domingo, 17 de diciembre de 2023

antes de martes y trece y chiquito

 
 
Antes de pegar el pelotazo con Aquí huele a muerto.... (¡Pues yo no he sido) (1990), Álvaro Sáenz de Heredia había hecho ya dos cortos, algunos documentales, tres largos e infinidad de spots publicitarios con su propia marca, Aligator Films. Sobrino del notorio José Luis Saénz de Heredia e hijo de Isidro lo mismo, el responsable de la productora Chapalo Films, parecía que el destino lo hubiera marcado para dedicarse al cine. Sin embargo, por imposición familiar estudió Derecho y Marketing, aunque los primeros quedaron colgados. Tampoco logró pasar el examen de ingreso en la rama de Dirección del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas a pesar de que su tío era entonces director del mismo, aquí que terminó matriculándose en Interpretación. Durante el año que pasó en la Escuela tuvo oportunidad de entrar en contacto con operadores como Luis Cuadrado o Fernado Arribas, con los que colaboraría más adelante.

Al tiempo que interviene como actor en varias prácticas de su curso —El obstáculo (Pascual Cervera, 1961), Cuartelazo (Héctor Sevillano, 1961), La ocasión (Joaquín F. Bernaldo de Quirós, 1961)— entra a trabajar como meritorio en Los mercenarios / La rivolta dei mercenari (Piero Costa, 1960), Salto mortal (Mariano Ozores, 1961) o Han robado una estrella (Javier Setó, 1962). En un par de documentales sobre las Universidades Laborales (1962) de la productora familiar y dirigidos otro compañero del Instituto, José Luis Viloria, ejerce ya como ayudante de dirección, aunque no duda en volver al meritoriaje en El grano de mostaza (1962), dirigida por su tío, o la nueva versión de El escándalo (Javier Setó, 1964).

Luego, son los años de la publicidad. El cine sigue ahí, como una tentación constante. Pero su padre y su tío le piden que se pruebe a sí mismo en el formato corto antes de lanzarse al cortometraje. De este modo dirige La taquilla (1978) y A Sandra con amor (1979). No he podido ver el segundo, pero el primero es una comedia de las que entonces se tildaban de “surrealistas” sobre la imaginación calenturienta de un espectador de cine erótico. La acción se desarrolla íntegramente en los servicios del local y el protagonista es Agustín González.

Preparado al fin para dar el salto al largo, crea la sociedad anónima Producciones A.S.H., en la que también tiene participación su mujer, Kia Nelke, a la que pudimos ver como protagonista de Amor a la española (Fernando Merino, 1967). Y así, debuta como guionista, productor y director con Fredy, el croupier (1982). Se trata de una cinta de intriga en la que se adentra en el mundo del juego, legal en España desde 1977, pero abocado a la clandestinidad en Madrid hasta que se inaugure el Casino de Torrelodones en 1978. El Calvo (Ricardo Palacios) pretende mantener el monopolio, así que quema el garito del padre de Fredy (Javier Elorrieta). Sandy y Sonia (Luis Suárez y Ana Obregón), el pianista y la cantante del local, intentan rehacer su vida a pesar de que él ha sufrido severas heridas en las manos y se ha convertido en heroinómano. Fredy contará con su ayuda para vengarse del Calvo por la muerte de su padre y también con la de Sebas (Jaime Adalid), el responsable del garito e inventor de un sistema que permite trucar cualquier ruleta. Para poner en marcha la operación Fredy y Sebas realizan pequeños timos por pueblos en una suerte de The Hustler (El buscavidas, Robert Rossen, 1961) castizo. Y ahí reside la principal virtud de esta road movie ochentera: en mostrar las timbas y chirlatas de la España profunda. Por lo demás, los tópicos personajes -el chico, su mentor, la chica, el villano- están servidos por unos actores en los que frescura e ineptitud van de la mano, aunque se lleva la palma el lanzamiento como cantante y bailarina de Ana Obregón con temas discotequeros como “I’m a Winner” y “Crazy World”.

La hoz y el Martínez (1985) es el primer intento del caricato Andrés Pajares de escapar del “pajerestesismo” que le ha proporcionado popularidad. Mariano Ozores ha apurado el filón hasta las heces y el productor José Frade busca una nueva vía de explotación de la estrella en unos momentos en que ya no cabe el “que vienen los socialistas”. La operación pretende desbordar la Ley Miró por el lado industrial. Frade y Pajares cuentan para ello con alguien que ya ha demostrado su solvencia para la comedia de acción con Fredy, el croupier. Hay abundantes escenas de persecuciones, tiros y accidentes a cargo del especialista Alain Petit y una deriva sentimental que pretende dotar de una mínima psicología al doble personaje interpretado por Pajares —el fontanero Martínez y el diplomático Mendelejev (también Pajares), de visita en Madrid para una conferencia bilateral con Estados Unidos sobre desarme nuclear, por lo que tanto la KGB como la CIA están dispuestas a liquidarlo— y a la militar de la Glasnot encarnada por Silvia Tortosa.

Con The Streets of San Francisco (Las calles de San Francisco, 1972-1997) y Hill Street Blues (Canción triste de Hill Street, 1881-1987) como referencia y tres cuartos de humor casticista, Álvaro Sáenz de Heredia escribe y dirige su tercera película, Policía (1987), dispuesto a demostrar que es capaz de conjugar humor, drama y acción en un producto solvente, equiparable a los que realizan cualquier otra cinematografía. ¿La excusa argumental? Pues un nieto del cuerpo, Gúmer (Emilio Aragón), bastante cobardica, que termina ingresando la policía y patrullando el Madrid de los Austrias en compañía de un veterano desengañado y alcohólico (Agustín González). En la farmacia con cuyo atraco arranca la película trabajaba con Gúmer, Luisa (Ana Obregón), que por aquello del paro rampante termina luciendo palmito en una barra americana y enganchada hasta las trancas del caballo con que trafica Maxi (Juan Luis Galiardo). Tras varias acciones que terminan bien a pesar de la torpeza de Gúmer, éste se reencuentra con Luisa y decide rescatarla de la red de narcotráfico. El tratamiento de deshabituación en una granja cuesta caro y la policía lo costea a cambio de que regrese junto a Maxi y actúe como confidente sobre la llegada del alijo más importante que haya desembarcado nunca en España. Para rescatarla de los malos Gúmer habrá de convertirse en un auténtico “action hero”.

Si la primera parte se desenvuelve en tono de comedia, en la segunda priman el drama y la acción. Agotado el filón del cine quinqui —el cameo de José Luis Fernández El Pirri apunta en esa dirección—, Álvaro Sáenz de Heredia parece tomar como modelo aquellas cintas de exaltación policial que Iquino facturara en la década de los cincuenta, con José Sepúlveda ejerciendo de enlace con aquel ciclo. El paro, la droga, la violencia y la paranoia ciudadana son sólo parte de un paisaje contra el que los protagonistas pueden desplegar sus buenos sentimientos. Aquí no cabe ambigüedad ninguna. El tópico de buenos y malos se viste además con el “nuevo diseño de uniforme con que será dotada próximamente la Policía Española”, según anuncia una cartela al principio de la película. Kia Nelke se hace responsable precisamente del equipo de vestuario.

La presencia de Emilio Aragón y Pajares al frente de los repartos de estas tres películas, centradas no obstante en la acción, no anunciaba el tremendo éxito popular que van a tener sus películas protagonizadas por Martes y Trece y Chiquito de la Calzada. Eso sí, la taquilla, en un momento en el que el cine español está cambiando su modelo —El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995), Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997) o Torrente, el brazo tonto de la ley (Santiago Segura, 1997)—, sólo alcanza cotas verdaderamente notables con el millón y medio de espectadores que acuden a ver Aquí huele a muerto. Desde Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera (1997) se hará cargo del montaje Andrés Sáenz de Heredia —acreditado en ocasiones como Andrés S. H. Nelke—, el hijo de Álvaro y Kia Nelke.

Estas comedias “de cómicos” se irán entreverando, según se aproxime el nuevo milenio, con comedias románticas puestas al día, un poco en la línea de las que está facturando Manuel Gómez Pereira. En 2005 echa el telón a la pantalla grande con R2 y el caso del cadáver sin cabeza, en la que intenta conciliar sus esquemas iniciales con el filón “torrentil” y el histrionismo de Javier Gurruchaga como showman siempre por encima de su personaje. Que el argumento siga al pie de la letra la falsilla de Vertigo (De entre los muertos, Alfred Hitchcock, 1958) es lo de menos.

En el teatro incursionará con un musical sobre su tío segundo o tercero José Antonio Primo de Rivera, titulado La princesa roja. Su última propuesta para realizar una serie televisiva sobre el personaje histórico de Blas de Lezo parece que no encontró eco. De todos modos, aquí nos interesaba simplemente echar un vistazo atrás, a la trilogía inaugural en la que intentó convencer a los espectadores reticentes con el cine español mediante productos en los que dosificó acción, comedia y romance.

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