Fanés cifra en La princesa de los Ursinos (1947) el nacimiento del cine histórico según Cifesa. [Félix Fanés: El cas Cifesa: Vint anys de cine espanyol (1932-1951). Valencia: Textos de la Filmoteca, 1989, pág. 247.] Era una vieja aspiración del falangismo oficialista que clamaba desde las páginas de Primer Plano por un cine nacional que ofreciese al público un imaginario que sustentara los valores del Nuevo Estado. Será Juan de Orduña el que responda plenamente a estas aspiraciones en la estructura productiva de Cifesa a partir de 1948, en tanto que Lucia sigue diversificando la oferta de nuevas aproximaciones a los géneros populares.
Ana María de Trémoille (Ana Mariscal) viaja a España con la misión secreta de abolir los Pirineos. Luis XIV, el monarca francés, pretende que la ayuda militar que preste al Borbón en el trono de España, Felipe V (Fernando Rey), le valga a cambio la anexión de varias ciudades del Cantábrico. Pero el cardenal Portocarrero (Juan Espantaléon), consejero del rey, envía a su sobrino Luis Carvajal (Roberto Rey) a interceptar a la de Trémoille apenas cruce la frontera. Como otras películas de Lucia, ésta celebra la españolada y se la toma a chacota al mismo tiempo, con un Roberto Rey desdoblado en espadachín enmascarado y en coplero plebeyo que va rindiendo todas las reticencias hacia España de la espía gala. Lo más curioso de la cinta es el modo en que a través de los recursos del cine musical, el de aventuras e, incluso, el western, se consigue construir un discurso acorde con la realidad contemporánea: una España aislada del mundo por el boicot de la ONU y la retirada de los embajadores que busca reafirmarse en la unidad de sus gentes frente a lo extranjero.
No he podido ver Noche de Reyes (1948), adaptación de la zarzuela del maestro Serrano con libreto de Arniches. Para ser una producción Cifesa, tiene truco, puesto que se trata de una de esas cintas baratas que Aureliano Campa producía para la casa matriz. Vaya una opinión de la época para ilustrar un poco lo que pudo ser la cinta:
A pesar de que el transcurso de la película tiene ese carácter teatral que se puede anotar con los mutis y el comienzo de cada cuadro, Noche de Reyes ofrece un interés que se centra en su mayor parte en la visión clara y de grandes vuelos del director Luis Lucía, al dar a la fotografía un rango artístico que hemos de destacar, sobre todo en los exteriores, en los que aparecen fotogramas rodados en plena sierra que parecen un poema. Fuera de esto, la película no tiene relieve alguno; breve es el argumento y no muy destacada la interpretación de Fernando Rey, Carmen de Lucio y Eduardo Fajardo. [Corín: “Los cines: Coliseum - Noche de Reyes”, en El Adelanto, 3 de julio de 1949.]
Currito de la Cruz (1948) es la tercera versión cinematográfica de la popular novela taurina de Alejandro Pérez Lugín. La primera la había dirigido el propio novelista con José Tordesillas en el papel titular y la segunda, Fernando Delgado en 1936, cono Antonio Vico. Lucia planifica una adaptación de Antonio Abad Ojuel y cuenta con el torero Pepín Martín Vázquez y el galán Jorge Mistral para encarnar a Currito y Ángel Romera “Romerita” los dos matadores enfrentados en los ruedos y por el amor de Rocío Carmona (Nati Mistral). Pero mientras el inclusero Currito siente un amor sincero y limpio, Romerita seduce a Rocío para vengarse de su Manuel Carmona (Manuel Luna), el torero que siempre le ha superado ante el toro.
Tony Leblanc, el protagonista de Dos cuentos para dos, hace el papel de “Gazuza”, el compañero de hospicio y luego mozo de estoques de Currito, en tanto que Juan Espantaléon encarna al cura taurófilo que en las películas folklóricas de los cincuenta va a recaer indefectiblemente en Manuel Luna.
El Currito de la Cruz de Lucia es una película taurina modélica. El clásico folletín de ascenso social alterna con fragmentos de impronta documental como los dedicados a glosar las labores en la ganadería, el apartado de los toros o el sorteo. Algunos críticos entendieron en su día que esta alternancia provocaba ciertos altibajos rítmicos, pero lo cierto es que, salvo por algún acompañamiento oral en off excesivamente didáctico, la alternancia está perfectamente medida y constituye un excelente clímax cuando Romerita agoniza en la enfermería mientras Currito triunfa una vez más en el ruedo.
Varios historiadores han señalado que el amor interclasista entre la aristócrata y el bandolero que la ha secuestrado propicia una lectura popular y antiautoritaria de la adaptación por parte de Lucia del drama de los hermanos Machado, La duquesa de Benamejí (1949). Lucia resuelve la secuencia inicial, la del asalto a la diligencia, que es además, el único hecho delictivo que veremos cometer a los bandoleros, en clave fordiana, atendiendo incluso a la tipificación de los personajes secundarios que acompañan a la duquesa durante el asalto. El final trágico de las dos mujeres (una desdoblada Amparo Rivelles) enamoradas del bandido generoso (Jorge Mistral) tiene un inesperado contrapunto en la liberación de la partida, en un gesto de nobleza que redime in extremis al estamento militar.
El paso de la película por las instituciones censoras fue más que borrascoso. En fase de guión se apreciaron intolerables paralelismos entre la partida de bandoleros y el maquis contemporáneo, amén de un final que simpatizaba demasiado con los delincuentes. Pero con la película ya terminada y a pesar del prestigio de Cifesa hubo censores que argumentaron que la película debía ser terminantemente prohibida por su asunto “políticamente perjudicial” y su “tema españolicida”. [Expediente de censura, citado por Luis Fernández Colorado en Julio Pérez Perucha (ed.): Antología crítica del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997, pág. 254.]
De mujer a mujer (1950) es, al modesto parecer de uno, una de las mejores películas de Lucia en el seno de Cifesa, un melodrama gótico que nos recuerda a otros dirigidos por John Brahm, Robert Siodmak o Thorold Dickinson, no por su argumento, sino por la pulcritud de su puesta en imágenes. La fotografía de Alfredo Fraile y la escenografía de Pierre “Pedro” Schild, se conjugan en la planificación precisa de Lucia para obtener el máximo partido de esta adaptación poco previsible de un drama de Jacinto Benavente. Pío Baroja, que ejercía de crítico teatral en diciembre de 1902, cuando se estrenó Alma triunfante, escribía: “La de Benavente es [una] tristeza pasiva; sus hombres y sus mujeres son figuritas resignadas que sufren en un infierno de hielo bajo un horizonte de plomo. A veces, estas figuritas quieren ser hombres y mujeres; gritan y se quejan, y sus gritos y sus quejidos tienen un tono falso”. Juicio un tanto extremo pero que pone en evidencia la insatisfacción de la solución que el dramaturgo proponía al drama una vez planteado. La muerte de una hija de pocos años provoca un brote de locura en una mujer. La única solución es ingresarla en un manicomio, aunque no parece que exista cura. Con el tiempo, el hombre se refugia en el amor de otra mujer de clase inferior a la suya y tiene con ella una nueva hija. Sin embargo, los esfuerzos de un médico logran la curación de la esposa, que regresa a casa y termina enterándose de lo sucedido durante su ausencia a pesar de la conjura de su marido, su consejero espiritual y sus padres, puesto que una emoción de este tipo podría provocar su recaída. Su perdón y la asunción de la hija extramatrimonial como propia propician la renuncia de la segunda mujer y la regeneración del núcleo familiar.
Lejos de intentar suturar las contradicciones evidentes ofrecidas por la resolución del drama es como si el guión pretendiera hacerlas patentes. En primer lugar, el personaje de Emilia (Ana Mariscal), la amante, ya no es un rol secundario, sino que se convierte en una enfermera del manicomio en el que ingresa Isabel (Amparo Rivelles) y gracias a cuyos cuidados ésta consigue encontrar la paz espiritual que va a propiciar su recuperación. El encuentro entre ambas será el detonante del tercer acto de la película y la renuncia es mutua. Isabel fingirá un nuevo brote neurótico para no interponerse en la felicidad de la pareja ilegítima y Emilia atentará contra su propia vida para dejar el camino expedito a la familia legalmente constituida. En el fiel de la balanza, el personaje del bonachón y sensato padre Víctor (Manuel Luna), quien, no obstante, hace la defensa del sagrado vínculo matrimonial y de la obligación “de abrazarse cada uno a su cruz y sufrir y padecer y consumirse de dolor”. Y es precisamente este delirio masoquista lo que Lucia lleva hasta sus últimas consecuencias gracias a una sabia utilización de la voz en off que proporciona a Emilia un disfrute vicario en la ilusoria felicidad que, a partir del momento en que aparezca en la pantalla la palabra “Fin”, aguarda a la pareja.
En Lola la Piconera (1951) Lucia adapta a José María Pemán al servicio de la cantante Juanita Reina para darle otra vuelta de tuerca a uno de los grandes éxitos de Cifesa: Agustina de Aragón (Juan de Orduña, 1948). De nuevo comparece el ejército napoleónico creyendo que tomar España va a ser un paseo militar, de nuevo la protagonista se verá envuelta en un asunto de espionaje y de nuevo nos encontramos a Virgilio Teixeira como galán romántico. Lo novedoso es que el asunto épico en el que se juega la rendición de la última plaza de España, Cádiz, se incardina en una españolada sin ambages en la que la resistencia numantina de la ciudad queda resumida en la copla de Lola: “Con las bombas que tiran / los fanfarrones / se hacen las gaditanas / tirabuzones”. Por medio, militares heroicos sin que importe el ejército al que pertenezcan y políticos traidores, corruptos y antipatriotas. Lo confirma un conserje de las Cortes de Cádiz: “¡Qué tío! ¡Qué discurso más güeno! ¡No se le ha entendío na’!”. Lola La Piconera, última película estricta de Cifesa, se convierte así en la única en la que Lucia se atiene a la falsilla del cine histórico de la casa: para entendernos, el diseñado y construido por Orduña.
En 1970, Fernando García de la Vega realiza una nueva versión de Lola la piconera para TVE con hechuras de espectáculo musical televisivo. Recae el protagonismo absoluto en Rocío Jurado y Soledad Miranda.
Cerramos este recorrido por la obra de Lucia en la empresa de la familia Casanova con Gloria Mairena (1952), un proyecto de la productora de Juanita Reina, en la época en la que Cifesa sigue interviniendo en la producción mediante sustanciosos adelantos de distribución, que, en la práctica, vienen a cubrir el coste de la película.
A lo largo de su filmografía, Lucia abordó en más de una ocasión la influencia de la todopoderosa jerarquía católica en la vida del siglo. Por regla general, el argumento incluye a un curita andaluz, paternal aunque severo, que sabe tanto de tauromaquia como de los entresijos del corazón femenino. Gloria Mairena se desmarca un tanto de este esquema al presentar, desde su mismo arranque, una disyuntiva irreconciliable. Por un lado, el colegio de San Miguel de Sevilla, que educa a los niños huérfanos en la música y los destina a mantener la tradición de los “seises”, un rito en el que se aúnan lo sacro y lo profano. Por otro, el mundo del espectáculo internacional y el ennoblecimiento de la “españolada”. Gloria Mairena (Juanita Reina) y el guitarrista Paulino Céspedes (Eduardo Fajardo) triunfan en los grandes teatros de Europa con la interpretación de piezas del maestro Granados. Paulino abandonó el colegio cuando el padre rector le dijo que las dos vocaciones no eran compatibles. Pero Gloria Mairena muere y Paulino regresa a Sevilla con su hijita. Ahora, cumplido el ciclo, puede ordenarse y dedicarse a la enseñanza de la música a las nuevas generaciones. Hay entre sus alumnos dos que traban amistad con la pequeña Gloria. Andando los años, esta amistad se trocará en rivalidad amorosa. Gloria, que es la viva estampa de su madre, deberá decidir también entre la obediencia filial y el arte que lleva en la sangre.
La cantante se desdobla y alterna sin tregua cantes ligeros con otros que pretenden conciliar copla y alta cultura. Pero en el último acto se eclipsa. Los hombres que rodean a Gloria dirimen entonces el dilema entre la vida recogida en el colegio sevillano y las giras internacionales, entre la música religiosa y la profana. Juanita Reina no volverá a cantar hasta la escena final en la que no es difícil leer la metáfora de la música como una especie de misionerismo laico que sirve para propagar por aquella Europa de infieles la vocación espiritual de España.
Desacuerdos económicos con Vicente Casanova han llevado a Lucia a abandonar Cifesa. A Antonio Castro le explica que, a pesar de ser uno de los puntales de la productora, Juan de Orduña ganaba medio millón de pesetas por película y él apenas cien mil al año. [Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Valencia: Fernando Torres Editor, 1974, pág. 249.] Lo cierto es que mientras las cintas de Orduña o Rafael Gil obtienen casi siempre inmejorables clasificaciones oficiales —con la consiguiente compensación económica— La duquesa de Benamejí, De mujer a mujer o Lola la Piconera son clasificadas en Segunda categoría. También, que a la altura de 1952, Cifesa se encuentra totalmente descapitalizada y que si Currito de la Cruz había obtenido unos beneficios de tres millones y medio de pesetas y el resto de películas de Lucia arrojan siempre un balance positivo a pesar de la ausencia de premios oficiales, Lola la Piconera ha perdido un millón. Nada comparado con los seis millones de pérdidas que han generado las dos últimas películas de Orduña.
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