Convencido de que “España tiene una fibra heroica y la legión es símbolo de heroísmo”, Rafael Gil da a luz, en plena agonía del franquismo, al díptico legionario Novios de la muerte (1974) y A la legión le gustan las mujeres (... y a las mujeres les gusta la legión) (1975). En un momento de inquietud social e insatisfacción juvenil, El marino de los puños de oro (1968) puede considerarse como un preámbulo a ambas películas. En ella, el marrullero Lodolli (Saza) llega a Roma procedente del Brasil con un grupo de boxeadores a los que representa. Entre ellos está Pedro Montero (Pedro Carrasco), un púgil español con futuro por el que se interesa un empresario apellidado Porro (Roberto Camardiel). De su mano, Pedro empieza a triunfar e inicia una relación sentimental con la caprichosa Gina (Sonia Bruno). Pero el boxeador siente añoranza de España, cuyo campeonato desea por encima de todo y entre este título y él se abren dos años de servicio militar. Y ya estamos en el entorno en el que el guionista Rafael García Serrano se mueve como pez en el agua: testosterona y ambiente castrense. Sargentos vociferantes, compañeros entregados a una camaradería viril y el patriotismo por enseña. También en la base naval habrá una chica veleidosa (Patricia Nigel) que se dejará querer, aunque en esta ocasión se trata de un amor auténtico que llegará a buen puerto gracias a la mediación del infatigable Berroguey (Antonio Garisa), conseguidor de lo que sea. Rafael Gil dedica varios segmentos del metraje a componer un publirreportaje sobre la marina española, probablemente en pago por los medios y efectivos puestos a su disposición para el rodaje. Ni la profesionalidad de los púgiles ni las prestaciones cómicas de quienes los arropan —Venancio Muro, Andrés Pajares, Ángel de Andrés...— terminan de cuajar en un conjunto excesivamente deslavazado desde el punto de vista dramático y estomagante —claro que según para quien— desde el ideológico.
Los fondos de los títulos de crédito de Novios de la muerte, a los sones de La canción del legionario constituyen todo un publirreportaje sobre la fuerza militar profesional creada en 1920 por el entonces comandante José Millán Astray a imagen de la Legión Extranjera del ejército francés. De nuevo la presencia del falangista Rafael García Serrano como guionista garantiza, ya que no la pureza nacional-sindicalista, sí un planteamiento bronco, testosteronizado y “macho” del asunto. He aquí a dos tipos asociales: Juan Ramón (Juan Luis Galiardo), propietario de una sala de fiestas dedicado al narcotráfico, y Chimo (Julián Mateos), hijo de papá, músico, bebedor y pendenciero, cuyo paso por la Universidad sólo ha servido para formarlo en la agitación política. Ambos terminan alistándose en la Legión. El primero, tras haber sido traicionado por su amigo Ricardo (Ramiro Oliveros) y su amante, Amelia (Helga Liné) y cumplir condena; el segundo, para fastidiar a su padre. La intención de Juan Ramón es vengarse de Ricardo, pero su paso por el Tercio y el ejemplo moral del comandante Lauria (Fernando Sancho) terminarán por conducirle al camino del sacrificio heroico.
Durante unas maniobras, Lauria les cuenta su pasado en la Barcelona anarquista, el asesinato de su hermano y su mismo propósito de venganza al alistarse y participar en la guerra de Marruecos. Más allá de la lección moral, el argumento enlaza de este modo los asesinatos de las FAI —por supuesto, no contra los pistoleros de la patronal y los somatenes del general Martínez Anido, sino contra humildes trabajadores— con la contestación universitaria del tardofranquismo, y la sangrienta guerra colonial española con la defensa contemporánea de las plazas de soberanía de Ceuta y Melilla, en vísperas de la Marcha Verde, aunque una vez más los enemigos no son ni el rey Hassan II ni siquiera el Frente Polisario, sino un narcotraficante (Luis Induni) dispuesto a volar los polvorines legionarios en una maniobra de distracción para poder realizar un desembarco. Ideológicamente, por tanto, Novios de la muerte supone una suerte de atrincheramiento bunqueriano cuando el declive del régimen es ya tan inminente como irreversible. Esta posición se traduce también en un tratamiento tan soezmente machista de los personajes femeninos que resulta harto difícil de presenciar hoy en día. Se llevan la palma las escenas en las que Juan Ramón descubre la presencia de Amelia en la ciudad y su deseo la desnuda —literalmente— en un injerto imprevisto de comedia sexy a la italiana.
Para rentabilizar el filón, Gil se embarca inmediatamente en una nueva historia a mayor gloria de la patriótica virilidad de los caballeros legionarios, cuyo guión pergeñan de nuevo García Serrano y Rafael J. Salvia: A la legión le gustan las mujeres (... y a las mujeres les gusta la legión) (1975). Ahora, la mirada se dirige al pasado... En plena Guerra Civil cuatro legionarios —el orondo Ricardo Palacios, Luis Varela, Manolo Codeso y Paco Cecilio— se hacen pasar por anarquistas para rescatar a la novia de su alférez de las garras rojas. También aquí, como en La vaquilla (Luis G. Berlanga, 1985)—posterior en realización, pero muy anterior en concepción— hay intercambios en tierra de nadie y, a modo de colofón, un espectáculo taurino. Éste está organizado por el Comité Antifascista Femenino en honor de los brigadistas, cuyo mando ostenta el antípoda ideológico Fernando Sancho. El festejo taurino reviste carácter bufo al ser el toro de pega.
Tres títulos que dan la medida de cómo vivían una parte de los españoles la incertidumbre de lo que se denominaba con el eufemismo "final biológico" del franquismo.
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