Durante más de cincuenta años Carta de Sanabria (Eduardo Ducay, 1955) fue “el documental que nunca existió”. En 2009, en el curso de una investigación sobre la catástrofe de Ribadelago, en Zamora, se recuperó aquel material teóricamente inexistente. Estas líneas no pretenden otra cosa que plantear nuevas preguntas sobre la peripecia del documental. Las respuestas quedan en el terreno de las conjeturas.
Podemos tomar como hitos el viaje de localización que Eduardo Ducay y el operador Juan Julio Baena realizaron en diciembre de 1954 a la comarca de Sanabria por cuenta de la compañía Hidroeléctrica de Moncabril para realizar un documental sobre la construcción de la presa de Vega de Tera; el rodaje del mismo en otoño de 1955, cuando se sumó a este mínimo equipo Carlos Saura en funciones de fotógrafo y ayudante para todo; el derrumbamiento de la presa en enero de 1959; las fotografías de Saura y los recuerdos de Ducay recogidos el año 2000 en la revista Secuencias; y, por último, lo que desde 2009 nos dice la película presentada en su día por Uninci, la productora a la que estaba por entonces vinculado informalmente Ducay.
Alicia Salvador, que ha sido la persona que más ha investigado sobre Carta de Sanabria para su tesis sobre la productora [Alicia Salvador Marañón: De Bienvenido, míster Marshall a Viridiana. Historia de Uninci: una productora cinematográfica bajo el franquismo. Madrid: Fundación Egeda, 2006, págs. 260-265.], concluye que el documental nace como un proyecto bífido. Por una parte, el encargo aceptado por Ducay de realizar una película industrial sobre el progreso que la electricidad va a proporcionar a esta comarca subdesarrollada en la raya de Zamora con Portugal; por otra, su ambición de “lanzar una mirada sobre los individuos de una geografía olvidada y ofrecer una visión no antropológica, no etnográfica, sino simplemente humana dentro de un marco social”. [Eduardo Ducay: “Carta de Sanabria, el documental que nunca existió”, en Secuencias, núm. 11, 2000, págs. 17-18.]
Aunque Alicia Salvador establece taxativamente que la participación de Uninci se redujo a presentar el guión a censura previa y a pedir la revisión de la película terminada, parece claro que el viaje de localización guarda conexión con el que el mismo Muñoz Suay, Berlanga y el guionista Cesare Zavattini realizan por toda la península en el verano de 1954 para concretar el proyecto titulado Cinco historias de España. El diario de este viaje, escrito por Muñoz Suay, y una versión reducida del de Ducay para explorar el paisaje humano que ha de servir de base a Carta de Sanabria, se publican en las páginas del primer número de la revista Cinema Universitario [Eduardo Ducay: “Fotodocumentales I: Objetivo Sanabria”, en Cinema Universitario, núm. 1, enero-marzo de 1954, págs. 32-25.]. El ánimo de acercarse a la realidad española con talante crítico es común a ambos proyectos.
Ducay es crítico cinematográfico y fundador del Cine-Club de Zaragoza. En 1950 ha ingresado en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas en la especialidad de Dirección, aunque no llegará a obtener el título. Eso sí, en segundo curso realiza en 16mm un ejercicio adaptando el monólogo La voz humana, de Jean Cocteau, y un documental sobre la Exposición de Arte Misional celebrada en Madrid en 1951 que muestra la renovación de la iconografía cristiana a partir de las representaciones de escenas religiosas realizadas en África, Asia y Australia: Nuevo arte cristiano (1951). Al tiempo, colabora como crítico en Índice e Ínsula, participa en la fundación de la revista Objetivo y tiene parte fundamental en las Conversaciones de Salamanca de 1955, donde presenta sendas ponencias sobre las perspectivas del cine español y una panorámica del cine documental. Esta segunda, leída por Baena, resulta capital para comprender el alcance de lo que pretende Ducay, ya que las conversaciones tienen lugar en mayo de 1955, entre el viaje de localizaciones el rodaje. Pretende entonces el realizador allí el realizador debutante que el documental español no existe, dado que la herencia del documental republicano que pudieran dejar Luis Buñuel o Carlos Velo se ha visto truncada por la Guerra Civil; ergo, todo está por inventar. [Eduardo Ducay: “El cine documental español”, Objetivo, núm. 16, junio de 1955, págs. 25-29.]
En 1954 se implica en dos proyectos industriales, no sólo en uno. Escribe el guión de Nace un salto de agua, el debut en la dirección de otro compañero de la Escuela de Cine, Alfredo Castellón. La fotografía es también de Baena y el realizador novel aseguraba que pretendía “mostrar cómo se construye un salto de agua, el de San Esteban del Sil, en Orense, poniendo el énfasis no solo en lo tecnológico sino en la gente trabajadora y en el contexto de esa parte de la Galicia desconocida”. [Juan Domínguez Lasierra: “Alfredo Castellón, el maño antibaturro”, en Crisis, núm. 10, diciembre de 2016, pág. 42.] Así que casi podemos hablar de un programa estético-ideológico, ya que su afinidad con Muñoz Suay ha propiciado su integración en el grupo de cultura del PCE en el interior. [Esteve Riambau: Ricardo Muñoz Suay: Una vida en sombras. Valencia: Tusquets / IVAC-La Filmoteca, 2007, pág. 267.]
Para comprender la peculiaridad de la película de Ducay nada mejor que
echarle un vistazo a las contemporáneas de Fernando López Heptener para
Iberduero. Son éstas documentales de empresa en los que los datos de
construcción mastodónticos, energía generada y fuerza del agua no
parecen tener otro interés que el de apabullar al espectador generalista
al que muchos de ellos van dirigidos, puesto que también los distribuía
No-Do. Apartado esencial para acceder a este cauce oficial de
distribución es la incorporación del color —Gevacolor en Energía y fuerza / El Duero y sus saltos (1956) y Por la cuenca del Cinca / Del Pirineo al Duero (1957)—,
lo que supone un plus de espectacularidad y homologación europea a las
producciones. Pero lo fundamental es que, al pertenecer López Heptener a
la plantilla de Iberduero, el alcance espacial y temporal de sus
producciones permite seguir la construcción y funcionamiento de los
saltos de agua desde su concepción hasta su puesta en marcha.
Evidentemente, las tres semanas de estancia de Ducay, Baena y Saura en
la comarca de Sanabria impiden este tipo de desarrollo en el tiempo. Su
acercamiento, por tanto, ha de ser otro.
La película, tal como la podemos ver hoy, prescinde de esta toma de sonido —que nunca se habría pretendido directa— y se articula en torno a la locución. Eso sí, la naturaleza híbrida del documental, la abisagra por su mismo centro. La primera parte está dedicada a desentrañar la situación del paisanaje y el entrono en el que se desenvuelve.
La segunda, en cambio, muestra el triunfo de la técnica a la hora de canalizar el agua y convertirla en productiva energía hidroeléctrica. La música pastoral de la primera parte se trueca en dinámica y pimpante partitura. Y aunque la locución asevera que “junto a las máquinas volvemos a encontrar al hombre: hombres de Sanabria, hombres a quienes aguarda su hogar [corte de sonido] el escaso rebaño que un día dejaron para ser obreros de esta posibilidad”. Si en el corte de sonido falta únicamente una conjunción copulativa o algo más, desentrañarlo resulta imposible. Sin embargo, los hombres son tratados aquí como fuerza de trabajo y no individualmente, como en el primer tramo. Si la obra llega a buen fin será gracias a “la voluntad de los constructores”. Para nada se nos informa, sin embargo, de lo supuestamente novedoso del proyecto de construir una serie de presas interconectadas por túneles, cuyo fin era el salto de agua y la central eléctrica. [Gabriel y Francisco Barceló Matutano: “Salto Moncabril: Aprovechamiento hidroeléctrico de la cuenca alta del río Tera”, en Revista de Obras Públicas, mayo de 1951, págs. 230-239.]
El final de Carta de Sanabria muestra las ventajas de la llegada de la luz a la comarca. Por la noche, hombres y mujeres se reúnen en torno a un aparato de radio para escuchar las noticias. Los trabajadores que han puesto su fuerza de trabajo al servicio de Hidroeléctrica de Moncabril asisten a una escuela nocturna iluminada con dos bombillas.
Sucedió que un día J.J. Baena dijo que convenía llevar todo el negativo ya impresionado a Madrid para que fuese revelado y copiado en los laboratorios, teniendo así el imprescindible control sobre la marcha del rodaje. Se fue, y volvió dos días después diciendo que habían surgido problemas. En efecto, en el negativo aparecían un sinnúmero de veladuras, correspondientes siempre al material TRI X con el que se había rodado casi todo, que en principio inutilizaban la imagen haciéndola prácticamente inservible.
La razón de semejante fracaso era una inadecuada manipulación del negativo en la operación de cargar los chasis de la cámara. La excesiva velocidad a que se hacía girar la bobinadora en el cuarto oscuro magnetizaba la película, haciendo que saltaran pequeñas chispas que impresionaban —y velaban— el negativo. Así, de cada seis u ocho fotogramas, unos dos se veían en blanco. Y estas chispas pasaron inadvertidas para quien estaba a cargo de controlar el material.
Volvimos a Madrid. Examiné el material en visionadora y en moviola. Pero era difícil salvar un solo metro. Fue pasando el tiempo y abandoné el asunto. Mucho después supe que se había montado algo con tomas de obras, se había sonorizado y tirado copia para entregárselo a Hidroeléctrica de Moncabril. Nunca quise verlo. [“Carta de Sanabria, el documental que nunca existió”, Op. cit.]
Este olvido total del proyecto queda matizado por Alicia Salvador, según la cual...
Como era preciso presentar una película ante la casa contratante, Baena organizó un montaje con [Alfonso] Santacana de la escasa parte del material que pudo salvarse, que precisamente correspondía a la parte de la construcción de la presa. Pero éste era otro documental, y Ducay jamás quiso saber nada de él, pues su ambicioso y comprometido proyecto de testimoniar una dura realidad social había perecido. [Alicia Salvador Marañón: “Carta de Sanabria, un documental social”, en La herida de las sombras: El cine español de los años cuarenta, Actas del VIII Congreso de la Asociación Española de Historiadores del Cine. Madrid: Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, 2001, pág. 485.]
O sea, que habrían sido Baena y Uninci los responsables del montaje final. “Quien estaba a cargo de controlar el material”, sólo podían ser Baena o Saura. El impersonal “se había montado algo con tomas de obras”, Baena y Uninci. La relación con Muñoz Suay resultaba, al parecer, fluida. La realidad es que sólo un tercio de los catorce minutos de montaje están dedicados a la construcción del embalse. Del resto, dedicado a la vida en aquellos pueblos, el documental recoge muchas de las anotaciones de su diario de localizaciones de 1954.
En Vigo...
Antes de ver al cura saludamos a una vieja maestra (84 años) jubilada, que lleva más de ochenta años en el pueblo. Es un tipo pintoresco y extraordinario, llena de energía y vitalidad, ágil y ordenancista. Pasamos a su casa (limpísima, buena casa) que nos ofrece con la más extremada fórmula de cortesía ibérica. Hace repaso de su vida profesional con una exactitud impresionante. En 1908 cobraba cuatrocientas al año. De ahí, ascendiendo hasta cuatro mil pesetas, en 1940, fecha en que se retiró. Tiene dos hijos y una hija. Los hijos están en Argentina. Uno de ellos se fue porque le quitó la plaza un cura por no sé qué maniobra sucia. Habla con ironía de los “ministros del Señor”. Pero no hay que engañarse, es católica ferviente. En este pueblo son casi todos verdaderos fanáticos. [Ésta y las siguientes citas proceden del diario de localización reproducido en “Carta de Sanabria, el documental que nunca existió”, en Op. cit.]
En la iglesia de San Martín de Castañeda...
La iglesia es muy vieja, con cosas románicas, góticas, barrocas y platerescas, todo revuelto, y es una pura ruina, llena de puntales, de polvo, de piedras tiradas de cualquier forma aquí y allá. Nos metemos por todas partes, subimos al coro por una escalera inverosímil; allí hay una sillería destruida que debió ser buena, y tiradas en el suelo dos tallas yacentes —góticas— cubiertas de polvo, carcomidas. Aún así se conservan bien (quizá sean de madera de tejo) y es lamentable el abandono en que se encuentran, porque tienen una estilización y una suavidad de líneas maravillosas. Esto es España. Abandono y ruina.
En la escuela de niñas de Ribadelago...
El local es viejo e infame, pero está blanqueado y limpio. Hay muchas niñas, unas sesenta, en general bastante aseadas. La maestra es una chica joven, muy joven, que se llama Carmina, de un pueblo de la provincia de Zamora. Esta chica es muy mona, tiene un cuerpo delgado y bonito, morena, chata, con ojos negros, grandes y redondos, un cuello largo y delgado que hace resaltar la gracia de su cabeza. Habla de un modo muy agradable, casi musical, y sonríe muy fácilmente. Está con nosotros muy amable y nos ayuda a hacer fotografías y rodar unos metros de película. También allí dan a los niños leche de “ayuda americana”, y nos ofrece amablemente la ocasión de improvisar la escena.
En el túnel de los Tejos...
Podemos entrar allí en un tractor. Lo hacemos así. El techo es muy bajo. El tractor resuena de un modo impresionante, aunque los ruidos se ahogan en el techo y no tienen eco. Cruzamos unos obreros, que se apoyan junto a la pared y nos miran pasar con una cara empolvada y blanca. Al fin paramos. A lo lejos se ve una nube de polvo y trepida una perforadora a la que el capataz manda detener. Ahora resuenan unas toses secas y entrecortadas. Estamos en el final de la perforación. Los obreros (dos) están perforando la piedra para colocar barrenos. Aquel es un trabajo realmente infernal. Llevan una especie de caretas de esponja que cubren boca y nariz y que deben hacer la respiración difícil y angustiosa. Hablamos con aquella gente. Jornada de trabajo: ocho horas. Se trabajan 24 horas diarias. Longitud a perforar: un kilómetro. (Se gana según lo perforado, por metros). Los sueldos van de veinticinco a ocho pesetas por metros de perforación. Es, pues, un trabajo a destajo. Hay días que se dan mal. Los barrenos levantan poca piedra y entonces se cobra poco. Esto es sobrecogedor. Los hombres sudan, hace calor, respiran mal, tosen. A todos les acecha una silicosis, y al poco rato de estar allí yo noto que tengo la boca llena de un polvo duro de piedra, que chirría entre los dientes. Naturalmente, la tubería de renovación del aire funciona solamente a medias y así, el polvo que debía ir fuera, se lo tragan estos hombres que tienen los ojos brillantes, enrojecidos, y enmarcados por un polvo.
Así que, más que las carencias de imagen, echamos de menos el tratamiento del sonido. Más que las carencias de imagen notamos la alteración del sonido. Según Saura...
Fue un intento de cine-verité mucho antes de que surgiera el movimiento en otros sitios. Íbamos con un magnetófono y preguntábamos a la gente sobre la posible llegada de la luz eléctrica a esos pueblos que no tenían luz, nos contaban su vida, su trabajo, sus problemas. Desgraciadamente el documental nunca se terminó. [Enrique Brasó: Carlos Saura. Madrid: Taller de Ediciones Josefina Betancor, 1974, pág. 36.]
De estos testimonios apenas perviven la copla que escuchamos durante los títulos de crédito —“Hasta la trocha en el agua / Y se sale pa’ la presa. / ¡Cuántas cosas hace un hombre / Y con el tiempo le pesan!”— y el rezo de un rosario. Nadie se refiere a que estas grabaciones sufrieran también algún problema técnico y se perdieran.
Ducay definía Sanabria como “un país de ausencia”. Los hombres emigraban y en el pueblo sólo quedaban mujeres, niños y ancianos. Las mujeres habían de asumir todas las tareas, de las faenas del campo a la crianza, de la cocina al hilado de lino. Salvo por la frase truncada que hemos citado más arriba, nada se nos dice de cómo afecta a la vida de aquellas gentes la proximidad del puesto de trabajo. Esta es la causa del elocuente título. La guía argumental debía ser la carta que una mujer escribe a su hijo o a su marido, que han tenido que irse a trabajar fuera.
Si este artificio narrativo y los testimonios no se utilizaron, tuvo que ser por otros motivos que se nos escapan. Permanece una cita de Unamuno: “Campanario sumergido de Valverde de Lucerna, / Toque de agonía eterna bajo el caudal del olvido”. El poema parece premonitorio. El 9 de enero de 1959, con la crecida del río Tera, la presa cuya construcción documentaba la película se derrumba y el agua arrasa Ribadelago. Fallecen ciento cincuenta personas. En un primer momento, no se habla de la rotura del embalse, sino de un desastre natural ocurrido al rebasar la presa la avenida de las aguas. López Heptener, operador de No-Do en Zamora, se encarga de rodar para el noticiario oficial sendos reportajes breves sobre la catástrofe y el inicio de las tareas de reconstrucción.
No-Do 387-A, 19 de enero de 1959
La tragedia pone en marcha una ola de solidaridad. Radio Zamora organiza la recaudación de fondos “para los damnificados”. Franco ha visitado las instalaciones en septiembre de 1956. [Imperio, 25 de septiembre de 1956, pág. 9.] Le acompañan los ministros de Industria, Joaquín Planell, y Obras Públicas, Fernando Suárez de Tangil, conde de Vallellano, amén de autoridades del Instituto Nacional de Industria. El INI tiene participación en la empresa promovida por los hermanos Gabriel y Francisco Barceló Matutano, ingenieros que diseñaron el proyecto. Bendijo entonces las instalaciones el obispo de Zamora, monseñor Martínez González.
Aunque finalmente Gabriel Barceló, gerente de la empresa, terminaría siendo juzgado por imprudencia temeraria y condenado a un año de prisión menor y a pagar indemnizaciones a las víctimas, en Semana Santa la revista de Radio Zamora publicaba un reportaje hablando de “normalidad” en la vida de un pueblo en el que habían fallecido más de la mitad de sus habitantes...
Ribadelago vuelve a la vida normal, porque también sus tierras arrasadas por el torrente han sido recuperadas, tras semanas de trabajos intensos y de esfuerzos magníficos de los equipos enviados por el Instituto Nacional de Colonización... Todo vuelve a vivir en el pueblecito siniestrado, aunque bajo un signo intencionado de provisionalidad, porque el nuevo Ribadelago, —en otro paraje distinto y distante— surgirá muy pronto para que allí se vayan a iniciar en definitiva la nueva existencia más próspera y feliz que les espera, todos los que sobrevivieron a la hora triste del 9 de enero... [“Ribadelago, un pueblo zamorano, moviliza la generosidad de España entera”, en Merlú, Semana Santa de 1959.]
Si antes no habíamos encontrado noticias de distribución o estreno de Carta de Sanabria, el silencio sobre su existencia a partir de entonces resultaba indudablemente lo más conveniente. En 1955 Ducay es contratado por Estudios Moro como responsable del departamento de guiones y en 1959 fundará con Leonardo Martín y Joaquín Gurruchaga, compañeros en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, la productora Época Films, cuyo primer proyecto será la regeneracionista Los chicos (Marco Ferreri, 1959). Al cine industrial regresará en 1969 con la creación de la productora Cinetécnica.
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