domingo, 10 de abril de 2022

juegos de apariencias gilianos en la segunda mitad de los cincuenta

La otra vida del capitán Contreras (1955) es otro de los ejemplos de la comedia fantástica de los años cincuenta, que era lo más próximo al género que por aquí se podía practicar entonces. Partiendo de una obra de Torcuato Luca de Tena ya se puede uno imaginar que lo que prima es la tradición y el conservadurismo sin tapujos. La cinta de Gil toma al capitán de los Tercios y corsario Alonso de Contreras —personaje real que nos legó sus memorias y fuente de inspiración de Alatriste— y lo resucita en el materialista siglo XX. La sátira abandona pronto el tono fantástico para convertirse en una crítica al american way of life mediante una especie de The Truman Show (El show de Truman, Peter Weir, 1998) avant la lettre. Este Contreras, Alatriste hibernado, que despierta en pleno siglo XX, es más bien una parábola sobre el viejo mundo y la nueva España, la que justo por estos momentos firmaba los acuerdos de colaboración con Estados Unidos, cuyas estrategias publicitarias se satirizan con más puntería para la paja en el ojo ajeno que para la viga en el propio. No obstante, quien tuvo, retuvo y Gil demuestra en muchos momentos que no había perdido mano para la comedia. La parte del león se la lleva un Fernando Fernán-Gómez que disfruta en su papel de matachín broncas y bocazas, pero el reparto está lleno de destellos puntuales por parte de Antonio Riquelme, Manolo Requena, Juan Calvo...

Aseguraba Rafael Gil desde la última vuelta del camino que Un traje blanco / Il grande giorno (1956) era una de sus películas favoritas de entre las que había realizado él mismo. Así lo estimaba porque veía en ella una limpieza en la anécdota y una pureza de intención que estaba ausente de otros títulos de su filmografía más alabados. Realizada por Aspa en una coproducción con Italia un tanto confusa, premiada con el Interés Nacional y acogida a los beneficios del cine destinado a la infancia y la juventud, premiada con varios galardones a la fotografía y a la interpretación, Un traje blanco no deja de ser una reescritura de Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1954) con Miguelito Gil —la estrella infantil de otra producción Aspa, Recluta con niño (Pedro L. Ramírez, 1955)— en lugar de Pablito Calvo. También aquí está presente la orfandad como motor del relato, la religión como parte fundamental del mismo, la magia y el terror del mundo de los adultos, la inocencia y el sacrificio de la infancia... Incluso, la escena del desván de ésta remite iconográficamente a aquélla.

¿Qué es lo propio entonces de Un traje blanco? La asimilación de los presupuestos consumistas y de los medios de comunicación de masas aplicados a la concepción española del catolicismo como una serie de consumación de ritos en los que impera la diferencia de clases. Marcos (Miguelito Gil) quiere un traje blanco como el de Polonio (Miguel Ángel Rodríguez). Para conseguirlo, mentirá a su padre (Luis Induni), defraudará la confianza de su maestro (José Ramón Giner), escapará en Madrid a la tutela de su hermana enferma (Julita Martínez) y ansiará la muerte de la señora más rica del pueblo (Margarita Robles)... Finalmente, tras la traición de su hermano (Julio Núñez), tendrá que optar por el trabajo clandestino en el escorial de una fundición, lo que terminará costándole la amputación de un brazo. Sólo entonces los medios de comunicación se ponen en marcha y, ante la desgracia, la compasión pública hace realidad el sueño del niño que no es otra cosa que el espectáculo que Rafael Gil planifica desde su punto de vista en la secuencia climácica. Como mandan las leyes del melodrama, el final feliz sólo se alcanza mediante el sacrificio. Es el precio que Marcos debe pagar por su obsesión fetichista.

La gran mentira (1956) es la mentira del cine. Más aún, del cine español según lo entiende Vicente Escrivá, argumentista, guionista, dialoguista y productor de la cinta. El equipo habitual de Aspa Films se hace cargo de su plasmación en la pantalla. Gil dirige al reparto con las preceptivas dosis de sátira, melodramatismo o caricatura, según los casos; Alfredo Fraile lo fotografía en un progresivo claroscuro que se ciñe al contexto dramático de la historia; y Enrique Alarcón echa el resto en el diseño de las oficinas del megalómano productor encarnado por Juan Calvo. 

La cinta arranca con el estreno de la última película del magnate del cine español, protagonizada por la pareja del momento: Raúl Estrada (Ángel Jordán) y Sara Millán (Jacqueline Pierreux). Dos años antes el protagonista masculino hubiera sido César Neira (Paco Rabal), ahora caído en desgracia. Para proporcionarle un poco de publicidad. de la que tan necesitado está, su representante (Manolo Morán) le obliga a que asista a un concurso radiofónico en el que se va a elegir a una especie de Cenicienta que gozará durante dos semanas de una vida de ensueño en la capital. Resulta elegida Teresa (Madeleine Fischer), maestra en un pueblecito extremeño y postrada en una silla de ruedas. Su tío (Rafael Bardem), fotógrafo del lugar ha enviado su retrato al concurso sin que ella lo sepa. De modo que cuando renuncia, César se presenta en el pueblo cual nuevo príncipe azul dispuesto a convencerla... y a hacerse de paso un poco de promoción gratuita. Pero las cosas se tuercen... Resulta tan convincente en su papel que Teresa y su tío deciden fundirse los ahorros para quedarse en Madrid y Paulino Sándalo, el productor, está dispuesto a hacer la película de la nueva Cenicienta. Ahora sí que César ve llegada su oportunidad de volver al cine por la puerta grande y vengarse de Sara, que ha estado intrigando con Sándalo para quitárselo de en medio. Pero la expiación de César y el sacrificio Teresa tendrán que llegar a lo más hondo para que del artificio de la imitación a la vida surja un amor verdadero. De este modo, en su séptima película para Aspa, Gil juega todos los recursos del cine dentro del cine para confeccionar un melodrama sin tapujos, una senda por la que transitará repetidamente a principios de los sesenta, olvidados ya los ciclos religioso y anticomunista que constituyen el grueso de su filmografía en esta década.

Camarote de lujo (1957), su postrer desempeño en Aspa Films, supone el reencuentro de Gil con el mundo desencantado de Wenceslao Fernández Flórez. La ausencia de Vicente Escrivá en el equipo literario denota también que se trata de una obra de transición. La inspiración en el humoristra gallego parece indicar un regreso a los orígenes, a sus comedias de principios de los años cuarenta, a lo que también contribuye el protagonismo de Antonio Casal. Han pasado tres lustros y, a pesar de su final más o menos feliz y de que el realizador rueda ahora en Eastmancolor para su propia productora, Coral P.C., la vitalidad y la limpieza de aquellas primeras comedias se ve sustituida por un ambiente de hambre, frío y corrupción que dibujan un clima muy poco halagüeño de la España y la Galicia predesarrollistas, abocadas a la emigración económica como única posibilidad de supervivencia.

La producción de Coral P.C. ¡Viva lo imposible! (1958) conforma un díptico con la anterior, como si Gil no quisiera pegar este salto sin red. Miguel Mihura coescribió con Joaquín Calvo Sotelo el primer acto de la comedia ¡Viva lo imposible! o el contable de estrellas en 1939 y luego se desinteresó un poco de ella, por su humor más próximo al humanismo que a la deshumanización que entonces preconizaban los humoristas de La Codorniz. Gil realizó la adaptación cinematográfica en 1958. Una familia, harta del trabajo y la rutina, ingresa en un circo sólo para darse cuenta de que la rutina es igual en todas partes. El final, levemente subversivo en la comedia original, queda chafado por una llamada al orden familiar bien poco mihuresca. Si en la obra original Manolito terminaba escapándose con su abuelo en el circo ambulante en busca de una vida al margen de cualquier convencionalismo, en la película la escena final muestra a la familia reunida —niño incluido— cantando un villancico mientras los artistas del circo se alejen con sus carromatos. Como tantas veces ocurre con estas componendas, en el pecado va la penitencia. Porque el niño sigue con su familia, pero la carga de profundidad contra la institución ha hecho impacto en la línea de flotación cuando sus padres (Paquita Rico y José María Rodero) discuten cómo pasar la tarde del domingo.

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