del ICAA un técnico de la administración: Enrique Balmaseda. Ese mismo año, el PP logra arrebatar la mayoría parlamentaria y el gobierno al PSOE. Superada la crisis de los sesenta y con nuevos encargos para la televisión y el cine, Ozores ha emprendido el último tramo de su carrera actualizando los chistes por cuenta de Miguel Boyer y la corrupción en torno a los fastos de 1992. Su tránsito por el mercado “directo a vídeo” se concreta en diez títulos que revisitan algunas de sus vetas más explotadas —el vodevil sobre el adulterio, la adaptación de comedias probadas en el escenario, la farsa política o el vehículo para determinados comediantes—, pero también le ha valido para probarse —una y no más— en el cine de artes marciales. Ha asistido en primera fila al cambio radical del modelo de producción y consumo cinematográfico que él mismo había contribuido a configurar a lo largo de dos décadas. Los nuevos espectadores de sus películas, muchos de ellos auténticos fans, se habrán formado en el videoclub.
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