domingo, 8 de diciembre de 2024

javier setó, plusmarquista de la simpatía (6)

Los contactos de Espartaco Santoni con el productor trotamundos Sidney W. Pink propician que Javier Setó se enfrente a la producción más ambiciosa de su filmografía, a rebufo del éxito obtenido por Samuel Bronston con El Cid (El Cid, Anthony Mann, 1961). En su columna de cotilleo sobre el artisteo y la política del diario Pueblo, Mayte da la noticia en primicia, bien que un tanto tergiversada:

Serán una serie de cortometrajes históricos, basado en viejas hazañas castellanas, en viejas batallas y rencillas entre moros y cristianos... ¡Bien, ya no les descubro más! El tema es ya capaz de cautivar por sí mismo. Y el ambiente, las luchas, las batallas; todas esas cosas que nos gustan a los que nos encanta ser chiquillos..., aunque sea sentados en una butaca de cine. [“Mayte informa: Javier Setó, de Pelusa a El valle de las espadas”, en Pueblo, 3 de octubre de 1960, pág. 7.]

En realidad, El valle de las espadas / The Castilian (1962) toma como base el poema épico Fernán González sobre el primer conde de Castilla, que en el siglo X combatió junto a Ramiro II de León a Abderramán III y que, a la muerte del monarca leonés, consiguió gobernar un territorio que iba desde el Duero hasta el Cantábrico: “Hobo nombre Fernando el conde de primero, / Nunca fué en el mundo otro tal caballero; / Este fué de los moros un mortal homicero, / Decíenle por sus lides el buitre carnicero. / Fizo grandes batallas con la gente descreida / Esto les fizo lacerar a la mayor medida; / Ensanchó en Castilla una muy gran partida, / Hobo en el su tiempo mucha sangre vertida. / El conde don Fernando, con muy poca compaña / En contar lo que fizo, semejaria fazaña”. [Poema de Fernán González, edición de Luciano Serrano, Abad de Silos.]

El prólogo de la película busca interesadamente relacionar la aventura con la Guerra Civil: no es difícil leer en clave la profanación de un crucifijo echado en una hoguera y la búsqueda de un caudillo providencial —“el único hombre capaz de alzarse contra esta cobardía”— que saque de esta situación de crisis a Castilla, que se presenta ya como crisol de la futura España. Más delante, cuando Fernán González venza en la batalla a Sancho de Navarra, el vencedor ordena que sea enterrado junto a los combatientes castellanos, “bajo la misma cruz, porque en la muerte no hay querella”, con la misma argumentación con la que el franquismo justificó los enterramientos en el Valle de los Caídos. Lógicamente, a los espectadores estadounidenses estas sutilezas se las traían al pairo, pero de cara a la junta de censura española que debe aprobar el guión y la película terminada nunca están de más.

Como en El Cid, la historia de amor entre Fernán González y doña Sancha (Santoni y Tere Velázquez) se entremezcla íntimamente con los elementos políticos y bélicos de la historia. Al parecer Setó se manejaba bien con los dos primeros pero carecía de la pericia necesaria para organizar y rodar las batallas. De modo que, tras tres meses de rodaje, Pink recurriera a los servicios de Al Wyatt, un especialista —lo que los sajones llaman stunt— que se encargó de coreografiar y filmar las escenas de acción. Recordaba el jefe de producción José Antonio Pérez Giner:

Desgraciadamente, Xavier Setó, el director, que murió joven —el mismo día que el hombre llegaba a la luna, la misma noche—, no dominaba las escenas de pelea, lo planos de acción y las batallas. Tuvimos que llamar a un director de segunda unidad, un americano, para que las rodara, porque Setó no sabía mover los mil extras que teníamos, todos disfrazados, y rodó toda una batalla sin utilizarlos, sólo con primeros planos de Espartaco, que era el protagonista. Un desastre. [Piti Español: Josep Anton Pérez Giner: La veritable historia de l’Innombrable. Barcelona: Portic / Filmoteca de Catalunya, 2008, pág. 83.]

Y remachaba Pink: 

Javier Setó era dispuesto y tenía muchas ganas de aprender, pero tenía un terrible defecto: si no estaba de acuerdo contigo, ya no te escuchaba. La mayor parte del tiempo que trabajó con nosotros intentó entender lo que necesitábamos y cooperar, pero cuando sintió que se ponía en cuestión su orgullo español y su “machismo”, se volvió tan terco como el burro de Sancho Panza. [Sidney Pink: So You Want to Make Movies: My Life as an Independent Film Producer. Sarasota, Florida: Pineapple Press, 1989, págs. 134-135.]

Las localizaciones, el paisaje, el cuidado diseño de vestuario y la partitura de José Buenagú proporcionan continuidad a las escenas de ambas procedencias. El todopoderoso productor hizo también que el trabajo de Margarita de Ochoa —montadora de las películas de José Antonio Nueves Conde y de Juan Antonio Bardem— fuera supervisado y rehecho por Richard C. Meyer, aunque éste no conste en la versión española. Claro que todas estas intervenciones aparecían acreditadas al final de la versión internacional, en tanto que en la nacional una cartela proclamaba que los productores se complacían “en resaltar que todos los elementos técnicos que han intervenido en esta película son exclusivamente españoles.

Más allá de las inevitables imprecisiones históricas, lo que impresiona en España es el reparto internacional. César Romero, Allida Valli, un ya muy mermado —a pesar de la importancia de su papel su presencia física en la película es reducidísima— Broderick Crawford, el cantante e ídolo juvenil Frankie Avalon. La oportunidad de incorporar a éste al proyecto no cae en saco roto: hace el papel —totalmente prescindible desde el punto de vista narrativo— de un juglar que va glosando y comentando la acción, a ratos cantando, a ratos recitando el poema anónimo. Lo curioso es que si en la versión internacional las canciones son en inglés, idioma en el que se rodó la película, en la española él mismo interpreta la letra en castellano. Aparte de esta pirueta metanarrativa, que no alcanza ni mucho menos el carácter autoconsciente del personaje de Arnoldo Foà en Los cien caballeros / I cento cavalieri (Vittorio Cottafavi, 1964), el otro elemento exógeno a la película de aventuras medievales es la intercesión de los santos Santiago apóstol y Millán de la Cogolla (Julio Peña y Jorge Rigaud) en el apoyo del rey García de Navarra (Ángel del Pozo) a la victoria de las fuerzas cristianas sobre Abderramán III (Germán Cobos). Claro, que la cosa culmina con un diálogo perfectamente superfluo entre doña Sancha y un fraile:

—Padre, ¿pueden los santos bajar del cielo?
—¿Por qué lo preguntáis, señora?
—No lo sé. Padre, no lo sé.

Sin embargo, el protagonista verbaliza la idea de que el Valle de las Espadas constituye la promesa de una unidad nacional que aún tardaría cinco siglos en llegar. La frase está acompañada por una metáfora visual —¿idea de Setó o de Wyatt? probablemente del primero— en la que, tomado desde la distancia y desde arriba, el ejército cristiano adquiere la forma de una cruz. En fin, que si la película adolece de ciertas arritmias y de algunas adherencias del modelo “cartón-piedra” de Cifesa / Orduña, no carece de momentos solventes que acreditaron a Setó como un director capaz de mayores empeños.

Aún se puso una vez más a las órdenes del productor-galán Espartaco Santoni. Fue en El escándalo (1963), remake de la adaptación de Pedro Antonio de Alarcón con la que José Luis Sáenz de Heredia había soliviantado a los espectadores biempensantes en 1943 y logrado uno de los mayores éxitos de taquilla de la década. Del impacto de la primera versión habla bien a las claras que la revista oficial Primer Plano le dedicara su número 158 [24 de octubre de 1953] con carácter monográfico. En su crítica, el falangista y divisionario Gómez Tello analiza en clave guerracivilista los personajes de Fabián y Diego:

Diego va por la calle pensando en despedazar al mundo. Es el enemigo de la sociedad, como Fabián lo es de la familia. Diego es pues un "niño terrible". O para decirlo en términos actuales: Diego es un marxista, mientras Fabián sólo es un liberalito. Pero en el fondo, los dos son los que nos llevaron a la guerra nuestra. El uno, elegante, displicente, en las barras de los bares a las cuatro de la madrugada. El otro, en el Ateneo libertario, bolchevista, rencoroso. [Ibidem]

Así que cuando hablo de remake no lo hago pensando en esta lectura falangista —impensable en la España desarrollista—, lo digo porque salvando modas, avances tecnológicos y gustos la cinta de Setó sigue casi punto por punto el libreto de la primera —obra del propio Sáenz de Heredia—, aunque en los créditos se atribuya la titularidad de la adaptación a Paulino Rodríguez Díaz y a Setó. Y no sólo eso, también muchas de las soluciones formales de la primera versión reaparecen citadas literalmente en la segunda, según demuestran estas capturas...






Las diferencias fundamentales, aparte de los intérpretes y el Eastmancolor, se encuentran en el carácter católico que Sáenz de Heredia imprime a su película, enmarcando la acción en la búsqueda de redención de Fabián Conde (Armando Calvo) en conversación con el padre Manrique (Ricardo Calvo). Setó omite la secuencia inicial y restituye a Lázaro (Luis Dávila) su papel en el arrepentimiento del protagonista (Santoni), que la adaptación de Sáenz de Heredia había delegado en el sacerdote.

Más allá de las convicciones católicas de Sáenz de Heredia, estas decisiones pretendían lubricar el tránsito por la censura de una cinta en la que, por primera vez en la posguerra, se presentan en la pantalla unos amores adúlteros. En cambio, Setó concede cierto protagonismo al personaje de Leonor (Laura Granados) y otorga a Fabián el oficio de escultor en ejercicio lo que propicia escenas —posando como modelo, su autopsia...— mucho más explícitas en este terreno que las de la primera versión.

En cuanto al cromatismo, la fotografía de Michel Kelber busca mantener un tono uniforme que se va oscureciendo y violentando según se acerca el final, aunque el vestuario de Matilde (Lorena Velázquez) —según los figurines de Pepito Zamora— supone violentas explosiones de color en cada una de sus apariciones...

Pero más allá de este tipo de novedades, la cinta estaba condenada a ser comparada con su modelo y vilipendiada por su carácter clónico y la endeblez de sus intérpretes. De todos modos, cedamos el juicio al crítico del diario Libertad de Valladolid, que dedica buena parte de su reseña a valorar la labor del realizador:

Setó, director de todas o casi todas las películas de Santoni, se ha encontrado, pues, con un material difícil, ya que la compleja y pasada obra de Alarcón resulta difícil por sí misma, aunque otra cosa pueda parecer. Setó es un hombre intuitivo más que sensible, que domina a medias el oficio, lo suficiente para dar agilidad y ritmo a la narración exterior, aunque otras cosas se le escapen. Este ritmo mantiene a flote la película en sus tres tercios, aunque Setó no acierte a captar el medioambiente en que se desarrolla la trama, ni siquiera el mundo interior de sus personajes. Consigue algunos hallazgos expresivos —las miradas de Fabián a la estatua desnuda— y, en contra, hace cosas tan malas como la escena del Carnaval. (Su puesta en escena es casi siempre rudimentaria). Sin embargo, en la última parte del film el director, ayudado por la fuerza de la anécdota, consigue calar en algunos personajes —el de la mujer del amigo, por ejemplo— y dar mayor fuerza, convicción y sentido dramático a la trama. [J.J.R.: “Cine Avenida: El escándalo”, en Libertad, 15 de febrero de 1964.]

Es probable que las complicaciones derivadas de la compleja logística de El valle de las espadas y la ambición de El escándalo decidieran a Setó a emprender la producción de una película íntima, en blanco y negro, con dos protagonistas desconocidos y apenas media docena de personajes más a lo largo de todo el metraje. La llamada (1965) parte además de una idea propia, desarrollada con Paulino Rodríguez Díez. Una idea que los expertos en fantaterror coinciden en tildar de insólita en el panorama del fantastique español de los sesenta, al dejar de lado los modelos habituales en esos años —derivados casi siempre de Les diaboliques (Las diabólicas, Henri-Georges Clouzot, 1955), Les yeux sans visage (Ojos sin rostro, Georges Franju, 1959) y Psycho (Psicosis, Alfred Hitchcock, 1960)— y optar por un goticismo atmosféricos a là Henry James. El asunto no cayó bien en las instancias censoriales. Marcelo Arroiti Jáuregui emitió un juicio durísimo sobre el libreto: “Hay que echarle valor a la vida para escribir una cosa así, con pretendidos visos de verosimilitud y hasta de ciencia. En su centro, el tema no es ninguna novedad y es abundante en el cine y en la literatura, dentro de una línea de romanticismo exacerbado”. [AGA, 36/04890.] El permiso de rodaje llega el 12 de febrero de 1965 —cuando la producción ya ha comenzado de acuerdo con lo dicho por Emilio Gutiérrez Caba—, con la advertencia de que “toda la película deberá tener un cierto aire irreal” y de que se ponga especial atención a las escenas de dormitorio, “cuidando los exhibicionismos y efusividades, así como que ambos estén en la cama al mismo tiempo”. [ibidem] A la vista del resultado, Setó hizo caso omiso a esta última indicación.

Rodada con un presupuesto más que exiguo en enero de 1965 [José Luis Salvador Estébenez: “Entrevista a Emilio Gutiérrez Caba”, en La Abadía de Berzano, 12 de noviembre de 2021] en Madrid y alrededores, con una escapada a Bretaña [AGA, 36/04890], mediante la fórmula de cooperativa o de participación en beneficios por parte del equipo, la cinta narra el amor más allá de la muerte entre Pablo y Dominique (debutantes como protagonistas Emilio Gutiérrez Caba y Dyanik Zurakowska). Cementerios, jardines románticos y caserones abandonados en la Bretaña francesa son los escenarios de este relato de amour fou en el que ella regresa del más allá para reclamar a su amado que se reúnan “para siempre”, como le prometió antes de que ella falleciera en un accidente aéreo. La fantasmal familia de Dominique (Paco Morán, Tota Alba y Sun de Sanders) hará todo lo posible para que Pablo se quede con ellos cuando el atribulado joven acuda a Bretaña en compañía del profesor Urrutia (Carlos Lemos) para buscarle una explicación racional al misterio.

La fotografía de Francisco Sánchez se va adensando según avanza la narración, al igual que la partitura de Gregorio García Segura. La apoteosis formal tiene lugar en la escena en la que Pablo recorre el caserón en busca de Dominique y, algo más tarde, mientras el profesor Urrutia intenta sacarle de allí. No obstante, Setó ha adoptado ya antes soluciones tan económicas como radicales, al suprimir completamente la banda de sonido en la secuencia en la que el joven, al volante, presiente el accidente aéreo.

A pesar de alguna inconsistencia ambiental y una resolución que alterna estos hallazgos con algún recurso que parece más propio de la televisión, es como si Setó se hubiera empeñado en demostrar de lo que es capaz como realizador, después de haber estado al servicio de Marujita Díaz, Di Setéfano o Espartaco Santoni. Pero la libertad cuesta cara. Amparada por el paraguas administrativo de Hermic Films pero financiada por sus creadores, la producción agota el presupuesto cuando aún queda una semana de rodaje por delante. Emilio Gutiérrez Caba pone el dinero de su bolsillo. [Salvador Estébenez: Op. cit.

Se aplazan pagos a las empresas de servicios. Y es en ese momento cuando vuelve a entrar en escena Sidney W. Pink garantizando la venta en Estados Unidos, aunque fuera a costa de amputar varias escenas.

Los cortes afectan al tercer acto: en el momento en que Dominique le ofrece a Pablo vivir su amor eternamente si no abandona la casa. Para demostrar que sigue vivo, Pablo mete la mano en el fuego y el profesor corre a salvarlo. Se produce entonces uno de los set pieces más sugerentes y barrocos de la película, mientras ambos abandonan el caserón. Es un corte de unos ocho minutos que resta densidad a la cinta.

También se suprime el final circular —otros tres minutos aproximadamente— con el viaje en tren y la llegada al cementerio, aunque, en la copia internacional, sobre la imagen de los amantes en ataúd se sobreimpresiona un “The End...?” que pretende mantener en cierto modo el final abierto del original.

Pink se justificaba:

La película, que retitulamos Sweet Sound of Death, nunca alcanzó su máximo potencial comercial debido al blanco y negro, pero estoy orgulloso de que mi nombre aparezca acreditado en una película de calidad. Llegué a un acuerdo con Setó para que hiciera, al menos, una película más para nosotros a partir de un guión que él presentaría para su aprobación. Tenía un proyecto en mente titulado Drums of Tabu que podía interesarnos. [Sidney Pink: So You Want to Make Movies: My Life as an Independent Film Producer. Sarasota, Florida: Pineapple Press, 1989, pág. 198.]

Mientras tanto Pink se entera de que los responsables de la rama de Westinghouse dedicada a la televisión y la radio están dispuestos a llegar a un acuerdo para financiar sus producciones en Europa siempre que estas tengan un presupuesto limitado y cuenten al menos con un par de estrellas en el reparto. Tras el visionado en Nueva York de El dedo en el gatillo / Finger on the Trigger (Sidney W. Pink, 1965), Pink llega a un acuerdo con Westinghouse para producir treinta y cinco películas en seis años.

La exigencia de la administración española de que constasen en los títulos de crédito las localizaciones de cada película que aspirase a obtener los beneficios asociados a las producciones nacionales nos produce hoy no poco perplejidad. En tanto que la acción de la coproducción hispano-ítalo-estadounidense Tabú / La vergine di Samoa / Drums of Tabu (1965) debería tener lugar en los Mares del Sur, una cartela nos informa de que ha sido rodada en Málaga y Torrevieja (Alicante). Para protagonizarla llega de Italia la birmana Seyna Seyn. Sus credenciales son el haber hecho sendos papeles para Federico Fellini en Giulietta degli spiriti (Giulietta de los espíritus, 1965) y Mario Monicelli en Casanova ’70 (Casanova 70, 1965). Donde ha tenido algún cometido de más envergadura, de acuerdo con su belleza oriental, es en el ciclo de pseudobonds itálicos que ocuparán buena parte de su filmografía. Sin embargo, las entrevistas y gacetillas ponen el énfasis en una minúscula aparición sin diálogo en The Road to Hong Kong (Dos frescos en órbita, Norman Panama, 1962), una de aquellas comedias de la serie protagonizada por Bob Hope y Bing Crosby en escenarios exóticos. Se pretende así relacionarla con Dorothy Lamour, “la reina del sarong”, protagonista de Road to Singapore (Ruta de Singapur, Victor Schertzinger, 1940) y, más recientemente, en Donovan’s Reef (La taberna del irlandés, John Ford, 1963), una de las películas que sin duda tienen presentes Santiago Moncada y Javier Setó cuando se ponen a escribir Tabú. Está intrincada genealogía, que nos remitiría también a las películas fundacionales de Flaherty y Murnau o W.S Van Dyke, que han constituido el imaginario de los Mares del Sur de toda una generación, viene a cuento por el carácter mimético y seriado de las coproducciones europeas de estos años. Tabú explora una vía de recambio para las películas de aventuras marineras en los que la costa mediterránea serviría de réplica de los mares del sur. El héroe de la función es el estadounidense James Philbrook, el villano oriental Paco Morán —con algo de la caracterización de Joseph Wiseman en Dr. No (Agente 007 contra el Dr. No, Terence Young, 1962)—, y el padre de la chica, Fernando Sánchez Polack.

Setó pone el oficio pero escasa inspiración en la realización. Ni siquiera el duelo en la playa con cuchillos atados en los extremos de sendos garrotes, que podía haber constituido una set piece que le permitiera salvar la honrilla, llega a generar auténtica emoción.

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