domingo, 29 de mayo de 2022

más adaptaciones literarias en las postrimerías del franquismo

Rafael J. Salvia hace la adaptación de El abuelo, de Galdós, y Rafael Gil, acaso por eso, le encomienda en La duda (1972) el papel del viejo conde de Albrit a Fernando Rey para que lo haga un poco a imagen y semejanza del don Lope que acaba de interpretar en Tristana (Luis Buñuel, 1970), otra cinta de inspiración galdosiana. La línea argumental se mantiene: el viejo conde, que vive de prestado en su antiguo palacio sometido a toda clase de indignidades contra las que su orgullo se rebela, está empeñado en sabe cuál de sus nietas (Laly Romay e Inma de Santis) es hija de su hijo recién fallecido y cuál es la habida por su nuera (Analía Gadé) de uno de sus amantes. Sin embargo, ella se resiste a revelárselo. 

Multipremiada en su momento, bien llevada narrativamente, la cinta adolece de cierta frialdad como melodrama —eso que llamamos academicismo— y la fotografía de Aguayo, en esta ocasión, flojea en algunos exteriores y recurre, aunque muy excepcionalmente, al uso recursivo del zoom.

A pesar de que Gil aseguraba que su adaptación del drama de Azorín La guerrilla carecía de relación con la Guerra Civil Española, la secuencia de apertura, con los soldados de Napoleón profanando una iglesia, remiten directamente a la iconografía que el franquismo construyó en torno a la Cruzada contra el comunismo. Redunda en esta interpretación, además, la defensa que los personajes españoles hacen de valores como la religiosidad, el patriotismo e, incluso, la rebeldía. Que un enemigo extranjero —oficial, por supuesto— prefiera morir con honor que escapar del pelotón de fusilamiento, sirve al final trágico y no desdice el planteamiento inicial.

La película, rodada en 1973, se articula mediante un doble triángulo amoroso. Por una parte está el amor que por Juana María (La Pocha) sienten el coronel francés Santamour (Jacques Destoops) y el jefe de la partida de guerrilleros apodado El Cabrero (Paco Rabal). Por otra, el posadero (José Nieto) y su mujer (Eulalia del Pino), que es la amante del despótico alcalde del pueblo (Fernando Sancho). Los tres se dedican a la patriótica labor de emborrachar a cuanto francés acude a la posada, matarlo aprovechando su torpor y tirarlo al pozo. Descubiertos estos últimos por el coronel Santamour, éste pondrá a Juana María en el brete moral de decidir a cuál de los dos hombres se indulta, porque su padre no es el posadero, sino el alcalde. En una nueva burla por parte de los autores a propósito de la representación popular, los franceses han entregado el bastón de alcalde al antiguo secretario municipal (Rafel Alonso), hombre pusilánime y tornadizo, siempre atento a por dónde sopla el viento y sólo apto para la obediencia. El asalto al pueblo por parte de los guerrilleros el día de las ejecuciones, pone en marcha el desenlace. En resumen, la lectura pacifista que proponía el director no es más que la paz del amor romántico y la renuncia heroica bajo la tutela de la guerrilla —fuerzas sublevadas que resisten al extranjero— en una relectura del mito de Lola la Piconera (Luis Lucia, 1951).

Hay en la suntuosidad escenográfica y en la belleza de los jóvenes intérpretes de El mejor alcalde, el rey / Il miglior sindaco, il re (1974), la adaptación de la obra de Lope de Vega realizada por Gil, un deje de Romeo and Juliet (Romeo y Julieta, 1968). Como si las alabanzas con las que había sido acogida la película de Franco Zeffirelli fuera un salvoconducto para intentar una operación análoga en tierras del Bierzo y del románico palentino. En su adaptación, José López Rubio conserva el esquema argumental de Lope de Vega, pero recrea ex novo el personaje de Felicia (Analía Gadé), la hermana del conde de Neria (Fernando Sancho), cuya lujuria por Sancho (Ray Lovelock) y maquinaciones posteriores son el motor del relato. Cuando el conde manda secuestrar a Elvira (Simonetta Stefanelli) la noche antes de su boda para ejercer el derecho de pernada, Sancho y su amigo el porquero (Pedro Valentín) viajan a León para pedir merced al rey Alfonso VII (Andrés Mejuto). Haciendo caso omiso de sus órdenes, el conde hace pagar su insolencia a Sancho unciéndolos a un arado y tratándolos como a auténticas bestias. Tras conseguir por la fuerza los favores de Elvira, le concede a Felicia, con la que ha mantenido relaciones incestuosas, que pase una noche con Sancho.

El despiste de Rafael Gil a la altura de 1975 es evidente, así que para su siguiente película opta por una baza segura: la adaptación del primer intento dramático de Ana Diosdado, que ha conocido un éxito resonante en los escenarios durante la temporada 1970-1971: Olvida los tambores. Se acercaba entonces la joven autora a la insatisfacción juvenil, a los nuevos modelos de convivencia y al choque que estos producían con el convencionalismo. A partir de un guión elaborado por la propia Diosdado —que conserva íntegras las tres o cuatro escenas esenciales de la historia y multiplica localizaciones y personajes accesorios— y con la única presencia de Jaime Blanch procedente del elenco escénico, Gil encara su propio acercamiento al asunto, el de un hombre profundamente religioso que ha pasado ya la sesentena y cuyos asideros están en el prestigio previo de título. Y así, se embarca en la presentación individual de cada uno de los personajes, incluso en los de nueva creación y recorrido efímero en la trama argumental, en una maniobra de una torpeza admisible en la guionista debutante pero nunca en el veterano y riguroso director que es Gil. También soliviantó a quienes habían visto la comedia en los escenarios, la radical alteración del final, con apenas cambiar el nombre del personaje en la llamada telefónica que sirve para la caída del telón. Otra llamada, que en la película se produce a los veinte minutos de iniciado el metraje, pone en marcha el drama: Pilar (Cristina Galbó), la hermana “conservadora” de la iconoclasta Alicia (Maribel Martí) acaba de llegar a Madrid, escapada de un matrimonio fracasado con el convencionalísimo Lorenzo (Jaime Blanch). Al mismo tiempo, Nacho (Carlos Ballesteros) es un productor musical dispuesto a comprar el alma del anticonvencional Tony (Tony Isbert), pareja de Alicia, y de su compañero de aventuras musicales (Julián Mateos), un personaje-símbolo al que se confía la moraleja del relato. Esta componente musical, que podría haber resultado atractiva con un planteamiento más coherente, queda confiada a Juan Carlos Calderón que se diría empeñado en remedar a Osibisa: los títulos de crédito a ritmo de un discotequero “Dies irae” constituyen un comentario tanto editorial como irónico por parte de Gil sobre una juventud que si ya en 1970 podía resultar ajena a la realidad contracultural de la pacata España, en 1975 constituye una suerte de universo paralelo.

Antonio Gala presentó en el teatro Lara en 1972 Los buenos días perdidos, tragicomedia de seres marginados en la que triunfaron Amparo Baró, Mary Carrillo, Manuel Galiana y Juan Luis Galiardo. El propio Gala se encargó de la adaptación cinematográfica con la colaboración de Miguel Rubio y algún personaje adicional —el viejo cura gagá (Erasmo Pascual), la boticaria necesitada de amor (Mabel Escaño)—, pero, a lo que parece, sin alterar un ápice la estructura dramática ni el diálogo. A llevarlo al cine se aplica Rafael Gil en 1975 en un empeño vacuo: lo que en el escenario acaso sonase trascendente y lírico, adquiere en la pantalla un tono falso y cursilón que no pueden enderezar los intérpretes. Los dos varones repiten; en cambio, Baró y Carrillo son reemplazadas por Teresa Rabal y Queta Claver. Esta última es la que mejor encaja con su desgarrado personaje de alcahueta recluida en la sacristía de una iglesia rural. El sex appeal de Galiardo cuadra al personaje, pero hoy resulta demasiado datado, y la estupidez sobrevenida por un golpe en la cabeza de la joven de una ingenuidad tan impostada que resulta insufrible. Sobre todo, en su final trágico.

Dos hombres... y, en medio, dos mujeres (1977) es fruto una vez más de la desorientación de Gil como cineasta y productor tras la muerte de Franco. El óbito le ha pillado en plena ejecución de su díptico legionario y en el futuro inmediato se va a dedicar a la adaptación sistemática de los best sellers nostálgicos que Fernando Vizcaíno Casas publica en Planeta. En medio, como las dos mujeres del título, esta versión de la novela del escritor y académico portugalujo Juan Antonio de Zunzunegui, Dos hombres y dos mujeres en medio. Publicada en 1944, la novela forma parte de una serie que el autor denominó "cuentos y patrañas de mi ría", ambientadas en Portugalete y Bilbao. Más que la versión cinematográfica de José López Rubio, que firma un guión ceñido a las necesidades del director, da la sensación que los cambios operados en el original obedecen todos a decisiones de Gil como titular de Coral P.C. El trueque en el título, esos puntos suspensivos que en 1977 invitaban al posible espectador a instalarse en el doble sentido, la ubicación de Nadiuska en los créditos por delante de Alberto Closas... hablan bien a las claras de la pretensión de apuntarse a la ola del cine de destape, pero sin renunciar a cierta dignidad. Sin embargo, tanto el uso recursivo del zoom como el tono vodevilesco de la escena de la seducción en la ducha dan al traste con la operación, poniendo en evidencia su naturaleza espuria.

Martín (Closas) es el director de una naviera en la ría de Bilbao. Mientras él estaba fuera, en un viaje de trabajo, ha fallecido el capitán de uno de sus barcos y, apenas regresado, debe despachar con la viuda las compensaciones y los seguros. María (Nadiuska) es una mujer joven y atractiva con la que Martín entabla una relación, que oculta a su familia. Cuando su mujer (Gemma Cuervo) se entera, envía a su hijo Ramón (Alfredo Alba) a hablar con María, pero ésta seduce también al muchacho y la situación terminará trágicamente, en una doble pirueta melodramática acaso ya presente en la novela. La dirección de arte refuerza la disociación de Martín utilizando sistemáticamente los blancos y azules en el decorado, atrezzo y vestuario de la casa familiar, y los rosas, verdes y colores llamativos en el piso de su amante. No obstante, el personaje, cuya pasión es el motor de la trama en los actos primero y segundo, se va difuminando en el tercer acto para ceder el protagonismo a su hijo, configurándose en este tramo final un extraño triángulo formado por María, Ramón y su madre.

Dos hombres... y, en medio, dos mujeres cierra un ciclo de adptaciones de obras literarias prestigiosas que Gil abriera un lustro antes con su versión de Nada menos que todo un hombre (1971). En el futuro inmediato, los best sellers nostálgicos del franquismo de Fernando Vizcaíno Casas le proporcionarán a sus películas base literaria acaso menos noble, pero bastante más popular.

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