domingo, 26 de enero de 2025

parábolas del tardofranquismo por alfonso ungría

No fue únicamente Carlos Saura quien se dedicó al cine metafórico durante el segundo franquismo para lidiar con las cortapisas censoriales. Alfonso Ungría optó por otro modelo de cripticismo. El hombre oculto (1970) es una parábola sobre la situación en España a finales de los sesenta, un poco en la línea de la coetánea Contactos (1971), de Paulino Viota. O sea, clandestinidad, hermetismo, despojamiento formal.

La chispa inicial del primer largometraje de Ungría es la publicación en el Boletín Oficial del Estado del 1 de abril de 1969 de la norma que declara prescritos los “crímenes” cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939, esto es, la fecha en que las tropas nacionales proclaman “alcanzados sus últimos objetivos” y finalizada la contienda. Empiezan entonces a salir a la superficie los “topos”, los republicanos que se enterraron en vida en zulos en el interior de sus propias casas tras ser derrotados en la Guerra Civil.

Hay algunas películas de estos años —entre ellas, La mano de madera (Augusto Martínez Torres, 1968)  y El desastre de Annual (Ricardo Franco, 1970)— que presentan a pequeños grupos de personas encerrados en viejos pisos sumidos en rutinas perfectamente absurdas. Es el resultado de la conjunción de los usos habituales del cine marginal en el entorno de una España claustrofóbica en la que Franco agoniza. No olvidemos que en 1969, a consecuencia de las protestas por la muerte del estudiante Enrique Ruano, se declara por primera vez desde la Guerra Civil el Estado de Excepción. Está contado en una práctica del primer curso de Dirección de la Escuela Oficial de Cine por Gonzalo García Pelayo: Mario (Terror y miseria) (1969). Estas réplicas del sesentayochismo adaptadas a la realidad de España culminaron con la expulsión de la mayoría de los alumnos de la Escuela y quienes empezaban a hacer cine por entonces quedaron abocados a la práctica del cine marginal.

Con otras coordenadas esto también se da en el cambio de década, por ejemplo, en Manderley de Jesús Garay, en Umbracle, de Portabella, en Aoom, de Gonzalo Suárez, y en las primeras películas de Augusto Martínez Torres y Emilio Martínez Lázaro. Todavía Los viajes escolares, de Jaime Chávarri, se mueve en este mismo terreno, aunque con intención de salir de la clandestinidad. La contrapartida son las películas libérrimas del propio Chávarri —como Ginebra en los infiernos, en Super-8—, El lobby contra el cordero, de Antonio Maenza, o Shirley Temple Story, de Antoni Padrós. Son producciones que se aprovechan de su carácter marginal para reivindicar una libertad absoluta, que, hoy en día, en tiempos de estructura aristotélica pasada por la batidora del manual de guión, resultan poco menos que ofensivas para la mayoría de los espectadores.

Tal es el clima en que se fragua El hombre oculto, con sus citas de Kafka y todo. La película representa a España en la Mostra de Venecia de 1970. Ungría proclama entonces, un tanto pomposamente, la filiación valleinclnesca de su proyecto:

Mi forma de expresión es el graznido, escupiendo la mugre que deforma la música de nuestras voces. Para narrar la cochambre —lo soterrado, el disimulo, las medias frases, las amenazas veladas, el susurro, el guiño cómplice, el rodeo, la desconfianza, la impotencia voluntaria— se utiliza una estética subnormal. (El odio del instinto, después vendrá la locura). Hago mi estética deforme para aquí y ahora, galería de espejos cóncavos y convexos, carcajada primitiva de transeúnte cotidiano. Y propongo al espectador la visión de este recorrido para morirse de risa. [Juan José Porto: “Alfonso Ungría habla de la película que ha representado a España en el Festival de Venecia”, en Libertad, 16 de septiembre de 1970, pág. 5.]

Parece como si después del encierro que supuso El hombre oculto, Ungría hubiera decidido hacer todo lo contrario. Tirarse al monte (1971), su segunda película se desarrolla íntegramente en exteriores, aunque los personajes sigan viviendo en la reclusión y la marginalidad.

En un paisaje tan agreste que resulta abstracto, una serie de personajes escapan de la sociedad y de los dos representantes del orden que deambulan por allí. Claro, que estos dos tipos —cruce de pareja de la benemérita sin tricornio y guardias forestales— incuban un huevo de basilisco, animal mitológico con forma de reptil de mirada letal y aliento venenoso. Y que la criatura que nace maldita por la mujer que da a luz (Yelena Samarina) se convierte inmediatamente en un adulto (José Renovales) aquejado por un vértigo metafísico. Por suerte, hay allí un labrador filósofo (Luis Ciges), que escribe consignas en las rocas. También una mujer entregada sin más al disfrute de la vida (Julieta Serrano). Y un barquero borracho (Andrés Mejuto) que cruza el lago a algún viajero despistado que no sabe que no va a ninguna parte. Y un homosexual (José Vidal) que lleva siempre a su alrededor, como mariposas, los insultos de las gentes de orden... Algunos llevan su marginación hasta el extremo: el barquero fabrica un aparato volador y se arroja con él al vacío. Otros, aceptan la integración: el homosexual termina alistándose en la legión. Otros, en fin, asumen como propia la lógica del capitalismo: la mujer en celo permanente se prostituye en la capital chuleada por el joven y ambos convencen a los habitantes del pueblo para que vayan a la ciudad a consumir y a ser explotados sin miramientos, mientras que ellos regresan al pueblo, dueños absolutos de un lugar deshabitado.

Ungría se muestra inmisericorde con el espectador. Las escenas carecen de progresión y la causalidad brilla por su ausencia. Por momentos, se entrega a la pura celebración performativa, como si ante una representación del Living Theatre nos encontráramos. El resultado es una suerte de comedia bárbara valleinclanesca influida por el Glauber Rocha de Cabezas cortadas (1970), película que el brasileño había rodado en España un año antes también con producción de Profilmes.

Realizada en 1976, Gulliver sufrió en carne propia los últimos coletazos de una Censura a punto de pasar a mejor vida. Por un quítame allá esa escena de sexo oral, la cinta quedó bloqueada administrativamente, sin permiso para ser estrenada. Su director, Alfonso Ungría, cuya carrera llevaba camino de convertirse en un rosario de desencuentros con el público recurre a la prensa para denunciar las presiones administrativas. 

¿Qué asustaba tanto a los censores? La adaptación a la España contemporánea de la obra de Jonathan Swift. Con el tiempo, Liliput y el resto de tierras visitadas por Lemuel Gulliver se habían ido descafeinando convirtiendo en temas infantiles apropiados para dibujos animados o efectos especiales la feroz sátira de Swift, que es también —no lo olvidemos— el pergeñador de aquel inolvidable panfleto titulado Una modesta propuesta para acabar con el hambre y la miseria en Irlanda en el que sugiere que los pudientes beberían de devorar a los hijos de los menesterosos.

Con la colaboración de Fernán-Gómez en el guión Ungría urde una parábola satírica en la que un delincuente, huido de la policía, se refugia en un pueblo abandonado que sirve de cobijo a una cuadrilla de treinta enanos que actúan en espectáculos cómico-taurinos. De ahí surgió precisamente la idea. Declaraba:

A mí siempre me habían asombrado aquellas corridas bufas que organizaba El Chino Torero con su troupe de enanos. Cuanto más empitonaba el becerro a los pequeños hombrecillos, cuantas más volteretas y golpes les propinaba, más crecían las risas, el jolgorio, del respetable público. ¿Fiesta bárbara? ¿Sadismo colectivo? No; más bien, descubrí que la desfiguración de una imagen (trágica, en este caso: “la cogida”) libera de la crueldad de su absurdo, y este descubrimiento gratificante se desborda en risa. [...] No tengo la menor duda del porqué, de entre los diversos sectores de marginados, los enanos son los que sufren la más, imposible integración social. ¿Se imaginan ustedes que un enano pudiera llegar a magistrado supremo, catedrático, presidente de la Generalidad o hasta ser elegido sumo pontífice? [...] Pues, eso. Es el único de los marginados que sólo con su presencia, a la cabeza de cualquier institución, haría tambalear sus cimientos. [El País, 19 de abril de 1979.]

El reparto incluye a los diminutos Enrique Fernández, José Jaime Espinosa, Rodolfo Sánchez, Mariano Camino, Isabel Fernández... y así hasta treinta liliputienses que en el cartel se promocionan como “grandes enanos”. Rememora el protagonista en un libro de conversaciones con Enrique Brasó que este fue uno de los problemas a los que hubo de enfrentarse la producción. El organizador financiero del asunto contaba con el sueldo de su estrella, pero pensaba que los salarios de los diminutos serían proporcionales a su tamaño. Craso error. Casi todos ellos ganaban sus buenos cuartos en el circo o con los espectáculos taurinos y renunciar a ellos durante más de un mes que duró el rodaje, requería compensaciones principescas. Por ello, concluye Fernán-Gómez, los productores tuvieron que seguir pagando pequeñas cantidades mucho tiempo después de acabado el rodaje. “Lo que más recuerdo, como cosa singular, es el haber visto que todos estos actores componían una especie d sociedad distinta dentro de nuestra sociedad. Y que se comportaban de otra manera. Vivían así”.

Martín “El Marquesón” (Fernán-Gómez) descubre que el diminuto empresario que explota a sus compañeros oculta a una mujer (Yolanda Farr). Con la ayuda de ésta el extranjero decide hacerse con el poder. Lo logra gracias al libre mercado: juego, alcohol, tabaco... Los oprimidos se alzan contra su antiguo jefe... sólo para colocar en su puesto al delincuente. Eso sí, en nombre de la civilización occidental y el progreso. La lectura entre líneas, en tiempos de la transición democrática, no podía ser más sarcástica. Menos nihilista acaso que aquella Auch Zwerge haben klein angefangen (También los enanos empezaron pequeños, 1970), que el director alemán Werner Herzog rodara en Lanzarote y que tantos puntos de contacto guarda con Gulliver.

El resultado es tan esperpéntico como cabía esperar y bastante más brutal, zafio y conscientemente feísta de lo esperado. Escenas como la de la felación o la violación de Rosa por parte de los enanos liberados de la opresión de su jefe son brutales hasta lo doloroso.

Los espectáculos puestos en escena por los pequeños en su cuartel de invierno son espectáculos taurinos —una parte del elenco procede de la troupe de “El Chino Torero”— y el vodevil arrepistado. Cuando Martín se haga con el poder intentará llevarles por la senda del teatro trascendente, los clásicos con lectura contemporánea y el toreo serio. Todo ello dará como resultado el ridículo más espantoso ante los empresarios teatrales (José Riesgo y Enrique Vivó), que buscan el espectáculo burlesco que asegure la taquilla, y, más grave, la cogida y muerte de uno de los toreros diminutos que provocará la venganza de los fenómenos en la línea canónica marcada por Freaks (La parada de los monstruos, 1932). El rótulo final dedica la cinta “a los marginados de cualquier condición, a los extranjeros de ninguna parte”, algo con lo que nos sentimos plenamente solidarios.

La cinta dirigida por Ungría se revela así como pieza clave en la evolución de Fernán-Gómez como cineasta. Una línea que enlazaría desde la zarzuelera Bruja, más que bruja (1977) hasta la desesperanza desaforada de Mambrú se fue a la guerra (1986). 

Gulliver se estrena con casi tres años de retraso en el coqueto cine Palace de Madrid, con sus butacas blancas y su terciopelo rojo, una vez enterrado el control estatal heredado del franquismo.

Dos versiones primigenias del comentario sobre Gulliver aparecieron en Circo Mélies.

domingo, 19 de enero de 2025

dos largometrajes en paso reducido de chávarri


Boceto de Iván Zulueta para el cartel de Ginebra en los infiernos

Antes de ingresar en la Escuela Oficial de Cinematografía, Jaime Chávarri rueda varios cortometrajes en 8mm: Blanche Perkins o Vida atormentada (1962), La nariz de Cleopatra [La peluca / La puerta / Un nuevo barniz] (1963) y Rotas las cuerdas del arpa (1964), producto, según él mismo de un empacho cineclubístico de Ingmar Bergman. [Rosa Alvares y Antolín Romero: Jaime Chávarri: Vivir rodando. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1999, pág. 35.] En todo caso, le habrían servido para practicar y para tomar cierta distancia irónica con sus futuros argumentos.

En 2013 recordaba las circunstancias de su primer largometraje en Super-8, Run, Blancanieves, run (1967):

Lo enfoqué como un pastiche. Siempre me apoyaba en un material preexistente, en este caso, un cuento infantil. Por otro lado, no era difícil asociar a Mercedes [Juste] con siete señores enamorados de ella. Mi Blancanieves era una heroína ingenua, pero con un punto "sucio", porque, para triunfar, dejaba abandonados a sus enanitos. Run, Blancanieves, Run suponía también soñar con un mundo lleno de encanto, como el del "cinema", término que utilizaba en el film con cierta ironía, aunque fascinado por él. Pero ya empezaba a intuir su dureza. [...] Los carteles que aparecen en Run, Blancanieves, Run están copiados de los que utilizaba la productora de Griffith para los rótulos. Los originales tenían una orla parecida, que yo simplifiqué. Lo del cine mudo tenía una explicación: como director, yo necesitaba empezar de cero, comenzaba a balbucear en un mundo desconocido. No podía sonorizar las películas y, en vez de jugar a hacer cine moderno mudo, prefería hacer cine mudo antiguo. Me servía para aprender qué pasaba con los tamaños de plano, hasta dónde se podía entender aquello sin carteles, o en qué lugar debería ponerlos para que se comprendiera la acción. Todos esos trucos me hicieron aprender mucho sobre narrativa. [Ibidem, pág. 34.]

A lo largo de poco más de una hora, Run, Blancanieves, run desarrolla la historia de esta joven ambiciosa que, una vez convertida en estrella, decide regresar a su casa con los siete compañeros que la acogieron de niña, entre los que se encuentran Iván Zulueta, Antonio Drove o Manolo Marinero. Por supuesto, el centro de atención es Mercedes Juste, musa y núcleo generatriz a la vez, en el papel titular. La cámara la sigue, convirtiéndose todo lo demás en secundario. Es su presencia lo que sirve de nexo a las secuencias, casi siempre de carácter episódico, acorde con la discontinuidad de un rodaje entre amigos. Chávarri se lanza incluso a registrar un striptease o una escena de cama que jamás hubieran pasado la censura de haber sido la suya una película comercial. La relación que con el cinema establece la cinta es doble: por un lado, la distancia irónica y mitificadora del cine de Hollywood -el gran estudio es la Biblioteca Nacional y las estatuas de Alfonso X el Sabio y San Isidoro representarían a los próceres del cinematógrafo-; por otro, la realidad del cine español, ejemplificada por una producción ignota en la que hace un papel la actriz Gisia Paradís.

Como un preludio de los temas que traerá a colación en su siguiente largometraje en Super-8, el papel de la madre del gran productor que impide que su hijo contrate a la aspirante a actriz está interpretado por Marichu de la Mora, la madre del propio Chávarri.

El recurso a los relatos clásicos, a la iconografía hollywoodense y a una sensibilidad camp, el profundo sentido autoirónico que preside todo el metraje establecen un vínculo que no se suele traer a colación entre Run Blancanieves, run y Shirley Temple Story (Antoni Padrós, 1976), en la que Rosa Morata encarna el papel titular.

Tras esta experiencia en formato largo, Chávarri se lanza sin red a la realización de una de las películas más interesantes del cine español de los años sesenta: Ginebra en los infiernos (1969). Que esté rodada de nuevo en formato subestándar, que sus intérpretes sean amigos y compañeros de la Escuela de Cine, que el doblaje artesanal no permita una sincronización afinada de los diálogos, no obsta para que Ginebra en los infiernos resulte tan sugerente como turbadora.

Mercedes Juste, Iván Zulueta y Antonio Gasset componen un triángulo amoroso al modo del ciclo artúrico, sí, pero también de afectos y dependencias mutuas, cuyo desequilibrio culminará en tragedia. Toby (Gasset) es un tipo que se entrena como boxeador, pero jamás lo hará porque su combate es contra las sombras del pasado. Iván (Zulueta) comparte con él piso y amores y, sin embargo, le impide ver más allá de sí mismo. Ginebra (Juste) es el ideal femenino y termina recluida en una falsa clínica donde debe curarse de un mal ilusorio gracias a un proceso de amnesia inducida. Zulueta bromea en su boceto para el cartel al presentarla como una película "de Jaime Chávarri en Technidolor".

Las citas de Vincente Minnelli, Alfred Hitchcock o Fritz Lang nunca parecen postizas. La inconsciencia del director no se puede tildar ineptitud o insolencia. El amor por sus personajes se traduce en deseo que el Super-8 recoge en estado puro, sin la mediación del equipo técnico y la parafernalia de un rodaje profesional, por modesto que éste sea. Es difícil encontrar una película en que la adecuación entre lo que se quiere narrar y los medios para contarlo resulten tan coherentes.

Después de treinta y tantos años de invisibilidad, los dos largometrajes en Super-8 de Chávarri fueron proyectados en la Mostra de Cinema Periférico (S8) de La Coruña en 2013.

domingo, 12 de enero de 2025

independientes en mayo del 68

Imagen del tráiler de La mano de madera 2024

La mano de madera (Augusto Martínez Torres, 1968) es uno de los más conspicuos ejemplos del cine independiente —o marginal, si alguien prefiere esta etiqueta— español. Rodada en 16mm entre 1966 y 1968 y con una duración final de unos setenta y cinco minutos, la película fue tomando forma mediante el procedimiento del incremento: tres segmentos conectados temáticamente conforman el todo.

Una joven conoce en la calle a un tipo que se las da de artista y pretende seducirla, pero ella ya tiene pareja. Un profesor de piano podófilo —que no pedófilo— regala unas botas a su alumna sólo para contemplar impotente cómo ella se marcha con un sacerdote. La hermana de un paralítico le atiende de la mañana a la noche: pide a un vecino que la ayude a bajar la silla de ruedas a la calle y cuando éste pretende violarla la cosa termina como termina. Las dos primeras historias se integran en la tercera, que actúa como relato marco mediante un lábil artificio narrativo.

La frustración sexual que subyace en los tres fragmentos se concreta en una mano de madera de las utilizadas en guantería, que funciona a la vez como fetiche erótico y como adminículo auxiliar de una religión sancionadora y castradora. Algunas imágenes y tramas reflejan una fuerte impronta buñueliana. Otras remiten a obras coetáneas, como El horrible ser nunca visto (Gonzalo Suárez, 1966) —la fotografía de Carlos Suárez y las derivas surreales de situaciones cotidianas—, el cine rodado en España por Adolfo Arrieta —que hace el papel de profesor de piano y prestó su cámara de 16mm al cineasta en ciernes Martínez Torres— o la posterior El desastre de Annual (Ricardo Franco, 1970) —la claustrofobia como metáfora de la represión—.

La cinta fue rodada al margen de cualquier permiso oficial y seleccionada para participar en el politizado festival de Pésaro de 1968, lo que obligó al equipo a realizar una sonorización de urgencia. Emilio Martínez Lázaro, que realizó Circunstancias del milagro (1968) con el mismo equipo e idénticos medios recordaba así el proceso:

Compré sencillamente dos mil pesetas de negativo (16mm Kodak 4X) y lo metí en una cámara Beauleiu prestada. Carlos Suárez, Luis Ariño, Augusto M. Torres y otros amigos y amigas entramos en casa de Cristina Almeida, y aprovechando una nevera muy grande que había al fondo del pasillo y otros elementos por el estilo, rodamos rápidamente unos cuarenta y cinco minutos. Con unas tijeras y al trasluz de una ventana, reduje la duración a la actual. Después le puse una locución en un magnetófono casero, y con una música muy bonita de Alban berg y otra de Dizzy Gillespie cociné el sonido en un local de aficionados. (Lo menos que podía pasar es que no se oyera nada. Disculpas). Corría el año 68. [Francisco Llinás (ed.): Cortometraje independiente español 1969-1975. Bilbao: Certamen Internacional de Cine Documental y de Cortometraje de Bilbao, 1986, págs. 91-92.]

En La mano de madera Martínez Torres decide utilizar las carencias a favor de obra y para ello deja de lado la sincronía, hace que una misma voz relate una conversación a dos y pide a Antonio Drove que doble a un personaje femenino.

En el certamen de Mannheim se presenta —¿parcialmente?— como un tríptico de largo metraje con otras dos producciones homólogas: la precitada Circunstancias del milagro y Querido Abraham (Alfonso Ungría, 1968). El conjunto, titulado Start, según figura en las colas de laboratorio que unen las tres piezas, forma parte del programa dedicado al Nuevo Cine Español junto a tres “clásicos” del ciclo así denominado y tres ejemplos de la Escuela de Barcelona. [https://www.iffmh.de/festival/history/1968/index_eng.html]

En 2019 La mano de madera se digitaliza en Filmoteca Española y el realizador procede a la creación de una nueva secuencia de créditos, a ligeros ajustes de montaje y a la resonorización de los fragmentos que iban acompañados de música.

domingo, 5 de enero de 2025

lou carrigan, del quiosco a la sala de programa doble

 No importa morir / Quel maledetto ponte sull’Elba (León Klimovsky, 1969),
adaptación de la novela homónima de Lou Carrigan publicada en 1962 por Ediciones Manhattan

El 29 de julio de 2024 fallecía Lou Carrigan, uno de los más fértiles escritores de novelas de a duro. Antonio Vera Ramírez, que tal era su verdadero nombre, había nacido en Barcelona noventa años antes. Estudió Comercio y entró a trabajar en un banco, antes de darse cuenta de que podía vivir de la máquina de escribir, que no de la pluma. Manhattan, Rollán, Bruguera y, más tarde, Ediciones B, recibían semanalmente sus originales, centrados habitualmente en los filones del western, el policial, el de hazañas bélicas, la ciencia-ficción o el espionaje. En este último género, alcanzó inmensa fama en Brasil, donde llegó a publicar a lo largo de treinta años quinientos títulos protagonizados por la periodista y agente ZZ7 de la CIA, Brigitte “Baby” Monfort. [Lou Carrigan: “My Loved Spy”, en Lou Carrigan: http://www.loucarrigan.com/?page_id=9]

A decir de Fernando Eguidazu...

su cualidad más estimable es la agilidad de la escritura, el tono dinámico que imprime a sus relatos, con abundantes rasgos de humor, mujeres despampanantes y dosis generosas de erotismo. Quizá el defecto que se le pueda achacar es precisamente su excesiva facilidad, que le hace hacer con alguna frecuencia en el humor demasiado fácil y elemental y una cierta vaciedad. [Fernando Eguidazu: Una historia de la novela popular española (1850-2000). Sevilla-Madrid: Ulises / Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2020, págs. 728-729.]

La primera novela de entre las suyas llevada al cine fue No importa morir / Quel maledetto ponte sull’Elba (León Klimovsky, 1969), adaptación de la obrita homónima publicada en 1962 en la colección “Casco de Acero” de Ediciones Manhattan.

Pero el grueso de su filmografía lo constituyen producciones de Ignacio F. Iquino, escritas por el propio Iquino y firmadas también por Juliana San José de la Fuente con su seudónimo habitual de Jakie Kelly. En la transición de los sesenta a los setenta el de Valls factura cuatro títulos en cuyos créditos se asegura que están inspirados en novelas innominadas de Lou Carrigan.

La banda de los tres crisantemos / Tre per uccidere (Ignacio F. Iquino, 1969) adapta la novela Tierra de hombres, publicada en 1962 como número 7 de la colección “Chicago” de Ediciones Manhattan; Veinte pasos para la muerte / Saranda (Manuel Esteba, Antonio Mollica, 1969) se inspira en Quemado, número 1 de la colección “Western Club” de la editorial Rollán en 1964, reeditado por Bruguera en los ochenta en la colección “Bisonte”; La diligencia de los condenados / Prima ti perdono... poi ti ammazzo (Juan Bosch, 1970) está basada en El hombre y el miedo, número 16 de “Western Club”; Un colt por cuatro cirios / La mia colt ti cerca… quattro ceri ti aspettano (Ignacio F. Iquino, 1971) es la versión libre —con trueque genérico incluido— de Juega un G-Man (1965), número 2 de la colección “Los Intocables”, de Rollán.

Los buitres cavarán tu fosa / I corvi ti scaveranno la fossa (Juan Bosch, 1971) toma como base Siempre acuden los buitres, editada en 1970 con el número 1095 de la colección “Extra Oeste” de Rollán, aunque en esta ocasión asume la parte española de la producción Miguel de Echarri y no Iquino. [Carlos F. Heredero y Antonio Santamarina: Biblioteca del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 2010, págs. 157-159.]

No soy el primero en acercarme a este asunto, desde luego. Pablo Fernández realizó una panorámica exhaustiva sobre las adaptaciones de novelas de a duro, organizando en torno a sus autores el capítulo “Puerta a lo desconocido: La novela popular española frente al cine de género”, en Javier G. Romero (ed): Bolsilibro & Cinema Bis [Mieres: VTP Editorial, 2012, págs. 109-119], prologado por el mismísimo Lou Carriagn. Carlos Díaz Maroto se ha encargado de reseñar algunas de sus novelas en Universo Bolsilibro y le dedicó un sentido y documentado obituario. Otro blog, Bolsi & Pulp, dedicó una entrevista al autor centrándose precisamente en su relación con el mundo del cine y la Asociación Cultural Hispanoamericana de Amigos del Bolsilibro (ACHAB) ha reunido estas seis novelas en un único volumen bajo el título Cinema Carrigan. No obstante, el carácter parcial o generalista de estos artículos les impiden profundizar un poco más en los mecanismos formales e industriales que operan en estos trasvases entre distintos medios asociados a la cultura popular. Vamos a ello...

Aunque no le gustaba demasiado el género, Iquino debutó en el western como productor y director con Oeste Nevada Joe / La sfida degli implacabili (1964). El mercado manda. Le siguieron Un dólar de fuego / Un dollaro di fuoco (Nick Nostro, 1965), Cinco pistolas de Texas / Cinque dollari per Ringo (Juan Xiol Marchal, 1965) —una producción de la aragonesa Moncayo Films que Iquino acaba asumiendo— y Río maldito / Sette pistole per El Gringo (Juan Xiol Marchal, 1966). Luego hay un impasse con comedias protagonizadas por Cassen, Mary Santpere y Kiko, antes de recalar en las novelas de Lou Carrigan.

En nuestra primera entrevista —recordaba Antonio Vera— el señor Iquino me propuso la compra de los derechos cinematográficos de Juega un G-Man. Posteriormente, satisfecho de mi trato personal y de mi trabajo colaborando con él en el guión de la película, me fue proponiendo la compra de los derechos de otras novelas, en cuyos guiones también colaboré. [Bolsi & Pulp: http://encontretuslibros.blogspot.com/2008/02/entrevista-lou-carriganpunto-e-sus.html]

Según Àngel Comas, Iquino tenía muchas esperanzas puestas en la adaptación de Tierra de hombres y por eso habría asumido personalmente la dirección y puesto más recursos de los habituales para poder recrear adecuadamente los exteriores estadounidenses de los años treinta: “Iquino puso mucha ilusión y muchos recursos confiando en sus posibilidades comerciales. El director achaca su fracaso a la censura, que le cortó algunas secuencias. Se hizo doble versión”. [Àngel Comas: Ignacio F. Iquino, hombre de cine. Barcelona: Laertes, 2003, pág. 277.] En alguna otra ocasión hemos apuntado que la popularidad de The Untouchables (Los intocables, 1959-1963) y películas como The St. Valentine’s Day Massacre (La matanza del día de San Valentín, Roger Corman, 1967) y Bonnie and Clyde (Bonnie y Clyde, Arthur Penn, 1967) fueron el acicate para la activación del filón gangsteril en España e Italia.

El título de trabajo de La banda de los tres crisantemos fue Tres crisantemos llamados Clyde, en alusión indisimulada a la película de Penn. Tanto es así, que uno de los lectores del guión, cuando éste es sometido a censura previa, el 2 de septiembre de 1968, insiste en lo que de "bonniecladyano" hay en la trama. El libreto es rechazado de plano, debido a que "no quedan suficientemente reprobadas las actuaciones delictivas de los jóvenes y, lo que es peor, la película remata con una aureola romántica totalmente inaceptable en el conjunto argumental". [Archivo General de la Administración, caja 36/05235.] En esta primera versión, el libreto culmina con los amantes tiroteados por la policía cuando intentan huir del motel en el que se han refugiado. [Archivo General de la Administración, caja 36/05515.]

Hasta cinco versiones se presentarán a censura previa antes de que le sea concedido a Iquino el permiso para rodar la película. En las últimas, la acción sucede ya al sur de la frontera y con una partida de mexicanos como responsables de la muerte de la pareja protagonista. La cuarta versión aún mantiene el tono romántico, al exclamar Katherine antes de expirar: "¡Cuando empezábamos a vivir...!" En ella, la chica había exigido a Owen que entregara todo el dinero del botín a su hermano Frank, a fin de empezar su nueva vida libres de la maldición. Sin embargo, tampoco este final satisface a los censores y, en la versión definitiva, autorizada con reservas el 30 de abril de 1969, Owen se quedará con una parte del botín para que sus crímenes pasados no queden impunes de cara a la censura. Por eso, las últimas palabras de Katherine son "Ese dinero nos costará la vida.... Ese dinero, ese dinero..." [Archivo General de la Administración, caja 36/05533.]

A pesar de ésta y otras modificaciones, José María Cano, uno de los censores, observaen su informe que el guión se presenta "como afeitado" e incluye la siguiente advertencia:

Se evitan detalles descriptivos de violencia y erotismo, pero erotismo y violencia persisten con posibilidad de hacer una película que haya de prohibirse por acumulación de brutalidad y lascivia. [Archivo General de la Administración, caja 36/05325.]

A Iquino, auténtico experto en dobles versiones semejantes admoniciones le entran por un oído y le salen por otro. Finalmente, la cinta cuenta la historia los tres hermanos Olinger —Owen (Dean Reed), Frank (Daniel Martín) y Cliff (Luis Duque)— y su banda de atracadores. Después de un atraco a un banco en el que Cliff resulta herido, se refugian en Strongville, el pueblo en el que su tío el sheriff (Ramón Durán) los crió a base de golpes. En la primera versión del guión, para escándalo de los censores, el parentesco era directamente paterno-filial, un tema carísimo a Carrigan.

Los Olinger y sus secuaces se instalan en el prostíbulo de Margot (Lina Canalejas) y toman como rehén a la mujer del alcalde hasta que el médico (Gustavo Re) opere a Cliff. Catherine (Krista Nell), otra chica adoptada por el sheriff, está enamorada de Owen, lo que da pie a una subtrama semincestuosa que Iquino se preocupa en subrayar, no como el carácter “anormal” de Frank, apenas sugerido por su sadismo con las mujeres. Porque más allá de lo que pudiera “exigir el guión”, el cineasta se centra en incluir como sea escenas con desnudos femeninos: la primera aparición de María Martín es emblemática en este sentido. La copia internacional, que es la que hoy resulta accesible, incluye escenas de cama, violaciones y desnudos gratuitos en tal cantidad que la continuidad narrativa queda descalabrada. Para colmo, Iquino introduce varios insertos de archivo de una cesárea y un parto, y flashbacks en sepia, rodados a cámara lenta y con filtros difusores, explicando el pasado de la familia, lo que produce aún más arritmias. ¿Estaría menos trompicada la versión sin desnudos estrenada en España e Italia? No hay modo de saberlo. Las escasas reseñas hablan simplemente de una realización rutinaria, de fuertes dosis de violencia y del reaprovechamiento del poblado del Oeste de los Balcázar, con mínimas modificaciones, como escenario de la América rural de los años treinta.

El final, en la playa, reconduce el drama hacia el enfrentamiento cainita entre los dos hermanos, pero cuenta con un estrambote surrealista: Owen y Catherine perseguidos a la orilla del mar por una cuadrilla de revolucionarios que pasaban por allí casualmente.

Iquino reincidirá como realizador y adaptador del corpus corriganiano en Un colt por cuatro cirios. Ya hemos dicho que la base es una novela que relata las hazañas del FBI —los G-Men titulares— de la que nada hemos podido averiguar, así que nos ceñiremos a lo que cuenta la película una vez birlibirloqueado el género criminal por el western: “El ayudante de dirección, José Ulloa, explicaba que un día Iquino le entregó una de las mencionadas novelas baratas de gangsters, encargándole que la transformase en una del Oeste: coches por caballos, ametralladoras por pistolas, night clubs por saloons, etc.” [Àngel Comas: Op. cit., 2003, pág. 279.]

Quedan huellas de su origen, claro. Más allá de su ambientación texano-fronteriza, lo que nos encontramos es un juego del ratón y el gato entre los miembros de la banda de Oswald (Cris Huerta) por el botín de un atraco. Farley (Antonio Molino Rojo), harto de que su mujer (María Martín) le ponga los cuernos con Rogers (Mariano Vidal Molina), otro miembro de la banda, roba el botín y huye a México. Todos salen en pos de Farley, al que alguien asesina. Los delincuentes sospechan de Rogers, que pide ayuda a Steve (Robert Woods), un amigo de la infancia que ahora ejerce de sheriff; entre los dos buscarán al asesino. La película —imagino que también la novela— tiene su centro de gravedad en esta historia de amistad más allá del lado de la ley en el que se encuentre uno, con la perturbadora propina de que Roger sea un psicópata que estrangula prostitutas. Por si estos tres vértices —Steve, Rogers, Oswald— fueran poco, el sheriff toma bajo su protección a la mujer de Farley y a una hija de su primer matrimonio (Olga Omar). Para proporcionarles cierta complejidad, la mujer es una exprostituta y la hija es alcohólica.

Entre los personajes anecdóticos, el ayudante del sheriff interpretado por Indio González y el enterrador borrachín y gangoso a cargo de Luis Ciges, cuyas intervenciones se encuentran en un registro completamente ajeno al del resto del elenco. Por lo demás, todo el guión son idas y venidas sin otro propósito que propiciar persecuciones, peleas y tiroteos. En plan ahorrativo, Iquino recicla las actuaciones en el saloon de Un dólar de fuego y se saca de la manga un regimiento de Caballería, procedente de Cinco pistolas de Texas, que nada tiene que ver con la trama.

 

Apenas terminado el rodaje de La banda de los tres crisantemos, con exteriores en Fraga —con el Cinca travestido de Río Grande—, Esplugas City y Barcelona, Iquino pone en marcha en las mismas localizaciones y de nuevo con el protagonismo de Dean Reed, Veinte pasos para la muerte. En esta ocasión delega la dirección en Manuel Esteba. A pesar de que el libreto se dice inspirado en una novela de Lou Carrigan, Iquino asume “argumento, guión y diálogos” en tanto que Jakie Kelly y el italiano Guido Leoni se habrían hecho cargo del “guión literario”.

Una cartela sitúa el inicio de la acción el 9 de abril de 1865, con la rendición del ejército Confederado que pone fin a la Guerra de Secesión. Los hermanos Kimberly convencen a Aleck Kellaway (Alberto Farnese) de que les ayude a asaltar una columna del ejército nordista para robarles un cargamento de dinero y poder reanudar la guerra. Pero los hermanos Kimberly son dos facinerosos en absoluto patriotas y no tienen otro interés que apoderarse del dinero. Kellaway mata a uno y entrega al otro. De regreso a su hogar para abrazar a su hija Deborah, encuentra a un mestizo de india e irlandés enterrado vivo. Lo rescata y lo lleva a su casa. Unos años después, Mestizo (Dean Reed embetunado) —Saranda en Italia, Quemado en la novela original— está enamorado de Deborah (Patty Shepard), pero Kellaway se niega a que su hija se case con un mestizo porque aspira a convertirse en alcalde del pueblo. Él mismo se ha enamorado de Hazel (Maria Pia Conte), que en realidad es la amante de un Clegg Kimberly (César Ojinaga) y éste busca de venganza por los años que ha pasado en prisión. El western sobre el clásico tema del ajuste de cuentas y la cobardía deviene, en virtud de estos elementos argumentales, en melodrama sobre el racismo, las relaciones paterno-filiales y la lealtad. También en esta ocasión se producen importantes cambios en el paso de la novela a la pantalla. Desaparecen Ned Hilton, el revólver más rápido del sudoeste, y su esposa, "la hemosísima Ludmila", inesperados aliados en el enfrentamiento final entre Quemado y Kellaway con la banda de Clegg Kimberly. Hay en cambio en la novela un acendrado sentido de la lealtad y el respeto, independientemente de las muescas que cada cual luzca en su Colt. Las mujeres son para Lou Carrigan compañeras fieles dispuestas a todo con tal de complacer a su hombre. Sólo Maxine —Deborah en la película— atiza los celos de Quemado/Mestizo porque sabe que su amor es imposible mientras su padre aspire a la alcaldía: los ciudadanos nunca aceptarían que la chica se casara con el hijo de una chiricahua.

El protagonismo de Mestizo en la película convierte a Hazel en una vamp de manual, en tanto que en el texto de origen es ella quien confiesa a Maxine su amor por Aleck y su pasado, entregándose a Clegg sólo para que el hombre al que ama tenga tiempo de organizar su defensa. En la cinta, será Mestizo quien alerte a Kellaway de su perfidia, lo que provoca el desencuentro entre ambos hombres. En la película, los malentendidos sentimentales —Kellaway cree que Hazel está enamorada de él, Mestizo piensa que Deborah le ha traicionado— sirven como hitos dramáticos, que permiten prolongar la tensión unos metros de película más hasta el enfrentamiento final en el que Mestizo deberá tomar partido  por Kellaway o por Clegg, algo que nunca se plantea en la novela. Para colmo, el clímax tiene lugar en un pueblo oscense abandonado, localización tan inadecuada como exótica en un western, lo que provoca un nuevo —y suponemos que indeseado— efecto de extrañamiento.

El final propuesto por Lou Carrigan se decanta por el romanticismo lacónico: "Verano. Texas. "Quemado Ranch". Un hombre. Una mujer. Un beso... para empezar". [Lous Carrigan: Quemado. Barcelona: Ediciones B, 1988, pág. 92.]

La ambigua autoría de Antonio Mollica, que firma como “Ted Mulligan”, y Manuel Esteba, que tuvo sus más y sus menos con Iquino [Àngel Comas: Op. cit., 2003, pág. 366], tampoco parece pesar demasiado en el resultado final, un western con atractivos visuales tan parcos como su presupuesto puntuado por sendas escenas discursivas en las que se explican el pasado de Mestizo y el de Hazel. Eso sí, hay un par de momentos de violencia que la productora italiana se ofreció a cortar para obtener el nihil obstat para todos los públicos: cuando el prometido de Hazel intenta sacarle los ojos a Mestizo en la primera pelea en el río y el estrangulamiento de uno de los secuaces de Clegg (Antonio Molino Rojo) por parte del protagonista. [Italia taglia: Expediente de censura del 28 de abril de 1970]. Pero esto resulta pura ganga en el género al modo post-Leone.

Burlando levemente la cronología, hemos dejado para el final los dos títulos dirigidos por Juan Bosch a partir de novelas de Lou Carrigan. Uno en IFI y otro en Midega, coproducidos ambos por el italiano Luciano Martino...

Harto de dirigir comedias para Iquino, Bosch le pide que le deje dirigir un western, género al que es aficionado y al que cree que puede aportar algo de creatividad. Iquino le propone que adapte una novela de quiosco y entre las que lee, a Bosch le llama la atención El hombre y el miedo. Se trata de un relato ambientado en un único decorado, una estación de postas de Wells Fargo, donde un grupo de bandidos retiene a los viajeros de una diligencia. El sadismo de Quinton Monaway, el jefe de la partida, incluye ahorcamientos inconclusos y completos, el reventarle mediante sendos disparos los dos hombros al escopetero de la diligencia, la orden a una vieja dama de que se desnude para solaz de los bandidos, amenazas de violación varias, la amputación de las orejas y el corte del cuello cabelludo a otro personaje, amén de ejecuciones sin más, por supuesto. Frente a la historia matriz del pistolero retirado que no se atreve a volver a empuñar las armas por temor a no ser tan rápido con la mano izquierda como lo fue con la derecha, son estos episodios de violencia extrema lo que termina calando en el ánimo del lector, aunque los más pasados de vueltas quedan fuera de la adaptación cinematográfica.

Bosch se pone en contacto con Antonio Vera y arman el guión que luego firmarán Iquino y Juliana San José, por la parte española, y Luciano Martino por la italiana. Martino es el propietario de Devon Film, que coproduce con IFI la cinta. Pero apenas comienza el rodaje, Bosch se cae del guindo cuando comprueba que en algunas jornadas de trabajo tiene que rodar más de cuarenta planos. A pesar de ello, La diligencia de los condenados demuestra algo más de concisión que las películas anteriores producidas por IFI a partir de novelas de Lou Carrigan. En lugar de acumular peripecias, la historia queda claramente planteada en los primeros minutos: Tony Stevens (Bruno Corazzari) y sus secuaces han sido detenidos por violación y asesinato y serán juzgados en cuanto llegue un testigo. La partida de Sartana (Fernando Sancho) —reelaboración de acuerdo con las convenciones del subgénero del villano de la novela— retiene a los pasajeros de la diligencia: saben que uno de ellos es el testigo, pero no cuál. Para averiguarlo, los conducen a la parada de postas de Walton, pero éste es en realidad el expistolero Wayne Sonnier que tiene cuantas pendientes con Stevens. Unos breves flashbacks en blanco y negro van pautando el metraje como premonición del enfrentamiento final entre ambos.

Las cosas no terminan de resultar porque hay algunas situaciones inconsistentes y los personajes son meros arquetipos, pero por lo menos no entran en continua contradicción con su propio carácter. Por momentos parece que la planificación está dispuesta a secundar el punto de vista del hijo del pistolero retirado —la larga sombra de Shane (Raíces profundas, George Stevens, 1953), claro—, avergonzado por lo que interpreta como cobardía de su padre, cuya vida anterior tiene mitificada. Y aunque al final esta subtrama sea la que proporciona a la película su happy end tras el inevitable tiroteo, lo cierto es que Bosch apenas deja esbozada la idea sin acabar de explotarla. Tampoco la tensión del huis clos termina de fraguar: la partida de cartas y algunos cambios de tornas demasiado bruscos resultan derivativos y restan fuerza al motivo central.

En mi debut en el cine de caballistas o de cowboys sin vacas —recordaba Bosch— me encontré con un mundo totalmente desconocido para mí. Hasta aquel momento había hecho películas de acción y comedias, pero el género del western era totalmente diferente. Descubrí, por ejemplo, que el actor que más ensayaba y calculaba las distancias para pegar un falso puñetazo siempre acababa KO en la segunda toma. Aprendí que el galán que más presumía de conocer a los caballos no tenía ni puñetera idea y era seguro que acabaría en tierra, desmontado. Todos los villanos querían morir gloriosamente a base de planos enfáticos, inacabables... les encantaba morirse.
La caída de un especialista desde un tejado se pagaba a mil pesetas el metro (de altura), con derecho a un ensayo. La caída de un caballo al galope, a tres mil pesetas. La caída con el caballo incluido, cinco mil. Las repeticiones se cotizaban aparte. Aquellos especialistas eran la gente más sacrificada y romántica que he conocido en el cine, y eran los que se llevaban siempre la peor parte. [Ángel Comas: Joan Bosch: el cine i la vida. Valls: Cossetània Edicions, 2006 págs. 101-104.]

La demostración de puntería de Sartana —tres relojes arrojados al aire que han de ser destrozados con sendos disparos antes de que lleguen al suelo— fue realizada con una escopeta por el propio Iquino como el último plano que rodaba en sus estudios del Paralelo, circunstancia en la que Bosch quiso ver una diáfana metáfora de rebelión contra el paso del tiempo.

Luciano Martino le ofrece a Bosch trabajar directamente para él, puenteando a Iquino, pero el director aún realiza en IFI Abre tu fosa, amigo... llega Sábata / Si già cadavere, amico... ti cerca Ringo (Juan Bosch, 1970), a partir de un guión original de Sauro Scavollini. A estas alturas, Iquino está ya en fase de supervivencia. Cierra sus estudios en el Paralelo y trabaja con presupuestos cada vez más escasos. La relación con Bosch se ha deteriorado y éste decide aceptar la propuesta del italiano. Midega, la productora de Miguel de Echarri, director del Festival de San Sebastián, actúa ante la administración española para legalizar la coproducción. Bosch ha entablado buena amistad con Antonio Vera y decide recurrir a él para levantar el nuevo proyecto, con mayoría italiana y rodaje en el poblado del Oeste de los estudios Elios Films, a las afueras de Roma.

Según Bosch, la productividad del novelista se debía a un método taylorista de producción. Dedicaba un día a planear el asunto y tomar notas sobre el argumento. Al día siguiente se sentaba a la máquina de escribir eléctrica —presumía de su velocidad como mecanógrafo— y escribía toda la mañana y, después de comer, de tres a cinco. Por la tarde se iba al gimnasio a practicar karate. El diez días había terminado una novela con sus correspondientes copias al papel carbón. Él mismo gestionaba los derechos de edición y las reediciones. Después de su colaboración en Los buitres cavarán tu fosa, Bosch intento convencerle de que probara como guionista, pero el novelista rechazó la oferta, a pesar de la mejora que podía suponer en sus ingresos, porque no quería renunciar a su independencia. [Àngel Comas: Op. cit., 2006, pág. 117.]

Ambos toman el argumento de la novela Siempre acuden los buitres y titulan el guión Los buitres cavarán tu fosa. Esta vez Lou Carrigan figura como coguionista con Bosch y Roberto Gianviti, pero, al menos en la versión internacional, Bosch consta como autor del argumento, sin ninguna alusión a la novela, de de cuyo decurso, por otra parte, se aparta en numerosos incidentes. En la adaptación se dramatiza el prólogo sobre los asaltos a las diligencias de la compañía Wells Fargo y la contratación que justicieros que persigan a los asaltantes en lugar de limitarse a defender los envíos de oro y plata desde California a la Costa Este. En el texto original es una suerte de nota histórica sobre la creación del departamento de detectives de la compañía, cuyo detonante fueron los treinta asaltos perpetrados por "Black Bart" entre 1875 y 1883. James B. Hume fue nombrado responsable de seguridad en 1882. [W. Turrentine Jackson: "Wells Fargo: Symbol of the Wild West?", en The Western Historical Quarterly, núm. 3, 1972, pág. 185.], en tanto que en la película, la escena sirve para presentar a los dos principales rivales en la captura, vivo o muerto, de Glenn Kovacs (Frank Braña): los cazadores de recompensas —los “buitres” del título— Jeff Sullivan (Craig Hill) y Pancho Corrales (Fernando Sancho). Luego, el libreto se atiene a la literalidad de los incidentes y los diálogos de la novela.

Sullivan rescata a Dan Barker (Ángel Aranda) de un campo de trabajos forzados para que le conduzca hasta Kovacs y a partir de entonces se entablará una partida entre los dos cazarrecompensas por hacerse con su presa. El mexicano no dudará en torturar a Barker atándolo con alambre de espino en una de esas escenas de sadismo extremo al que ya nos ha ido acostumbrando la deriva manierista del spaghetti-western. Es una de las influencias del subgénero en las novelas de Lou Carrigan. En otros casos, se atiene a los patrones de la novela popular y es en varios de estos momentos cuando el libreto diverge de su base literaria. Valga lo dicho para toda la subtrama novelística de Camelia y su padrastro, curandero y violador. Camelia se convertirá en el "interés romántico" de Jeff Sullivan y el happy end conducirá a ambos a Texas, nueva tierra de promisión. Sullivan es un rural —un ranger del estado sureño— que ha emprendido la aventura con una falsa identidad, otra de las señas de identidad de la novela de quiosco.

Además, Jeff Kovacs es su hermano y pretende llevarlo ante la justicia antes de que Pancho Corrales decida que es más fácil cobrar la recompensa con él muerto; el argumento de los hermanos en distintos lados de la ley es, una vez más, uno de los artificios más socorridos de la novela bélica, del Oeste o policial, en una transposición, acaso inconsciente, del reciente enfrentamiento civil. En la adaptación de Bosch, Barker es el hermano de Kovacs y Sullivan lo rescata del campo de trabajos forzados para que lo conduzca hasta él. Camelia se convierte en la irlandesa Susan y se enamora de Barker, no de Sullivan. A este le queda el papel de pistolero irredento: dispara repetidamente contra Kovacs porque éste mató a su mujer. Tras liquidar también a Corrales deposita a Barker en brazos de su amada y se pierde en el horizonte. En resumen, el guión prescinde de alguna trama secundaria derivativa y refuerza la principal con recursos distintivos del western mediterráneo, igual de tópicos a estas alturas que los de las novelas a destajo.

Algunas situaciones se reciclan casi literalmente de La diligencia de los condenados, como la del intento de violación y el asesinato del padre cuando intenta defender a su hija. En cuanto a rasgos estilísticos de interés, destaca sobre todo la ausencia de flashbacks, que habían sido signo distintivo de las adaptaciones corriganianas de Iquino, y la focalización en el punto de vista de determinados personajes en algunas escenas. Valga como ejemplo la pelea de Sullivan y Barker, en la que cada golpe queda reflejado en la mirada de Susan (Maria Pia Conte), enamorada del segundo, lo que la lleva a empuñar un rifle y disparar contra el cazarrecompensas. No es mucho, pero destaca por contraste con las rutinarias realizaciones de Iquino.

A pesar de estas gollerías, Bosch consigue terminar la película por debajo del presupuesto inicial, lo que propicia su vinculación al cine italiano durante los dos siguientes años en los que factura hasta seis títulos en cuyos créditos aparece como John Wood. Tras su regreso a la producción netamente española en 1975, dará a luz su obra maestra en el género, la epigonal La ciudad maldita / La notte rossa del falco (1978) que ya no es una adaptación de alguna novelita de Carrigan, sino de Red Harvest, de Dashiell Hammett.

El tema de la venganza y las cuentas pendientes del pasado constituyen la materia prima argumental del western mediterráneo. En los basados en las novelas de Lou Carrigan podemos advertir además un interés cardinal por los vínculos familiares, ya sean éstos entre padres e hijos o entre hermanos. También la presencia en los guiones de hijos adoptivos, madrastras y hermanastros, en unas relaciones no consanguíneas y a menudo interraciales que marcan el comportamiento de los personajes. Todo ello se incardina en unas tramas argumentales deudoras de arquetipos mil veces replicados: la sombra del pasado que empuja a la venganza, las alianzas traicionadas en pos de un botín, el pistolero que no quiere volver a utilizar las armas, los representantes de la ley sitiados por los facinerosos, los hermanos enfrentados cual nuevos Abel y Caín... Todas tienen ilustres precedentes en el cine estadounidense y se reciclan habitualmente en tebeos y novelas de quiosco. En este aspecto, tanto da que estemos en Chicago que en el Lejano Oeste: las tramas son perfectamente intercambiables. Conviene resaltar, eso sí, la prevalencia de localizaciones fronterizas con México, influencia de José Mallorquí adoptada por el cine rodado en España por afinidad cultural y facilidades de ambientación.

Él propio Antonio Vera resumía así su impresión —acaso edulcorada por el paso del tiempo— sobre estas adaptaciones:

Tengo un buen recuerdo de mi relación con el cine partiendo de mis novelas, y puedo decir que en todo momento fui tratado de modo cortés y respetuoso por los productores y directores de las películas basadas en novelas de mi creación. En ocasiones, el director se permitía hacer algunos cambios argumentales y ambientales que incluso un par de veces llegaron a resultarme muy chocantes, pero que acepté porque entendía claramente que su intención era mejorar la película, al menos desde el punto de vista comercial, y en ese aspecto sabía mucho más que yo sin la menor duda. [Lou Carrigan: “¿Cine de género?”, en Javier G. Romero (ed): Bolsilibro & Cinema Bis. Mieres: VTP Editorial, 2012, pág. 7.]