Los claveles (Miguel Lluch, 1960) es una adaptación contemporánea del sainete lírico homónimo del maestro José Serrano y los libretistas Luis Fernández de Sevilla y Anselmo Carreño. En él se relatan los amores de las trabajadoras de la fábrica de jabones y perfumes Los Claveles en el Madrid de 1929. La pieza ya había sido adaptada en 1936 por el escenógrafo Santiago Ontañón, aunque bajo la supervisión de Eusebio Fernández Ardavín. En la nueva versión, Iquino aprovecha el tirón popular del trío cómico formado por Zori, Santos y Codeso, que llevan tres lustros triunfando con sus revistas en los escenarios del Martín y La Latina.
Jacinta (Conchita Bautista) está enamorada de Goro (Manolo Codeso), hijo de Evaristo (Tomás Zori), el vigilante de la fábrica, y doña Reme (Maruja Tamayo), una mujer de armas tomar. Jacinta es la sobrina de Bienvenido (Santos), un “fresco” de manual, sablista profesional y alérgico al trabajo. Mientras tanto, Rosa (Lilián de Celis) bebe los vientos por el contable Fernando (José Campos), pollo presumido que anda en 600. Para darle achares, Rosa, que ha conseguido en la kermesse el premio “Miss Fotogenia”, se deja ver con un periodista llamado Julián. Todo se arreglará cuando Rosa se entere de que la mujer que acompaña a Fernando es su hermana y los demás de que el impedimento para los amores entre Goro y Jacinta eran una invención de Bienvenido para seguir comiendo por la patilla. Se liman con ello algunos apuntes adulterinos que podían tener cabida en los escenarios de finales de la década de los veinte, pero no en las pantallas españolas del predesarrollismo.
Salvo “Anímate, Irene”, cantado por los
viajeros de los dos autobuses en los que los trabajadores de la fábrica
durante una de esas
excursiones que habitualmente montaban los grupos de Educación y
Descanso de la Organización Sindical, el resto de los números musicales
no terminan de encajar en un ambiente de comedia desarrollista, entre
coches utilitarios y electrodomésticos.
Aunque en Madrid no se estrenó hasta 1962, Miguel Lluch rueda Las estrellas durante el verano de 1960, emparejada con Los claveles, cinta con la que comparte algunas características genéricas y equipo técnico. Si la obra del maestro Serrano es un sainete lírico, ésta de Carlos Arniches en una tragedia grotesca con todos los ingredientes del género. Durante cincuenta años consecutivos Arniches fue una fuente inagotable de argumentos. Pasan de cuarenta adaptaciones las realizadas desde que el cinematógrafo no había aprendido aún a hablar hasta la época dorada de la comedia costumbrista. La receta de estas adaptaciones no varía demasiado: argumentos melodramáticos servidos con abundante aliño de diálogo cómico, especiados con una ambientación realista y, de postre, un final moralizante. Pero como cocinero, Arniches es hijo de aquel tiempo un poco legañoso y un exponente más del regeneracionismo. Claro que, burla burlando, porque don Carlos no es Unamuno. El público siempre estuvo con él. No es raro puesto que de su pluma salían tipos en los que el pueblo se reconocía. Una amplia galería de personajes episódicos: la mejor excusa para un reparto coral en el que cupieran el mayor número de esos actores de reparto que han dado lustre y gloria al cine español.
José Luis Colina había preparado la adaptación e iba a debutar en la dirección con esta cinta, pero fuera por falta de confianza en sí mismo o por criterio de Iquino, el guión terminó de un día para otro en manos de Lluch, que a estas alturas ya era un todoterreno en su pequeña factoría.
La película pone al día los locos sueños de Lorenzo (Tony Leblanc), propietario de una barbería en un castizo barrio madrileño, que está empeñado en que su hijo Manolo (Carlos Romero Marchent) consiga la gloria como torero y su hija Antoñita (Mayra Rey) como cantante. Cuenta para ello con la colaboración de un heladero (Antonio Garisa) cuyo lema es: "A la opulencia por la paternidad". Ni que decir tiene que el batacazo será morrocotudo y que gracias a su mujer (María del Sol Arce) y a los comprensivos vecinos conseguirá no ser desahuciado de un negocio en el que se cifra, ahora sí, el futuro de una familia de nuevo unida. O sea, una filosofía de la renuncia que hizo de Arniches un autor tremendamente popular, pero que, por su dramatismo, descoloca un tanto en pleno auge de la comedia desarrollista. Eso sí, para que no olvidemos que nos encontramos ante una producción en serie, en la barbería cuelga un cartel de Los ángeles del volante (Ignacio F. Iquino, 1957), película de la que están extraídos los personajes interpretados por Alady y sus comparsas. Y Lilián de Celis canta un único número en el teatro donde debutará Antoñita. Su papel ha sido el principal en Los claveles. La campaña promocional de la belleza de Rosa, su personaje, promovida por el espídico fotógrafo al que las chicas han bautizado como “Míster Flash” (Roberto Cobo) es otro de los muchos guiños contemporáneos que contiene la película. Pero el que más nos interesa es la aparición del ambiente fabril al argumento de la cinta. Probablemente de ahí surgiera el interés de Ontañón en la primera versión, cuando aún estaba reciente el éxito de El bailarín y el trabajador (Luis Marquina, 1936).
En Los claveles, la arquitectura industrial tiene su propio peso tanto en exteriores como en los interiores con grandes ventanales. Aunque se rodara en Barcelona, una matrícula de Madrid colocada en lugar prominente del encuadre en la primera secuencia busca justificar el lenguaje castizo que impera en el diálogo.
No sólo aparecen las naves en las que se embotellan los perfumes, sino las cocheras y el comedor con su autoservicio.
La contribución de la mano de obra femenina a la industria apenas tiene presencia en el cine español de las décadas de los cincuenta y los sesenta. Si acaso, la incorporación de la mujer al trabajo puede quedar reflejada en las figuras de secretarias o empleadas de grandes almacenes, que menudean en la comedias de Pedro Lazaga o Fernando Palacios del cambio de década.
Tampoco es que en Los Claveles se
presente el trabajo en una línea de montaje, sino lo que por entonces
los reportajes de No-Do consideraban tareas aptas para "las delicadas
manos femeninas", aunque la Ley 56/1961, sobre derechos políticos profesionales y de trabajo de la mujer, va a suponer una puesta al día, de cara al incipiente desarrollismo, de las "restricciones y discriminaciones basadas en situaciones sociológicas que pertenecen al pasado y que no se compaginan ni con la formación y capacidad de la mujer española ni con su promoción evidente a puestos y tareas de trabajo y de responsabilidad". [BOE, núm. 175, de 24 de julio de 1961.] En cualquier caso, hay que acreditarle a Iquino una
vez más su instinto para interesar en sus películas a todos los
segmentos de las clases populares.
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