Según el catálogo Cine Español de 1983, el argumento de Don Cipote de la Manga (Gabriel Iglesias, 1983) es el siguiente: "Laureano Fresendilla, un singular personaje, que se lanza a una cruzada contra el vicio y la corrupción, es atacado una noche de luna llena por el hombre lobo". Para concluir, un interrogante de hondo calado metafísico: "¿Qué peligros corre un español cuando se siente poseído por el magnetismo de la luna?".
Frente a lo que su título pudiera dar a entender, Don Cipote es una comedia sexy que ni siquiera mereció la clasificación "S", aunque en su estreno en Castellón de la Plana se presentó como tal por motivos promocionales. Encuadrable dentro de lo que se ha dado en llamar "cine del búnker", hilvana algunos argumentos bastante peregrinos sobre "la ola de erotismo" que nos invadía para que sus protagonistas hagan algunas gracietas y poco más.
Carlos Lucas -hasta entonces poco más que figurante con o sin frase y actor de reparto en películas de Mariano Ozores y Juan José Porto- interpreta el doble papel del pío don Laureano Fresnedilla y el sátiro don Cipote Jr., cuyo miembro crece descomunalmente en noches de luna llena tras haber sido atacado por el viejo don Cipote. El actor sabe dónde pisa durante la escena de la transformación. Por la noche, al aparecer la luna llena, empieza a tener visiones de súcubos. Las páginas de la Biblia que lee antes de dormir aparecen ilustradas con señoritas en cueros. Una de ellas es Desirée (Azucena Hernández), que cobra vida para realizar una danza sicalíptica en liguero y ropa interior. Cuando baja el libro, Laureano está totalmente desmadejado. Se acerca a la ventana. Hace entonces gala de una mímica aprendida en el cine mudo y en el teatro itinerante. Se gira sobre sí mismo en una mueca convulsa: una mano aparece agarrotada junto a la sien y la otra a la espalda. Un inserto de la luna permite el cambio de maquillaje y vestuario. Convertido en don Cipote, Carlos entona la alusiva romanza "Fiel espada triunfadora…" y afecta un acento porteño que también utilizaba en su papel de indiano en la comedia Quién me compra un lío, de José de Lucio. Como Jerry Lewis en The Nutty Professor (El profesor chiflado, Jerry Lewis, 1983), su míster Hyde es un auténtico Valentino.
La película se rueda en la Manga del Mar Menor. Carlos Lucas siempre dijo que ésta fue la primera película que protagonizó y no hay porqué contradecirle. A pesar de que en los títulos de cabecera aparece en cuarta posición, por detrás de Paco Cecilio, Azucena Hernández y Gracita Morales, en la documentación presentada al Ministerio Cultura, preceptiva para obtener el permiso de rodaje, su nombre aparece en cabeza del elenco como corresponde al personaje titular.
Antonio Mayans, que hace el personaje de Adolfo y realiza labores de jefe de producción, tiene tiempo también de coescribir el guión. No es moco de pavo teniendo en cuenta que el mismo año en que se rueda Don Cipote aparece en nueve títulos ¡nueve! dirigidos por Jesús Franco.
Los miembros del reparto y del reducido equipo técnico se alojan en el Hotel Doblemar Casino. Los protagonistas, durante cinco semanas. Los sueldos, a tanto alzado, 325.000 pesetas para Azucena Hernández y 50.000 para Carlos Lucas. Todavía se quejaba el actor de que había demasiada desproporción y que por un protagonista deberían de haberle pagado, como poco, el triple. Se consuela luego al pensar que por el doblaje le dieron dos mil duros más.
Pero éste del salario es un drama menor. El sábado antes de salir para el rodaje, le llama su hermana desde Valladolid. Su madre ha muerto. Carlos ha firmado ya el contrato y no se atreve a proponer un retraso. Pasa el fin de semana corroído por una duda que ríanse ustedes de Hamlet. En un platillo de la balanza está el amor filial, en el otro, su primer protagonista cinematográfico; la puerta del éxito que, después de treinta y cinco años de profesión, por fin se abre para él. O al menos se entreabre. ¿Quién puede juzgarle? Pasa la noche en vela. Cuando por fin se duerme sueña con James Cagney en White Heat (Al rojo vivo, Raoul Walsh, 1949). Sueña con la muerte de la madre de Cody Jarrett; sueña que él se entera en presidio y que, loco de furia, golpea a los policías; sueña que consigue escapar con el topo que han colocado en su celda y que llega hasta la planta química donde escala hasta un depósito de combustible; sueña que los disparos de la policía incendian el silo y grita:
-¡Lo he logrado, mamá! ¡Estoy en la cima del mundo!
En la Manga, Rafael Hernández y su mujer se esfuerzan en consolarlo. Frente al puerto deportivo, ante una ración de pescadito frito, Carlos intenta olvidar. En la mesa vecina, el Papa Clemente y sus obispos del Palmar de Troya hacen lo propio. En el trance, se le olvida que esa noche tiene una escena en la que debe montar a caballo. Llegado el momento, se acobarda. Se lía con la capa. Resbala. Protesta. Ya pasó lo mismo en 20.000 dólares por un cadáver (José María Zabalza, 1969). Le sientan tras la valquiria Nicole Deschamps. Ella es un poco grusecilla y lleva una túnica sedosa. De nuevo se ve Carlos en el suelo.
-Bajadme de aquí, que me caigo.
-No te preocupes –replica Iglesias-. Es sólo un momento y el caballo va al paso. Tú pon ese gesto altivo, levanta una ceja... Perfecto.
Carlos clava el ademán. Le han puesto pestañas postizas, bigotillo de pincel, un lunar en la mejilla y el pelo negro como ala de cuervo. Trasmutado en nuevo Valentino baila con Azucena Hernández el tango Celos. ¿Recuerda a Chaplin en The Gold Rush (La quimera del oro, 1925) cabrioleando con Georgia Hale? No hay perro a mano. Al pasar junto a una cortina, pega un saltito.
Como Carlos no conduce, en la escena del accidente empujan el coche para que se salga de la carretera. Aparece Rafael Hernández interpretando a un guardia jurado. Carlos termina en la cárcel, de donde le rescata una Gracita Morales experta en artes marciales. Pero Paco Cecilio no cesa en su persecución, desembocando en una desenfrenada carrera de go-karts en el circuito local. A Carlos se le enreda la capa con la rueda. Gabriel Iglesias junto a la cámara, se desgañita para dejar oír su voz por encima del zumbido de los motores:
-Sigue, sigue. No te preocupes. Que así queda más gracioso.
Carlos, que no ha visto Isadora (Isadora, Karel Reisz, 1968), sigue como si tal cosa.
El rodaje finaliza. La valquiria Deschamps se queda allí, cuidando de su caballo. Se estableció años atrás en Calblanque y regenta un picadero. Hasta donde hemos podido rastrear ésta es su única incursión en la interpretación cinematográfica. Carlos regresa a Madrid con los demás y coge inmediatamente un tren a Valladolid. Lleva al cementerio un ramo de flores. Pasa unos minutos ante la tumba de su madre. Ni podemos ni queremos saber qué le dice. Acaso intenta justificar su ausencia, explicarle que aunque ella no pueda verlo el sacrificio ha merecido la pena porque Gabriel Iglesias les ha contado que ha apalabrado con un distribuidor el cine Callao para un estreno por todo lo alto. A lo mejor sólo llora. No lo sabemos.
Cuando José Antonio Rojo acomete el montaje la película, lleva centenar y medio de títulos a sus espaldas. Tampoco hay demasiado material y, en estos casos, prima la eficacia. El chasis que se ha utilizado en las tomas desde el helicóptero pasa íntegro, convenientemente repartido a lo largo del metraje. O inconvenientemente porque la inclusión de estas tomas aéreas, vengan o no a cuento, confiere al desangelado conjunto un punto aún más absurdo, como de espiral que no conduce a ninguna parte. Tampoco el doblaje lleva demasiado tiempo. Se hace en los modestos estudios Arcofón de la calle Vallehermoso.
Dice uno doblaje y debiera decir sincronización porque desde mediados de los años cuarenta hasta casi los ochenta la mayoría de las películas españolas no cuenta con sonido directo. La razón primordial para este bastardeo del proceso creativo es el establecimiento en España de una potente industria de doblaje asentada a mediados de los años treinta, pero de carácter obligatorio para todas las películas extranjeras de 1941. La norma –nunca publicada en el Boletín Oficial del Estado por no tener rango de Ley- es un remedo de la instaurada por Mussolini en la Italia fascista de 1930 para la defensa del “idioma nacional”. Cuando en 1944 se deroga el mal ya está hecho. En la práctica hay una gran mayoría de voces críticas hacia el proceso y, sin embargo, la evidencia del abaratamiento de costes que supone su utilización para postsincronizar las películas rodadas según el sistema mudo empuja a los productores españoles a utilizarla sin ningún recato. Si hay ruidos, si a un actor se le va la letra o, como en el caso de las coproducciones de los años sesenta, cada uno habla un idioma, no pasa nada. No es necesario contar con estudios acondicionados. En cuanto la toma está correcta por cámara se pasa al siguiente plano. Todo lo demás se arreglará en la postsincronización. El procedimiento está tan generalizado que incluso directores con cierta ambición como Luis G. Berlanga o José Luis Garci doblan sus películas en estos mismo años.
Aunque a los actores les aseguran que va a haber un estreno de campanillas en la Gran Vía, lo cierto es que la película se asoma tímidamente a la pantalla del vetusto y modesto cine Cervantes, de la Corredera Baja. Lo hace el 21 de enero de 1985, más de un año después de su realización y cuando el local ya se ha especializado en la exhibición de un material X con el que Don Cipote de la Manga sólo se relaciona por el título.
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