De todos los realizadores que se acercan a la obra de Jardiel, quizás sea Rafael Gil quien mejor la entendió y adaptó. En Eloísa está debajo de un almendro (1943) es el mismo director quien escribe el guión, buscando como modelos genéricos el cine de terror de la Universal y la screwball comedy. Gil pretende “que el ambiente justifique y plantee de por sí las reacciones de los personajes” [Pedro Álvarez: “El rodaje de Eloísa está debajo de un almendro”, en Cámara, núm. 23, agosto de 1943.] y por eso enriquece el conjunto con unos lujosos escenarios, en ocasiones próximos al gótico y al expresionismo. Eloísa funciona como un mecanismo de precisión cómica. Rafael Gil subraya que su elección hay que buscarla en estos elementos, “su intriga dramática y su ambiente inquietantemente poético. Si a ello le unimos la viveza de un diálogo ingeniosísimo y gracioso, creo sinceramente que a nadie puede extrañarle la selección de este asunto”. [Ibidem.]
La adaptación sitúa en orden cronológico los antecedentes del relato, lo que lleva a Gil a planificar una larga introducción —doce minutos de metraje—que retrasa la aparición del famoso y comentadísimo prólogo cinematográfico de la comedia. Nada más abrirse el telón del teatro de la Comedia los espectadores se encontraban frente al patio de butacas de un cinematógrafo de barrio. Considerablemente reducida, esta escena destaca en la versión cinematográfica por el hecho de que en la pantalla se proyecta Viaje sin destino (Rafael Gil, 1942).
Gil solicita de nuevo la colaboración de Jardiel para los diálogos de Teatro Apolo (1950), pero la cosa no se concreta por los problemas de salud del dramaturgo, así que la siguiente aproximación del director al jardielismo es Tú y yo somos tres (1962). A pesar de la insistencia de Gil en el celo jardielista de su coguionista Rafael García Serrano, poco es lo que hay de jardeliano en esta adaptación. Comenzando por el protagonismo: no hablamos del destacado cambio que supone trocar a Isabel Garcés por Analía Gadé, que no es de por sí poco, sino porque la película apuesta por que los dos siameses sean encarnados por el mismo actor, algo ajeno a la idea de Jardiel y que supone un tour de force de planificación que tampoco añade mucho más al juego con el espectador.
Jardiel pergeñó el primer acto de Un adulterio decente en el barco que lo traía de vuelta a Europa después de haber rodado Angelina o el honor de un brigadier en el los platós de la Fox. Se titulaba entonces El pulso, la respiración y la temperatura y la comedia debía estar lista para su estreno el Sábado de Gloria de 1935, pues a ello se había comprometido con Arturo Serrano. Según cuenta el propio Jardiel, el baile de intérpretes disponibles en la compañía le obligó a modificar completamente el segundo acto y rematar con cierta premura el tercero. Cuando la obra llegó al escenario del Infanta Isabel —convertido en María Isabel debido a los aires republicanos— el contraste de pareceres fue patente. El público se rió todo lo que quiso y la comedia formó parte del repertorio con que la compañía emprendía la tradicional gira veraniega. Los críticos le afearon a Jardiel ciertos efectos que consideraban demasiado fáciles, sobre todo, habida cuenta de su defensa de la necesaria renovación teatral. Juan González Olmedilla advertía desde las páginas del Heraldo de Madrid [3 de mayo de 1935]: “¡Jardiel, cuidado con Muñoz Seca!”.
En la adaptación cinematográfica que Gil realiza en 1970, Fernanda está casada con un músico (Jaime de Mora y Aragón) al cual engaña con un escritor (Andrés Pajares). Pero, para que se cumpla el oxímoron del "adulterio decente" le ha dicho a su amante que es viuda y ha colocado en lugar prominente una foto de un conferenciante (Manuel Alexandre) recortada de una revista, como si fuera el fallecido. Pero un buen día, el músico regresa inesperadamente a casa y el escritor descubre que ella le ha estado engañando todo este tiempo con su marido. A partir de ese momento entra en escena el doctor Cumberri (Fernando Fernán-Gómez), eminente científico, descubridor del adulterococo y con un método infalible para curar a las adúlteras.
El tono vodevilesco de la trama argumental y la invasiva presencia del personaje del doctor Cumberri, descubridor del adulterococo, invitaban a la lectura en clave astracanesca que tanto disgustaba a Jardiel. Cierto es que el primer acto dejaba desarmados a los espectadores por su rigor paradójico. Fernanda está casada con un músico al cual engaña con un escritor. Pero, para que se cumpla el oxímoron del "adulterio decente" le ha dicho a su amante que es viuda. Pero un buen día, el músico regresa inesperadamente a casa y el escritor descubre que ella le ha estado engañando todo este tiempo con su marido. La cura propuesta por el doctor Cumberri, como en Margarita, Armando y su padre, es la convivencia obligada. Juntos a todas horas, Fernanda y el escritor terminan por aborrecerse. Éste papel fue encomendado en 1935 a José Orjas, prometedor galán cómico por entonces, y único miembro del reparto original que repite en la adaptación, aunque ahora encarnando al atribulado criado de la casa. La incorporación de otro actor eminentemente jardielesco, como Fernán-Gómez, encarnando al científico chiflado y la presencia de las hermanas Muñoz Sampedro, sirven para poner en evidencia la principal falla de la confección del reparto por parte Rafael Gil. Jaime de Mora y Aragón y Andrés Pajares nada pueden aportar, aparte de su popularidad, a los papeles del marido y el amante. Para colmo, la presencia de Carmen Sevilla, casada entonces con Augusto Algueró, propicia la inclusión de sendas cancioncillas de regusto pop que Gil se ve obligado a justificar mediante un sueño y un flashback absolutamente prescindibles.
Debido a su espinoso asunto en la España nacional-católica —¡bromas con el adulterio, ni una!— la comedia ha estado ausente de los escenarios durante treinta y pico años, aunque ha habido reediciones del teatro de Jardiel. La microapertura propiciada por José María García Escudero, al frente de la Dirección General de Cinematografía debió parecerle a Gil la ocasión para poner el asunto al día después de haber acometido la aceptabilísima versión de Eloísa está debajo de un almendro y la menos afortunada de Tú y yo somos tres. En ésta última ya había empleado numerosos recursos modernizadores, con alusiones a la automoción y a los hechos del día, algo que llega al paroxismo en Un adulterio decente, donde la clínica del profesor Cumberri parece más la base de lanzamiento de la Nasa, con toda clase de dispositivos electrónicos y circuitos cerrados de televisión por el que se controlan las reacciones de las adúlteras. Porque Jardiel opinaba —y Gil sostiene— que intentar “curar la infidelidad” en el varón no tiene ningún sentido, puesto que es algo incurable. Por eso, y por un error de Cumberri, el marido termina pasando la noche con la secretaria, papel que en la película interpreta Mónica Randall. Como esto escapa ya al juego del ratón y el gato con la Censura, Gil orquesta la fuga de la clínica por parte de Fernanda. Se trata de una maniobra del profesor chiflado para comprobar que el adulterococo ha sido definitivamente eliminado. Fernanda escapa y, como hiciera en su adaptación de Eloísa, el realizador recurre a algunos elementos del terror gótico: bóvedas siniestras, noche de tormenta, objetos que se materializan como por arte de magia... electrónica.
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