domingo, 26 de junio de 2022

masó se pasa a la dirección (1)

Pedro Masó lleva en activo como productor desde 1956 y en los años sesenta ha conseguido pelotazos en taquilla dirigidos por Pedro Lazaga y Javier Aguirre, antes de dedicarse él mismo a la dirección a partir de Las Ibéricas F.C. (1971) y hasta Puente aéreo (1981). Es una década en la que produce y dirige algunos de los títulos de más éxito del cine español, apoyándose en la colaboración de Impala en la producción, lo que garantiza la distribución de Warner Española. La misma entente apoya a otros tantos directores-guionistas con plataforma de producción propia, como Manolo Summers, Eugenio Martín y Vicente Escrivá.

Para su debut, Masó no se complica mucho la vida: un tema de los que crean polémica en el vespertino nacionalsindicalista Pueblo —el fútbol femenino—, unas cuantas historias entrecruzadas —como las que lleva dirigiendo Lazaga para él en los últimos años—, un puñado de mujeres estupendas — Rossana Yanni, Claudia Gravy, Ingrid Garbo o Encarnación Peña “La Contrahecha” en su presentación cinematográfica—, otro puñado de cómicos no menos estupendos —Tina Sáinz, Fernán-Gómez, José Sacristán, Rafael Alonso o Manolo Gómez Bur— y un equipo consolidado con Juan Mariné a las luces, Alfonso Santacana en la moviola y Antón García Abril empuñando la batuta.

El marido de Luisa (Garbo) es un retrógrado hasta que obtiene un ascenso en el banco gracias al atractivo de su mujer; el novio fotógrafo de Piluca (La Contrahecha) le pega unas palizas que la han convertido en masoquista; Loli (Sáinz), la menos agraciada del equipo, resulta ser la gran goleadora y se enamora de un vendedor de coches; Menchu (Gravy), de un jugador sueco; Julita (Puri Villa) tiene un novio estudiante de Medicina que sueña que su futuro hijo tendrá cabeza de balón; y Chelo (Yanni) sufre tal proceso de virilización al identificarse con sus homólogos varones que se pone a fumar puros habanos, a beber coñac y a afeitarse.

Los chistes al estilo de las revistas de Zori, Santos y Codeso están servidos: la sensacional “delantera” del equipo, las mujeres “de primera división”, las piernas necesitadas de masaje... Las Ibéricas F.C. es una comedia sexy modélica. La boutique que promociona el equipo o el vestuario del estadio son escenarios propicios para la exhibición de los cuerpos femeninos. Masó coloca a un adolescente escondido en los probadores de la boutique al principio del relato, espiando a Claudia Gravy mientras le hacen la prueba del uniforme. Subraya así, como hará a lo largo de buena parte de su filmografía como director, la condición de voyeur del espectador en una doble maniobra: por una parte, se burla de su conducta salvando así los muebles de la moral, por otra, pone en evidencia cuál es el dispositivo de identificación de su propuesta.

El espectador actual ha de asumir el machismo galopante como parte de la mentalidad de la época. Lo mismo ocurre con los elementos racistas. El promotor (Antonio Ferrandis) trae como recomendada a una jugadora negra de la que ni siquiera se menciona su nombre y a la que luego no veremos en el campo. En un mundo que idolatra a Pelé, el color de la piel es garantía de calidad futbolística. Luego, en el autobús, la susodicha explica a sus compañeras que no es brasileña, sino guineana; o sea, de la antigua colonia española de Fernando Poo. El personaje está interpretado por Isabel “Titilola” Orobiyi, aunque el apellido en los créditos se españoliza como García. Un reportaje fotográfico en el ABC [Santiago Castelo: “Una actriz guineana”, en Los Domingos de ABC, 23 de abril de 1972.] da cuenta de que llegó a España a estudiar idiomas, que se hizo unas fotos para trabajar como modelo y actriz y que Masó se fijó en ella de inmediato. Como Isabel García aparecerá también en Vente a ligar al Oeste (Pedro Lazaga, 1972) y luego se esfumará de las pantallas.

Tras Las Ibéricas F.C., Masó pega un volantazo y se lanza con una película “de denuncia”. Según la promoción, Las colocadas (1972) presentaría por primera vez ante el público “cómo aman, cómo sienten y cómo viven las otras”, amantes de hombres con posibles y matrimonios que han caído en la rutina. Masó ya había tanteado el terreno en algunas de las cintas que ha dirigido para él una vez más Lazaga, como Las amigas (1969), pero ahora la sátira queda reducida al episodio del “de Trujillo” (Antonio Ferrandis) y la familia de Charo (Tina Sainz) que se presenta inesperadamente en Madrid. El resto es melodrama en bruto. Para empezar, Charo es la única a la que se puede etiquetar de “mantenida”. Julia (Teresa Gimpera) es modelo en una casa de alta costura y sobrelleva hace tiempo una relación con Enrique (Alberto de Mendoza), un tipo despreciable que elude cualquier responsabilidad cuando ella queda embarazada, lo que la llevará a tomar una decisión trágica. Carmen (La Contrahecha) es una bailaora y cantaora de éxito, cuyos amores con otro hombre casado (Luis Dávila) están naufragando desde hace tiempo. A ella le corresponde el papel de mujer independiente del trío, la única que buscará una nueva vida al terminar la película.

Con unos diálogos imposibles y una estructura cíclica en la que unos episodios apenas se diferencian de otros —las mujeres esperan, los hombres llegan al fin, hay discusión sobre su situación y una reconciliación porque ellas están enamoradísimas—, la evolución dramática sólo se logra a base de golpes de efecto cada tanto. Tampoco ayudan las inserciones musicales protagonizadas por La Contrahecha, resueltas a modo de videoclips autónomos y en ocasiones con inquietudes de alta cultura, como la interpretación del Zorongo gitano de Federico García Lorca. En estas circunstancias la suerte comercial de Las colocadas debió de quedar fiada a la belleza de dos de sus protagonistas y al morbo que pudiera suponer para el espectador la presentación en la pantalla de un mundo inaccesible para la mayoría: “Por primera vez el cine las trata como seres humanos, no como mujeres de la calle”. Masó seguía tocando la tecla del cine sociológico, como cuando produjo La gran familia (Fernando Palacios, 1962) o Novios 68 (Pedro Lazaga, 1967).

Ornella Muti y Alessio Orano se han consolidado como pareja cinematográfica en La moglie più bella (Sola frente a la violencia, Damiano Damiani, 1970) e Il sole nella pelle (Violación bajo el sol, Giorgio Stegani, 1971). Masó los importa para protagonizar Experiencia prematrimonial (1972), su alegato sensacionalista contra las relaciones prematrimoniales en unos tiempos en los que era imposible plantear siquiera el tema del divorcio. Porque lo escandaloso del tema en la España católica llevó a la Censura a autorizar el rodaje únicamente si semejante transgresión del orden establecido era castigada. Y Masó muestra un sadismo total con sus personajes a la hora de plantear dicho castigo.

Jandra (Muti), una estudiante de Filosofía, descubre que su padre (Ismael Merlo) engaña a su madre (Julia Gutiérrez Caba). Asqueada por la hipocresía con la que ambos sobrellevan su relación, la chica lanza una arenga ante el catedrático de Ética en favor de las relaciones prematrimoniales como único modo de acceder al matrimonio canónico con pleno conocimiento de la compatibilidad entre los cónyuges. Esta interpretación torticera e interesada de la revolución sexual lleva a Luis (Orano), su novio, a intentar acostarse con ella. Pero Jandra le rechaza, diciéndole que no ha comprendido nada. Sin embargo, una vez superado el bache y las negativas de los padres a que se embarquen en la aventura, los jóvenes deciden emprender una vida en común que, como les advirtieron todos, terminará en desastre. Primero es el reparto de roles perfectamente tradicional que asumen ambos —el tiene que trabajar y ella que cocinar—, luego las desavenencias por asuntos cotidianos y, finalmente, la infidelidad de él y el embarazo de ella. Cuando quieren dar marcha atrás ya es demasiado tarde.

Las escenas lelouchianas al son de un tema cantado por Mari Trini se alternan con las expositivas en las que los adultos sermonean a los jóvenes —y de paso, a los espectadores— sobre los problemas del compromiso y la responsabilidad, para desembocar en el melodrama con toda su artillería discursiva: música grandilocuente, panorámicas descriptivas de los espacios de la ausencia, lluvia, flashbacks de la felicidad pasada...

En Italia se estrena en 1974 como Esperienze prematrimoniali sin ningún corte y sin límite de edad. En España permanece varios meses en la pantalla del madrileño cine Callao y más de dos millones y medio de espectadores pasarán por taquilla, seguro que para ver a Ornella Muti en un “tema fuerte” más que por el final ejemplarizante.

Una chica y un señor (1974) es, en parte, consecuencia lógica de sus anteriores películas como director. Por una parte, cuenta con el protagonismo estelar de Ornella Muti; por otra, vuelve a plantear las mismas relaciones extramatrimoniales que ya había explorado en Las colocadas. A diferencia de ésta, estamos ante un drama individual, presentado además desde el punto de vista del varón triunfador mediados los cuarenta (Sergio Fantoni) que en esa encrucijada vital se encuentra con un amor libre y total sin exigencias ni contrapartidas. En algún momento se plantea la posibilidad de que él sufrague sus gastos, pero ella tiene una carrera como cantante que la conducirá al éxito en el Festival de la Canción de Mallorca y, por ahora, se gana la vida mal que bien con sus actuaciones en directo. Tres o cuatro temas de Augusto Algueró repetidos hasta la saciedad certifican la condición de melodrama —drama con música— de la cinta. Los playbacks de Ornella Muti están cantados por la modelo y cantante filipina Sharine y la toma de conciencia del protagonista masculino tiene lugar al son de un inacabable tema interpretado por una banda de afro sound liderada por Max H. Boulois.

En un momento en el que la iglesia española anda revuelta en lo político, Masó se descuelga con una película de tesis sobre el celibato. Es más, ni siquiera deberíamos hablar de cinta de tesis porque sólo hay un punto de vista, el de la ortodoxia —avalado por la colaboración en el guión del sacerdote José Luis Martín Descalzo—; al hurtar el otro —el sentimiento irracional de Marisa (Sonia Petrovna) por el padre David (Alessio Orano)—, Un hombre como los demás (1974) se convierte en un alegato doctrinario. La madre del sacerdote (Julia Gutiérrez Caba) y la hermana y el prometido de Marisa (Mónica Randall y Paco Valladares) son figuras apenas esbozadas, de apoyo, con sus breves apuntes editoriales que tampoco aportan demasiado al drama. Si no fuera por el acompañamiento musical de Vivaldi, arreglado por Cristóbal Halffter, Un hombre como los demás se diría una fotonovela para seminaristas —una impresión a la que contribuye la fotogenia límpida de sus protagonistas— o una de esas cartas que lectoras atribuladas —reales o ficticias— enviaban al consultorio radiofónico de Elena Francis.

Acaso por su perfil igualmente polémico, la promoción se realiza a la vista de Experiencia prematrimonial y no de Una chica y un señor. Las carteleras anuncian: “Después de Experiencia prematrimonial Pedro Masó aborda ahora un tema más audaz y rabiosamente actual”. No cuela. Después de este excurso que “sólo” hizo pasar por taquilla a 652.776 espectadores, en Las adolescentes (1975) Masó vuelve a la línea marcada con Experiencia prematrimonial y cultiva de nuevo el morbo de los cuerpos adolescentes que se dejan corromper por el hedonismo, aunque para tranquilidad de los biempensantes reciban por ello doble castigo. En la anterior era un aborto y el abandono del prometido, y aquí, una violación y la expulsión del exclusivo colegio londinense cuyo buen nombre podría quedar comprometido por el comportamiento díscolo de tres de sus alumnas. Por supuesto, la víctima es culpable. Poco importa que la gobernanta de la residencia (María Perschy) sea la encargada de proporcionar carne fresca a una red de pornografía de la que su amante, Jimmy (Anthony Andrews), es la cara amable. Ana (Koo Stark), hija de unos hosteleros españoles, cae en sus redes y las fotos de sus escarceos, tomadas en secreto, no tardan en distribuirse a todo el mundo gracias a una revista editada en Dinamarca. Y eso que ella es la más tímida de un trío en el que Carla (Susan Player) y Rosalind (Victoria Vera) llevan ventaja en este terreno. Cuando Jimmy, arrepentido, quiera salvar a Ana irrumpirá en el piso y arrojará a uno de los pornógrafos contra el falso espejo a través del cual se realizaban las filmaciones. La pelea deja a la vista el dispositivo del que se vale Masó para excitar la libido del espectador heterosexual masculino y de parte del femenino, retratado veladamente en la película en el personaje interpretado por Cristina Galbó. Sin embargo, la cámara de Masó no necesita esconderse y puede seguir filmando a este lado de la pared. La red de pornografía ha quedado al descubierto, pero él puede continuar facturando estos productos vergonzantes con la tranquilidad de quien ha hecho todo esto para ofrecer una lección moral al público. Un público que, por otra parte, estaba deseando recibirla porque acudió en masa a los cines. Los casi tres millones de espectadores superan el récord de taquilla de Experiencia prematrimonial y le convencen de seguir en la misma línea.

Cuando esta revisitación moralista del cuento de Caperucita Roja pasa censura en Italia, en junio de 1976, se ordenan dos cortes: “la secuencia del coito oral en el estudio del fotógrafo a partir del momento previo a la introducción de la mano en el pantalón y reducción al mínimo de la secuencia de masturbación de una de las compañeras en la cama”. [Italia taglia: https://www.italiataglia.it/]

No se le puede negar a Masó coherencia a la hora de plantear sus productos. La menor (1976) retoma cosas ya apuntadas en Experiencia prematrimonial y en Las adolescentes, en tanto que el adúltero maduro de Una chica y un señor nutre una de las subtramas. Éstas son varias, aunque la principal concierne a la relación de complicidad que la dieciseisañera Sue (Bozena Fdorczyk) tiene con su padre (Jardiel Filho), alto ejecutivo de una multinacional petrolífera estadounidense afincado en Brasilia con su familia. Su fuga con una amiga al Carnaval de Río de Janeiro sirve para insertar en el metraje un reportaje de diez minuto sobre el ambiente carioca y poco más. Al finalizar el primer acto, la familia se traslada a una exclusiva urbanización de Madrid y ahí es donde verdaderamente arranca la acción. Desde el primer momento, Sue queda prendada de Tony (Marc Gimpera), el hijo de los vecinos (Conrado San Martín y Teresa Gimpera). No es raro que a la chica le guste: es apuesto, estudia derecho, toca el piano como un Rubinstein y es un consumado jinete. Sin embargo, frente al hedonismo que se respira en Brasilia, Madrid resulta una ciudad francamente peligrosa: atracos a gasolineras y boutiques recortada en ristre, asaltos a chalets y, mala pata donde las haya, la violación de Sue por el mismo grupo de delincuentes juveniles. Estos estallidos de violencia delatan una vez más la intuición de Masó para tomarle el aire a su tiempo: poco después José Antonio de la Loma dará protagonismo a los que aquí aparecen de modo más o menos circunstancial y dará con ello el pistoletazo de salida para uno de los filones más relevantes del cine español de la Transición: el "cine quinqui".

Sue logra superar el trauma, pero, durante una fiesta en casa de Tony, los delincuentes asaltan su chalet y ella dispara contra una silueta: era Tony, que venía a salvarla. Y entramos entonces en el drama carcelario de una menor con el régimen disciplinario un tanto dulcificado aunque no falten los apuntes de lesbianismo. La justicia, por lo visto, no puede hacer otra cosa que enviarla a juicio por homicidio, ya que nadie ha visto a los asaltantes y su natural fantasioso es notorio. El calvario continúa hasta que se produce un inesperado giro cuando José Luis (Pep Munné), amigo de Tony y enamorado de Sue, descubre a uno de ellos en una gasolinera. Su confesión obliga al espectador a releer el segundo y el tercer acto a una nueva luz. Claro, que dramáticamente todo resulta superfluo; no así desde el punto de vista de la intriga en la que la película se ha encauzado en su último tramo. Tampoco si nos atenemos a los finales moralizantes tan caros a Masó. Si el eslogan de lanzamiento proclamaba “Quiso ser mayor antes de tiempo y...”, los dardos parecen ir más contra la alta burguesía, ocupada en sus propios intereses y dejando de lado el cuidado y la educación de los hijos. Que para que la moraleja quede clara, sea necesario recurrir en el guión a una violación y un homicidio es harina de otro costal: el del tremendismo melodramático.

Por analogía con la “comedia sexy”, uno de los filones más explotados por el cine español de esta etapa, para englobar el primer tramo de la filmografía de Masó como director tendríamos que recurrir al concepto de “melodrama sexy”. Con la excepción de Un hombre como los demás, sus últimas películas se han movido cada vez más en el terreno de la denuncia hipócrita, al modo de Iquino. Parece que todavía las dos últimas se atuvieran a los planteamientos anteriores a la muerte de Franco. Si otros tenían urgencia por contar otras historias, no era éste el caso de Masó, siempre con un ojo puesto en el público y otro en la administración. La moda “retro” impera en el cine mundial y el guionista-productor-director parece dispuesto a dar un giro a su carrera.

Joaquín Belda publicó en 1916 una de las novelas eróticas más populares de su tiempo, La Coquito. Novelaba en ella la biografía de Consuelo Portela “La Chelito”, disfrazando apenas su nombre al bautizar a su protagonista como Adela Portales. También ésta tenía una madre que regentaba un teatro en un barrio popular —el Salón Nuevo en la calle Cabestreros—, como La Chelito tenía su reino en el Chantecler de la plaza del Carmen. Donde corría ya desbocada la pluma de Belda era en la ideación de escenas eróticas de alto voltaje entre las que destaca la desfloración del estudiante Julio, tras una contundente sesión de sadomasoquismo, gracias a un artilugio alemán que La Coquito se ciñe a los riñones con dos cintas de seda.

Cuando acomete la adaptación de la novela en 1977, la idea de Pedro Masó es bien distinta. Compone junto a Antonio Vich una viñeta erótica al gusto del momento en cuyo centro sitúa a la modelo puertorriqueña de diecisiete años Iliana Ross. La excusa argumental es de nuevo, la de El último cuplé (Juan de Orduña, 1957). Empujada por su madre (Amparo Rivelles) a vender su carne joven siempre al mejor postor, La Coquito busca el amor ideal, mientras en el escenario canta las delicias de La regadera y El molinillo, se busca La pulga y recrea, vestida de odalisca, los cantables equívocos de La corte del faraón. Masó y Vich retrasan la cronología de la novela para darle una pátina histórica y, por ende, prestigiosa, a los lances erótico-musicales. Julio (Fernando Allende), el estudiantillo sin posibles, se convertirá así en un militante socialista partidario de Francisco Largo Caballero, y denunciado por un rival amoroso como responsable del magnicidio de Eduardo Dato en 1921. Si la ideología brilla por su ausencia —algo que tampoco se le pedía—, también lo hace el arco dramático, sin que nunca lleguemos a comprender la causa de la reunión final de Adela y Julio porque no produce la más mínima gratificación en el espectador conforme al desarrollo de la historia. Además, el resto de los personajes desaparecen de la trama cuando ya los libretistas consideran que el metraje está completo y la ambientación histórica tiene ese regusto camp tan frecuente en el cine de la época.

En cualquier caso, se trataba de forjar una coproducción hispano-mexicana, con localizaciones y protagonista puertorriqueñas, que cubriera las expectativas del gran público latinoamericano, lo que se logró no sólo por la elección del reparto, sino gracias a la distribución de Warner Bros. La cinta fue un gran éxito en los tres países implicados y, al parecer, también entre la comunidad de latina de Nueva York.

No hay comentarios:

Publicar un comentario