domingo, 26 de septiembre de 2021

la amargura de luis lucia (4)

Declinaciones del cine popular

El siguiente tramo profesional de Lucia va a estar ligado a Miguel Herrero Ortigosa y su productora Ariel P.C., relacionada a su vez con el Opus Dei a través de los vínculos que mantenía con esta organización pararreligiosa buena parte del consejo de administración de la empresa, incluido el futuro ministro Alberto Ullastres. Tras un par de títulos dirigidos por el debutante José María Forqué, Miguel Herrero contrata en exclusiva a Lucia, que dirigirá seis películas para la productora entre 1953 y 1956, todas ellas distribuidas por Cifesa. La primera de ellas es Jeromín (1953).

¿Cómo no interpretar desde la ironía la histérica voz del locutor que glosa las gestas bélicas de los tercios del emperador Carlos en la segunda mitad del siglo XVI en el prólogo? El propio locutor modera el tono para pasar de la gloria de la milicia española a la quijotesca travesura de una tropilla de arrapiezos comandados por Jeromín (Jaime Blanch) que pretenden tomar al asalto un molino castellano cual si fuera fortaleza berberisca. No obstante, con la aparición en escena del emperador (Jesús Tordesillas) el tono da un vuelco. Hasta ese momento —poco más de media película— el relato ha seguido un tono próximo a la picaresca o a la aventura cervantina: la estancia de Jeromín con el ventero (Manuel Arbó), el encuentro con los cómicos o la tutela del tartarinesco Diego Ruiz (Antonio Riquelme), escudero de don Luis de Quijada (Rafael Durán), se mantienen en un sostenido registro humorístico. Sin embargo, desde que se plantea el asunto de la bastardía del muchacho, el drama de la paternidad se duplica. Por una parte, el sentimiento de culpabilidad que el emperador arrastra por el nacimiento de este hijo no reconocido, tan causante de su retiro en el monasterio de Yuste como su mala salud. Por otra, los celos de doña Magdalena de Ulloa (Ana Mariscal), celosa, debido al trauma de su esterilidad, de que Jeromín pueda ser hijo de don Luis, su marido. Es ésta una trama desperdiciada desde el punto de vista dramático, pues nada aporta al argumento troncal. Tras una suerte de retablo alegórico en el que todos los estamentos —nobleza y ejército, labradores y menestrales, eclesiásticos y pueblo llano de cualquier edad... — rezan por el alma del emperador, llegamos al epílogo, en el que Jeromín es reconocido como don Juan de Austria por Felipe II (Adolfo Marsillach) y verá cumplidos sus sueños infantiles en Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos”.

Inspirada por la novela del padre Coloma antes que basada en ella, Jeromín elude una vez más su condición de apéndice del cine denominado de “cartón-piedra” al situar la acción en una España que ya no está cercada o invadida por el extranjero —el bloqueo diplomático de la ONU ha terminado y en este mismo año España firma el Concordato con la Santa Sede y los acuerdos económico-militares con Estados Unidos—, al recurrir a los tableaux vivants sólo en el último tramo del metraje y gracias al dinamismo que Lucia imprime a la acción.

En el prólogo de Aeropuerto (1953) Tip y Top hilvanan —en off— disparates a troche y moche para ofrecer una particular visión de la historia del transporte desde la Edad de Piedra hasta nuestros días. Se trata una vez más de una de esas secuencias de precréditos exentas en las que Colina y Lucia ofrecen un aperitivo humorístico —transmedial en este caso, porque los humoristas provenían de Radio Madrid— antes de embarcarse en la historia principal. En esta ocasión, hay que hablar de historias, porque siguiendo el modelo italiano patentado por Luciano Emmer y el guionista Sergio Amidei en Domenica d’agosto (1950), José López Rubio y Enrique Llovet conciben un argumento coral: el azar del tráfico aéreo hará coincidir en el aeropuerto de Madrid-Barajas a una serie de personas de distinta condición y circunstancias. Hay un matrimonio (Julia Caba Alba y Juan Vázquez) que ha ganado en un concurso un viaje a Paraguay; el secretario de un hombre de negocios (Fernando Fernán-Gómez) que conoce a una muchacha de la buena sociedad francesa (Margarita Andrey); un exiliado político (Manolo Morán) que pierde el enlace con Londres y debe quedarse veinticuatro horas en la ciudad que tanto añora; otro hombre de negocios, éste norteamericano (Fernando Sancho con su acento de costumbre), al que un taxista castizo (Pepe Isbert) saca hasta el último céntimo, y un piloto (Fernando Rey) que recupera el amor de su mujer (María Asquerino) gracias a una niña sin familia (María Teresa Reina). 

Más allá de las anécdotas —el secretario no tiene dinero para pagar la cena de lujo que le exige su acompañante, el exiliado nunca ha disfrutado en México de tanta libertad como en una noche de juerga tabernaria en Madrid...—, la historia se sostiene sobre la excelencia de las interpretaciones y la eficacia del diálogo —desternillante en el caso de Julia Caba Alba—, pero, por encima de todo, gracias al ritmo frenético que Lucia le imprime a la realización. Se pueden poner pegas al ternurismo de ciertos momentos y a la falsedad ideológica de la aventura del exiliado —empezando por la incoherencia de que un militante republicano de 1939 pida el semanario monárquico Blanco y Negro al llegar a España—, pero en conjunto Aeropuerto es uno de los grandes logros de Lucia en el terreno de la comedia sin otras agarraderas. 

La presencia de Juanita Reina en la sala de fiestas a la que acuden el tenorio hispano y la francesita es como una guinda a las dos películas en las que la tonadillera ha trabajado a las órdenes de Luis: Lola la Piconera y Gloria Mairena.

En la década de los cincuenta no hay un intérprete masculino que pueda competir con Carmen Sevilla, Lola Flores o Paquita Rico en el terreno del musical cinematográfico. Por eso la irrupción de Antonio Molina en El pescador de coplas (Antonio del Amo, 1954) supone un auténtico bombazo. Para su segundo largometraje, Esa voz es una mina (1955), Lucia, Colina y Vicente Llosá urden un guión que parece escrito para ilustrar el tema Soy minero del unionense Ramón Perelló y el maestro Montorio. Rafael (Molina) tiene una mujer paralítica (Delia Luna) y una voz privilegiada: estas dos circunstancias sostienen las dos subtramas —melodramática la una, musical la otra— de la película. La política se sustenta en la existencia de los Grupos de Educación y Descanso dependientes de la Organización Sindical Española, el sindicato vertical en el que, según la doctrina jonsista, debían convivir armónicamente empresarios y trabajadores en pos de la superación de la lucha de clases. Si la amenaza del éxito que constituye la oferta de embarcarse en una gira transatlántica por parte de la bailarina Consuelo Romero (Nani Fernández), nunca llega a constituir una amenaza para el matrimonio de Rafael, las proclamas obreristas de don Próspero (José Franco), el empresario catalán enamorado del cante andaluz, no pretenden otra cosa que el mantenimiento del statu quo. El mundo del trabajo sigue ausente de la pantalla, los accidentes laborales no son más que chascarrillos para atemorizar a los chupatintas y el cura (López Vázquez, doblado) vela por la salud espiritual de los trabajadores en un viaje a la capital plagado de tentaciones. La más elocuente es la noche que Rafael pasa en casa de Consuelo Romero, pero una oportuna elipsis permite al espectador imaginar la consumación de una noche de escarceos románticos, en tanto que la censura no tiene nada que decir porque no hay el más mínimo indicio visual de que haya pasado nada.

Las actuaciones de las corales laborales, en el ecuador de la película, son un obstáculo difícil de salvar incluso para el experimentado Lucia, a pesar de la utilización del showman radiofónico Bobby Deglané para darles continuidad y propiciar las elipsis. Claro que todo se resuelve una vez más con la (doble) intervención de Antonio Molina. Al fin y al cabo, la película no es otra cosa que un catálogo de sus proezas vocales. En este sentido, se puede considerar cada una de sus intervenciones musicales como una proeza casi atlética, fiando Lucia el suspense al momento en que el interminable gorgorito va a romper para dar fin a la canción, igual que una esclusa que se abriera y dejara escapar por fin el agua retenida hasta ese momento.

El prólogo —marca de la casa— de La lupa (1955) traza la historia del cristal de aumento: una serie de viñetas troglodíticas o medievales dan paso a un apunte sherlockiano en el que se cantan las excelencias de esta lente para la investigación criminal. Y de este modo, después de cinco minutos de metraje, accedemos por fin a la Agencia de Detectives que, con el nombre de La Lupa, dirigen Felipe (Antonio Riquelme) y don Paco (Valeriano León), con el cine y la novela pulp estadounidense por norte. Claro, que los cuatro casos que se les presentan no pueden ser más castizos: el robo de una imagen sagrada de una iglesia; las sospechas de adulterio que recaen sobre un cazador (Manuel Luna); el noviazgo de la hija de un millonario (Margarita Andrey) con un supuesto cazadotes (Gustavo Rojo); y las visitas nocturnas de unos marcianos a dos ancianas terratenientes (Irene Caba Alba y Margarita Robles). Este último caso, enlazado in extremis con el anterior, permite encuadrar la película, aunque sea parcialmente, en el ciclo de comedias fantásticas que se había prodigado en la década anterior en el cine español. No obstante, la interpretación desorbitada de Valeriano León y Antonio Riquelme predominan sobre el resto de elementos expresivos, incluida la fotografía de Manuel Berenguer, querenciosa de angulaciones bajas, grandes angulares y planificación en profundidad, en abierta contradicción con la transparencia que habitualmente se asocia al género cómico.

El Piyayo (1955) supone el final de la trayectoria de Lucia en Ariel P.C. El guión de Colina, Lucia y Vicente Llosá está inspirado en el poema homónimo de José Carlos de Luna, que retrataba a un famoso personaje malagueño: “¡A chufla lo toma la gente / y a mí me da pena y me causa / un respeto imponente!”. Encarna al personaje titular Valeriano León en la que se anuncia como su “película póstuma”. Y la película es, en efecto, un vehículo para que el veterano actor ofrezca un repertorio de comicidad y patetismo a partes iguales. Para dar de comer a sus doce nietos, el Piyayo aguanta cuanta burla quieran hacerle los señoritos. Durante todo el primer tramo comparte protagonismo con un guardia municipal bonachón (Manuel Luna), en una relación inspirada sin duda alguna por la de Totò y Fabrizi en Guardie e ladri (Guardias y ladrones, Steno y Mario Monicelli, 1951). Luego, cuando el nieto mayor robe en una iglesia a instancias de un compañero dispuesto a convertirlo en delincuente profesional y el Piyayo sea despedido de la Venta de los Caracoles por haberle chafado el plan a un señorito (Ángel de Andrés) que quería perder a una buena chica (Delia Luna), la peripecia se ve abocada a un fin trágico. Una vez más, en el cine de Lucia la justicia social es una entelequia y todo ha de ser fiado a la providencia, el temor de Dios y la caridad de quienes más tienen por derecho divino. No importa porque, aunque las escenas del robo en la iglesia resultan demasiado forzadas, el realizador sostiene en el resto del relato el timón firme, sin permitir que el ritmo decaiga y dosificando con sabiduría los efectos cómicos y dramáticos. Para que no falte de nada, Antonio Molina se interpreta a sí mismo en la venta y canta un par de temas que, a pesar de su carácter circunstancial, invitan al público a pasar una vez más por la taquilla.

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