domingo, 8 de diciembre de 2019

lazaga 101 (27)


En 1974, por quién sabe qué conjunción astral, Lazaga se pone al servicio de dos divas: Sara Montiel y Carmen Sevilla.

Cinco almohadas para una noche (1974) es uno de los productos más acartonados de la acartonada Sara post-El último cuplé. Nada que ver con aquella princesa mora y seductora de Locura de amor (Juan de Orduña, 1948) ni la muchacha independiente de El capitán Veneno (Luis Marquina, 1950). Mucho menos aún la pizpierta heroína screwball que encarnó en su primera etapa bajo la tutela de Enrique Herreros y Miguel Mihura.

Cuando acude a casa de su prometido para ser presentada a su futuro suegro, Ana (Sara Montiel) descubre una foto de su madre en actitud bastante íntima con él. La consternación que le produce este hecho, le lleva a concertar una investigación con la agencia de investigación Águila. Un detective privado (José Riesgo) localiza a cinco ancianos acaudalados, entre los que se encuentra el hombre de la foto. Cualquiera de los cinco podría ser su padre. Ana invita a los cinco hombres a su finca para averiguar la verdad. La acción se retrotrae entonces a febrero de 1936, al momento en que gana las elecciones el Frente Popular. Al hilo de los recuerdos de cada cual vamos obteniendo un retrato fragmentario de Rosa (Sara Montiel), desde sus inicios como mantenida de un señor ya talludito (Erasmo Pascual) hasta su triunfo en los escenarios de medio mundo. Como en el resto de las películas de Sara Montiel cada escalón hacia el triunfo estará tachonado por un amor desgraciado: Enrique (Manolo Zarzo), el estudiante de medicina con inquietudes sociales; Leandro (Rafael Arcos), un agüista mimado por sus tías; un hombre casado (Manuel Tejada); un político demagogo (Ricardo Merino); y don Andrés (Craig Hill), un juez y futuro suegro. Todos ellos están en el balneario de Fuencaliente, lo que da lugar a un vodevil en el que Rosa va saltando de cama en cama en un metraje salpimentado con sus actuaciones musicales. Se supone que ninguna de ellas provocó el golpe militar del 18 de julio, que deja a Rosa sola en el balneario y sin haber conseguido que ninguno de sus amantes se haga cargo de la criatura que espera.

Una mujer de cabaret (1974) es, antes que nada, parte del proceso de reciclaje de Carmen Sevilla como actriz cinematográfica. Todo lo demás -guión, fotografía, el resto del elenco...- queda supeditado a ello. Es un proceso que se ha iniciado a principios de la década de los setenta y que la ha llevado a protagonizar películas dirigidas por Pedro Olea, Eloy de la Iglesia o Gonzalo Suárez. Y si en esta ocasión la producción corre a cargo del veterano Eduardo Manzanos y la dirección del no menos avezado Pedro Lazaga, el guión queda en manos de los "jóvenes" Miguel Rubio y Juan Cobos, procedentes de la revista Film Ideal y ya fogueados en estas lides al haber escrito al alimón alguna de las películas en las que Mario Camus dirigió -es un decir- a Raphael. El modelo es, sin duda, el melodrama estadounidense. Y con un Pigmalión como el que encarna José María Rodero no hay más remedio que referirse a A Star is Born (Ha nacido una estrella, Rouben Mamoulian, 1937), aunque en la relación de la estrella emergente encarnada por Ágata Lys con el personaje de Carmen Sevilla se trasparenta la falsilla de All About Eve (Eva al desnudo, Joseph L. Mankiewicz, 1950) y la recaída en el alcoholismo de la cantante está tomada de Days of Wine and Roses (Días de vino y rosas, Blake Edwards, 1962). Claro, que todo ello está salpimentado con las canciones que para Carmen Sevilla compone Augusto Algueró y algún reciclaje del repertorio de la actriz, como El morrongo, cuya interpretación había sido censurada en La guerrillera de Villa (Miguel Morayta, 1967).

Visto el repertorio de referencias del que se nutre el argumento, pasemos al mismo... Rita Medina (Carmen Sevilla) es una cantante en horas bajas debido a su alcoholismo. Una noche acude al tugurio en el que trabaja Adolfo Muntaner (José María Rodero), un representante que cree que en ella hay madera como para hacer una estrella internacional. La pone entonces en manos de Jaime (Armando Calvo), un músico que educará su voz y le compondrá un repertorio a la medida. Pero el tema "Enamorada" carece de sentimiento hasta que Adolfo se convierte en su amante. El triunfo en un festival en Lanzarote, supone la aparición de dos amenazas, la del pasado y la del futuro. La del pasado es Rodrigo (Alejandro de Enciso), el que fuera padre de su hijo, cuya muerte ha purgado ella durante diez años a base de coñac 103 y de cancioncillas picantes es tabladuchos dedicados a las variedades. La del futuro, Laura (Ágata Lys), ambiciosa aspirante a estrella que no duda en ofrecer su cuerpo juvenil a quien pueda ayudarla a ascender, incluido, por supuesto, Adolfo. Mientras Jaime sufre en silencio su imposible amor de lisiado por Rita, ésta alcanza el reconocimiento como figura musical del año en Montecarlo al tiempo que ve cómo todas ilusiones de recomenzar una nueva vida se vienen abajo.

Lazaga descansa en el buen oficio de Rodero y Armando Calvo y se aplica a obtener una interpretación solvente de Carmen Sevilla, lo que no siempre logra: las escenas en las que ella está borracha apenas tienen recorrido debido a su limitaciones como actriz. También la situación en Montecarlo está resuelta con oficio pero sin convicción ninguna. El paseo nocturno por la ciudad a base de carteles luminosos carece del más mínimo interés debido a que ni vemos a Rita en su descenso a los infiernos, ni tampoco tenemos como referencia el punto de vista de Jaime, que la busca desesperado para que acuda a la gala de su consagración. Hay, en cambio, una alusión puramente verbal a un tema caro a Lazaga: la cojera de Jaime y su lealtad sin fisuras al canalla de Adolfo tiene su origen en la batalla del Ebro, cuando el primero fue herido y el segundo no le abandonó, sino que cargó con él por el frente y evitó que le amputaran la pierna en un hospital de sangre. Es sólo una más de las cicatrices que marcan el alma de unos personajes guiados o bien por un masoquismo extremo o bien por un egoísmo sin tasa. En el melodrama chez Lazaga, los matices están de más.

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