domingo, 5 de enero de 2020

lazaga 101 (y 31)

Nos despedimos de la filmografía de Pedro Lazaga como a él le hubiera gustado: entre mujeres peligrosas.

Mil millones para una rubia (1972) presenta a Desirée Charrier (Analía Gadé), una mujer camaleónica que viaja por Europa, seduce a joyeros y les roba sus muestrarios. Cuando no está practicando esta actividad delictiva convive con su antiguo amante (José Luis López Vázquez), un hombre de negocios postrado en una silla de ruedas a raíz de un accidente y que ahora se dedica a la pintura. Para perpetrar estos golpes Desirée recibe instrucciones precisas de un misterioso señor Decker, al que no conoce. Los cuatro últimos han sido una especie de preparación para su siguiente misión: el robo de unas joyas por valor de mil millones de pesetas. El complejo plan requiere que se haga pasar por esposa del joyero Urrutia (Stephen Boyd) ante el doctor Echevarría (Espartaco Santoni) y viceversa, convenciendo al joyero de que el neurólogo quiere comprar unas joyas exclusivas y a éste de que el joyero sufre la obsesión de que le han robado. El plan sale bien -demasiado, para lo inverosímil que resulta que ninguno de los dos aluda a la mujer del otro cuando tienen un par de conversaciones- pero el responsable de la agencia de seguros míster Stanley (Jorge Rigaud) contrata a un incorruptible teniente británico (Jean Sorel) para que recupere las joyas. A partir de este momento las cosas se complican. El giro final peca de exceso de alambicamiento y, además, resulta previsible. Pero Lazaga saca buen partido de las localizaciones internacionales, el vestuario y los coches lujosos, los ambientes sofisticados y de un reparto ad hoc... Sólo muy de cuando en cuando se deja arrastrar hacia un humorismo más evidente, como en las escenas en que el amante de Desirée recibe sus cariñosas cartas o cuando el teniente describe la angustia que la culpabilidad provoca en los criminales una vez cometida la fechoría. En ambos casos el contrapunto entre imagen y sonido pone en marcha la chispa de la comicidad.

Seis años después, cuando se estrena Estimado señor juez... (1978) el crédito de Lazaga está en su punto más bajo. El reseñista de ABC le achaca a él personalmente el fracaso de la película:

Pedro Lazaga no atraviesa precisamente un buen momento, y aquí demuestra haber perdido su tradicional pulso. La planificación es mecánica, rutinaria y pésima sin paliativos la dirección de actores. Todos los intérpretes están mal era conjunto; cada cual va por su lado y no da ninguno de ellos el personaje que la acción requería. [Pedro Crespo, en ABC, 13 de mayo de 1978, pág. 59.]
Lo cierto es que los diálogos del otrora exitoso comediógrafo Víctor Ruiz Iriarte poco pueden hacer para elevar algo el artificioso argumento de Manuel María Saló, por otra parte, claramente inspirado en Shock Corridor (Corredor sin retorno, Sam Fuller, 1963) y en la novela El hombre que se quiso matar de Wenceslao Fernández Flórez. A lo mejor es por ello que Rafael Gil –que la había adaptado dos veces a la pantalla- decide producirla como hombre fuerte de Azor Films, una empresa cuyo cometido era conseguir licencias para distribuir en España las cintas de la Paramount estadounidense.

Diego Varela (Paco Cecilio) se siente menospreciado como periodista y escritor. Acaba de ganar un prestigioso premio de poesía, pero, para llegar a fin de mes, tiene que seguir haciendo traducciones de novelas policiacas, dando clases de idiomas y escribiendo artículos que luego firma el director del vespertino El Clamor (Antonio Garisa). La hija de éste, Marta (María Luisa San José) mantiene en secreto su relación con Diego, a pesar de que pretenden vivir juntos en un piso que les proporcionará un pintor excéntrico (Ricardo Palacios). Su futuro común depende de que Diego escriba una gran novela que gane un premio literario dotado con tres millones de pesetas, pero entre el pluriempleo y los jaleos del pintor, la cosa no progresa. Por una serie de circunstancias tan rocambolescas como poco convincentes, Diego es condenado a cadena perpetua por el asesinato del pintor. Es lo que estaba deseando… unos meses de aislamiento para poder escribir con tranquilidad y con un as en la manga: la carta que el fallecido dejó al “estimado señor juez” anunciando su intención de suicidarse. La carta queda en manos de Marta para que ella la haga aparecer en el momento oportuno y El Clamor emprende una campaña sensacionalista en pro de la inocencia del reo. Pero mientras éste se dedica a darle a la tecla en la celda, Marta conoce a Dodó (Luis Varela), un playboy sin complejos.

La heterogeneidad se convierte en norma de estilo. No es ya que el sketch autónomo de Tip y Coll funcione por cuenta propia –es marca de la casa-, sino que el tono grotesco de las escenas del pintor, el suspense de las secuencias de la evasión de la cárcel, la sátira de la entrega del premio literario –con cameo de Nadiuska incluido- o el sainete costumbrista del bloque protagonizado por Juanito Navarro, parecen provenir de películas diferentes por género y época, sin que Lazaga logre nunca el engarce, mediante la realización, de un guión deslavazado y un protagonista masculino que jamás logra emular el patetismo de Antonio Casal. María Luisa San José no es ni una mujer peligrosa ni el reposo del guerrero, sino objeto de deseo de los dos hombres que el argumento pone en su camino. Siguiendo los consejos de su pragmática doncella (Josele Román) decidirá no renunciar ni al amor ni a una posición acomodada. Se reajusta así desde la tipología establecida por el productor José Luis Dibildos en el ciclo denominado de la Tercera Vía y del que la actriz ha sido principal protagonista femenina. Junto a Lazaga ha intervenido también en uno de los capítulos epigonales del filón: Hasta que el matrimonio nos separe (1977).

Con guión de Tulio Demicheli, afincado por entonces en México, realiza Lazaga su última película, Siete chicas peligrosas / Sette ragazze di classe (1979), sin el más mínimo asomo de interés en lo que cuenta. Los zooms y panorámicas enlazados que constituyen su peculiar sintaxis apenas sufren cambios a pesar de trabajar con un operador italiano. Tanto es así que casi resulta más interesante el reportaje sobre la procesión de Sant’Andrea en Amalfi que una intriga con resabios eróticos cuyo nivel humorístico viene determinado por las alusiones al “Travolta del tango” o a la fecha de defunción de Franco. Entre los diálogos, nos topamos con perlas como ésta:
-Deja la comida, estás embarazada.
-¿Embarazada? Si soy virgen…
-Cosas del Espíritu Santo…
-No me extraña, si hasta han elegido un papa polaco.

Ivonne (Rossanna Podestà) es la ideóloga de un grupo de mujeres que pretende despojar del poder a los hombres arrebatándoles sus fortunas. El grupo está constituido por Laura (Janet Agren), Merche (Nadiuska), Berta (Verónica Miriel), Celia (Beatrice Giorgi) y Norma (Adriana Russo), a la que acaba de detener la policía cuando arranca la historia. Así que entre las cuatro primeras cometerán un robo en cadena en unos grandes almacenes. El rocambolesco plan incluye la seducción del administrador (Rafael Alonso) –un viudo admirador de la ciencia ficción- por parte de Merche, que se ofrece a pasarle a limpio una conferencia ataviada como una habitante del planeta Eros, y la simulación de la detención de Berta por una serie de pequeños hurtos por parte de Celia y Norma. Todo va como la seda debido a la obnubilación erótica del administrador y a la admiración por los métodos de interrogatorio de las chicas por parte del vigilante del establecimiento (Rafael Hernández). Transcurridos los veinte primeros minutos de metraje, las cuatro mujeres se trasladan a Nápoles, donde emprenderán nuevos golpes. Los objetivos son ahora dos sinvergüenzas y un incauto de tomo y lomo: Enrico Cavallari (Giacomo Rossi Stuart), Arturo Castellamare (Alberto de Mendoza) y el playboy latinoamericano Roberto Galíndez (Enzo Cerusico). Al primero le saca Celia treinta millones de liras para comprar un local en el que instalar una casa de masajes; del segundo usurpa Merche su villa amalfitana para que Laura time al tercero con un falso Picasso.

Siete chicas peligrosas supone un triste broche a la filmografía de Lazaga. Por otro lado, la situación es análoga a la que sufren José Luis Sáenz de Heredia o Rafael Gil, más veteranos que él, creadores de algunas comedias espléndidas en los cuarenta y en los cincuenta y víctimas también de un aggiornamento cuya deriva es imprevisible. Mal de muchos...

Lazaga fallece el 30 de noviembre de 1979, en el postoperatorio de un tumor cerebral, con sesenta y un años recién cumplidos. En su necrológica, Diego Galán lo calificaba de "intermediario bienintencionado que facturaba las películas que la industria necesitaba" [Triunfo, núm. 880, 8 de diciembre de 1979, pág. 55.]. Augusto Martínez Torres lo calificaba de "artesano", un término en el que el director encontraba un énfasis peyorativo:
Lazaga era un hábil artesano que repartía su esfuerzo entre demasiadas películas y no cuidaba en absoluto la calidad de sus guiones. Consiguió salvar todas las modas del cine español y hacer únicamente comedias, de forma que las diferencias que hay entre sus primeras colaboraciones con Dibildos y la última, Vota a Gundisalvo (1977), son mínimas y vienen dadas por los cambios estructurales del país. En otras condiciones políticas y en una industria más segura que la nuestra, Lazaga tal vez habría logrado ser un importante director comercial; aquí sólo ha sido un prolífico artesano. [Augusto Martínez Torres, en El País, 1 de diciembre de 1979.]
Él se quejaba de que tenía los cajones llenos de guiones más ambiciosos que no había podido realizar  e hizo siempre una defensa cerrada de su fertilidad productiva:
Las películas hay que rodarlas. Si se piensan mucho, se estropean. Hay que estar rodando una película, montando otra, doblando otra y preparando otra. […] Es la razón por la que prefiero rodar ocho películas al año cobrando la cuarta parte, que rodar una o dos cobrando millón y medio. [...] Puedes incluso afirmar que tengo una necesidad patológica de rodar. [Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Valencia, Fernando Torres Editor, 1974]
Amén.

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