domingo, 29 de diciembre de 2019

lazaga 101 (30)


Con la Transición ya en marcha, Lazaga emprende sendas incursiones en el universo de Mingote, vía José Luis Dibildos, el productor con el que despuntó en los años cincuenta y para el que no trabaja desde Trío de damas (1960). Empresas internacionales y Tercera Vía aparte, Ágata Films ha tenido que recurrir a los esfuerzos conjuntos de Fernando Merino y Javier Aguirre para agunatar el ritmo de producción de comedias que Lazaga ha seguido manteniendo para Pedro Masó y Filmayer.

Hasta que el matrimonio nos separe (1977) se rueda en Cantabria durante el segundo semestre de 1976 con un presupuesto declarado de veinticinco millones de pesetas. Cantidad razonablemente holgada para la época que permite a Lazaga un rodaje más tranquilo de los que suele –veintiún días en exteriores y diecinueve en interiores–, aunque poco se nota en el resultado final, tan querencioso de zooms y apresuramiento de la puesta en escena como en sus rodajes relámpago. La historia planteada es un auténtico esperpento, en el sentido estrictamente teatral del término. Estamos en las postrimerías del franquismo. La imagen televisiva del juramento de Carrero Blanco como presidente del decimotercer gobierno de Franco data el comienzo de la acción en junio de 1973. Miguel (José Sacristán) trabaja en los astilleros de Santander. Ann (Roxanne Bach), una estudiante de la Universidad Menéndez Pelayo, le anuncia de sopetón que va a tener un hijo suyo. Miguel, que tiene una hermana separada (Cristina Galbó), no ve claro lo del matrimonio, pero su amigo Satur (Emilio Gutiérrez Caba) le propone un matrimonio civil:
—¿Pero aquí dejan casarse por lo civil?
—¡Claro! ¿Dónde te crees que vives? Este país evoluciona vertiginosamente.

Pero para acceder a esta modalidad de matrimonio el párroco (Joaquín Roa en uno de sus últimos papeles) le informa que, como católico, necesita un certificado de apostasía. En uno de los frecuentes saltos temporales atrás que prodiga Lazaga a modo de flashes vemos al cura que aterrorizó la infancia del protagonista (José Ruiz Lifante) con amenazas de condena, azufre y fuego eterno. La apostasía le provoca pesadillas, y la relación con Ann se deteriora por momentos. Ella, que es más rara que un perro verde, resulta ser católica y por tanto no está dispuesta a apostatar, pero Miguel, con la experiencia de su hermana, no quiere pasar por el matrimonio canónico porque no existe la posibilidad de disolver el vínculo de un modo civilizado. Además, Ann quiere que su hijo nazca en América; no está dispuesta a que su hijo venga al mundo en un país de cafres. El argumento ha ido ganando altura poco a poco, con sus vueltas y revueltas, pero a partir de aquí va a lanzarse en caída libre en una serie de picados y loopings, cuyo primer aviso va a ser el incendio en el Astillero que provoca graves quemaduras a Miguel, entre unas llamas propias de “El Bosco” que evocan el infierno amenazado por el cura. Miguel imagina su tumba, sin símbolos religiosos, con un escueto “apóstata” escrito en la lápida y, en peligro de muerte, pide confesión. Pero el párroco no puede administrar el sacramento a un apóstata, de modo que Miguel accede a bautizarse de nuevo, para tranquilidad de su rígida madre (Mary Carrillo). A los sones de Antón García Abril la habitación del hospital se llena con un coro haendeliano de de aleluyas. Tal cual, y sin que Lazaga nos permita vislumbrar el más mínimo guiño de complicidad. En su ausencia, y ateniéndonos al tono de la interpretación de José Sacristán, no tenemos más remedio que tomarnos la escena en serio. Pero la cosa no acaba aquí, porque en estas circunstancias, Ann acepta casarse con Miguel in articulo mortis y luego se marcha a sus Estados Unidos. Entra ahora en juego Teresa (María Luisa San José), la enfermera que atiende a Miguel durante su recuperación. Desde el principio queda claro que su relación va a ir más allá de lo meramente profesional.
—Soy un tipo vulgar –se quita importancia Miguel.
—¿Vulgar? ¡Primero apostatas como un emperador bizantino y luego te casas in articulo mortis!

Y Miguel tiene que reconocer que, efectivamente, no es un tipo tan vulgar y que es natural que ella se haya enamorado de él y que tienen derecho a rehacer su vida juntos. Ambos van a ser padrinos de boda de otros dos amigos (Antonio Casas y Silvia Tortosa) con una larga relación adúltera a sus espaldas que no se ha podido legalizar hasta la muerte –que da título a la película– de la mujer de Diego. Y Miguel, al llegarle la carta del Tribunal Eclesiástico de Brooklyn que sentencia la nulidad de su matrimonio con Ann, se proclama feliz sintiéndose soltero. Tanto como para poder casarse con Teresa, que le confiesa que también está separada. Por si hay dudas, traduce esta situación a términos prácticos: – O sea, que no tengo que pedir autorización a mi marido para comprar o vender un piso, que puedo residir en la ciudad que quiera, que no tengo que acostarme con él y que soy libre... Pero soy su mujer hasta que la muerte nos separe.
—Lo malo de tu marido —se mortifica Miguel— es que es muy joven y tardará mucho en morirse.

En fin, que uno no tiene más remedio que pensar en las reformas legislativas promovidas en Italia a raíz del estreno de un título tan decididamente cómico como Divorzio all’italiana (Divorcio a la italiana, Pietro Germi, 1961) y disentir dla cinta de Lazaga.

Cuando la Democracia llega a España para quedarse, Mingote lleva varios años publicando en el diario monárquico ABC unas series de viñetas dedicadas a los inmovilistas y, sobre todo a su ya celebérrimo personaje Gundisalvo, un carpetovetónico líder de masas en una situación predemocrática. Dibildos está intentando una aproximación humorística a la candente convocatoria electoral y propone a Mingote llevar a la pantalla a su personaje. Vota a Gundisalvo (1978) no es su primer trabajo conjunto: han escrito a cuatro manos ya varios guiones, entre ellos el de Hasta que el matromonio nos separe. Mingote acepta, el guión se resuelve sin mayores contratiempos y Pedro Lazaga se pone al mando en el rodaje. Su cinefilia queda patente cuando rueda la verja del chalet de la Costa del Sol como si de un nuevo Xanadú se tratara. El zoom a la reja debería ser un irónico guiño al principio de Citizen Kane (Ciudadano Kane, Orson Welles, 1941); penetrar en la intimidad del magnate español metido en política (Antonio Ferrandis) sería una operación análoga a la emprendida por Welles con William Randolph Hearst.

Gundisalvo entra en la carrera electoral de las primeras elecciones democráticas. Sus motivos están claros: es uno de los constructores más ricos de la Costa del Sol y cualquier cambio puede dar al traste con su negocio. Gundisalvo tiene señora (Laly Soldevila) y por supuesto amante (Silvia Tortosa), pero unas fotos comprometedoras con ésta hacen peligrar su futuro político. Su asesor y director de campaña (Emilio Gutiérrez Caba) le propone una solución directa: que su amante se acueste con su contrincante político para que, de este modo, no pueda publicar el informe. Se suceden los mítines playeros, las caravanas electorales y un striptease para suplir el parlamento de un candidato que se ha quedado afónico.

La de Ivonne Sentis sacando pecho ante un cartel de Felipe González fue una de las imágenes icónicas del cine transitivo, transitorio o de la Transición, como gusten.

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