En 1983, la vigésimo octava edición del Festival de Valladolid dedica una retrospectiva a Luis Marquina. Julio Pérez Perucha publica entonces una filmografía razonada de un director, productor y guionista con una trayectoria tan extravagante como ambiciosa en el cine español desde la irrupción del sonoro hasta el tardofranquismo.
Luis Marquina —escribirá Pérez Perucha en otra ocasión— es una de las figuras más raras e inclasificables de nuestro cine, una de sus personalidades más opacas y escurridizas y al mismo tiempo más sugerentes, puesto que siempre vivió la paradoja de pretender por origen y vocación realizar un cine personal en el que inscribir con independencia rasgos autorales y hacerlo desde el territorio de los social e intelectualmente aceptable, tal y como le obligaba su formación (de carácter católico y conservador) y su personalidad discreta y sigilosa. [José Luis Borau (coord.): Diccionario del cine español. Madrid: Alianza Editorial, 1998, pág. 546.]
Hijo del dramaturgo Eduardo Marquina, nieto y sobrino de pintores, el joven Luis Marquina se decanta por la ingeniería industrial y obtiene el título en 1932. La necesidad de técnicos de sonido en el momento en que el cine ha empezado a hablar, le empuja a trabajar en dicha especialidad en los estudios CEA de Madrid, de los que su padre es socio fundador junto a lo más granado de los dramaturgos de su tiempo. De la coordinación de la producción se hace cargo, desde 1933, Enrique Domínguez Rodiño, un periodista con contactos con el cine alemán. De esta misma nacionalidad son los equipos de sonido Klangfilm que CEA compra a Tobis, con la que también firma un acuerdo para distribuir sus películas en España. Luis Marquina y León Lucas de la Peña son los responsables de esta dotación, con la que se han familiarizado en los estudios franceses de Tobis en Epinay. Marquina va afinando el oficio en algunas producciones de los propios estudios y en las películas cuyos rodajes tienen lugar en los mismos, como La traviesa molinera (Harry d’Abbadie d’Arrast, 1934), La Dolorosa (Jean Grémillon, 1934) o Doña Francisquita (Hans Behrendt, 1934).
Por ese tiempo —aseguraba Marquina— se fueron serenando mis impresiones sobre el cine; ya tenía de él un conocimiento técnico y directo. Me había aplicado fielmente a observarlo. Y el cine volvía a plantearme los viejos sueños literarios. [Domingo Fernández Barreira: “Los directores del cine español: Luis Marquina”, en Primer Plano, núm. 138, 6 de junio de 1943.]
Entretanto, su antigua amistad con Salvador Dalí y con otros miembros de la Residencia de Estudiantes, propician que Luis Buñuel le ofrezca —desde su puesto de director de producción de Filmófono en la sombra— la dirección de Don Quintín el amargao (1935), de la que ya hablamos aquí.
La buena acogida de su película de debut facilita que sean los propios estudios CEA los que financien su segunda incursión como director a partir de una comedia del presidente honorario de la sociedad, Jacinto Benavente: Nadie sabe lo que quiere o El bailarín y el trabajador. Esta “humorada en tres entreactos largos y tres actos cortos”, según la definía su autor, la estrenaron en el Cómico en marzo de 1925 Josefina Díaz y Santiago Artigas. Los personajes principales, son Luisa y Carlos. Ella es hija de un fabricante de galletas, un industrial que cree en el poder del dinero y en la fuerza del trabajo. Él es un joven de buena familia venida a menos, un tipo ocioso cuyo principal mérito es haber ganado un concurso de valses en Viena. Luisa y Carlos se pasan las noches en los locales de moda, pero el padre de ella le ofrece trabajo en la fábrica para disuadirlo. La cosa es que Carlos, no sólo acepta, sino que termina entregándose por entero al trabajo, sino que se excusa de sus salidas nocturnas, con lo que Luisa busca la diversión en compañía de un admirador antes desdeñado porque bailaba peor que Carlos. Como se trata de una comedia —por mucho que la tesis regeneracionista constituya el núcleo de la obra y el grueso del diálogo— al final el ocio y el trabajo encuentran su justa proporción y triunfa el amor verdadero.
La adaptación de Marquina destaca antes que nada por su ritmo trepidante. Nada queda de teatral en la cinta salvo lo literario de buena parte del diálogo en cuya confección colabora el propio Benavente. Aún así, en boca de Pepe Isbert, Antonio Riquelme o Antoñita Colomé los epigramas cuelan. Por lo demás, las acciones paralelas, los números musicales o las elipsis funcionan a la perfección y buscan inscribir la producción en las últimas tendencias internacionales rehuyendo un casticismo que, independientemente de su sofisticada puesta en escena, el espectador aún podía encontrar en el gran éxito del musical cinematográfico español de la temporada anterior: La verbena de la Paloma (Benito Perojo, 1935). Los modelos de El bailarín y el trabajador debemos buscarlos en las cintas de la RKO protagonizados por Fred Astaire y Ginger Rogers, en los musicales de la Ufa como Die Drei von der Tankstelle / Le chemin du paradis (El trío de la bencina, Wilhelm Thiele, 1930) y, para ciertas soluciones formales, en las películas de Ernst Lubitsch y René Clair. Cierto que llega un poco tarde, pero Marquina, más que un alumno aplicado, demuestra haber asimilado plenamente todos estos recursos y no los utiliza como meros resortes puntuales.
Ya desde su mismo arranque, Marquina pone en escena la dualidad que va a presidir la película: a unos planos, más propios del cine industrial, que muestran la maquinaria de la fábrica de galletas a pleno rendimiento le suceden las escenas en el suntuoso night club donde Carlos y Luisa (Roberto Rey y Ana María Custodio) son los reyes de la pista. Esta alternancia se prolongará más adelante en el número musical “La vida trabajando”: las diversas estrofas de la canción pasan del protagonista en el tren que le conduce de Biarritz a su puesto de trabajo, con las chicas de la sección de empaquetado capitaneadas por Pilar (Antoñita Colomé) y de las máquinas de fabricación de galletas a unos niños en lo que podría ser un spot publicitario de Galletas Romagosa. A lo largo de toda la película, el ritmo vivo de esta canción y el vals que representa el pasado de irresponsable de Carlos —pero también su amor por Luisa— se contraponen en un juego que busca no sólo el contraste entre los decorados, el modo de comportarse de cada cual según a qué clase pertenece e, incluso, dos tipos de mujer, sino una especie de subtexto musical que subraya las emociones de cada personaje. Esta elección de ingeniero de sonido Marquina —en esta película se hace cargo del sonido León Lucas de la Peña— cobra especial relevancia en la ensoñación de Luisa en la que se le aparece un Carlos escindido, vestido de etiqueta o con mono de trabajo.
Más allá del ambiente que se respirara en la España republicana del Frente Popular, El bailarín y el trabajador propone una fábula en la que la convivencia de clases se da de manera totalmente pacífica. Mientras que los ociosos e improductivos amigos de la caprichosa Luisa son mostrados como una excrecencia, cuando Pilar proclama que “la aristocracia baja y el proletariado se impone”, una de las chicas de la cadena de empaquetado pregunta con ingenuidad: “Oye, ¿y qué es el proletariado?”. Al final son el señor Romagosa (Pepe Isbert) y Carlos los que saldrán victoriosos del enredo: o sea, el empresario implacable y el emprendedor —Carlos ha inventado unas galletas nuevas— capaz de conciliar jornadas de trabajo maratonianas con las imprescindibles veladas de baile y diversión sin las cuales adivinamos que el matrimonio se irá al traste.
Florentino Hernández-Girbal, que asiste al rodaje, describe a Marquina como “un muchacho joven, fuerte, simpático y muy serio. Tiene aspecto de ingeniero alemán, por sus maneras corteses, su voz amable, pero enérgica, y su físico inmóvil”. [Florentino Hernández-Girbal: “Tras la cámara: Viendo rodar El bailarín y el trabajador”, en Cinegramas, núm. 79, 15 de marzo de 1936.]
Dejemos que sea José Luis Gómez Tello el que resuma su labor y su actitud durante la Guerra Civil:
Preparaba el rodaje de La hora mala cuando llega nuestro Alzamiento, y Luis Marquina, con los decorados de una película en pie, logra abandonar el decorado sangriento de la zona roja para unirse a su ladre en la Argentina. Su paso por Buenos Aires deja huella en el prestigio literario del cine argentino en Así es la vida y La chismosa [codirigida con Enrique Susini]. Viajero de tercera, su fidelidad a los destinos de España le trae en seguida a las filas combatientes de Franco. Su tarea cinematográfica de entonces se registra en noticiarios realizados en los cráteres de la guerra”. [Gómez Tello: “Quién es quién en la pantalla nacional: Luis Marquina”, en Primer Plano, núm. 423, 22 de diciembre de 1946.]
El Catálogo general del cine de la Guerra Civil detalla entre esos “noticiarios realizados en los cráteres de la guerra” su participación en la sonorización de dos reportajes producidos por el Departamento de Propaganda de FET y de las JONS postsincronizados en 1937 en los estudios Lumitón de Buenos Aires y la supervisión técnica de los Celuloides Cómicos finalizados por Enrique Jardiel Poncela en San Sebastián. [Alfonso del Amo (ed.): Catálogo general del cine de la Guerra Civil. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997.] Pérez Perucha incluye en su filmografía también otros títulos avalados por Falange Exterior con destino a Argentina y al resto de Latinoamérica.
Addenda del 20 de octubre de 2022:
El 19 de octubre de 2022 se presenta en el cine Doré una nueva digitalización de la copia de Filmoteca Española de Don Quintín el amargao, con todos los problemas de continuidad y cortes de censura señalados en la edición en DVD, pero que, al menos, permite su preservación y su proyección pública. Este proceso ha sido realizado por el Centro Buñuel de Calanda y Filmoteca Española con la colaboración de Filmoteca de Zaragoza. La copia que en la entrada previa denominábamos "de archivo", procedía de un pase televisivo a partir del material conservado en la Filmoteca de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México).
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