La vieja estrella del cuplé Stella Marco (María Fernanda Ladrón de Guevara) vive rememorando pasadas glorias, viendo como su chalet, que en tiempos recibía a admiradores de todo el mundo, se ha convertido en una pensión. Todas sus esperanzas estaban puestas en su hija, pero Mary… Mary es Mary Santpere, así que ya se pueden ustedes figurar que todo aquel glamour de los años veinte que la película atribuye al mundo del cuplé se queda en nada. Stella está resentida con su hija por haber acabado con su carrera y no haber conseguido reverdecer sus éxitos, los de aquellos tiempos cuando ella fue proclamada “Miss Cuplé”. Stella se queja amargamente de que una legión de artistas de medio pelo y edad inconfesable han conseguido volver al escenario menos ella. Y todo porque “una película” ha vuelto a poner de moda estos cantables picarescos procedentes de Francia. En esto el guión es claramente autorreferencial. Miss Cuplé (1959) remite al gran éxito de Juan de Orduña, estrenado en 1957 pero que supuso un bombazo de tal calibre que todavía circulaba por las pantallas españolas. Repiten los guionistas de éste (Antonio Mas Guindal y Jesús María de Arozamena) y se reprisan tres de las canciones que interpretara Saritísima y que Mary Santpere canta en guasa: “Nena”, “Es mi hombre” y el hit “Fumando espero”.
-¿Qué va a hacer con “Nena”? –pregunta una de las “viejas glorias” que asiste a la representación desde un palco. Y otra le contesta:¿Era esta la intención de la película? ¿Explotar las dotes de parodista de Mary Santpere? Probablemente. En el escenario todo se desarrolla conforme a esta premisa. Sin embargo, Arozamena y Mas Guindal no son capaces de urdir un armazón en el mismo registro. Al elemental argumento de la temperamental Amalia Escuder (Marta Flores), recién regresada de América con su estrella declinante a la que sustituye Mary, que es la encargada del vestuario, le sucede una trama melodramática en que aparece un galán más interesado en el negocio inmobiliario que se pueda hacer con el chalé familiar que en ella. Una vez más, Mary tiene que salir al escenario. El corazón llora pero ella debe hacer reír, interpretando el fox-trot “¡Venga alegría!”, aquél que decía: “Soltera y sola en la vida, por una mala partida...”. Lazaga aún no había entrado en el adocenamiento que su trabajo sufrió desde mediados de los sesenta y se permite algunas figuras de estilo. Como lo que está en juego es la belleza o fealdad de Mary y la capacidad del triunfo de embellecernos a los ojos de los demás, recurre repetidamente a planos compuestos con espejos en el que la artista y su reflejo conviven. Habría hecho falta el rigor de un Douglas Sirk para que la cosa fuera más allá de un mero apunte
-¡Tú verás! Un cuplicidio.
La pandilla de los once (1962) parodia el Ocean’s Eleven (La cuadrilla de los once, Lewis Milestone, 1960) del rat pack de Frank Sinatra. Los títulos de crédito previstos en el guión debían mostrar un fotomontaje de asaltos y tiroteos, alternados cada tanto con “un mono de Mingote en el que un ladrón corre perseguido por un guardia”. No se mantendrá la idea, sustituida en la película por un largo recorrido en coche por la Gran Vía madrileña, con lo que se aprovecha para destacar las marquesinas de los cines que proyectan proyectan Spartacus (Espartaco, Stanley Kubrick, 1960) y Siempre es domingo (Fernando Palacios, 1961). En su conjunto la película no resulta tan divertida como cabía prever. Los diálogos de Tono comienzan a sonar a rutina y, en fin, salvo algu nos aciertos ocasionales (Manolo Morán haciendo testamento y dejando su parte del botín al Estado para que construya un “asilo para huérfanos de atracadores muertos en acto de servicio”), la cinta resulta previsible y repetitiva.
Sabían demasiado (1962) es una parodia, chez Lazaga, de las películas de gánsteres, en la línea de las coetáneas La pandilla de los once o Atraco a las tres (José María Forqué, 1963). O sea, confrontar el mundo de Los tramposos con el modelo estadounidense. De la colisión surge un humor que no siempre funciona a pleno rendimiento. Como es habitual en estos casos, reparto de lujo con Isbert de abuelo Cebolleta secuestrado.
El punto de partida de Un vampiro para dos (1965) es el mismo que el del episodio de Mario Monicelli para Boccaccio ’70 (1962): una pareja ve cómo su matrimonio se va al garete por la incompatibilidad de sus turnos laborales. Luisita y Pablo (Gracita Morales y José Luis López Vázquez) trabajan como taquillera y cobrador de metro respectivamente; además, para intentar completar un dinero que les permita malvivir él es vigilante nocturno en una obra en los días de diario y árbitro de fútbol los festivos. Después de un año de matrimonio sólo han podido dormir juntos la semana que pasaron en el Monasterio de Piedra. El resto de su relación es puramente epistolar. Para salir de esta rueda la única solución que les queda es emigrar a Alemania, como tantos españoles. Pablo y Lusita se plantan en Dusseldorf sin contrato de trabajo y en la Casa de España les proponen una colocación que a primera vista les parece de perillas: entrar al servicio del barón de Rosenthal (Fernando Fernán-Gómez). Claro, que éste resulta ser un vampiro en horas bajas que no tiene más remedio que nutrirse de plasma sanguíneo en las farmacias de guardia porque las señoritas de alterne que podrían proporcionarle sangre fresca.
A partir de este momento entramos de lleno en la parodia del cine de terror y de las convenciones que las películas de la productora Hammer Films han imbuido en los espectadores españoles, a los que también se apela por la obsesión de Lusita de cocinar todo con bien de ajo, lo que les salvará de los ataques del hambriento aristócrata cuando una hermana residente en Londres, Nosferata (Trini Alonso), se presente en el castillo y le llame afeminado por conformarse con la sangría y las morcillas con las que los españoles han aplacado su apetito. A partir de ese momento, Luisita y Pablo tendrán que correr hasta llegar a España para salvar su alma inmortal. El mejor gag de la película se produce, no obstante, cuando el barón, transformado en murciélago, está a punto de darles alcance en el puesto fronterizo. Con un simple gesto se deshace de los gendarmes franceses, pero el sol naciente, reflejado en charol del tricornio de un guardia civil, acaba con el vampiro cuando pretende entrar en España. Con lo cual queda una vez demostrada la superioridad patria a cuanto Europa pudiera ofrecernos en cualquier terreno.
Lazaga y el operador Eloy Mella organizan la planificación de modo que a estos dos bloques, argumental y genéricamente tan disímiles, les correspondan dos estilos diferentes. Casi toda la primera parte está rodada con la cámara al hombro y aprovechando los efectos de la luz natural. El castillo del barón, construido en estudio, está resuelto mediante grandes angulares, picados enfáticos y encuadres con unas composiciones simétricas muy poco tranquilizadoras.
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