domingo, 10 de septiembre de 2023

joaquín luis romero marchent en el far west (y 2)

Tras sus películas de caballistas sobre guiones del especialista José Mallorquí, Joaquín Luis Romero Marchent arranca, con El sabor de la venganza / I tre spietati (1963), una serie de historias de corte dramático e incluso trágico en el molde del wéstern. Además, el realizador va a dejar de lado a Eduardo Manzanos y va a crear si propia productora: Centauro Films:

A mí Italia me pagaba 300.000 pesetas al mes de aquella época y yo, simplemente, rodaba en España yen Italia y era el coproductor español porque ya no existía la cooperativa [Copercines]. Era Centauro Films, que fue la empresa que fundamos con Agustín Medina. Agustín era quien llevaba los caballos para las escenas de acción, porque había sido sargento de caballería en el ejército, era el que administraba los caballos para el cine. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 171.]

La productora le permite asumir proyectos propios con total convicción. Veamos el primero... Cuatro bandidos asaltan el pequeño rancho de los Walker y asesinan al padre. La madre (Gloria Milland) hace jurar a sus tres hijos que vengarán esta muerte. Han pasado los años y el deseo de vengarse no ha hecho más que crecer. Eso sí, cada uno de los tres jóvenes lo ha alimentado de acuerdo con su carácter. Chett (Robert Hundar), es pendenciero, jugador y violento, tanto que es capaz de provocar una pelea en el saloon en la que termina matando a un hombre. Jeff (Richard Harrison) estudia Derecho denodadamente a pesar de las burlas de Chett y pretende llevar a los asesinos de su padre ante la justicia. El mayor, Brad (Miguel Palenzuela), se ve obligado a mediar entre ambos, asumiendo el papel de pater familias. Al rancho llega errabundo Pedro Rodríguez (Fernando Sancho), un mexicano que también arrastra un pasado oscuro. Brad ordena a Chett que abandone el rancho para que el sheriff no le detenga, en tanto que Jeff se convierte en marshal. Los tres hermanos y el mexicano terminan confluyendo en la ciudad fronteriza donde se han establecido los asesinos de su padre. Los caracteres encontrados no impedirán que Chett y Brad ayuden a su hermano en un desigual duelo con tres pistoleros, aunque luego cada cual intente hacer prevalecer su método para hacer justicia.

En Film Ideal le reprochan precisamente que infrinja las reglas del género y califican la cinta de buena película, pero fallida como wéstern:

El wéstern exige unos personajes elementales, cuya matización psicológica no se sostenga en sus palabras, sino en su acción, puestos en defensa de posturas también elementales, de derechos naturales: el héroe del Oeste es siempre una especie de caballero andante al servicio de la justicia violada por encima de las instituciones sociales, en tanto en cuanto éstas permitan la existencia y la impunidad de la injusticia. Y en El sabor de la venganza se ponen de manifiesto complicaciones psicológicas que desvirtúan el género: el héroe está demasiado a favor de la justicia como institución, mientras el que sostiene esas características esenciales pasa a ser el personaje más violento, con ciertos ribetes sádicos, incluso. [Luis Cortés: “El sabor de la venganza, de Joaquín L. Romero Marchent”, en Film Ideal, núm. 145, 1 de junio de 1964, pág. 385.]

O sea, como si Red River (Río Rojo, Howard Hawks, 1948), Yellow Sky (Cielo amarillo, William Wellman, 1948), The Searchers (Centauros del desierto, John Ford, 1956) y todos los wésterns de Anthony Mann con James Stewart o los de Bud Boetticher con Randolph Scott no hubieran existido.

Unos meses más tarde escribirá José Antonio Molina Foix:

En sus últimos títulos, lo que Romero Marchent nos presenta no es un retablo de figuras del wéstern, sino hombres y mujeres con unos problemas determinados —que a veces coinciden con los de aquéllos, a pesar de lo cual en ningún momento podemos asociarlos—, cuya localización sólo sirve para fijar su vestimenta o los accidentes meramente externos de sus situaciones (caballos, ranchos, indios, carromatos, fuertes, diligencias...), pero nunca su condición íntima, su personalidad. Es decir, admitiendo en principio una serie de leyes o postulados básicos a que le llevan la localización de sus películas, deja libres a sus protagonistas y plantando ante ellos la cámara, los contempla lúcida y directamente hasta llegar a descubrirlos por sí en sí mismos. [José Antonio Molina Foix: “Antes llega la muerte, de Joaquín L. Romero Marchent”, en Film Ideal, núm. 162, 15 de febrero de 1965, pág. 131]

A lo largo de su vida ratificó Joaquín Luis Romero Marchent varias veces este aserto, al confesar que la idea motriz de Antes llega la muerte / I sette del Texas (1964) surgió de la enfermedad de su propia madre y del hecho de que la familia pensara en recurrir a cualquier medio, por milagrero que fuera, para buscar su curación. La localización en el Far West sería, por tanto, circunstancial; lo auténtico serían los motivos y las emociones de los personajes. [Antonio Gregori: Op. cit., pág. 172.] Bob Carey (Paul Piaget) ha pasado los últimos cinco años entre rejas. María (Gloria Milland), su novia, se ha casado con Clifford (Jesús Puente). Esperan un hijo pero ella no sabe que padece un tumor cerebral cuya intervención requeriría de un viaje de cien kilómetros por terreno hostil plagado de indios. Ringo (Robert Hundar), por su parte, prefiere no perder de vista a María porque sabe que Bob vendrá a buscarla y quiere vengarse de él porque mató a su hermano, aunque sea en uno de esos inevitables duelos que se producen en el Oeste de la novela de a duro. En este punto, conviene destacar que, si en El sabor de la venganza colaboraban en el guión Rafael Romero Marchent y Jesús Navarro Carrión —o sea, el escritor de novelas de bolsillo Jeff Lassiter—, en Antes llega la muerte, el realizador recurre a los falangistas Federico de Urrutia y Manuel Sebares.

Así, en apenas diez minutos, con una economía envidiable, están planteados todos los hilos del relato e, incluso, se nos ha presentado largamente al personaje cómico que interpreta Fernando Sancho. Y todo ello, en un baile en un fuerte, una referencia fordiana apenas marrada porque está ausente el sentido de comunidad del que Ford dotaba siempre a estas secuencias. Luego, la deslealtad de la escolta, los enfrentamientos entre ellos, los apaches, los celos, la mentira, el desierto... Las pruebas que ponen a prueba la determinación de Clifford se van sucediendo en un metraje en el que apenas hay interiores. El paisaje se integra en la acción. Lo hacía notar Javier Sagastizábal en su análisis de la filmografía de Joaquín Luis Romero Marchent de los sesenta:

A diferencia de otros copistas americanos del cine español, en los que el paisaje y la escenografía adquieren funciones meramente decorativas, Romero Marchent sabe sacarles el máximo partido dramático. Y su mérito es aún mayor al manejar un material que, siéndonos sobradamente familiar por pertenecer a la mitología del wéstern, se nos antoja a veces no todo lo exacto que sería preciso. Pues bien, su la reconstrucción ambiental adquiere teóricamente proporciones de perfecta fidelidad, siempre hay algún detalle que, como el color de las guerrearas de los soldados, las maderas y toldos excesivamente nuevos de las carretas, las empalizadas de los fuertes etc., nos revelan su condición de “elementos destinados al rodaje”. De todos modos, el mayor mérito de Romero consiste en hacer que el espectador venza esa especie de molestia que siente al principio de sus wésterns y conseguir interesarle por su historia. [Javier Sagastizábal: “Cine español, año cuatro”, en Film Ideal, núms. 202-202-203-204, enero de 1967, pág. 683.]

En ocasiones, las resoluciones formales que adopta Joaquín Luis Romero Marchent no se apartan de las de una solvente serie B —el ataque al fuerte por parte de los indios—, pero otras veces —el rastro de la carreta, toda la secuencia del pozo— denotan un interés indudable en las soluciones visuales de puesta en escena. Puede llegar incluso a hacer alarde de ello, como en el plano subjetivo en movimiento con el que se abría Tres hombres buenos.

Es el propio Sagastizábal quien llega a comparar la contención de Richard Harrison —el benjamín de los Walker en El sabor de la venganza— con la de Henry Fonda en My Darling Clementine (Pasión de los fuertes, John Ford, 1946). Años después, Carlos Aguilar [Op. cit., pág. 40.] valorará este díptico como “los mejores wésterns jamás rodados por un cineasta español”. El mismo autor reseña Antes llega la muerte en la prestigiosa Antología crítica del cine español [Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1998, págs. 753-755.] y el especialista en wésterns mediterráneos Rafael de España abre su “filmografía esencial” sobre el género con estos dos títulos. [Sin dólares no hay ataúdes: 50 ejemplos de wéstern mediterráneo. Barcelona: UOC, 2019, págs. 31-39.] Sin duda, la sobriedad de ambos finales pesa el ánimo de cualquier espectador a la hora de hacer una valoración global de estos dos títulos. El capítulo dedicado al wéstern hispano por Vicente Vergara [“10.000 dólares por una masacre: Un estudio sobre el spaghetti-western”, en Equipo Cartelera Turia: Cine español, cine de subgéneros. Valencia: Fernando Torres, 1974], poco dado al elogio, reconoce el carácter pionero de Joaquín Luis Romero Marchent y la excelencia de estas mismas cintas, en tanto que Pedro Gutiérrez Recacha profundiza en el primer tramo del ciclo, calificando a las películas de “superwésterns” al modo baziniano, esto es, “un wéstern que se avergüenza de no ser más que él mismo e intenta justificar su existencia con un interés suplementario: de orden estético, sociológico, moral, psicológico, político, erótico... en pocas palabras, por algún valor extrínseco al género y que se supone capaz de enriquecerlo”. [André Bazin, citado por Pedro Gutiérrez Recacha: Spanish Western: El cine del Oeste como subgénero español (1954-1965). Valencia Ediciones de la Filmoteca, 2000, pág. 204.]

Desde su mismo título español, Aventuras del Oeste / Sette ore di fuoco / Die letzte Kugel traf den Besten (1965) remite a los tebeos. De hecho, el guión está basado en la biografía de William “Buffalo Bill” Cody, que Ángel de Zavala había escrito en 1963 para la editorial Bruguera. En esta historia época de las caravanas de pioneros y la lucha contra los indios no podían faltar ni “Wild Bill” Hickok (Adrian Hoven) ni Calamity Jane (Gloria Milland). Para encarnar a “Buffalo Bill” la coproducción a tres bandas impone a Rik Van Nutter, un californiano casado con Anita Ekberg y establecido en el cine europeo de género. La cinta se anuncia desde los mismos títulos de crédito como la epopeya de los pioneros para conquistar el Lejano Oeste apoyándose las peripecias de estas figuras legendarias. El caso es que el guión de Joaquín Luis Romero Marchent se articula a través de una serie de escenas autónomas que apenas parecen tener relación unas con otras. La creación del Pony Express queda centrada en la aventura de un Bill Hickok niño, a la caravana que se dirige hacia el Oeste bajo la tutela de Buffalo Bill se suma un pastor protestante (Francisco Sanz) —acompañado por su sobrina Ethel (Helga Sommerfeld) y por un indio “bueno” al que ha bautizado como Guillermo (Raf Baldassarre)— que más parece un misionero de los que presentaban las películas españolas veinte años antes. Este encuentro y las posiciones “progresistas” de Ethel dotan un nuevo rumbo a la película —localizar a los traficantes blancos que están vendiendo armas a los sioux— y de un debate de ideas un tanto maniqueo que constituye la principal singularidad de los wésterns de Joaquín Luis Romero Marchent.

Por lo demás, la yuxtaposición de combates contra la caballería por parte de los sioux, los enfrentamientos personales y los asaltos a las casas recién construidas por los colonos constituyen una ringlera de set pieces destinadas a suscitar emociones continuas en los espectadores. El interés de Ethel por Buffalo Bill y la relación explosiva entre Hickok y Calamity Jane —Juanita Calamidad en la versión española— proporciona una mínima espina dorsal romántica al relato, carente del armazón de un itinerario con una meta, que es otra de las características distintivas de los wésterns romeromarchentinos. El cambio en el elenco protagónico —la coproducción tripartita con Alemania tiene sus servidumbres— se ve compensado por la presencia de la Milland y, en la sombra, Jesús Puente, como doblador del traficante de armas encarnado por Antonio Molino Rojo.

Desligándose del “modelo Leone”, Romero Marchent afirma que él tampoco se siente cómodo con los papeles femeninos del wéstern clásico. “Pero lo que a mí si me gusta y a Leone no, es la mujer del colono, ésa que viaja en el carro sin maquillaje y con un bebé en los brazos, atravesando sitios inhóspitos, sin agua. Prescindir de un personaje tan hermoso como éste para una película del Oeste perjudica tu propia historia”. [Carlos Aguilar: Joaquín Romero Marchent: La firmeza del profesional. Almería: Diputación de Almería, 1999, pág. 50.]

Hasta donde se me alcanza, el escritor de novelas policiacas Sergio Donati había colaborado sin acreditar en el guión de La muerte tenía un precio / Per qualche dollaro in più (Sergio Leone, 1965), pero La muerte cumple condena / 100.000 dollari per Lassiter (1965) es sólo la segunda película en la que su nombre figura en los títulos de crédito. Tampoco sé exactamente cómo cifrar su colaboración con Joaquín Luis Romero Marchent en el guión, pero a buen seguro que a él se deben unas extemporáneas notas de humor y acaso el llevar el argumento por los derroteros de Cosecha roja, de Dashiell Hammett, la novela hard-bolied que, vía Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961), Leone había utilizado como base argumental para Por un puñado de dólares / Per un pugno di dollari (1964). La subtrama humorístico-negra protagonizada por la familia de carroñeros mexicanos abre y cierra el relato, amén de reaparecer cada tanto como una suerte de running gag. Lassiter (el inevitable Robert Hundar) es un pistolero atípico, un exconvicto que ha convivido en presidio con Frank Nolan (Jesús Puente), el cómplice de Martin (José Bódalo) en un atraco. Abandonado por Martin en mitad del desierto, Frank le pegó un tiro que lo ha dejado paralítico. Eso no le ha impedido a Martin convertirse en un magnate, comprando tierras con el dinero del botín, cortando el agua a los rancheros de la región y reclutando un auténtico ejército de sádicos de toda laya que van por la zona recaudando un impuesto usurario a quienes dependen del agua del amo. Aparentemente, Frank se ha convertido en un tipo descreído y con pocas ganas de pelea, pero cuando Lassiter le vende la información a Martin sobre su paradero todo se empieza a complicar con declaraciones que inculparían a unos y a otros. Para obtener estos papeles comprometedores, Martin deberá pagar cien mil dólares a Lassiter. Sin embargo, las celadas para cargárselo van suponiendo la merma del ejército de sicarios, bien sea por enfrentamientos entre ellos, bien por la pillerías de Lassiter, que lo mismo se presenta como un tirador inexperto que oculta una pequeña derringer en un cabestrillo. Todo este juego del ratón y el gato tendrá un giro inesperado-esperadísimo en el último acto, lo cual no obsta para que éste sea uno de los wésterns más flojos de los dirigidos por Joaquín Luis Romero Marchent. Es probable que a él se deba la elección de la venganza como motor de la historia y la enrarecida relación entre Martin y su hijastro (Luis Gaspar).

Tras su paso por el cine de aventuras con El aventurero de Guaynas / Gringo, getta il fucile! (1966), estrenado tardíamente en España, Joaquín Luis Romero Marchent regresa a territorio familiar con Fedra West / Io non perdono... uccido (1967). Como indica su título español se trata de una transposición del mito griego. La abultada nómina de guionistas —el propio Romero Marchent, Giovanni Simonelli, Víctor Aúz, Bautista Lacasa y José Luis Hernández Marcos— y la ausencia de testimonios directos nos impiden responsabilizar a nadie en concreto de la idea y su desarrollo. Despojada de hojarasca divina, la historia, según ha llegado hasta nosotros en versión de Lucio Anneo Séneca, cuenta cómo Teseo rapta a la princesa cretense Fedra y la convierte en su esposa, pero ella desea a Hipólito el hijo de Teseo. Cuando Hipólito la rechaza, Fedra se suicida acusando a Hipólito de haberla seducido. Teseo hace entonces que el mar se vengue de su hijo, aunque en algunas versiones sobrevive para contarle la verdad a su padre. Manuel Mur Oti había realizado una adaptación en clave de tragedia mediterránea en 1956 y Joaquín Luis Romero Marchent asume el encargo de la Cooperativa Cinematográfica Trébol Films de llevarla un terreno que conoce bien: el del wéstern mediterráneo. No resulta demasiado extraño, considerando las cada vez más violentas relaciones paterno-filiales que presenta en sus películas de género. Además, sitúa la acción en la frontera de Estados Unidos con México y vuelve a utilizar una vez más este ambiente para generar conflictos. Stuart (Simón Andreu) ha estado estudiando Medicina en una ciudad estadounidense. Su padre, el terrateniente don Ramon (Jame Phillbrook), le envío allí cuando contrajo segundas nupcias con Fedra (la brasileña Norma Bengell). La civilización ha convertido a Stuart en un muchacho timorato, que no comparte con su padre el modo tiránico en que dispone de la vida de sus empleados; como el Jeff Walker de El sabor de la venganza / I tre spietati, no cree en eso de tomarse la justicia por la mano. Las relaciones entre el joven y su madrastra van caldeándose hasta que consuman su pasión en un templo prehispánico, en una noche de tormenta. Al mismo tiempo, Stuart va comprendiendo que el modo de ejercer la justicia de su padre es el único posible en este territorio salvaje y se avergüenza de haberlo traicionado. Decide abandonar la hacienda y volver a la ciudad para ejercer la medicina. Pero Fedra no puede soportarlo y le confiesa a don Ramón que si se casó con él fue únicamente por salir de miseria y que le odia tanto como ama a su hijo. Las subtramas del robo de caballos y del hermano de Fedra (Luis Induni), plantadas en el primer acto, tendrán un papel relevante en el desenlace.  

Fedra West sigue la estela de las tragedias con disfraz de wéstern en las que el paisaje tiene un peso determinante. Si acaso, el tema esta vez es aparentemente más ambicioso debido a la referencia clásica, aunque bien es verdad que, Joaquín Luis Romero Marchent prefiere obviar a estas alturas los referentes de Eurípides y Lucio Anneo Séneca para reciclar la iconografía del final de Duel in the Sun (Duelo al sol, King Vidor, 1946). La protagonista de la tragedia de Séneca se suicidaba al comprobar que había provocado la muerte de Hipólito, su hijastro, por voluntad de Teseo, su marido. En el contexto del wéstern esto se resuelve a tiros y no por intervención divina, claro. Una docena de años antes, Mur Oti se había visto obligado a disfrazar el suicidio de Fedra de accidente. Romero Marchent no precisa de tales argucias porque ella morirá en uno de esos desenlaces, violentos, secos y contundentes que ya ha explorado en El sabor de la venganza y Antes llega la muerte / I sette del Texas

Joaquín Luis Romero Marchent, devoto declarado del clasicismo, ya había demostrado su interés por el formalismo, incluso en películas poco propicias para ello, como en el tratamiento de las sombras en El Coyote (1954). Pero en Fedra West la escena de la seducción en el templo destaca como una pieza autónoma de montaje de atracciones al modo de la vieja escuela soviética, rayana en el manierismo. Fedra West se convierte así en una película puente entre el clasicismo de sus trabajos anteriores y la adscripción a los nuevos códigos de la modernidad que llevará a término en Condenados a vivir (1972).

Para entonces, Joaquín Luis Romero Marchent, “fastidiado por la degradación progresiva del género, va apartándose de la realización para decantarse por la producción y posibilitar de este modo, entre otros proyectos, la etapa de director de su hermano Rafael, previamente su ayudante, al principio de su carrera como actor”. [Carlos Aguilar: Op. cit., pág. 40.]

El sargento Brown y su hija Cathy (Robert Hundar y Emma Cohen) viajan a través de la montaña hacia Fort Green, donde el militar debe entregar a un puñado de penados altamente peligrosos. Entre los prisioneros, tipos patibularios todos ellos, destacan “El Dandy” (Alberto Dalbés), un jugador de ventaja que asesinó a su mujer cuando la sorprendió con otro hombre, “La Antorcha” (Antonio Iranzo), que recibe su apodo por ser un incendiario contumaz, y Dean (Manuel Tejada), que asegura haber sido condenado a trabajos forzados por un robo que no cometió. El carromato en el que viajan es asaltado por el clan del viejo Buddy (Xan das Bolas). Él y su familia no está interesados en los presos, sino en un cargamento de oro que debía viajar con ellos, pero que no logran encontrar. A partir de este punto, los condenados, encadenados por los tobillos, el sargento y su hija emprenderán una extenuante ruta a pie por paisajes nevados sin apenas víveres. Los enfrentamientos entre estos criminales curtidos y su vigilante serán el motivo único del viaje, salpicado de flashbacks a base de congelados y ralentíes que cuentan el pasado de cada cual. Pero lo que importa verdaderamente en este dechado de nihilismo, suerte de opera violentísima, son las mutilaciones, degollamientos, evisceraciones, violaciones múltiples y otras lindezas que a buen seguro no se vieron completas en las pantallas españolas, debido al recrudecimiento de la censura a finales de la década de los sesenta. En el momento de su estreno sólo algún crítico se atrevió a destacar la coherencia de la andadura de Joaquín Luis Romero Marchent en el wéstern, así como la singularidad de su carácter “macho”, ajeno a cualquier tipo de concesión al buen gusto y muy próximo a la literatura pulp que había glosado las supuestas aventuras verídicas de los héroes del Lejano Oeste.

En Italia, queda autorizada para mayores de catorce años una vez que la distribuidora corta los últimos tres disparos de los cinco que Tod dispara contra Dandy y reduce notablemente la escena en la que “la cabeza de Frank es golpeada contra la pared por uno de los hombres de Martin, dejando solo el primer impacto de la cabeza de Frank contra la pared”. A pesar de ello, el organismo censor hace notar que se trata de una “historia de exterminio, basada únicamente en el odio, la venganza y el chantaje, lo que se manifiesta en un comportamiento cínico y despiadado por parte de unos protagonistas que, aunque presentados de manera que atraen la simpatía, son moralmente reprobables en sus motivaciones, intereses y propósitos; y, en particular, por algunas escenas de violencia desmedida y por ciertos asesinatos representados con acentuada insistencia aunque sean injustos”.


La realización de una docena episodios de Curro Jiménez (TVE, 1976-78), en la que también participó como coproductor, supondrá el reencuentro con caballistas, acción y paisajes abiertos. Suyo es, por ejemplo, El barquero de Cantillana, la primera entrega y la que ayudó a definir el tono de la serie: otra historia de relaciones filiales y de venganza. 

Yo creo que el wéstern más que un género es un marco —opinaba un Joaquín Luis Romero Marchent ya retirado—. O sea, que refleja unos problemas universales; en el wéstern puede pasar de todo. No creo que las personas psicológica o emocionalmente estén en función de la ropa que llevan o del sitio en que viven, pienso que alguien puede tener un problema, sea el que sea, vestido de vaquero, de labrador o de aristócrata. El problema es un problema humano y esto puede incorporarse al Oeste o a cualquier otro contexto. [Carlos Aguilar: Joaquín Romero Marchent: La firmeza del profesional. Almería: Diputación de Almería, 1999, pág. 39.]

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