Una de las escenas más esclarecedoras de Bellissima (Luchino Visconti, 1951) tiene lugar cuando la madre a la que interpreta Anna Magnani se cuela en una de las salas de montaje de Cinecittà para intentar ver la prueba que su hija ha hecho para Alessandro Blasetti. La montadora (Liliana Mancini) le contesta que en ese momento es imposible y entonces la mamma, acaso para ablandarle un poco el corazón, dice reconocerla como la protagonista de Sotto il sole di Roma (Bajo el sol de Roma, Renato Castellani, 1948), una de las películas que redefinieron el neorrealismo. La montadora le contesta entonces que este es el destino de los no profesionales: ella hizo otra película más aupada por la celebridad de la anterior y tuvo que dedicarse a esta labor técnica, lejos del brillo de los focos y de la atención pública. Tres décadas antes de los deslumbrantes debuts de Ángel Fernández Franco y José Luis Manzano en Perros callejeros (José Antonio de la Loma, 1977) y Navajeros (Eloy de la Iglesia, 1980), ya había quedado en evidencia que el “actor natural” siempre va a ser un instrumento en manos de un cineasta.
La edición en los últimos años de sendas biografías sobre dos de los protagonistas más carismáticos del ciclo quinqui, y el enfoque que dan sus autores a las mismas nos invita a reflexionar un poco sobre las distintas metodologías empleadas en su elaboración y la condición de explotados de los adolescentes dedicados a la interpretación.
Para empezar, hay que destacar el rigor con el que Marco Antonio López Vilaplana en ¡Dale caña, Torete! y Eduardo Fuembuena en Lejos de aquí abordan sus investigaciones en un terreno minado de sensacionalismo, mitomanía y leyendas propaladas por los supervivientes, porque tanto Fernández Franco como Manzano fallecieron con apenas treinta años. Los medios en que se criaron son análogos aunque uno lo hizo en el barrio de La Mina barcelonés y el otro en la UVA de Vallecas. Ambos fueron “descubiertos” por sendos directores cinematográficos que se encargaron de moldear sus imágenes en la pantalla y “encadenarlos” a un estereotipo icónico del delincuente juvenil: el regeneracionista José Antonio de la Loma se inventó al Torete en Perros callejeros a partir de la realidad cotidiana del propio Fernández Franco y de su compañero ocasional de correrías Juan José Moreno Cuenca “El Vaquilla” y el aún marxista Eloy de la Iglesia se inspiró en la biografía de José Joaquín Sánchez Frutos “El Jaro” para modelar el personaje que Manzano interpretaría en Navajeros. Él y Fernández Franco eran actores naturales, o sea, tipos de la calle a los que se encomienda que encarnen papeles creados a partir de su realidad cotidiana y no desde la técnica interpretativa. Sus valores suelen ser, por tanto, la frescura y la familiaridad con el entorno. Del director depende que ambas cualidades “lleguen” al espectador.
La realidad que pretendían reflejar las dos películas era la explosión de la delincuencia juvenil a mediados de la década de los setenta, en un momento de profunda crisis económica y cambios políticos en España. Los “macarras de ceñido pantalón” a los que cantaba Joaquín Sabina copaban las páginas de sucesos de los periódicos en una escalada que va del robo de coches a los tirones, de las fugas de reformatorios a las persecuciones a tiros, de la aparición de la heroína a los motines carcelarios de final de la década.
El libro de Fuembuena es, en efecto, una minuciosa biografía de Manzano, novelada en lo relativo a su relación profesional y personal con Eloy de la Iglesia. Por la primera parte de la filmografía del director zarauztarra se pasa de puntillas porque lo que importa es el día a día de la relación con su pupilo hasta que la heroína los separa. Luego entrará en juego Pedro Cid, un cura del barrio de la Alhóndiga, en Getafe, que acoge a Manzano en su casa durante los últimos años, y Fuembuena se remonta a los orígenes de la vocación del sacerdote en un intento totalizador que desvirtúa el equilibrio entre el dúo protagónico para dar espacio al nuevo personaje. Hablo desde un punto de vista narrativo y dramático, que es el que el autor adopta dialogando escenas, asumiendo la posición de narrador omnisciente y convirtiendo a individuos concretos en personajes aliados —el guionista Gonzalo Goicoechea, los hermanos Antonio y Rosario Flores— y en villanos —los críticos Fernando Trueba y Diego Galán— de su historia.
Por su parte, López Vilaplana escribe en la página 39 una declaración de intenciones: “Lo diré en cristiano, esto no es un folletín titulado ‘Las aventuras de el Vaquilla y el Torete’ sino una biografía, hecha a mi manera, sobre una persona concreta”. A su manera significa sumergirse, como Fuembuena, en horas de entrevistas con familiares y supervivientes de aquella etapa y en escarbar en los fenómenos migratorios y urbanísticos que favorecieron la deriva delincuencial de un chaval del Campo de la Bota, en el extrarradio de Barcelona. Un chaval al que el volumen retrata como un tipo despierto, escolarizado, arropado por su madre y sus hermanos, buen jugador de fútbol, pasable intérprete de rumba, que solía actuar junto a dos de los miembros de Bordón 4 —el grupo participa en la banda sonora de Los últimos golpes de El Torete (1980)— y, claro, amante de los coches. En esta ocasión, las escenas dramatizado-dialogadas resultan menos invasivas, pero también hay un villano: José Antonio de la Loma. Si los vecinos de La Mina quisieron parar en su día el rodaje de la primera película porque desacreditaba y criminalizaba al barrio, López Vilaplana le reprocha en el presente la utilización que hizo de Fernández Franco con propósitos puramente “comerciales” y el doble juego con el chico y con las autoridades a la hora de seguir explotando el filón.
Más compacto que el libro de Fuembuena —tiene la mitad de páginas—, adolece también de algunos problemas estructurales: el prólogo del editor y los dos primeros capítulos —casi sesenta páginas— están dedicados a glosar las mentiras y medias verdades que periodistas y cineastas propalaron a partir de la identificación de Fernández Franco con el personaje cinematográfico en una disquisición un tanto bizantina cuando lo que el autor se propone es ofrecer la realidad de chavales y adolescentes en el extrarradio de Barcelona. Uno puede no estar de acuerdo con el paternalismo que muestra De la Loma e, incluso, predecir desde el presente el fenómeno que iba a desencadenar la película inicial del ciclo, pero son posturas que apenas logran desenredar la madeja de la polémica y la mitomanía.
El otro inconveniente es el ardid editorial de no decir en ninguna parte que esta “biografía autorizada” se publica en dos partes y lo que se nos ofrece ahora es sólo la primera, hasta el final del rodaje de Perros callejeros. La sorpresa del lector no es morrocotuda porque cuando va viendo que el volumen agota su recorrido y que aún está en 1976 empieza a imaginarse que algo va a pasar. Pero el chasco es importante, toda vez que luego aún se insertan un epílogo, los agradecimientos y un avance de la segunda parte.
Si en la biografía de Fuembuena el peligro está en el hecho de sobreficcionar y romantizar los episodios, en la de López Vilapalana se sobredimensiona la denuncia del sensacionalismo. Son rasgos en los que los autores no se resignan a no compartir protagonismo con los biografiados.
Ninguno de estos peros empaña el propósito clarificador de ambos volúmenes ni el recurso a todas las fuentes primarias y hemerográficas disponibles por parte de sus artífices. Quien quiera acercarse al humus que nutrió el ciclo quinqui aquí encontrará dos investigaciones en profundidad más allá del tópico.
Marco Antonio López Vilaplana: ¡Dale caña, Torete!. Badalona: Célebre Editorial, 2022. ISBN: 978-84-124711-7-5. 412 págs.
Eduardo Fuembuena: Lejos de aquí. Madrid: Eduardo Fuembuena / Uno Editorial, 2017. ISBN: 978-84-17055-11-0. 814 págs. [Versión corregida y aumentada en 2021.]
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