domingo, 22 de mayo de 2022

cuatro versiones de una novela de unamuno

A principios de la década de los setenta, Rafael Gil se embarca en una serie de adaptaciones de autores de la generación del 98: El abuelo, de Galdós, La guerrilla, de Azorín, y Nada menos que todo un hombre, novela corta de Miguel de Unamuno, publicada en 1916 en la colección Revista Semanal Literaria. Firman el guión de esta última José López Rubio y Rafael J. Salvia.

Victorino Yáñez (Tomás Blanco) está dispuesto a vender a su hija Julia (Analía Gadé) al mejor postor con tal de escapar de la ruina. Y el mejor postor es Alejandro Gómez (Paco Rabal), un indiano materialista y despótico, que se ha enriquecido en América y que está dispuesto a tomar de la vida lo mejor sin la más mínima cortapisa moral. En esto, y por mediación de Paco Rabal, la película de Rafael Gil se convierte en una suerte de reformulación o réplica a Tristana (Luis Buñuel, 1970), película puesta bajo sospecha por la administración y vituperada por buena parte de la crítica española. En cambio, la presencia de Analía Gadé y el diálogo de José López Rubio sitúan la adaptación en el terreno de la alta comedia, como ocurre en las escenas del flirteo con un conde (Ángel del Pozo) que debe dinero a Alejandro o cuando Julia le comunica a éste que van a tener un hijo. Sin embargo, tras darle un heredero, Julia le echa en cara que ella ha sido sólo un adorno más de su vanidad de hombre y que el conde es su amante. Alejandro lo achaca entonces a la neurastenia, sin que el conde, en presencia de dos alienistas, se atreva a ratificar la declaración de Julia. La cobardía y bajeza moral del conde, conducen a Julia a una casa de reposo de la que ella saldrá convencida de que todo fueron imaginaciones suyas. Este giro dramático, que constituye el eje del tercer acto de la película es lo que la acerca al melodrama tal como lo ha entendido Rafael Gil durante la última década, desde la contención y la relevancia que la religión asume en la catarsis final de los personajes y que se resume en la imagen de Alejandro enfrentado al crucifijo que hay sobre la cama de Julia.

El texto había sido llevado ya a la pantalla en 1943 en una adaptación realizada por Ulyses Petit de Murat y Homero Manzi para la primera película que el judío francés Pierre Chenal dirige en su exilio argentino. Tras haber tenido un peso notable en el cine francés de los años treinta, Chenal ha viajado en un barco desde Marsella; no conoce el idioma ni el cine argentino, pero allí tiene la suerte de que Luis Saslavsky sí que haya visto sus películas y se ofrezca a presentarle en Artistas Argentinos Asociados, entre cuyos fundadores se encuentra Francisco Petrone, que protagonizará la cinta junto a Amelia Bence. Ambos renuncian a la dimensión simbólica o alegórica de los personajes unamunianos para humanizarlos al máximo. En esa misma línea de concentración dramática funciona la adaptación, al tiempo que introduce un nuevo matizen la motivación de Alejandro: la preocupación social. Alejandro no se dedica a las altas finanzas y a los préstamos, sino a la construcción de infraestructuras que alivien el sufrimiento de los más humildes. La inundación de unas tierras en las que está canalizando, después de que los encargados de las obras incumplieran sus órdenes de que se construyeran muros de contención, le lleva a restablecer el contacto con las personas que le vieron nacer y para las que construye altruistamente el hospital soñado por el médico (Nicolás Fregues) que atiende la delicada salud de Julia.

Contra la opinión de Chenal, los guionistas decidieron que no era necesario que Héctor (Florindo Ferrario) —el condesito en la novela— y Julia hubieran consumado el adulterio. El libreto quedó a gusto de los escritores y, probablemente, de la censura argentina, lo que provoca un grave desequilibrio dramático en la escena en que, ante los alienistas y Alejandro, Héctor niega haber sido el amante de Julia. Además de la ausencia del hijo de la pareja, el clímax se traslada a las cabañas junto al río y la última imagen, de alto voltaje poético y necrofílico, presenta a Alejandro sumergiéndose en el agua con el cadáver de Julia en sus brazos, "en un viaje que no terminará nunca y en el que nadie podrá ya separarlos".

Petit de Murat vuelve a ofrecer en 1954 su adaptación del texto unamuniano a la Cinematográfica Filmex, de Gregorio Walerstein, quien la produce en México con el título de La entrega. La principal novedad de esta versión es su ambientación contemporánea, lo que acentúa el perfil melodramático y social del argumento. A la primera de estas características sirven también las interpretaciones de Marga López y Arturo de Córdova: apacible en el sufrimiento la de ella, alucinada en su determinación la de él. Julián Soler pone también todos los elementos escenográficos en juego: la arquitectura colonial, el mar y la tempestad, la escalera como metáfora siguiendo el modelo del melodrama hollywoodense...
El crucifijo no está en la cabaña de pescadores como símbolo de expiación y perdón, sino como prueba de la indiferencia de Dios ante el sufrimiento de los hombres. Por eso esta versión es la más explícita en cuanto al suicidio de Alejandro para consumar el amor más allá de la muerte:

—Yo no te quiero, no. Yo te... ¡No hay palabras para decirlo!
—Alejandro, dime, quién eres.
—Yo... nada más que tu hombre. El hombre que tú has hecho de mí. (...) Ya nada puede separarnos, Julia. Seguiremos nuestro viaje. Ya viene la marea para llevarnos juntos. ¡Te quiero!

Todavía en 1983 la historia de Unamuno regresa a la pantalla, esta vez con ropajes de drama ranchero y hechuras de telenovela que firma Rafael Villaseñor Kuri. La nueva cinta está al servicio del cantante mexicano Vicente Fernández, así que podemos irnos olvidando de las sutilezas de las dos versiones anteriores. Rebautizado el personaje como Joaquín Barrera, el resuelto hombre hecho a sí mismo que compra tierras y telares consigue también el corazón de la bella Laura Monteros (la española Amparo Muñoz). A partir de ahí el guión de Rafael García Travesi, sólo toma algunos elementos de la novela de Unamuno, prescinde del conde y, por supuesto del adulterio —a Vicente Fernández no lo corona nadie— y centra su desarrollo en la mentira de Laura, dispuesta a cualquier cosa con tal de escuchar de labios de su marido que la ama, sobre todo ahora que le ha dado un hijo. Es Fernando Aguirre (Óscar Traven), su primer novio, el que le sirve de excusa para excitar los celos de Joaquín y quien reniega de ella. La separación durante el internamiento de ella, sirve de espita al trauma psicoanalítico —¡nada menos¡— que le causó asistir a una escena entre sus progenitores en la que descubre que se casaron por interés y en la que la madre le reprocha al padre no haber sabido ser "todo un hombre". Por todo ello no es extraño que, a pesar de que los títulos de crédito indiquen la deuda con la obra de Unamuno, García Travesi aparezca paradójicamente acreditado como autor del "argumento original y libreto cinematográfico". Por supuesto, el metraje se completa con media docena de canciones interpretadas por el astro azteca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario