La última etapa de la filmografía de Klimovsky está intermitentemente ligada a la pintoresca Producciones Gregor. Según Riambau y Torreiro, su titular, Heinrich Rüdiger Starhemberg era hijo de un príncipe austriaco y de la actriz Nora Gregor. Al ocupar los nazis Austria, la familia se trasladó primero a Francia, luego a Argentina y por último a Chile, donde estudió Derecho y Filosofía e inició su carrera como autor y actor teatral. [Esteve Riambau y Mirito Torreiro: Productores en el cine español: Estado, dependencias y mercado. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 2005, págs. 392-393.]
Antes de constituir su propia empresa productora, Henry Gregor, que es como se hace llamar en el mundo de la farándula, ya ha participado como actor en dos cintas de Klimovsky: Dr. Jekyll y el hombre lobo (1972) -uno de los invitados en la fiesta de precréditos— y La saga de los Drácula (1973) —el doctor cojo—. Abordemos ya su primera producción: El talón de Aquiles (1974). Klimovsky la rueda como una especie de paquete con Odio mi cuerpo (1974), realizada el mismo año, con la participación del judío argentino Solly Wolodarsky en el apartado literario y algunas coincidencias en el reparto. Por lo demás, las disquisiciones avant la lettre y en clave fantaterrorífica sobre las personas transgénero, dejan espacio en El talón de Aquiles a la intriga y a la acción. Aquiles es Aquiles Huller (Byron Mabe), un inspector de policía muniqués que presume de atrapar a los delincuentes buscando su punto débil. Con ocasión del robo a una joyería su contrincante es un viejo conocido: Héctor Vladò (Carlos Estrada), ex-militar en la Legión Extranjera durante la guerra de Argelia, miembro de la organización terrorista Organisation de l'Armée Secrète (OAS), pasado a la delincuencia común y, actualmente, encargado por grandes compañías de seguros de la recuperación de botines que escapan al radar de la policía gracias a sus contactos con el hampa. En principio, el juego del ratón y el gato se plantea a tres bandas: el inspector Huller, Vladò y Hetty (Manuel de Blas), el agente de seguros. Como la recuperación clandestina de la mercancía va a realizarse en Francia, hasta donde Vladò viaja en compañía de Irene (Patty Shepard), Huller permitirá que la policía gala detenga a los delincuentes mientras él espera en la frontera el regreso de Vladò con las joyas. La cosa es que el recuperador no regresa con Irene y Huller tiene que darse prisa para conseguir alcanzarlo en el tren que le conducía a París. Durante esta primera parte —aproximadamente, una hora de metraje— priman la vigilancia, las persecuciones y las triquiñuelas entre viejos conocidos. El clímax espectacular es el asalto de la policía a la granja donde los atracadores, que también estuvieron en la Legión Extranjera, celebraban el canje de las joyas por el dinero.
Pero cuando Vladò lleva ya un tiempo en la cárcel, se producen una serie de asesinatos de personas relacionadas con el robo: el joyero, el agente de seguros, Irene, que aparece muerta en un parque víctima de una sobredosis... Consciente de que el único que puede ayudarle a averiguar quién está detrás de estos asesinatos, Huller recurre al recluso, que se ofrece a ayudarla a cambio de.... ¡una caja de habanos! En este último acto, Wolodarsky y Klimovsky parecen buscar la inspiración en los Seis problemas para don Isidro Parodi, de Borges y Bioy Casares. Desde la comodidad de su celda, Vladó pone a Huller sobre la pista de un ex-nazi, traficante de drogas (Barta Barri), con cuya detención el caso quedaría resuelto por más que los personajes y sus motivaciones vayan quedando olvidados por el camino, una vez cumplida su función en la narración. Aunque hay los suficientes exteriores en Múnich como para situar la acción, la mayor parte de la película se rueda en la sierra de Guadarrama y en un sanatorio abandonado allí situado tiene lugar la persecución final.
El consumo y el síndrome de abstinencia de uno de los personajes requieren cierta benevolencia por parte del espectador, pero lo que no tiene perdón es la machacona banda sonora, compuesta a partir de tres únicos temas "de librería" igualmente irritantes, firmados por el italiano Roberto Pregadio, que también se había responsabilizado de la partitura de El hombre que vino del odio / Quello sporco disertore (León Klimovsky, 1970).
Muerte de un quinqui (1975) tiene poco de "cine quinqui" y mucho del cine de Paul Naschy. De lo primero, apenas la utilización del SEAT 1430 como coche emblemático del filón y algunos términos de germanía que entonces empezaban a popularizarse gracias a las "cassettes de MacMacarra" del Hermano Lobo. En cambio, el guión del propio Naschy formula situaciones que se repetirán una y otra vez a lo largo de su filmografía. El extraño que llega a una casa apartada en la que todas las mujeres caen rendidas ante su magnetismo sexual y el destino trágico al que se ve abocado el protagonista por una herida del pasado. La excusa argumental en esta ocasión es la huida de un peligroso psicópata, llamado Marcos, con el botín del atraco a una joyería de Madrid. Durante el robo ha asesinado a dos personas y ha machacado a taconazos la cara de su amante cuando ella le mienta a la madre. La casa es la de un ex-campeón de tiro hemipléjico e impotente. Su mujer (Carmen Sevilla) y su hija (Julia Saly) sucumbirán a la mirada subyugadora de Marcos. La policía no parece muy preocupada por encontrar al peligroso asesino que, además, ha acabado en su huida con dos miembros de la brigada motorizada, pero los miembros de la banda a los que ha traicionado no son tan acomodaticios.
En el debe, lo ridículo de la mayoría de las situaciones, lo previsible del guión y una realización rutinaria a más no poder por parte de Klimovsky cuajada de zooms enfáticos. En el haber, la ambición de Naschy de amoldar esquemas foráneos a escenarios castizos.
Para sacar adelante Tres días de noviembre / Gritos a medianoche (1977), Producciones Gregor se asocia con Ancla Century Films. En su exclusiva clínica, el doctor Bustos (Narciso Ibáñez Menta) practica tratamientos de “terrorterapia”. Pretende que el pánico está por encima de cualquier impedimento físico y que aplicado cotidianamente a Isabel (Maribel Martín), una joven paralítica, ésta terminará levantándose de la silla de ruedas. No parece importarle demasiado que para ello tenga que desenterrar a una paciente recién fallecida o acabar con la vida de una de sus ayudantes (Mónica Randall), antigua abortista con prejuicios éticos. Asistido por el doctor Mestre (Henry Gregor), pronto se verá abocado a una escalada de crímenes que le permitan borrar la huella de sus fechorías. Entretanto, la aterrorizada Alicia sólo puede contar con la ayuda de Daniel (Tony Isbert), un joven que ha perdido la vista al ver morir a su novia en un accidente de tráfico. Tras este planteamiento novedoso, el guión de Luis Murillo se resuelve tirando de las dos referencias fundamentales del cine de suspense durante las dos últimas décadas: la resurrección de un falso cadáver de Les diaboliques (Las diabólicas, Henri-Georges Clouzot, 1955) y el coche hundido en el lago de Psycho (Psicosis Alfred Hitchcock, 1960). La rutinaria música de archivo resulta un lastre más que un apoyo.
José Luis Salvador Estébenez apunta que ésta es una de las pocas aportaciones del fantastique hispano al subgénero terror psicológico y que, en este terreno, resulta razonablemente lograda, destacando...
la funcional realización del veterano Klimovsky quien supo aprovechar los escasos medios puestos a sus disposición (apenas un puñado de localizaciones y cinco actores) para conseguir despertar el interés del espectador, dotar del suspense necesario al conjunto y, en fin, mantener el pulso narrativo sin que este decaiga en ningún momento, aunque ello no evite la aparición de sus tics habituales; esto es, el empleo de zooms y primeros planos con encuadres imposibles que, apoyados en la banda sonora, sin destinados a remarcar las reacciones de los personajes. [José Luis Salvador Estébenez: “Tres días de noviembre”, en Ramón Freixas et al.: Flores entre espinas: Antología crítica del (otro) cine fantástico español 1929-2000. Barcelona: Vial Books, 2019, págs. 352-354.]
Si En mil pedazos (Carlos Puerto, 1980) era un pastiche de Vertigo (De entre los muertos, Alfred Hitchcock, 1958), Trauma (Violación fatal) (1978) —también a partir de un guión de Puerto y Juan José Porto— lo es de Psycho, pasado por la batidora del giallo y el destape. Daniel (Henry Gregor), un escritor en busca de tranquilidad, llega a un solitario hostal junto a un lago. Lo regenta Verónica (Ágata Lys), casada con un hombre que no sale de su habitación porque está impedido. O sea, la versión castiza del Motel Bates. Una serie de parejas buscarán alojamiento en el hostal y morirán indefectiblemente a golpe de navaja barbera, como en un giallo escasamente sofisticado. Hasta la aparición de la mujer de Daniel (Sandra Alberti) cualquiera de los dos podría ser el sospechoso, pero ahí se produce el punto de inflexión y, en un flashback a base de flou y gran angular se nos revela el origen del trauma titular y podemos volver a la escena final de Psycho, sólo que con pareja de la Guardia Civil. Un golpe de timón postrero debería hacernos dudar si el asunto está realmente resuelto.
Henry Gregor realizaba un importante trabajo con una doble vertiente, un escritor que trataba de huir de su mujer y del que se descubrían al final sus inclinaciones homosexuales. Era un doble juego que llevaba muy bien equilibrado Ágata Lys. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 22.]
En esta misma entrevista, Klimovsky se mostraba bastante satisfecho con el resultado, pero también recordaba que todo se dirimía entre cuatro personajes encerrados en el parador y son al menos nueve y el propio Klimovsky haciendo un cameo en la carretera. Las escenas de cama, casi más atroces que los diálogos. O sea, un punto final emblemático para la filmografía de Klimovsky, siempre cernudianamente escindido entre la realidad y el deseo.
Muchas filmografías mencionan como película acabada Laverna, un guión que Juan José Porto registró en 1977, pero que, o cambió de título o nunca llegó a la pantalla. Quedaría la adaptación coescrita con Elisabeth Szel de La doble historia del Dr. Valmy, de Buero Vallejo. La obra había sido presentada repetidamente a censura a mediados de los años sesenta y fue igual de repetidamente rechazada, de modo que terminó estrenándose en 1968 en Gran Bretaña. La cosa iba de torturas, impotencia y culpabilidades, así que no es raro que hasta 1976 no se estrenara en Madrid. Es entonces cuando Klimovsky se hace, a través de Producciones Gregor, con una opción para realizar la versión cinematográfica. Sin embargo, un año después escribe a Buero:
Como bien supones, mi largo silencio se debió a las infinitas dificultades para organizar el rodaje del Valmy que son las dificultades de todos nosotros. Y eso que hemos logrado con mi mujer una adaptación muy buena, que ya te haré llegar. Gracias por tu paciencia, aunque no necesito decirte que, si te surge alguna posibilidad de hacer algo, estás en todo tu derecho de hacerla marchar. [Carta de León Klimovsky a Antonio Buero Vallejo, 20-6-1978, reproducida por Jordi Massó Castilla y Luis Deltell Escolar: “El símbolo perdido: Estética y pensamiento en las adaptaciones cinematográficas de obras de Antonio Buero Vallejo”, en Comunicación y Sociedad, vol. XXV, núm. 1, 2012, págs. 245-246.]
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