Otros niños (y jovencitas) prodigio
Como el personaje de Marisol en Ha llegado un ángel, Rocío Dúrcal llega al cine tras su paso por un concurso televisivo: Primer aplauso. A diferencia de Marisol, Rocío Dúrcal es ya una adolescente y Época Films —la productora de Eduardo Ducay y Leonardo Martín con la que ha firmado un contrato en exclusiva— busca el nicho del público juvenil. El producto Canción de juventud (1962) no puede ser más blanco ni la canción con la que se abre la película, más elocuente: “La vida puede ser maravillosa. / Parabarabá. / La vida puede ser color de rosa. / Parabarabá. / Y sueña, sueña, sueña, / Y baila, baila, baila, / Y canta, canta, canta mi canción”. Para colmo, la cantan una bandada de chicas que circulan en Vespa por un paisaje idílico de la costa y algunas de ellas hasta llevan pantalones. Pero es que las dos monjitas que regentan la residencia de señoritas (Margot Cottens y María Fernanda de Ocón) son muy comprensivas. Todo lo contrario que don César (Julio Sanjuán repitiendo su papel de viejo gruñón) que lleva la vecina escuela masculina preparatoria para los estudios arquitectura. La reconstrucción de una ermita románica y el correspondiente festival para recaudar fondos constituyen el armazón argumental, completado en el último tramo por el regreso del padre de Rocío (Carlos Estrada) a España después de muchos años y casado en segundas nupcias, hecho que ha ocultado a su hija. Y hasta aquí contamos porque corremos el peligro de morir ahogados en merengue.
Luminosos los exteriores, en entonados tonos pastel los interiores —con predominio del rosa en el dormitorio de las chicas—, Lucia es un elemento técnico más, como los decorados de Eduardo Torre de la Fuente, la fotografía de Antonio L. Ballesteros y la partitura de Algueró, en la creación del envoltorio con el que se presenta a la nueva estrella. Brilla en la melodramática reconciliación entre padre e hija, pero podemos cifrar en este título su declinante prestigio como director con ambiciones y su progresivo encuadramiento en el artesanado cinematográfico.
Rocío de La Mancha (1962) se rueda en rápida sucesión con la anterior. Varía apenas el equipo —Enrique Alarcón en lugar de Torre de la Fuente—, se mantiene la cabecera del elenco —Rocío Dúrcal, Carlos Estrada y Helga Liné—, vuelven a producir Época Films y la opusdeísta Procusa, pero el guión de Lucia y Palacio se basa esta vez en una idea del sempiterno José Luis Colina. Incluso la declaración de amor —allí del empollón (Vicente Ros), aquí del camionero (Simón Andreu)— es idéntica. Lucia se encarga una vez más de pastorear a un grupo de arrapiezos que, en esta ocasión, son los hermanillos de Rocío, a los que ella debe sacar adelante a base de endilgarles a los turistas que recorren España algunas escenas del Quijote narradas al pie de un molino manchego. Rocío, como Marisol, habla con su madre mirando al cielo mientras el objetivo la retrata en primer plano ligeramente picado y ella contiene una lagrimita. Pero el destino busca sus compensaciones. Ella ha perdido a su madre y la famosa cantante Berta Granada (Helga Líné) perdió hace unos meses a su hija y, a consecuencia de ello, la voz. Cuando la cantante sufre un accidente de carretera, cree que Rocío es su hija resucitada. Sintiéndose culpable del accidente, la muchacha acepta el alambicadísimo plan de Berta de suplantar a su hija fallecida ante Francis Casanueva (Carlos Estrada), el hombre del que se separó hace años. De ahí a protagonizar en París el musical que su supuesto padre ha escrito sobre la novela de Cervantes no hay más que un paso, aunque el drama de la separación matrimonial se prolongue hasta el último instante.
El comentario de Alfonso Sánchez sobre la labor de Lucia vale para cualquier otra cinta del ciclo, tal es su sentido serial:
Cuento entretenido, intranscendente y limpiamente narrado. Los autores han movilizado eficazmente su astucia para dar a la cinta alicientes comerciales, que sin duda tendrá buena carrera popular. Luis Lucia aplica a estas películas su rara habilidad, su seguro oficio y su sentido para llegar al público. Tiene la película ese ritmo vivaz tan peculiar de Lucia y que es una de sus mejores cualidades. [Alfonso Sánchez: “Novedades cinematográficas del Domingo de Resurrección”, en Hoja del Lunes, 15 de abril de 1963, pág. 7.]
Sea por el motivo que sea, Lucia salta de la ecuación Época Films / Procusa / Rocío Dúrcal, pero se incorpora a otra producción de Época Films con Perojo. El objetivo es lanzar a una nueva estrella adolescente, contratada para cuatro películas después de oírla en un programa de Radio Madrid en el que dice la leyenda que Bobby Deglané exclamó: “¡Será hija de una portera, pero canta como si lo fuera de la duquesa de Alba!”. Porque si María de los Ángeles de las Heras —o sea, Rocío— había nacido en un hogar humilde de Cuatro Camino, María Pilar Cuesta se ha criado en otro no menos humilde de Lavapiés. Para protagonizar Zampo y yo (1965) la rebautizan como Ana Belén, el nombre de su personaje. Una vez más, se trata de una niña a la que nada material le falta, pero que carece del afecto de su padre (Luis Dávila). Lo encontrará en el payaso (Fernando Rey) de un circo que conoció tiempos mejores. Aunque la niña haya llegado allí por casualidad, ésta no es más que la mano del destino, porque entre Ana Belén y Zampo existe una relación que sólo se revelará más adelante y que permitirá, cómo no podía ser de otro modo en una película de Lucia, la reconciliación entre padre e hija, aunque para ello sea preciso el sacrificio del payaso.
La cinta se pretende como una vindicación de la fantasía y los sueños, ejemplificada en el número musical Esta noche, compuesto por Adolfo Waitzman. Pero el onírico viaje en tren hasta un circo romano donde un jurado popular de payasos juzga al padre de Ana Belén cuenta con todos los ingredientes de las pesadillas.
A pesar de que Lucia decía siempre que Zampo y yo era una de sus mejores películas, los algo más de setecientos mil espectadores que pasaron por taquilla fueron considerados un fracaso por Época Films. Las cintas protagonizadas por Rocío Dúrcal duplicaban esa cifra y Cuando tú no estás (Mario Camus, 1966), protagonizada por Raphael, superó holgadamente los dos millones y medio. El contrato con Ana Belén fue rescindido y la adolescente, turbada por los modos dictatoriales del director, ingresó en la escuela de teatro de Miguel Narros, que había sido actor y responsable de la ambientación y el vestuario en Zampo y yo. Eso sí, el nombre de Ana Belén será ya el suyo para siempre.
Perojo no ceja en sus intentos de explotar el filón del cine infantil, acrecentado el interés porque aparte del meramente comercial la administración de José María García Escudero concede incentivos a este tipo de producciones. Y así es como le llega el turno a Nino del Arco, quien, tras participar en Por un puñado de dólares / Per un pugno di dollari (Sergio Leone, 1964) interviene en dos coproducciones hispano-mexicanas en 1966. Perojo lo contrata para protagonizar Grandes amigos (1966). La pareja titular está constituida por Antonino (Nino), el hijo de la viuda de un guardabarreras, y una imagen del niño Jesús que se encuentra en una cueva a donde ha ido a dar su pelota. Esta imagen milagrera ayudará a Antonino y a su madre cuando tengan que dejar la casilla ferroviaria y viajar a Madrid en el burro Valerio. En los suburbios de la ciudad, como tantos otros procedentes de la migración interior, encontrarán vivienda y asistencia social. Lo primero, gracias a un titiritero apodado Tararí (Julio Goróstegui). Lo segundo, gracias a un maestro vocacional (Manuel Gil). Eso sí, los más gamberros de la escuela hacen la vida imposible a Antonino por su ingenuidad y buen corazón; también por paleto. Cuando las circunstancias trágicas le sobrepasen, Antonino acudirá a un árbol quemado que semeja una cruz ante la que, durante su viaje a la capital, un hombre misterioso (Peter Damon) le prometió que encontraría ayuda siempre que la necesitara.
Juan Cobos y Leonardo Martín adaptan la novela de Carlos María Ydígoras La colina del árbol. La deuda con Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1955) es tan patente, que el propio José María Sánchez Silva escribe el prólogo del libro. La crítica se muestra, en general, condescendiente con el empeño, aunque el cine para la infancia sólo parece encontrar eco en la administración.
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