domingo, 24 de abril de 2022

el universo taurino de rafael gil

Cortometrajes aparte, el aristócrata y literato falangista Agustín de Foxá, sólo realizó dos incursiones como guionista cinematográfico: Venta de Vargas (Enrique Cahen Salaberry, 1958) y El Litri y su sombra (1959), anómala cinta taurina de Rafael Gil. Anómala porque, una vez centrada en la figura de Miguel Báez Espuny "El Litri", el argumento sigue el curso habitual de este tipo de relatos: el ascenso en el escalafón, los triunfos inenarrables, la noviecita buena que aguarda en Huelva (Pilar Cansino) y la mujer sólo interesada en su fama (Katia Loritz), la primera cogida de importancia y la tarde apoteósica en la que aparece la palabra "fin" mientras el matador da la vuelta al ruedo aclamado por la multitud. Pero esta apoteosis vincula indisolublemente al matador con una tradición familiar y es a desgranar esta leyenda a lo que se consagra la primera parte del metraje. Y lo hace además con una estructura de fuerte impronta literaria, como si la cinta de Gil no fuera otra cosa que las aleluyas de una familia de toreros. Asistimos así a la reconstrucción de faenas del patriarca, apodado "El Mequi", del primer "Litri" (Roberto Rey), cuando la bravura del toro se medía por los caballos que era capaz de destripar en la plaza, al trágico fin de Manolo Báez (Pepe Rubio); su hijo, en la plaza de toros de Málaga, al nuevo matrimonio del padre con una admiradora de su hijo (María de los Ángeles Hortelano), que le da un nuevo hijo que por nada del mundo debe dedicarse al toro... Este juego entre ficción pura y dura, ilustración documental, reportaje taurino y construcción legendaria constituye una suerte de reverso del docudrama mexicano Torero! (Carlos Velo, 1956); con él inaugura Gil un ciclo taurino que se prolongará a lo largo de la década de los sesenta con cuatro títulos más.

Faena de aliño la que realiza Gil con las corridas de Chantaje a un torero (1963), cinta supuestamente taurina. Probablemente sea debido a su desinterés por el estilo “tremendista” del Cordobés, pero lo cierto es que, salvo la faena final, que constituye el clímax de las tramas criminal y romántica del relato, todas las demás se resuelven a base de montajes apresurados. Y es que Chantaje a un torero no es otra película sobre el triunfo o el fracaso en los ruedos, sino una historia de redención personal: Juan Medina (Manuel Benítez) debe purgar sus errores del pasado. Ha formado parte de la banda de Vergara “El Americano” (Alberto de Mendoza) y al arrancar la película, se presentan en Málaga, atraídos por la publicidad lograda por Juan y su compañero Calero (José Mata) pidiendo una oportunidad para torear. Don Fulgencio (Manolo Morán), un pícaro de tomo y lomo, consigue convertirse en su apoderado, pero Juan lo hace desastrosamente y regresa a la vida que conoce: chulear a extranjeras y abrirles las puertas a sus compinches (Mendoza, Carlos Mendy y Venancio Muro) para que roben las joyas o lo que sea. Pero una noche, en Marbella, la cosa se les va de las manos. Juan está borracho, la mujer (maría Andersen) muere y a él le endilgan un coche con el cadáver. Se estrella y cuando le detienen, la mujer ha desaparecido. No obstante, deberá pasar dos años en la cárcel por el robo del automóvil. Y aunque al principio se las da de duro, y recibe ayuda de sus cómplices por su silencio, el encuentro con el padre Andrés (Luis Dávila), el capellán del presidio, le hace cambiar su visión del mundo. Trabaja para redimir pena y, cuando sale, vuelve a los ruedos con su amigo Calero y don Fulgencio. Y triunfa. Y se enamora de Marta (Elena Duque), una señorita bien que cree en él ciegamente. Falta le hace porque sus viejos amigos vuelven a presentarse y le chantajean acusándole del asesinato de la mujer. El Americano se deshace de don Fulgencio y los tres delincuentes se dedican a controlar la carrera de Juan, que deberá despejar las dudas sobre su pasado con la ayuda del padre Andrés y de Calero antes de lograr un nuevo éxito en la plaza y el amor de María.

Si la presencia del personaje del sacerdote remite al ciclo de cintas religiosas que Gil realizó en Aspa P.C., y en concreto a La guerra de Dios (1953), lo más novedoso es su tratamiento explícito del cuerpo del torerillo como objeto de deseo: un cuerpo desnudo que se exhibe orgulloso en las playas y piscinas de la Costa del Sol. El sobrio uniforme de presidiario, primero, y el traje de luces después, forman parte inseparable de un proceso de asimilación social que Gil presenta como un via crucis expiatorio.

La versión de Currito de la Cruz de Gil vuelve a presentar la rivalidad de los veteranos Carmona y Romerita (Paco Rabal y Arturo Fernández), la seducción por parte de éste de la hija del primero (Soledad Miranda), y el ascenso del torerillo inclusero (El Pireo). Gil se apoya en el diálogo de José López Rubio para afinar el relato, limpiarlo de las excrecencias humorísticas que tan buen resultado le han proporcionado a Luis Lucia en su adaptación de 1949 e intentar el melodrama taurino de alcance popular a base de Feria de Abril, tardes de éxito en la plaza... y la mujer caída y el muchacho más bueno que un santo que se deja ir a la deriva por un amor contrariado. Y la triple redención que, como en la mayoría de las películas de Gil de esta época se resuelve en clave religiosa durante la Semana Santa sevillana.

En Sangre en el ruedo (1968) Juan Carmona (Paco Rabal) busca la muerte desde que hace quince años un toro lo corneó y su amigo y rival en el ruedo José Domínguez (Alberto Closas) no le hizo un quite. Así que muchas noches le pide a Rafael (José Bódalo), su mayoral, que le aparte un toro para torearlo bajo la luna, a sabiendas de que la cornada que le partió el pecho no le permite respirar y el morlaco acabará con él en cualquier momento. Juan se niega a que su hijo Juanito (Ángel Teruel) sea también matador. Por eso el chico escapa de casa y, con la complicidad del pícaro Rafael, intenta abrirse camino en el mundo taurino con el sobrenombre de Rafael Montes. Un día conoce casualmente a Paloma (Cristina Galbó), la hija de José Domínguez. Los jóvenes se enamoran y ella, sin conocer el abismo que separa a los dos hombres desde hace años, le pide a su padre que apodere al chico. El triunfo de este como novillero y el amor genuino que siente por Paloma, provocará el reencuentro de los dos rivales en presencia de otro toro.

José Luis Navarrete Cardero, historiador de la españolada cinematográfica, sitúa El relicario (1969) como una suerte de epitafio de este filón entendido al modo clásico. Su estructura de flashbacks permite a Gil colocar todos los tópicos en la década de los veinte y darles la vuelta en la época actual. Si Manuel Lucena (Miguel Mateo “Miguelín”) murió entre las astas de un toro a raíz de la maldición provocada por el relicario de la cancionista Soledad Reyes (Carmen Sevilla), en la actualidad, la azafata de Iberia Virginia (Sevilla) preferirá antes al economista tecnócrata Alejandro (Arturo Fernández), antes que a Luis (“Miguelín”), heredero de la tradición familiar y torero como su abuelo y su padre. Sin embargo, la estrategia planteada en el guión de Rafael J. Salvia es algo más sofisticada que este simple enfrentamiento entre lo nuevo y lo viejo, porque Gil coloca delante de la cámara a periodistas taurinos como Matías Prats y Antonio Díaz Cañabate y al actor Jesús Tordesillas, que encarnó a Currito de la Cruz en la primera de las cuatro versiones que se han realizado de la novela de Pérez Lugín; la última de las cuales ha sido dirigida por el propio Gil. Tordesillas le cuenta a Alejandro que su abuelo fue su doble en las escenas de toreo y que mantuvieron una amistad que le llevó a conocer a fondo a Soledad, lo que origina el primer flashback. El mozo de espadas del abuelo (Jesús Guzmán) le cuenta a Luis una versión distinta, en la que interviene la maldición del relicario y una papelina de cocaína vertida subrepticiamente en el café que el matador se toma antes de ir a la plaza, algo que no pudo ver según reconoce antes sus interlocutores. De este modo, mito, realidad y relato se van entreverando, ofreciéndole al espectador el anzuelo de los personajes que aparecen con su propio nombre y condición en la pantalla, y cuestionando al mismo tiempo la omnisciencia de los testigos que dan pie a las escenas ocurridas en el pasado.

La tauromaquia de Rafael Gil se resume en esa tensión entre modernidad y tradición, tan habitual en la España sesentera regida por el opusdeísmo. El personaje cómico de un aficionado gibraltareño (Manolo Gómez Bur) es el encargado de postular con inefable ironía en El relicario que la auténtica democracia es ésta que se disfruta en España, en la que los espectadores, agitando sus pañuelos, piden las orejas de los toros como trofeos para los matadores.

Formalmente, si la filmografía giliana de los cuarenta se identifica con la fotografía en blanco y negro de Alfredo Fraile, la de los sesenta está marcada por el Eastmancolor de Pepín Aguayo, con especial énfasis en este ciclo taurino.

Actualizada el 25 de abril de 2022

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