En 1983 José María Zabalza recala en la órbita de Titanic Films, la productora de Julio Pérez Tabernero. Bragas calientes (1983) es la única aportación del irunés al cine clasificado S, rubro en el que el salmantino había obtenido un éxito de taquilla —más de medio millón de espectadores— con un melodrama sobre las fantasías eróticas de una esposa insatisfecha: Con las bragas en la mano (Julio Pérez Tabernero, 1981). De ahí la reaparición de las bragas en el título y un reparto en el que repiten Emilio Linder, Alicia Príncipe, Maika Sanz y Elena Álvarez. De ahí también la ausencia de los rostros zabalzianos habituales, el guión escrito al alimón con el productor y que, en muchas filmografías, sea éste quien aparezca como responsable último de la cinta, aunque en los créditos iniciales diga claramente que la dirección corre a cargo de “J. M. Zabalza”. Otra cosa son las declaraciones de Pérez Tabernero, afirmando que cuando Zabalza se desplomaba en pleno rodaje, botella en mano, él se colocaba tras la cámara.
A Zabalza le corresponde, a buen seguro, la construcción a modo de cajas chinas. Tras actuar como celestino en una orgía celebrada en un chalé controlado por un cerebro electrónico —que habla a través de la instalación del acondicionador de aire, dicho sea de paso—, Jorge (Linder) se despierta de una pesadilla. Ni ha conocido a Elena y a su amiga (Paola Matos y Alicia Príncipe) en una discoteca, ni ha reclutado a Norma (Elena Álvarez) para la orgía, ni ha recibido una paliza por cuenta del vigilante del chalé (Dan Barry). Dispuesto a aclarar lo sucedido, acude de nuevo al chalé, aunque en esta ocasión los vigilantes se muestran menos comedidos y le matan. Jorge despierta de nuevo y acude por tercera vez a la discoteca: ahora las chicas le recuerdan perfectamente y le piden que las acompañe al chalé, donde vuelven a asesinarle, aunque ahora los niveles de realidad se superponen mediante el montaje. Cuarto y último despertar: la discoteca ha desaparecido. En su lugar sólo hay un solar en el que se emborracha un vagabundo (el propio Zabalza, claro). Tres “perras callejeras” aprovechan para asaltarle a punta de bardeo. Son Norma, Elena y su amiga. Cuando él les pregunta que si no se acuerdan de él, las navajas hacen su trabajo. Pero cuando van a desplumarlo, se encuentran con que el cadáver ha desaparecido. Ellas y el borracho miran al cielo. Nubes que pasan.
Lógicamente, lo descrito constituye un diez por ciento del metraje. El resto son coitos sin sexo explícito y refocilamientos varios, de acuerdo con la etiqueta S, aunque el montaje —sin acreditar— favorezca una síncopa visual que difícilmente satisfará las demandas de los aficionados al género. Menos aún las disquisiciones metafísicas sobre si “la vida es sueño” y la imposibilidad de constatar nuestra propia existencia durante una conversación en un piano bar que termina con un carpe diem. Con este bagaje, no resulta extraño que nos preguntemos si los tres sueños de Jorge no serán en realidad una única pesadilla de Zabalza, abocado al cine erótico poco antes de su decadencia definitiva en España y después de una década de sequía largometrajísica.
El argumento de Al oeste de Río Grande (1983), su siguiente película, va más o menos como sigue... En 1865, finalizada la Guerra de Secesión, los combatientes derrotados del Sur se convierten en bandidos y los del Norte, en justicieros que no conocen otra ley que la de Lynch. Zabalza asume desde la pantalla el rol de testigo desencantado de un mundo que se hunde. Si en otras películas suyas se reservaba un cameo hitchcockiano, en esta ocasión ofrece la interpretación moral de un discurso fragmentado, debido a la precariedad de medios. Sin embargo, nada le detiene a la hora de enhebrar esa mínima historia —una mujer (Candice Kay) busca ayuda para liberar a su marido (Aldo Sambrell), que ha quedado atrapado por un madero a la orilla de la playa— en una duración casi estándar: unos setenta y cinco minutos.
El primer tramo es un recosido de planos y secuencias a los que da continuidad el propio Zabalza erigiéndose en moralista y lanzando imprecaciones contra el egoísmo que campa por sus respetos en este “no territorio” constituido por localizaciones de raccord imposible: paisajes y construcciones del páramo castellano con un mirador a la orilla del mar. Los caballos corren hacia ninguna parte; un soldado que no sabe que ha acabado la guerra dispara indiscriminadamente contra quien se cruza en su camino, incluida una familia de indios (Dan Barry y Paula Farrell), que luego resucita, las olas rompen una y otra vez en la orilla, las nubes sirven de recurso de montaje sin que vengan a cuento. Pero el gran hallazgo de este wéstern simbólico y apocalíptico es el filtro caleidoscópico colocado en el objetivo para ofrecernos una visión distorsionada del mundo, fruto de una psicodelia ácida probablemente inspirada por las melodías pop al sintetizador compuestas e interpretadas por la mujer de Zabalza, la argentina Ana Martha Satr, en arte Ana Satrova.
La última película de Zabalza, financiada de nuevo por la Titanic Films de Julio Pérez Tabernero, es un collage cinematográfico. Collage de géneros, de materiales de base, de tono, de registros interpretativos… La de Troya en el Palmar (1984) se constituye así en un fresco voluntarioso del momento en que fue realizada, a medio camino entre el desencanto bunkeriano —denuncia de la inoperancia de los sindicatos, escepticismo ante el ascenso de los trapisondistas— y el qualunquismo.
El acopio de documentación sobre la fundación, escisión y anecdotario de la Iglesia Palmeriana salpimienta alguna anécdota ilustrada —-el intento de linchamiento del Papa Clemente en Alba de Tormes o la autocastración de un novicio al que interpreta Blaki—, pero, sobre todo, constituye el grueso del diálogo puesto en boca de dos bohemios que se ganan la vida con el toreo cómico: El Niño del Museo (Cassen) y El Exquisito (Ricardo Palacios). A modo de organismo que fagocita cuanto se ponga a su alcance, la cinta incluye imágenes documentales del Palmar o algunas de las que filmara el propio Zabalza para el documental colectivo Aberri Eguna 78 (José María Zabalza et al, 1978), pero también viñetas cómicas entre los aspirantes a las curas milagrosas que podrían recordarnos a algunas estrategias desplegadas por Manolo Summers si no fuera por la zafiedad del humor que emplea Zabalza. Ahorrémonos los ejemplos. Para embarcar al Niño del Museo en la aventura palmariana, el guión le coloca un hermano paralítico (Máximo Valverde), resignado ante su situación hasta que llega a la pensión en la que también vive una mujer de bandera (Nadiuska) con apariencia de buena samaritana pero dedicada finalmente a la prostitución. El resto de huéspedes de la casa que intenta regir con un mínimo de
autoridad Gracita Morales son un alcohólico contumaz, una punk de
guardarropía, un señor muy formal que sospecha que ha sido sodomizado y
el automortificado Blaki. Joe Rigoli, Paloma Hurtado, Carlos Lucas y
Emilio Fornet completan el psicotrónico reparto.
El melodrama sin ambages convive así con la comicidad más chusca y el registro documental, homogeneizado todo mediante una sintaxis adánica, a pesar de que lo extenso del reparto y la variedad de localizaciones permitan pensar en un presupuesto ligeramente más holgado que en anteriores ocasiones. Unos meses después del estreno en Sevilla, donde se ha rodado en parte, Zabalza ingresa en un hospital para ser tratado de un cáncer de garganta tan avanzado que fallece a causa del mismo el 8 de junio de 1985.
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