domingo, 29 de agosto de 2021

el día de difuntos de 1960


El 1 de noviembre de 1960 coinciden en la cartelera de la Gran Vía madrileña dos películas dirigidas por Luis César Amadori: Mi último tango (1960), protagonizada por Sara Montiel, y Un trono para Cristy / Ein Thron für Christine (Luis César Amadori, 1960), una coproducción hispano-alemana basada en una comedia de José López Rubio, que bebe tanto del éxito de Roman Holiday (Vacaciones en Roma, William Wyler, 1953) y Sissi (Sissi, Ernst Marischka, 1955) como de ¿Dónde vas, Alfonso XII? (1958), del mismo Amadori. De algún modo, el realizador argentino afincado en España se ha convertido en emblema de un cine con sólidos valores de producción, de seguro éxito popular y, quizás por ello mismo, evasivo, ajeno a la realidad social del momento. Probablemente por eso, Julián Marcos y Joaquín Jordá rematan su documental dedicado al Día de los muertos (1960) con unos planos de las carteleras de ambas películas.

Durante los diez minutos anteriores, un equipo formado por alumnos del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas ha realizado lo que es una clásica “sinfonía urbana” circunscrita a la necrópolis del Este de la capital. Fernando Rey y Laly Soldevila han adoptado un estilo frío y distanciado para proporcionar al espectador las estadísticas de vidas y muertes: “Contra lo que pudiera parecer, Madrid cuenta con más habitantes vivos que muertos. De los quince metros cuadrados que goza el madrileño en vida, pasa a ocupar a su muerte poco más de un metro”. 

Luego, apenas hay humor macabro, al estilo del que predomina en Los muertos no se tocan, nene, la novela de Rafael Azcona publicada en El Club de la Sonrisa de Taurus en 1956 o el que presidirá Tus amigos no te olvidan, de Luis Carandell, editado en 1975 por Ediciones 99. Jordá y Marcos optan por alternar las tareas cotidianas de la veneración a los difuntos —el mercado de flores ante la plaza de toros de Las Ventas, la dificultad para encontrar sitio en el transporte público, la limpieza de una lápida— con esculturas funerarias y ringleras de fosas vacías que aguardan inquilino. Y el capote y el tricornio de un guardia civil. Y rostros, cientos de rostros anónimos, que desmienten desde la pantalla el “milagro económico” español promovido desde el gobierno por el Opus Dei con la oferta turística como principal motor de desarrollo.





Sin embargo, el motivo de enfrentamiento con la censura no fue éste, sino la pretensión de los cineastas de rodar en el Cementerio Civil, anejo a la necrópolis de la Almudena:

Había una reflexión sobre la heterodoxia española, asociada al cementerio civil, que rodé pero después no pude montar, porque la prohibió la censura del guión, taxativamente. Ahí tampoco estaba la muerte. A través del cementerio civil, que era un lugar de especial concentración alrededor de todo lo que significaba heterodoxia, se intentaba explicar que existía otra historia de España, que no era la de Isabel la Católica o El Cid Campeador. Había otra gente que perdió, tuvo sus avatares, sus altibajos, y en los años sesenta había sido borrada. Se trataba de recuperar su memoria, sin ninguna necrofilia. Por el contrario, se trataba de reivindicar que esa gente seguía siendo aprovechable. Es cierto que estaban enterrados en panteones, pero, justamente, el rodaje se hizo el día que estaban más frecuentados. No eran panteones solitarios. [Joaquín Jordá, en Nosferatu, núm. 52, 2006, pág. 67.]

Los recuerdos de Jordá son refrendados por los de Julián Marcos y por el expediente de censura. Uninci envía a dos equipos de realizador-cámara: el de Marcos y Luis Enrique Torán rueda la actividad en la plaza de las Ventas y la carretera del Este, en tanto que el de Jordá y Juan Julio Baena se encarga de rodar en la Almudena y en el cementerio Civil. Es precisamente a la salida de éste cuando les interroga la policía y solicitan que les sea entregado el material. Según Jordá, Baena se las habría arreglado para velar la lata que contenía el metraje más comprometido y que atañía a militantes de izquierda ante los panteones de los presidentes republicanos —en la de Salmerón dice “renunció al poder por no firmar una sentencia de muerte”— y viejos militantes socialistas.

El resto del negativoes revelado y revisado atentamente en la Dirección General de Seguridad. Aunque esté sin montar, los antecedentes políticos de Juan Antonio Bardem y Baena pesan a la hora de valorar la futura película como material subversivo. Según los informantes, es evidente que en todo el material del Cementerio Civil “se trata de recoger detalles de sepulturas pertenecientes a políticos o escritores de significación marxista, izquierdista, masónica o atea”. [Informe de la DGS a la DGCyT, del 11 de noviembre de 1959, reproducido por Alicia Salvador Marañón: De Bienvenido, míster Marshall a Viridiana. Historia de Uninci: una productora cinematográfica bajo el franquismo. Madrid: Fundación Egeda, 2006, pág. 398.] No será el único inconveniente. Al parecer, Uninci olvida comunicar las fechas de inicio y fin de rodaje por lo que cuando el corto llega a censura, se deniega el trámite al considerarse caducado el permiso de rodaje concedio el octubre anterior. La productora solicita entonces un nuevo permiso con fechas de mediados del año 1961, cuando las instituciones están al cabo de la calle de que la filmación se ha realizado la primera semana de noviembre de 1960. Mediante esta componenda, el documental puede emprender su largo proceso censorial: nada menos que año y medio antes de que sea autorizado. Ya se había prohibido anteriormente utilizar el metraje obtenido en el Cementerio Civil, pero en diciembre de 1962 se condiciona la autorización al corte de un plano de la placa conmemorativa de los fallecidos de la Legión Cóndor y el plano adyacente de la lápida deteriorada en la tumba de José Ortega y Gasset. 


Los cines de la Gran Vía, con los que Día de los muertos desemboca en la noche, alternan con la emblemática representación del Tenorio —en el Teatro Español de la plaza de Santa Ana colocan el cartel de “No hay localidades” para las funciones de tarde y noche— y un reloj, que nos recuerda que el tiempo se nos escapa y que todas las horas hieren, pero es la última la que mata.

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