domingo, 10 de octubre de 2021

la amargura de luis lucia (6)

En busca de prestigio

El estreno de La muralla en el teatro Lara, en octubre de 1954 supuso un éxito apoteósico. El drama de tesis de Joaquín Calvo Sotelo, protagonizado por Rafael Rivelles, fue representado por la compañía titular hasta pasar las seiscientas funciones, al tiempo que se estrenaba en otras ciudades y salía de gira con diversas compañías. Más de dos mil representaciones en una temporada atestiguan la conexión de la obra con un público que compartía con el protagonista su angustia existencial ante la inminencia de la muerte, la culpabilidad sobre el origen de las fortunas amasadas sobre las ruinas de la Guerra Civil y el duro camino de expiación y redención impuesto por una religiosidad ajena a hipocresías e intereses. Era lógico que los Balcázar, que acababan de producir otra obra de tesis de carácter religioso, La herida luminosa (Tulio Demicheli, 1956), optaran en 1958 por realizar la adaptación del drama de Calvo Sotelo y encargaran la dirección a Lucia.

El guión arranca con un recorrido por la finca de “El Tomillar”, cuya reintegración a su legítimo propietario va a constituir el macguffin de la cinta. Queda así caracterizado don Carlos (Armando Calvo) como un hombre de acción, terrateniente preocupado por que la tierra no pertenezca inactiva y genere riqueza, paternalista con sus empleados —a los que todos los años entrega una sustanciosa prima—, orgulloso de lo que ha logrado y que cada mañana contempla a lomos de su caballo. Pero, ay, han detenido por contrabando a un pobre hombre, al que Lucia sólo muestra de espaldas y despojado de sus atributos de vencido en la contienda, y cuando don Carlos acude al cuartelillo a interesarse por su suerte, sufre un infarto. El fraile que le proporciona asistencia espiritual en trance de muerte le confirma, una vez superado el momento, que el perdón sólo será efectivo si hay restitución; esto es, si devuelve a su legítimo propietario la tierra que obtuvo de manera ilícita y gracias a la cual ha labrado su fortuna. Constituyen “la muralla” que le impide llevar adelante su decisión: su hija (Marta Padován), que ve peligrar su boda con un compañero recién licenciado en Derecho y con un futuro de lo más prometedor; el padre de éste (José Marco Davó), pomposo prohombre del régimen y constructor necesitado de un aval que don Carlos ya no va a poder proporcionarle; su secretario (Carlos Casaravilla), al que parece locura que quiera arrojar por la borda lo que tanto le ha costado conseguir; su suegra (Consuelo de Nieva), preocupada por el que dirán y por la posición económica alcanzada cuando al fin logró que su hija (Irasema Dilian) se casara con el acaudalado viudo.

Aunque la versión que se puede ver actualmente tiene el metraje completo, parece ser que, para el estreno, la película sufrió varios cortes que afectaban, paradójicamente, a los diálogos que habían servido para atizar la polémica en la obra teatral. Se trataba, en concreto, de algunas alusiones al fariseísmo religioso y a la condición de capitán del ejército sublevado durante la Guerra Civil, que habría servido a Jorge para hacerse impunemente con “El Tomillar” aprovechándose de la condición de vencido de Quiroga. Lucia afirmaba que a la película le habían pegado veinte cortes y que en México, donde pasó sin amputar, había conocido un éxito sobresaliente. [Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Valencia: Fernando Torres Editor, 1974, pág. 253.] Por su parte, Miguel Pérez Ferrero llega a escribir en su reseña para el diario ABC: “Cinematográficamente, La muralla está muy cuidada, y el espíritu que en ella palpita como teatro se mantiene intacto en el cine. Echamos de menos, eso sí, determinadas frases y, también, determinadas puntualizaciones que servían para concretar el tipo del personaje central, supresiones quizá debidas a cierta timidez —y suponemos que no del realizador—, de que el impacto, de esas frases y puntualizaciones pudiera producir un efecto más subvertidos [sic] en el público del cine que en el del teatro. Y ello, en verdad, no deja de restar algo de valentía y restarla sin ventaja compensadora, desde luego”. [ABC, 12 de diciembre de 1958. pág. 76.] Lucia ironiza sobre estas veleidades censorias retratando a doña Matilde como parte de un apócrifo comité depurador de espectáculos cinematográficos en cuyas proyecciones las pías damas se escandalizan ante un castísimo beso y aconsejan la prohibición total de la película, en tanto que no ven nada de amoral en la matanza a tiros con la que culmina un western, que, desde luego, queda autorizado para todos los públicos.

También se basa en una obra de Joaquín Calvo Sotelo, Milagro en la Plaza del Progreso, la siguiente película de Lucia, aunque la producción esta vez corre a cargo de Santos Alcocer y Exclusivas Floralva. El extensísimo reparto de Un ángel tuvo la culpa (1959) constituye un quién es quién del cine español del momento; tal circunstancia viene provocada por la estructura de la cinta, que recurre al sistema de episodios entrelazados en el que Lucia ya demostró su maestría con Aeropuerto. Claudio (José Luis Ozores) se ha emborrachado y ha decidido ejercer de ángel bueno con la gente apurada con la que se ha cruzado durante su juma por cuenta del millón de pesetas que don Eustaquio (Roberto Camardiel) le había encomendado para que ingresara en el banco. El comisario (Alfredo Mayo) le concede un plazo de veinticuatro horas para recuperarlas y su mujer (Emma Penella) se encomienda a una talla de San Cosme que tienen en el modesto piso en el que viven. Cada uno de los diez paquetes de cien mil pesetas que recuperen es una vela que encienden al santo. Y una historia de miseria paliada, ilusiones cumplidas o, incluso, ocasión para el delito, que hablan de la bondad innata del pueblo madrileño, de la providencia cristiana y de la honradez recompensada. Lucia ya había visitado el Madrid suburbial en Cerca de la ciudad (1952), donde se proponía una aproximación de matriz nacional-católica al neorrealismo. Siete años después, en plena expansión desarrollista, esta nueva incursión en el filón gracias a un reparto coral —ya ensayada en Manolo, guardia urbano (Rafael J. Salvia, 1956) — queda como un sainete un tanto trasnochado, aunque con efectos secundarios imprevistos, al permitirnos asomarnos a las bolsas de miseria que existían en la periferia de cualquier ciudad española.
Las otras dos incursiones de Lucia en el cine “de prestigio” se cobijan bajo el paraguas de Eurofilms - Europea de Cinematografía, una compañía que había debutado en el largometraje con La noche y el alba (José María Forqué) y que, a estas alturas, había facturado varios cortometrajes en los que lo turístico y monumental no estaba reñido con lo religioso.

Molokai, la isla maldita (1959) relata con tonos hagiográficos la vida del sacerdote belga Damián de Veuster (Javier Escrivá), quien un día decide instalarse en la isla hawaiana de Molokai para atender a los leprosos y, de paso, evangelizarlos. Al principio cuenta con la oposición de Bluck (Roberto Camardiel) que trafica con la miseria de los demás desterrados en la isla. Pero, poco a poco la autoridad moral del sacerdote se impone a los demás. Su ejemplo cunde también en el mundo y, al tiempo que crece el número de bautizados, llegan a Molokai, el padre Conradini (Luis Morris), el capitán que lo trajo a la isla (Gerard Tichy) y un científico alemán que descubre que el padre Damián ha contraído la enfermedad. Las escenas se articulan a modo de apólogos en las que el bien triunfa invariablemente, aunque Damián, como su colega Don Camillo, sea muy capaz de defender sus convicciones a base de puñetazos. La santidad del sacerdote se hace evidente cuando, al exhalar el último aliento, las señales de la lepra desparecen milagrosamente de su piel, transfigurándolo.

La película y la interpretación de Javier Escrivá recibieron toda clase de parabienes oficiales, lo que dice más de la vigencia del nacional-catolicismo que de la calidad del trabajo de Lucia, que hoy transparenta el armazón piadoso sin conseguir transmitir la más mínima emoción. O eso es, al menos, es lo que le ha ocurrido a uno. Más grave resulta aún lo de El príncipe encadenado (1960), “versión libre” de La vida es sueño de Calderón de la Barca que Lucia anhelaba realizar desde tiempo atrás; al menos, desde que se anunció como su proyecto inmediato tras La duquesa de Benamejí, protagonizado por Jorge Mistral y con guión de Vicente Escrivá y José Rodulfo Boeta. [Pío García: “Moviola”, en Primer Plano, 445, 24 de abril de 1949.] El reto de conservar la esencia de la reputada obra de Calderón prescindiendo del verso y unas interpretaciones autoconscientes constriñen a Lucia, que parece estar pidiendo a gritos escapar de tanta rigidez. El zoom y unas recurrentes panorámicas al cielo utilizadas como transición entre secuencias revelan cierto cansancio por parte de Lucia en un terreno en el que siempre se había sentido cómodo.

Los decorados de Sigfrido Burmann compiten en fantasía con las localizaciones en la Ciudad Encantada, pero las escenas de acción quedan relegadas a los exteriores que, incluso, sirven de fondo al célebre monólogo de Segismundo (Javier Escrivá). Éste es liberado del Valle de la Muerte por su padre, el rey Basilio (Antonio Vilar), a instancias del villano Astolfo (Luis Prendes), que pretende enfrentar a padre e hijo para hacerse con el trono. Sin embargo, el amor de Rosaura (María Mahor) por el atribulado príncipe y las simpatías del pueblo —así, en abstracto— por la pareja terminarán provocando un trágico duelo entre el príncipe y su propio padre, previa muerte del usurpador del trono.

Así como la adaptación de El alcalde de Zalamea (José Gutiérrez Maesso, 1954) tenía visos de convertirse, si no en una crítica, al menos en un comentario sobre el balance de poderes entre el mandatario y su pueblo, la de El príncipe encadenado sigue la mucho más cómoda senda del prestigio literario, como el año anterior había hecho César Fernández Ardavín con El lazarillo de Tormes (1959), con galardón en el Festival de Berlín incluido. A pesar de que la acción de la obra de Calderón se traslada en la película a Polonia, que el modelo formal estaba inspirado en la moda del cine de vikingos iniciada con The Vikings (Los vikingos, Richard Fleischer, 1958) lo prueba que al estrenarse en Italia se le diera el título de Il príncipe dei vichingi y las sinopsis proclamaran que la acción tenía lugar en los confines de los reinos de Dinamarca y Noruega en el siglo XI. Una prueba más del cine de género europeo para adaptarse a gustos y modas, independientemente de las ambiciones de su “autor”.

En la edición de 1960 de los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos El príncipe encadenado resulta la gran triunfadora. Mejor película, director (Lucia), interpretación femenina (María Mahor), escenografía (Sigfrido Burmann) y fotografía (Alejandro Ulloa) en color por Eastmancolor. En múltiples entrevistas, Lucia presumía de estos galones y de las semanas que la cinta había permanecido en el cine Gran Vía de Madrid, para quejarse luego de la incomprensión de la crítica, que tampoco quiso sancionar esta vez con su veredicto favorable lo que el público siempre pareció refrendar en taquilla.


Addenda del 23/11/2021:

No me resisto a citar íntegras las declaraciones sobre Lucia de Luis Ciges, que habría debutado en Molokai como actor tras haber estudiado dirección en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas:

 Mi primera película no fue Plácido, fue Molokai, de Luis Lucia. Catástrofe. Un tío intratable. Iba de director. "Sonría; no sonría...". Fui a verle a su casa y estaba haciendo la lista de una fiesta con las tías que tragaban, y las que no tragaban las borraba.Yo tenía 11 o 12 días de trabajo, no estaba mal. Rodábamos en Manzanares. Había un gran lago, ponían una palmera y ya era Filipinas. Yo hacía de Manolo, un leproso. Lo malo es que era invierno, y había tanta humedad que nunca daba el sol. Venga sol por el horizonte, y allí nada. Y Lucía con un cabreo... "Aquí hay un gafe", decía. Así que primero quemó la camisa amarilla de un técnico, y como seguía sin sol, me echó a mí. Mejor. "Sonría, no sonría". ¿Cómo coño iba a dirigirme a mí, que iba para director? "Dirigiendo bien, éste no es momento de sonreír. Igual un momento de alegría, sí, pero no de sonreír". [Miguel Mora: "Las portentosas memorias de Luis Ciges", en El País, 17 de enero de 1999.]


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